Mientras Godfrey Cass bebía a grandes sorbos el dulce brebaje del olvido en presencia de Nancy y perdía voluntariamente todo recuerdo del vínculo secreto que en otros momentos lo obsesionaba y atormentaba, llegando hasta exasperarlo en medio de los rayos sonrientes del sol, su esposa se adelantaba a pasos lentos e inciertos, a través de las callejuelas cubiertas de nieve de Raveloe, llevando una criatura en los brazos.
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27 abril 2008
26 abril 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-11)
Algunas mujeres, lo confieso, no aparecerían ventajosamente si cabalgaran a la grupa, vestidas con un abrigo de viaje color marrón y la cabeza cubierta con un sombrero de castor también color marrón, cuya copa se parece a una pequeña cacerola.En efecto, un vestido que recuerda la hopalanda de un cochero, y que ha sido cortado en un pequeño retazo de paño con el cual no se han podido cortar capuchas en miniatura, no es muy aparente para ocultar los defectos de las formas. Por otra parte, el marrón no es un color apropiado para hacer resaltar vivamente las mejillas pálidas. Era un triunfo tanto más grande la belleza de la señorita Nancy Lammeter aparecer del todo seductora en semejante traje, cuando sentada a la grupa sobre un cojín, tras de su padre alto y derecho, ella le tomaba la cintura con uno de sus brazos y miraba hacia abajo, con ansiedad vigilante, los charcos de agua, cubiertos por una nube traidora que lanzaba salpicaduras formidables bajo los golpes de los cascos de Dobbin. Un pintor la hubiera preferido quizá en uno de esos momentos en que ella no tenía conciencia de sí misma; pero sin duda que esas mejillas habían alcanzado su más alto grado de contraste con la tela marrón de que iba revestida, cuando llegó a la puerta de la Casa Roja y vio a Godfrey Cass dispuesto para ayudarla a bajar del caballo. Hubiera deseado que su hermana Priscila hubiese ido a la grupa detrás del sirviente al mismo tiempo que ellos, porque entonces se hubiera arreglado para que el señor Godfrey bajara a Priscila primero. En ese intervalo ella hubiera convencido a su padre de que la diera la vuelta hasta el apeadero, en lugar de dirigirse al pie de la escalera. Es muy penoso, cuando se le ha dado a entender claramente a un joven que se tiene la resolución de no casarse con él, por más que él deseara esa unión, verlo seguir, sin embargo, teniendo atenciones especiales. Y además, ¿por qué no tenía siempre las mismas atenciones, si realmente eran sinceras de su parte, en vez de mostrarse tan incoherente como lo era el señor Godfrey Cass? Procedía a veces como si no quisiera hablarla, y no se ocupaba de ella durante varias semanas; después, de repente, casi le hacía de nuevo la corte. Además, era bien evidente que no le profesaba verdadero afecto; de otro modo no dejaría que las gentes dijeran lo que decían de él. ¿Suponía acaso que la señorita Nancy Lammeter podía ser conquistada por cualquiera, squire o no, que llevara mala vida? No era eso lo que estaba acostumbrada a ver en la persona de su padre, el hombre más sobrio y bueno de los alrededores, cuyo único defecto era ser algo brusco y arrebatado, de cuando en cuando, si las cosas no eran hechas en el acto.
25 abril 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-10)
El juez Malam era considerado, naturalmente, en Tarley y en Raveloe, como un personaje de vasta inteligencia, visto que era capaz de sacar sin pruebas conclusiones mucho más profundas que las que se podían esperar de sus vecinos que no eran magistrados.No era posible que semejante hombre descuidara el indicio de la caja de yesca.Así, pues, se dio comienzo a una pesquisa que tenía por objeto un buhonero: nombre desconocido, cabellos negros y crespos, color moreno de un extranjero, mercader de cuchillería y bisutería que llevaba en un cajoncito, y grandes aros en las orejas.Pero, ya sea que las diligencias de las pesquisas se hicieron con demasiada lentitud, ya sea que aquella filiación conviniera a tan grande número de buhoneros que no fuera posible hacer una elección entre ellos, lo cierto es que transcurrieron las semanas y no se obtuvo más resultado concerniente al robo, que el cese gradual de la agitación que había causado en Raveloe.
24 abril 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-9)
Godfrey se levantó y se desayunó más temprano que de costumbre, pero se quedó en el pequeño salón artesonado hasta que sus hermanos menores acabaran de desayunarse y salieran. Esperaba a su padre, quien siempre hacía un paseo con el mayordomo antes de almorzar. Nadie comía a la misma hora por la mañana en la Casa Roja. Era siempre el último, a fin de dar a un apetito bastante débil mayores probabilidades, antes de ponerlo a prueba. Hacía casi dos horas que la mesa estaba guarnecida con platos suculentos esperando su llegada.
16 abril 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-8)
Cuando Godfrey Cass volvió de la fiesta de la señora Osgood, a media noche, no lo sorprendió mucho el saber que Dunsey no había vuelto a la casa. Quizá no habría vendido a Relámpago esperando otra ocasión; quizá, a causa de la niebla de la tarde, había preferido refugiarse en la posada del León Rojo de Batterley, para pasar allí la noche, si la cacería lo había retenido en las cercanías, porque no era muy probable que se sintiera muy contrariado por dejar a su hermano en la incertidumbre. El espíritu de Godfrey estaba muy absorbido por los atractivos y maneras de Nancy para con él, demasiado lleno de exasperación contra sí mismo y contra su suerte—exasperación que no dejaba nunca de producirse en él, a la vista de aquella joven—, para que pensara mucho en Relámpago y en la conducta probable de Dunstan. SIGUE AQUÍ
12 abril 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-7)
Un momento después, sin embargo, pareció que los fantasmas fueran de naturaleza más condescendiente que lo que pretendía el señor Macey, porque de pronto se vio la figura pálida y flaca de Silas Marner. De pie entre la luz cálida de la pieza, no profería palabra, pero giraba por la asamblea la mirada de sus ojos extraños y sobrenaturales. Las largas pipas hicieron un movimiento simultáneo, como el de las arterias de insectos asustados. Todos los presentes, sin exceptuar al escéptico herrador, tuvieron la impresión de que veían a un aparecido y no a Silas Marner en carne y hueso. En efecto, la puerta por que había entrado Silas estaba oculta por los bancos de alto respaldar, y nadie había advertido su llegada. SIGUE AQUÍ
07 abril 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-6)
La conversación, que era en extremo animada cuando Silas llegó al Arco Iris, había sido como de costumbre lánguida e intermitente al empezar a formarse la reunión.
Los clientes habituales habían comenzado por ponerse a fumar sus pipas en un silencio rayano en la gravedad. Los más importantes de ellos, los que bebían alcoholes y estaban sentados más cerca del fuego, se miraban los unos a los otros, como si hubieran apostado al que primero cerraría los ojos.
En cuanto a los bebedores de cerveza, gentes vestidas en su mayor parte con sacos de fustán o blancos, permanecían con los párpado cerrados y se pasaban la mano por la boca. Se hubiera dicho que absorber sus tragos de cerveza constituía para ellos un deber fúnebre, que desempeñaban con afligente tristeza.
Por fin, el señor Snell, el tabernero, hombre dispuesto a ser neutral y acostumbrado a permanecer alejado de las desinteligencias humanas, como inherentes a seres que tenían todos a igual título necesidad de beber, rompió el silencio diciéndole con tono indeciso a su primo el carnicero:
—¿Hay gentes que dirían que es un lindo animal el que trajisteis ayer, Bob?
El carnicero, hombre alegre, sonriente, de cabellos rojos, no era capaz de responder inconsiderablemente. Lanzó algunas bocanadas antes de escupir y dijo:
—No se engañarían en mucho, Juan.
Después de esta débil e ilusoria tentativa de romper el hielo, el silencio volvió a ser tan riguroso como antes.
—¿Era una vaca colorada de Durham?—dijo el herrador, reanudando el hilo del discurso después de varios minutos.
El herrador miró al tabernero y el tabernero miró al carnicero, como que era la persona que debía asumir la responsabilidad de la respuesta.
—¿Era colorada—dijo el carnicero, con una voz de falsete alegre, pero ronca—y era sin duda una vaca de Durham?
—Entonces no tenéis para qué decirme a mí a quién la habéis comprado—dijo el herrador mirando a su rededor con cierto aire de triunfo—, conozco a las personas que tienen vacas coloradas de Durham en las inmediaciones. ¿Apostaría dos peniques que tenía una estrella blanca en la frente?
El herrador se inclinó hacia adelante, con las manos en las rodillas, al hacer aquella pregunta, y sus ojos parpadearon con viveza.
—Pues bien, sí, es posible—dijo el carnicero con lentitud, considerando que hacía resueltamente una respuesta afirmativa—. No digo lo contrario.
—Estaba seguro—dijo el herrador con tono provocativo, echándose para atrás—, si yo no conociera las vacas del señor Lammeter, quisiera saber quién las conocería, nada más. Y en cuanto a la vaca que habéis comprado, barata o no, yo estaba allí cuando la purgaron; que me contradiga el que quiera.
El herrador tenía un aire amenazador, y el calor apacible que el carnicero ponía en la conversación, se animó un poco.
—Yo no soy hombre que contradiga a nadie, estoy por la paz y la tranquilidad. Hay personas que prefieren cortar las costillas largas. Por mi parte, soy de los que las cortan cortas; pero yo no me disputo con esas personas. Todo lo que digo es que es un lindo animal, y sólo al verlo a cualquier persona razonable se le llenan los ojos de lágrimas.
—Pues es la vaca que yo purgué, sea como sea—prosiguió el herrador colérico—, y era la del señor Lammeter; si no es así, habéis mentido al decir que era una vaca colorada de Durham.
—No miento—dijo el carnicero con la misma voz apacible y ronca de antes—, y no contradigo a nadie. Ni aunque un hombre se pusiera azul de cólera, no lo contradeciría; no le compro carne; no hago negocios con él. Todo lo que digo es que es un lindo animal, y mantengo mi palabra; pero no quiero pelear con nadie.
—¡No, realmente—dijo el herrador con amargo sarcasmo, echando una mirada general sobre los circunstantes—, y puede que no seáis testarudo como una mula, y puede que no hayáis dicho que la vaca no era una Durham colorada, y puede que no hayáis dicho que tenía una estrella blanca en la frente! Sostened ahora eso, ya que estáis bien dispuesto.
—¡Vamos! ¡vamos!—dijo el tabernero—, dejad a esa vaca tranquila. Los dos tenéis razón y los dos estáis equivocados, esto es lo que sostengo siempre. Y en cuanto a que la vaca fuera del señor Lammeter, no digo nada; pero lo que sostengo, y que es preciso se recuerde, es que el Arco Iris es el Arco Iris. Y para volver al asunto, si la conversación ha de referirse a los Lammeter, vos, señor Macey, sois el que mejor conocéis ese capítulo, ¿no es cierto? ¿Recordáis la época en que el señor Lammeter vino a este paraje y arrendó las Gazaperas?
El señor Macey era sastre y chantre de la parroquia. Sus reumatismos lo habían obligado hacía poco a compartir esta última función con un joven de facciones delicadas que estaba sentado frente a él. Inclinando su cabeza blanca hacia un costado y haciendo girar sus pulgares con un aire de satisfacción ligeramente acentuada con una pizca de crítica, sonrió con compasión en respuesta a la interpelación del tabernero y dijo:
—Sí, sí; es cierto, es cierto; pero dejo hablar a los demás. Ahora estoy retirado de los negocios y he cedido el puesto a los jóvenes. Dirigid vuestras preguntas a los que han ido a la escuela de Tarley: han aprendido la buena pronunciación: eso se ha puesto de moda hace poco tiempo.
—Si es a mí a quien aludís, señor Macey—dijo el chantre suplente con expresión de meticulosa urbanidad—, responderé que no soy hombre que hable cuando no debo. Como dice el salmo:
Yo sé lo que es justo; eso no basta,Practico también lo que sé.
—Pues bien, entonces, me gustaría que no os salierais del tono cuando se os lo apunta. Si sois de los que practican, me gustaría veros practicar eso—dijo un hombre gordo y jovial, excelente carretonero de oficio toda la semana, pero director del coro de la iglesia los domingos.
Al mismo tiempo que hablaba hizo señas con los ojos a dos personas de la reunión, que eran conocidos oficialmente con los nombres de «trombón» y «clarinete», con la seguridad de que expresaban la opinión del cuerpo musical de Raveloe.
El señor Tookey, el chantre suplente, que compartía la impopularidad común a los suplentes, se enrojeció mucho, pero repitió con moderación discreta:
—Señor Winthrop, si queréis decirme que lo hago mal, no soy hombre capaz de decir que no cambiaré. Pero hay personas que creen tener orejas infalibles, y que esperan que el coro entero tome a sus personas por modelo. Me parece que puede haber dos opiniones.
—Sí, sí—dijo el señor Macey, muy contento con aquel ataque a la juventud presuntuosa—, estáis en lo cierto, Tookey; siempre hay dos opiniones: hay la opinión que un hombre tiene de sí mismo y la opinión que los demás tienen de él. Habría dos opiniones sobre una campana rajada si ésta pudiera oírse a sí misma.
—Pero, señor Macey—dijo el pobre Tookey, que había permanecido serio en medio de la hilaridad general—, yo me he comprometido a llenar en parte las funciones del chantre de la parroquia a pedido del señor Crackenthorp, toda vez que vuestras molestias os incapaciten, y uno de los privilegios de esas funciones es cantar en el coro; y, si no, ¿por qué no hicisteis vos otro tanto?
—¡Ah! pero el señor Macey y vos son dos cosas muy distintas—dijo Ben Winthrop—. El señor tiene un don natural. Mirad, el squire tenía la costumbre de invitarlo a tomar una copa solamente para oírle cantar el «Corsario rojo»; ¿no es cierto, señor Macey? Es un don natural. Si su amiguito Aarón tiene también un don natural, puede cantaros un aire cualquiera sin vacilar, como una alondra. Pero en cuanto a vos, maese Tookey, haríais bien en limitaros a vuestro amén. Vuestra voz no es mala cuando la guardáis en la nariz. Es vuestro interior el que está mal dispuesto para la música: no vale más que el hueco de un zueco.
Esta especie de franqueza inflexible era la forma de broma más picante ante los ojos de la sociedad del Arco Iris, y el insulto de Ben Winthrop fue considerado por todos como superior al epigrama del señor Macey.
—Ya veo claramente de qué se trata—dijo el señor Tookey, incapaz de permanecer tranquilo durante más tiempo—. Hay una conspiración para echarme del coro, a fin de que no perciba mi parte del dinero de Navidad. Eso es. Pero le hablaré al señor Crackenthorp; no permitiré que nadie se burle de mí.
—No, no, Tookey—dijo Ben Winthrop—. Os daremos vuestra parte para que os retiréis, eso es lo que haremos. Hay otras cosas que la mugre, que la gente pagaría de buena gana para verse libre de ellas.
—¡Vamos! ¡vamos!—dijo el tabernero, que comprendía que pagar a la gente por su ausencia era un principio social peligroso—; una broma es una broma. Todos los que estamos aquí somos buenos amigos, me parece. Debemos dar para recibir. Los dos tenéis razón y los dos estáis equivocados; eso es lo que sostengo siempre. Yo opino como el señor Macey que hay dos opiniones, y si me pidieran la mía, yo diría que él y Winthrop los dos tienen razón. Tookey tiene razón y Winthrop también; no tienen más que cortar la pera en dos para estar de acuerdo.
El herrador fumaba su pipa con aire bastante hosco, con un cierto desdén por aquella discusión trivial. El tampoco tenía oído para la música, y no iba nunca a la iglesia porque pertenecía al cuerpo médico, y podía ser requerido para las vacas en estado delicado. Pero el carnicero, que era músico en el alma, había escuchado la discusión haciendo a la vez votos por la derrota de Tookey y la conservación de la paz.
—Seguramente—dijo, entrando en las vistas conciliadoras del tabernero—que queremos a nuestro viejo chantre. Cantaba antes muy bien y tiene un hermano que goza fama de ser el mejor menestral de los alrededores. ¡Ah! es muy sensible que Salomón no viva en nuestro pueblo, y que no pueda tocar alguna pieza cuando lo deseamos, ¿no es cierto, señor Macey? Le daría hígado y bofes de ternera gratis, palabra de honor.
—Sí, sí—dijo el señor Macey, en el colmo de la satisfacción—. En nuestra familia tenemos fama de músicos desde la época más remota. Pero estas cosas se van, como yo le digo a Salomón todas las veces que aparece por aquí; ya no hay voces como antaño, y nadie se acuerda de lo que nosotros nos acordamos, excepto de los viejos cuervos.
—Sí, os acordáis del tiempo en que el padre del señor Lammeter vino a establecerse aquí, ¿verdad, señor Macey?—dijo el tabernero.
—Ya lo creo—repuso el viejo chantre, que ahora había pasado por la serie de halagos necesarios para llevarle a comenzar su narración—. Era un lindo viejo, tan guapo, o quizás más, que el señor Lammeter existente actualmente. Venía de un punto cercano, del lado del norte, según pude saber. Pero nadie conoce nada positivo acerca de esa región; pero su pueblo no debía estar muy al norte, y no debía sin duda ser muy distinto de éste, porque el señor Lammeter trajo consigo una linda raza de carneros, de modo que en aquella región había ciertamente apriscos y todo lo que es razonable encontrar. Hemos oído decir que había vendido sus propias tierras para venir a arrendar las Gazaperas. Eso parecía raro por parte de un hombre que tenía propiedades suyas, que viniese a alquilar una granja en un país que no conocía. Pero se dijo que era a causa de la muerte de su mujer, bien que haya en las cosas razones que nadie conoce. Eso es más o menos lo que pude saber. Pero hay personas tan instruidas que encontrarían en el acto cincuenta motivos imaginarios. Mientras tanto, la verdadera razón está ahí rompiéndoles los ojos, y, sin embargo, no la ven. En fin, pronto nos dimos cuenta de que había un nuevo vecino que estaba al cabo de las cosas, tenía una casa bien puesta y era muy estimado de todos. Y el joven—es decir, el señor Lammeter, existente actualmente, y que nunca tuvo hermana—se puso en seguida a festejar a la señorita Osgood, es decir, la hermana del señor Osgood actualmente existente. Era una joven tan bonita como no podríais formaros idea. Pretenden que su joven hija se le parece; pero de ese modo piensan las personas que no saben las cosas que pasaron antes de que ellos nacieran. En cuanto a mí, debo saberlo bien, porque ayudé al viejo pastor señor Drumlow.
Dicho esto, el señor Macey hizo una pausa. Despachaba su relato por entregas, haciendo pausas para ser interrogado, según la costumbre.
—Sí, y ocurrió una cosa particular. ¿No es cierto? De modo que vos, señor Macey, es probable que os acordéis de ese matrimonio—dijo el tabernero en tono halagador.
—Ya lo creo, como que fue una cosa muy particular—respondió el señor Macey inclinando la cabeza hacia un costado—. El señor Drumlow... yo lo quería mucho al pobre viejo señor, a pesar de que tenía la cabeza algo confusa, tanto a causa de su edad como a que tomaba un trago de algo caliente cuando el oficio de la mañana tenía lugar haciendo tiempo frío... y el joven señor Lammeter quiso a todo trance casarse en enero, mes que es, sin duda, poco razonable escoger, porque el casamiento no es como un bautismo o un entierro que no se puede aplazar. Ahora bien, cuando el señor Drumlow... el pobre viejo señor, yo lo quería... cuando el viejo señor Drumlow llegó a las preguntas, las hizo en sentido contrario, por así decirlo. Dijo: «¿Queréis tomar a este hombre por vuestra mujer legítima?» En seguida preguntó: «¿Queréis tomar esta mujer por vuestro legítimo marido?» Pero, lo mejor del caso, es que sólo yo me di cuenta de aquello, y que los novios contestaron en seguida «sí» como si yo mismo hubiera dicho amén cuando debía, sin haber escuchado lo que precedía.
—Pero vos sabíais bien lo que estaba pasando, ¿verdad, señor Macey? ¿Vos no hacíais oídos sordos, no es cierto?—dijo el carnicero.
—¡Dios mío!—prosiguió el señor Macey, haciendo una pausa y sonriendo al ver la pobre imaginación de su auditorio—; yo estaba tembloroso; yo estaba, por así decirlo, como una levita tirada por los dos faldones, porque no podía detener al pastor, no podía echarme encima esa responsabilidad. Sin embargo, pensaba, ¿y si no estuvieran bien casados, porque las palabras han sido dichas al revés? Después mi cabeza se puso a trabajar como un molino, porque siempre ha sido extraordinaria para volver y revolver las cosas, y encaminarlas por todos sus costados. En seguida me dije: «¿No será más bien el espíritu que las palabras lo que hace el matrimonio indisoluble?» En efecto, el pastor procedía de buena fe, y el novio y la novia también. Y entonces, cuando me puse a reflexionar, vi que el espíritu significaba bien poca cosa en la mayor parte de los hechos, puesto que vos queréis poder pegar varios objetos juntos y la cola ser mala, y en ese caso, ¿qué resulta? Entonces llegué a esta conclusión: «No es el espíritu lo que vale, es la cola». Y me sentía tan atormentado como si tuviera tres campanas echadas a vuelo en mi cabeza cuando pasamos a la sacristía, y se comenzó a firmar. ¿Pero para qué sirven tantas palabras? Vosotros no podéis imaginaros lo que pasa en el espíritu de un hombre inteligente.
—Sin embargo, ¿os contuvisteis a pesar de todo?, señor Macey, ¿no es cierto?—dijo el tabernero.
—Sí, me contuve por completo, hasta que me encontré solo con el señor Drumlow. Entonces se lo dije todo, respetuosamente, sin embargo, como siempre. El pastor tomó la cosa ligeramente, y dijo: «¡Bah! ¡bah! Macey, tranquilizaos; no es el espíritu ni la letra lo que vale: es el registro del casamiento lo que resuelve el caso; ésa es la cola.» De modo que ya veis que resolvió el caso fácilmente. Los pastores y los doctores lo saben todo, por decirlo así, de memoria, y no los mortifica la preocupación de distinguir los lados buenos y malos de las cosas, como a mí me ha sucedido tantas veces. Y de lo que no cabe duda es que el casamiento resultó feliz. Lo malo es que la pobre señora Lammeter, antes señorita Osgood, murió antes de que sus hijos fueran grandes. Sea como fuera, en lo que concierne a la prosperidad de todo lo que es honorable, no hay familia que sea más considerada que ésa.
Todo el auditorio del señor Macey había oído aquella historia repetidas veces. Sin embargo, la oyeron como quien escucha un aire favorito, y en ciertos pasajes dejaron un momento de fumar las pipas, a fin de consagrar toda su atención a las palabras que esperaban. Pero no había concluido aún aquello, porque el señor Snell hizo a tiempo la pregunta que debía motivar la continuación del relato.
—A propósito, ¿no se ha dicho que el viejo señor Lammeter poseía una bonita fortuna cuando vino a este país?
—Sí, es exacto—repuso el señor Macey—; pero el señor Lammeter, actualmente existente, no ha podido hacer otra cosa que conservarla intacta, según creo. Siempre se ha dicho que nadie podía enriquecerse en las Gazaperas. Y, sin embargo, arrienda la propiedad barata, porque es lo que se llama un bien de fundación.
—Sí; hay pocas personas que sepan tan exactamente como vos cómo se volvió esa tierra un bien de fundación, ¿no es cierto, señor Macey?—dijo el carnicero.
—¿Y cómo lo sabrían?—replicó el viejo chantre con cierto desprecio—. Pero mi abuelo hizo la librea de los grooms de ese señor Cliff que vino a edificar las caballerizas de las Gazaperas. Son caballerizas cuatro veces más grandes que las del squire Cass, porque Cliff sólo pensaba en caballos y en cacerías. Era un sastre de Londres que, según decían algunas personas, se había vuelto loco a fuerza de engañar a la gente. No podía montar a caballo. Pretenden que no podía apretar el caballo, como si sus piernas fueran tenacillas. Mi abuelo le oyó contar eso al viejo squire Cass repetidas veces. Sin embargo, quería andar a caballo a todo trance, como si lo impulsara el demonio. Tenía un hijo, un mozo de diez y seis años, y su padre no quería que hiciera otra cosa más que entregarse continuamente a la equitación, bien que, según refieren, a ese joven lo asustara la equitación.
Todos decían que el padre quería quitarle al hijo todo lo que tenía éste de sastre, para convertirlo en un gentilhombre a fuerza de hacerlo montar a caballo. «No es porque sea sastre; pero, considerando que Dios me ha colocado en esta condición, estoy orgulloso de ello, porque las palabras «Macey, sastre», fueron inscriptas encima de nuestra puerta, antes de que la efigie de la reina Ana desapareciera de los chelines. En cuanto a Cliff, tenía vergüenza de que lo llamaran sastre. Además, lo mortificaba cruelmente que se burlaran de su manera de montar, y ninguna persona de distinción de la vecindad lo podía soportar. Entretanto, su pobre hijo cayó enfermo y murió. El padre no le sobrevivió mucho. Se había puesto más extravagante que nunca. Cuentan que iba a sus caballerizas a altas horas de la noche, provisto con una linterna y que colocaba en ellas muchas velas encendidas. Había llegado a no poder dormir, y se lo pasaba allí, haciendo chasquear el látigo y mirando los caballos. También se ha dicho que es un milagro que las caballerizas no quedaran reducidas a escombros, con los pobres animales encerrados en ellas. Pero, por fin, murió delirando, y se encontró que había dejado sus propiedades—las Gazaperas y el resto—a una fundación de Londres. Así fue cómo las Gazaperas se volvieron un bien de fundación. Sin embargo, por lo que concierne a las caballerizas, el señor Lammeter no las ha usado nunca porque son de proporciones exorbitantes. ¡Dios mío! Si hiciera golpear las puertas habría en la mitad de la parroquia un estruendo igual al del trueno.
—Sí; pero en esas caballerizas pasan más cosas que las que pasan en pleno día, ¿no es cierto, señor Macey?—dijo el tabernero.
—Sí, sí, pasad por allí una noche obscura—dijo el señor Macey parpadeando misteriosamente los ojos—, y después haced creer, si queréis, que no habéis visto luces en las caballerizas y que no habéis oído el piafar de los caballos ni el chasquear del látigo, ni aullidos, cuando empieza a clarear el día. Desde mi infancia, siempre oí decir que eso era la «licencia de Cliff», pues ciertas personas pretendían que, por decirlo así, ése era el momento en que el demonio dejaba de asarlo. Eso es lo que me contó mi padre, que era un hombre de buen sentido, bien que ahora haya personas que sepan lo que pasó antes que ellas nacieran mejor de lo que entienden sus negocios.
—¿Qué decís de esto, eh, Dowlas?—dijo el tabernero, volviéndose hacia el herrador que ardía de impaciencia por tomar la palabra—. Ahí tenéis un buen problema para vos.
El señor Dowlas era el espíritu escéptico de la reunión, y estaba orgulloso de ese título.
—¿Lo que digo? Digo lo que diría un hombre de buen sentido que no cerrara los ojos para mirar un poste indicador, si tuviera necesidad de averiguar su camino; digo que estoy dispuesto a apostar diez libras esterlinas con toda persona que quiera ir junto conmigo, durante cualquier noche que haga buen tiempo, a los terrenos que quedan frente a las caballerizas de las Gazaperas, y digo que no veremos luces y que no oiremos más ruidos que el soplar de nuestras narices. Eso es lo que digo, y he dicho muchas veces. Pero no hay nadie que quiera arriesgar un billete de diez libras por esos fantasmas de que se habla con tanta seguridad.
—Pero, Dowlas, no es muy ingenioso en verdad hacer una apuesta en tales condiciones—dijo Ben Winthrop—. Lo mismo podríais apostar con un hombre que no atrapará un romadizo, si pasa la noche metido en el charco, con el agua hasta el pescuezo, durante un tiempo glacial. Tendría gracia que alguien se expusiera a morir por ganar una apuesta. Las gentes que creen en la licencia de Cliff, no se atreverán jamás a acercarse a aquel lugar por diez libras esterlinas.
—Si el señor Dowlas quiere conocer la verdad sobre este asunto—dijo el señor Macey con sonrisa sarcástica, golpeándose los pulgares el uno contra el otro—, no tiene para qué hacer apuestas; que vaya allá solo, nadie se lo impedirá. Entonces podrá decirles a los vecinos de la parroquia que están equivocados.
—¡Gracias! le quedo agradecido—dijo el herrador con un gruñido de desprecio—. Si las gentes son tontas, no es cosa mía. Yo no tengo necesidad de averiguar la verdad sobre los aparecidos; ya lo sé. Pero no me opongo a una apuesta, con tal de que todo sea leal y sincero. Que apuesten conmigo diez libras esterlinas a si voy a ver la licencia de Cliff, e iré a estar allá solo. No necesito compañía. Y lo haría con tanta facilidad como cargo mi pipa.
—¿Pero quién os vigilará, Dowlas, para confirmar que estáis allá? La apuesta no sería leal.
—¿La apuesta no sería leal?—replicó el señor Dowlas con cólera—. Quisiera, que se presentara alguien que dijese que quiero apostar deslealmente. Vamos, vamos, maese Lundy, quisiera oíros decir eso.
—Muy probablemente lo querríais—dijo el carnicero—. Eso no es cuenta mía. No tengo que hacer tratos con vos, y no voy a tratar de que me hagáis una rebaja. Si alguien desea haceros una oferta igual a vuestra estimación, que lo haga. Yo estoy por la paz y la tranquilidad, eso es.
—Sí, eso es lo que desea todo, perro que ladra así que se le amenaza con el palo—dijo el herrador—. Pero yo no tengo miedo ni de un hombre ni de un fantasma, y estoy pronto a apostar lealmente. Yo no soy un gozquijo que dispara.
—Sí, pero ved lo que sucede, Dowlas—dijo el tabernero con una voz llena de candor y de tolerancia—. Hay gentes, a mi entender, que no pueden ver un fantasma, aunque éstos se los pongan por delante como un poste. Y esto tiene su razón de ser. Por ejemplo, ahí tenéis a mi mujer que no huele nada, aunque le pongáis bajo las narices el queso más fuerte. Yo nunca he visto fantasmas; pero entonces me digo: «Muy probablemente tú no tienes el olfato necesario.» Es decir, que pongo el fantasma en lugar de un olor y viceversa. Por eso es que estoy por las dos opiniones. Como siempre digo, la verdad está entre los dos. Si Dowlas fuese a pasar la noche delante de las caballerizas y viniese a decirnos que no ha visto el menor rastro de la licencia de Cliff, yo estaría con él; pero si alguien me dijese que, a pesar de ello, la licencia de Cliff existe realmente, yo también estaría con él, porque el olfato es lo que me guía.
El argumento analógico del tabernero no fue bien aceptado por el herrador, que era un hombre fundamentalmente opuesto a los términos medios.
—¡Bah! ¡bah! ¡bah!—dijo con nueva irritación, dejando el vaso—, ¿qué tiene que ver aquí el olfato? ¿Un fantasma le ha puesto nunca a nadie negro el ojo? Eso es lo que desearía saber. Si los fantasmas quieren que crea en ellos, que se dejen de deslizarse furtivamente en los sitios obscuros y solitarios; que vengan a donde hay gente y luz.
—¡Como si a los aparecidos les importara que crea en ellos un hombre tan ignorante como vos!—dijo el señor Macey, profundamente desalentado de ver en el herrador aquella grosera incapacidad para comprender la naturaleza de los fenómenos concercientes a los fantasmas.
Los clientes habituales habían comenzado por ponerse a fumar sus pipas en un silencio rayano en la gravedad. Los más importantes de ellos, los que bebían alcoholes y estaban sentados más cerca del fuego, se miraban los unos a los otros, como si hubieran apostado al que primero cerraría los ojos.
En cuanto a los bebedores de cerveza, gentes vestidas en su mayor parte con sacos de fustán o blancos, permanecían con los párpado cerrados y se pasaban la mano por la boca. Se hubiera dicho que absorber sus tragos de cerveza constituía para ellos un deber fúnebre, que desempeñaban con afligente tristeza.
Por fin, el señor Snell, el tabernero, hombre dispuesto a ser neutral y acostumbrado a permanecer alejado de las desinteligencias humanas, como inherentes a seres que tenían todos a igual título necesidad de beber, rompió el silencio diciéndole con tono indeciso a su primo el carnicero:
—¿Hay gentes que dirían que es un lindo animal el que trajisteis ayer, Bob?
El carnicero, hombre alegre, sonriente, de cabellos rojos, no era capaz de responder inconsiderablemente. Lanzó algunas bocanadas antes de escupir y dijo:
—No se engañarían en mucho, Juan.
Después de esta débil e ilusoria tentativa de romper el hielo, el silencio volvió a ser tan riguroso como antes.
—¿Era una vaca colorada de Durham?—dijo el herrador, reanudando el hilo del discurso después de varios minutos.
El herrador miró al tabernero y el tabernero miró al carnicero, como que era la persona que debía asumir la responsabilidad de la respuesta.
—¿Era colorada—dijo el carnicero, con una voz de falsete alegre, pero ronca—y era sin duda una vaca de Durham?
—Entonces no tenéis para qué decirme a mí a quién la habéis comprado—dijo el herrador mirando a su rededor con cierto aire de triunfo—, conozco a las personas que tienen vacas coloradas de Durham en las inmediaciones. ¿Apostaría dos peniques que tenía una estrella blanca en la frente?
El herrador se inclinó hacia adelante, con las manos en las rodillas, al hacer aquella pregunta, y sus ojos parpadearon con viveza.
—Pues bien, sí, es posible—dijo el carnicero con lentitud, considerando que hacía resueltamente una respuesta afirmativa—. No digo lo contrario.
—Estaba seguro—dijo el herrador con tono provocativo, echándose para atrás—, si yo no conociera las vacas del señor Lammeter, quisiera saber quién las conocería, nada más. Y en cuanto a la vaca que habéis comprado, barata o no, yo estaba allí cuando la purgaron; que me contradiga el que quiera.
El herrador tenía un aire amenazador, y el calor apacible que el carnicero ponía en la conversación, se animó un poco.
—Yo no soy hombre que contradiga a nadie, estoy por la paz y la tranquilidad. Hay personas que prefieren cortar las costillas largas. Por mi parte, soy de los que las cortan cortas; pero yo no me disputo con esas personas. Todo lo que digo es que es un lindo animal, y sólo al verlo a cualquier persona razonable se le llenan los ojos de lágrimas.
—Pues es la vaca que yo purgué, sea como sea—prosiguió el herrador colérico—, y era la del señor Lammeter; si no es así, habéis mentido al decir que era una vaca colorada de Durham.
—No miento—dijo el carnicero con la misma voz apacible y ronca de antes—, y no contradigo a nadie. Ni aunque un hombre se pusiera azul de cólera, no lo contradeciría; no le compro carne; no hago negocios con él. Todo lo que digo es que es un lindo animal, y mantengo mi palabra; pero no quiero pelear con nadie.
—¡No, realmente—dijo el herrador con amargo sarcasmo, echando una mirada general sobre los circunstantes—, y puede que no seáis testarudo como una mula, y puede que no hayáis dicho que la vaca no era una Durham colorada, y puede que no hayáis dicho que tenía una estrella blanca en la frente! Sostened ahora eso, ya que estáis bien dispuesto.
—¡Vamos! ¡vamos!—dijo el tabernero—, dejad a esa vaca tranquila. Los dos tenéis razón y los dos estáis equivocados, esto es lo que sostengo siempre. Y en cuanto a que la vaca fuera del señor Lammeter, no digo nada; pero lo que sostengo, y que es preciso se recuerde, es que el Arco Iris es el Arco Iris. Y para volver al asunto, si la conversación ha de referirse a los Lammeter, vos, señor Macey, sois el que mejor conocéis ese capítulo, ¿no es cierto? ¿Recordáis la época en que el señor Lammeter vino a este paraje y arrendó las Gazaperas?
El señor Macey era sastre y chantre de la parroquia. Sus reumatismos lo habían obligado hacía poco a compartir esta última función con un joven de facciones delicadas que estaba sentado frente a él. Inclinando su cabeza blanca hacia un costado y haciendo girar sus pulgares con un aire de satisfacción ligeramente acentuada con una pizca de crítica, sonrió con compasión en respuesta a la interpelación del tabernero y dijo:
—Sí, sí; es cierto, es cierto; pero dejo hablar a los demás. Ahora estoy retirado de los negocios y he cedido el puesto a los jóvenes. Dirigid vuestras preguntas a los que han ido a la escuela de Tarley: han aprendido la buena pronunciación: eso se ha puesto de moda hace poco tiempo.
—Si es a mí a quien aludís, señor Macey—dijo el chantre suplente con expresión de meticulosa urbanidad—, responderé que no soy hombre que hable cuando no debo. Como dice el salmo:
Yo sé lo que es justo; eso no basta,Practico también lo que sé.
—Pues bien, entonces, me gustaría que no os salierais del tono cuando se os lo apunta. Si sois de los que practican, me gustaría veros practicar eso—dijo un hombre gordo y jovial, excelente carretonero de oficio toda la semana, pero director del coro de la iglesia los domingos.
Al mismo tiempo que hablaba hizo señas con los ojos a dos personas de la reunión, que eran conocidos oficialmente con los nombres de «trombón» y «clarinete», con la seguridad de que expresaban la opinión del cuerpo musical de Raveloe.
El señor Tookey, el chantre suplente, que compartía la impopularidad común a los suplentes, se enrojeció mucho, pero repitió con moderación discreta:
—Señor Winthrop, si queréis decirme que lo hago mal, no soy hombre capaz de decir que no cambiaré. Pero hay personas que creen tener orejas infalibles, y que esperan que el coro entero tome a sus personas por modelo. Me parece que puede haber dos opiniones.
—Sí, sí—dijo el señor Macey, muy contento con aquel ataque a la juventud presuntuosa—, estáis en lo cierto, Tookey; siempre hay dos opiniones: hay la opinión que un hombre tiene de sí mismo y la opinión que los demás tienen de él. Habría dos opiniones sobre una campana rajada si ésta pudiera oírse a sí misma.
—Pero, señor Macey—dijo el pobre Tookey, que había permanecido serio en medio de la hilaridad general—, yo me he comprometido a llenar en parte las funciones del chantre de la parroquia a pedido del señor Crackenthorp, toda vez que vuestras molestias os incapaciten, y uno de los privilegios de esas funciones es cantar en el coro; y, si no, ¿por qué no hicisteis vos otro tanto?
—¡Ah! pero el señor Macey y vos son dos cosas muy distintas—dijo Ben Winthrop—. El señor tiene un don natural. Mirad, el squire tenía la costumbre de invitarlo a tomar una copa solamente para oírle cantar el «Corsario rojo»; ¿no es cierto, señor Macey? Es un don natural. Si su amiguito Aarón tiene también un don natural, puede cantaros un aire cualquiera sin vacilar, como una alondra. Pero en cuanto a vos, maese Tookey, haríais bien en limitaros a vuestro amén. Vuestra voz no es mala cuando la guardáis en la nariz. Es vuestro interior el que está mal dispuesto para la música: no vale más que el hueco de un zueco.
Esta especie de franqueza inflexible era la forma de broma más picante ante los ojos de la sociedad del Arco Iris, y el insulto de Ben Winthrop fue considerado por todos como superior al epigrama del señor Macey.
—Ya veo claramente de qué se trata—dijo el señor Tookey, incapaz de permanecer tranquilo durante más tiempo—. Hay una conspiración para echarme del coro, a fin de que no perciba mi parte del dinero de Navidad. Eso es. Pero le hablaré al señor Crackenthorp; no permitiré que nadie se burle de mí.
—No, no, Tookey—dijo Ben Winthrop—. Os daremos vuestra parte para que os retiréis, eso es lo que haremos. Hay otras cosas que la mugre, que la gente pagaría de buena gana para verse libre de ellas.
—¡Vamos! ¡vamos!—dijo el tabernero, que comprendía que pagar a la gente por su ausencia era un principio social peligroso—; una broma es una broma. Todos los que estamos aquí somos buenos amigos, me parece. Debemos dar para recibir. Los dos tenéis razón y los dos estáis equivocados; eso es lo que sostengo siempre. Yo opino como el señor Macey que hay dos opiniones, y si me pidieran la mía, yo diría que él y Winthrop los dos tienen razón. Tookey tiene razón y Winthrop también; no tienen más que cortar la pera en dos para estar de acuerdo.
El herrador fumaba su pipa con aire bastante hosco, con un cierto desdén por aquella discusión trivial. El tampoco tenía oído para la música, y no iba nunca a la iglesia porque pertenecía al cuerpo médico, y podía ser requerido para las vacas en estado delicado. Pero el carnicero, que era músico en el alma, había escuchado la discusión haciendo a la vez votos por la derrota de Tookey y la conservación de la paz.
—Seguramente—dijo, entrando en las vistas conciliadoras del tabernero—que queremos a nuestro viejo chantre. Cantaba antes muy bien y tiene un hermano que goza fama de ser el mejor menestral de los alrededores. ¡Ah! es muy sensible que Salomón no viva en nuestro pueblo, y que no pueda tocar alguna pieza cuando lo deseamos, ¿no es cierto, señor Macey? Le daría hígado y bofes de ternera gratis, palabra de honor.
—Sí, sí—dijo el señor Macey, en el colmo de la satisfacción—. En nuestra familia tenemos fama de músicos desde la época más remota. Pero estas cosas se van, como yo le digo a Salomón todas las veces que aparece por aquí; ya no hay voces como antaño, y nadie se acuerda de lo que nosotros nos acordamos, excepto de los viejos cuervos.
—Sí, os acordáis del tiempo en que el padre del señor Lammeter vino a establecerse aquí, ¿verdad, señor Macey?—dijo el tabernero.
—Ya lo creo—repuso el viejo chantre, que ahora había pasado por la serie de halagos necesarios para llevarle a comenzar su narración—. Era un lindo viejo, tan guapo, o quizás más, que el señor Lammeter existente actualmente. Venía de un punto cercano, del lado del norte, según pude saber. Pero nadie conoce nada positivo acerca de esa región; pero su pueblo no debía estar muy al norte, y no debía sin duda ser muy distinto de éste, porque el señor Lammeter trajo consigo una linda raza de carneros, de modo que en aquella región había ciertamente apriscos y todo lo que es razonable encontrar. Hemos oído decir que había vendido sus propias tierras para venir a arrendar las Gazaperas. Eso parecía raro por parte de un hombre que tenía propiedades suyas, que viniese a alquilar una granja en un país que no conocía. Pero se dijo que era a causa de la muerte de su mujer, bien que haya en las cosas razones que nadie conoce. Eso es más o menos lo que pude saber. Pero hay personas tan instruidas que encontrarían en el acto cincuenta motivos imaginarios. Mientras tanto, la verdadera razón está ahí rompiéndoles los ojos, y, sin embargo, no la ven. En fin, pronto nos dimos cuenta de que había un nuevo vecino que estaba al cabo de las cosas, tenía una casa bien puesta y era muy estimado de todos. Y el joven—es decir, el señor Lammeter, existente actualmente, y que nunca tuvo hermana—se puso en seguida a festejar a la señorita Osgood, es decir, la hermana del señor Osgood actualmente existente. Era una joven tan bonita como no podríais formaros idea. Pretenden que su joven hija se le parece; pero de ese modo piensan las personas que no saben las cosas que pasaron antes de que ellos nacieran. En cuanto a mí, debo saberlo bien, porque ayudé al viejo pastor señor Drumlow.
Dicho esto, el señor Macey hizo una pausa. Despachaba su relato por entregas, haciendo pausas para ser interrogado, según la costumbre.
—Sí, y ocurrió una cosa particular. ¿No es cierto? De modo que vos, señor Macey, es probable que os acordéis de ese matrimonio—dijo el tabernero en tono halagador.
—Ya lo creo, como que fue una cosa muy particular—respondió el señor Macey inclinando la cabeza hacia un costado—. El señor Drumlow... yo lo quería mucho al pobre viejo señor, a pesar de que tenía la cabeza algo confusa, tanto a causa de su edad como a que tomaba un trago de algo caliente cuando el oficio de la mañana tenía lugar haciendo tiempo frío... y el joven señor Lammeter quiso a todo trance casarse en enero, mes que es, sin duda, poco razonable escoger, porque el casamiento no es como un bautismo o un entierro que no se puede aplazar. Ahora bien, cuando el señor Drumlow... el pobre viejo señor, yo lo quería... cuando el viejo señor Drumlow llegó a las preguntas, las hizo en sentido contrario, por así decirlo. Dijo: «¿Queréis tomar a este hombre por vuestra mujer legítima?» En seguida preguntó: «¿Queréis tomar esta mujer por vuestro legítimo marido?» Pero, lo mejor del caso, es que sólo yo me di cuenta de aquello, y que los novios contestaron en seguida «sí» como si yo mismo hubiera dicho amén cuando debía, sin haber escuchado lo que precedía.
—Pero vos sabíais bien lo que estaba pasando, ¿verdad, señor Macey? ¿Vos no hacíais oídos sordos, no es cierto?—dijo el carnicero.
—¡Dios mío!—prosiguió el señor Macey, haciendo una pausa y sonriendo al ver la pobre imaginación de su auditorio—; yo estaba tembloroso; yo estaba, por así decirlo, como una levita tirada por los dos faldones, porque no podía detener al pastor, no podía echarme encima esa responsabilidad. Sin embargo, pensaba, ¿y si no estuvieran bien casados, porque las palabras han sido dichas al revés? Después mi cabeza se puso a trabajar como un molino, porque siempre ha sido extraordinaria para volver y revolver las cosas, y encaminarlas por todos sus costados. En seguida me dije: «¿No será más bien el espíritu que las palabras lo que hace el matrimonio indisoluble?» En efecto, el pastor procedía de buena fe, y el novio y la novia también. Y entonces, cuando me puse a reflexionar, vi que el espíritu significaba bien poca cosa en la mayor parte de los hechos, puesto que vos queréis poder pegar varios objetos juntos y la cola ser mala, y en ese caso, ¿qué resulta? Entonces llegué a esta conclusión: «No es el espíritu lo que vale, es la cola». Y me sentía tan atormentado como si tuviera tres campanas echadas a vuelo en mi cabeza cuando pasamos a la sacristía, y se comenzó a firmar. ¿Pero para qué sirven tantas palabras? Vosotros no podéis imaginaros lo que pasa en el espíritu de un hombre inteligente.
—Sin embargo, ¿os contuvisteis a pesar de todo?, señor Macey, ¿no es cierto?—dijo el tabernero.
—Sí, me contuve por completo, hasta que me encontré solo con el señor Drumlow. Entonces se lo dije todo, respetuosamente, sin embargo, como siempre. El pastor tomó la cosa ligeramente, y dijo: «¡Bah! ¡bah! Macey, tranquilizaos; no es el espíritu ni la letra lo que vale: es el registro del casamiento lo que resuelve el caso; ésa es la cola.» De modo que ya veis que resolvió el caso fácilmente. Los pastores y los doctores lo saben todo, por decirlo así, de memoria, y no los mortifica la preocupación de distinguir los lados buenos y malos de las cosas, como a mí me ha sucedido tantas veces. Y de lo que no cabe duda es que el casamiento resultó feliz. Lo malo es que la pobre señora Lammeter, antes señorita Osgood, murió antes de que sus hijos fueran grandes. Sea como fuera, en lo que concierne a la prosperidad de todo lo que es honorable, no hay familia que sea más considerada que ésa.
Todo el auditorio del señor Macey había oído aquella historia repetidas veces. Sin embargo, la oyeron como quien escucha un aire favorito, y en ciertos pasajes dejaron un momento de fumar las pipas, a fin de consagrar toda su atención a las palabras que esperaban. Pero no había concluido aún aquello, porque el señor Snell hizo a tiempo la pregunta que debía motivar la continuación del relato.
—A propósito, ¿no se ha dicho que el viejo señor Lammeter poseía una bonita fortuna cuando vino a este país?
—Sí, es exacto—repuso el señor Macey—; pero el señor Lammeter, actualmente existente, no ha podido hacer otra cosa que conservarla intacta, según creo. Siempre se ha dicho que nadie podía enriquecerse en las Gazaperas. Y, sin embargo, arrienda la propiedad barata, porque es lo que se llama un bien de fundación.
—Sí; hay pocas personas que sepan tan exactamente como vos cómo se volvió esa tierra un bien de fundación, ¿no es cierto, señor Macey?—dijo el carnicero.
—¿Y cómo lo sabrían?—replicó el viejo chantre con cierto desprecio—. Pero mi abuelo hizo la librea de los grooms de ese señor Cliff que vino a edificar las caballerizas de las Gazaperas. Son caballerizas cuatro veces más grandes que las del squire Cass, porque Cliff sólo pensaba en caballos y en cacerías. Era un sastre de Londres que, según decían algunas personas, se había vuelto loco a fuerza de engañar a la gente. No podía montar a caballo. Pretenden que no podía apretar el caballo, como si sus piernas fueran tenacillas. Mi abuelo le oyó contar eso al viejo squire Cass repetidas veces. Sin embargo, quería andar a caballo a todo trance, como si lo impulsara el demonio. Tenía un hijo, un mozo de diez y seis años, y su padre no quería que hiciera otra cosa más que entregarse continuamente a la equitación, bien que, según refieren, a ese joven lo asustara la equitación.
Todos decían que el padre quería quitarle al hijo todo lo que tenía éste de sastre, para convertirlo en un gentilhombre a fuerza de hacerlo montar a caballo. «No es porque sea sastre; pero, considerando que Dios me ha colocado en esta condición, estoy orgulloso de ello, porque las palabras «Macey, sastre», fueron inscriptas encima de nuestra puerta, antes de que la efigie de la reina Ana desapareciera de los chelines. En cuanto a Cliff, tenía vergüenza de que lo llamaran sastre. Además, lo mortificaba cruelmente que se burlaran de su manera de montar, y ninguna persona de distinción de la vecindad lo podía soportar. Entretanto, su pobre hijo cayó enfermo y murió. El padre no le sobrevivió mucho. Se había puesto más extravagante que nunca. Cuentan que iba a sus caballerizas a altas horas de la noche, provisto con una linterna y que colocaba en ellas muchas velas encendidas. Había llegado a no poder dormir, y se lo pasaba allí, haciendo chasquear el látigo y mirando los caballos. También se ha dicho que es un milagro que las caballerizas no quedaran reducidas a escombros, con los pobres animales encerrados en ellas. Pero, por fin, murió delirando, y se encontró que había dejado sus propiedades—las Gazaperas y el resto—a una fundación de Londres. Así fue cómo las Gazaperas se volvieron un bien de fundación. Sin embargo, por lo que concierne a las caballerizas, el señor Lammeter no las ha usado nunca porque son de proporciones exorbitantes. ¡Dios mío! Si hiciera golpear las puertas habría en la mitad de la parroquia un estruendo igual al del trueno.
—Sí; pero en esas caballerizas pasan más cosas que las que pasan en pleno día, ¿no es cierto, señor Macey?—dijo el tabernero.
—Sí, sí, pasad por allí una noche obscura—dijo el señor Macey parpadeando misteriosamente los ojos—, y después haced creer, si queréis, que no habéis visto luces en las caballerizas y que no habéis oído el piafar de los caballos ni el chasquear del látigo, ni aullidos, cuando empieza a clarear el día. Desde mi infancia, siempre oí decir que eso era la «licencia de Cliff», pues ciertas personas pretendían que, por decirlo así, ése era el momento en que el demonio dejaba de asarlo. Eso es lo que me contó mi padre, que era un hombre de buen sentido, bien que ahora haya personas que sepan lo que pasó antes que ellas nacieran mejor de lo que entienden sus negocios.
—¿Qué decís de esto, eh, Dowlas?—dijo el tabernero, volviéndose hacia el herrador que ardía de impaciencia por tomar la palabra—. Ahí tenéis un buen problema para vos.
El señor Dowlas era el espíritu escéptico de la reunión, y estaba orgulloso de ese título.
—¿Lo que digo? Digo lo que diría un hombre de buen sentido que no cerrara los ojos para mirar un poste indicador, si tuviera necesidad de averiguar su camino; digo que estoy dispuesto a apostar diez libras esterlinas con toda persona que quiera ir junto conmigo, durante cualquier noche que haga buen tiempo, a los terrenos que quedan frente a las caballerizas de las Gazaperas, y digo que no veremos luces y que no oiremos más ruidos que el soplar de nuestras narices. Eso es lo que digo, y he dicho muchas veces. Pero no hay nadie que quiera arriesgar un billete de diez libras por esos fantasmas de que se habla con tanta seguridad.
—Pero, Dowlas, no es muy ingenioso en verdad hacer una apuesta en tales condiciones—dijo Ben Winthrop—. Lo mismo podríais apostar con un hombre que no atrapará un romadizo, si pasa la noche metido en el charco, con el agua hasta el pescuezo, durante un tiempo glacial. Tendría gracia que alguien se expusiera a morir por ganar una apuesta. Las gentes que creen en la licencia de Cliff, no se atreverán jamás a acercarse a aquel lugar por diez libras esterlinas.
—Si el señor Dowlas quiere conocer la verdad sobre este asunto—dijo el señor Macey con sonrisa sarcástica, golpeándose los pulgares el uno contra el otro—, no tiene para qué hacer apuestas; que vaya allá solo, nadie se lo impedirá. Entonces podrá decirles a los vecinos de la parroquia que están equivocados.
—¡Gracias! le quedo agradecido—dijo el herrador con un gruñido de desprecio—. Si las gentes son tontas, no es cosa mía. Yo no tengo necesidad de averiguar la verdad sobre los aparecidos; ya lo sé. Pero no me opongo a una apuesta, con tal de que todo sea leal y sincero. Que apuesten conmigo diez libras esterlinas a si voy a ver la licencia de Cliff, e iré a estar allá solo. No necesito compañía. Y lo haría con tanta facilidad como cargo mi pipa.
—¿Pero quién os vigilará, Dowlas, para confirmar que estáis allá? La apuesta no sería leal.
—¿La apuesta no sería leal?—replicó el señor Dowlas con cólera—. Quisiera, que se presentara alguien que dijese que quiero apostar deslealmente. Vamos, vamos, maese Lundy, quisiera oíros decir eso.
—Muy probablemente lo querríais—dijo el carnicero—. Eso no es cuenta mía. No tengo que hacer tratos con vos, y no voy a tratar de que me hagáis una rebaja. Si alguien desea haceros una oferta igual a vuestra estimación, que lo haga. Yo estoy por la paz y la tranquilidad, eso es.
—Sí, eso es lo que desea todo, perro que ladra así que se le amenaza con el palo—dijo el herrador—. Pero yo no tengo miedo ni de un hombre ni de un fantasma, y estoy pronto a apostar lealmente. Yo no soy un gozquijo que dispara.
—Sí, pero ved lo que sucede, Dowlas—dijo el tabernero con una voz llena de candor y de tolerancia—. Hay gentes, a mi entender, que no pueden ver un fantasma, aunque éstos se los pongan por delante como un poste. Y esto tiene su razón de ser. Por ejemplo, ahí tenéis a mi mujer que no huele nada, aunque le pongáis bajo las narices el queso más fuerte. Yo nunca he visto fantasmas; pero entonces me digo: «Muy probablemente tú no tienes el olfato necesario.» Es decir, que pongo el fantasma en lugar de un olor y viceversa. Por eso es que estoy por las dos opiniones. Como siempre digo, la verdad está entre los dos. Si Dowlas fuese a pasar la noche delante de las caballerizas y viniese a decirnos que no ha visto el menor rastro de la licencia de Cliff, yo estaría con él; pero si alguien me dijese que, a pesar de ello, la licencia de Cliff existe realmente, yo también estaría con él, porque el olfato es lo que me guía.
El argumento analógico del tabernero no fue bien aceptado por el herrador, que era un hombre fundamentalmente opuesto a los términos medios.
—¡Bah! ¡bah! ¡bah!—dijo con nueva irritación, dejando el vaso—, ¿qué tiene que ver aquí el olfato? ¿Un fantasma le ha puesto nunca a nadie negro el ojo? Eso es lo que desearía saber. Si los fantasmas quieren que crea en ellos, que se dejen de deslizarse furtivamente en los sitios obscuros y solitarios; que vengan a donde hay gente y luz.
—¡Como si a los aparecidos les importara que crea en ellos un hombre tan ignorante como vos!—dijo el señor Macey, profundamente desalentado de ver en el herrador aquella grosera incapacidad para comprender la naturaleza de los fenómenos concercientes a los fantasmas.
04 abril 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-5)
Cuando Dunstan Cass le volvía la espalda a la choza, Silas Marner no estaba ni a cien pasos de allí. Volvía penosamente de la aldea. Una bolsa cargada al hombro le servía de sobretodo, y llevaba una linterna de cuerno en la mano. Sus piernas estaban cansadas, pero su espíritu, que no presentía ningún cambio, se sentía ágil. El sentimiento de la seguridad procede más frecuentemente del hábito que de la convicción; por eso es que subsiste a menudo, cuando las condiciones se han modificado de tal modo, que más bien debieran dar lugar a esperar que se volvieran una causa de alarma. El lapso de tiempo durante el cual cierto acontecimiento no se ha producido, es, según la lógica del hábito, constantemente opuesto como la razón por la cual ese acontecimiento no debe ocurrir nunca, aun mismo cuando ese lapso de tiempo es la condición nueva que lo hace inminente. Ese hombre os alega que ha trabajado cuarenta años en el interior de una mina, sin ser herido en un solo accidente, como el motivo por el que no debe temer ningún peligro, bien que el techo de la mina comience a ceder; y se observa a menudo que cuanto más vive un hombre, más difícil le es conservar una firme creencia en la idea de su muerte.
La influencia del hábito tenía que ser necesariamente poderosa en un hombre cuya vida era tan monótona como la de Marner. No viendo a nuevas gentes, y no oyendo hablar de ningún acontecimiento, no había nada que mantuviera despierto en él la idea de lo inesperado y del cambio. Eso explica también de una manera bastante sencilla por qué su espíritu podía estar tranquilo, aunque hubiera dejado su casa y su tesoro más expuestos que de costumbre.
Silas pensaba en su cena con doble satisfacción: en primer lugar sería caliente y sabrosa; en segundo lugar, no le costaba nada. En efecto, el pequeño trozo de cerdo era un regalo de la excelente dueña de casa, la señorita Priscila Lammeter, a quien había ido a llevar aquella tarde una linda pieza de hilo, y era sólo en tales circunstancias que Marner se permitía comer carne asada. La cena era su comida favorita, porque coincidía con la hora deliciosa para él en que le alegraba su contemplado tesoro.
Toda vez que llegaba a tener carne que asar, la reservaba para la comida. Pero esa tarde, apenas hubo terminado la operación consistente en anudar fuertemente una cuerda alrededor del trozo de puerco, arrollar a aquélla, según las reglas, en la llave de la puerta, pasarla a través del anillo y atarla al gancho de la chimenea, cuando se acordó de que le era indispensable un ovillo de cordoné muy fino para comenzar una pieza en el telar, al día siguiente muy temprano. Se había olvidado de eso porque al volver de casa del señor Lammeter no había tenido que atravesar la aldea; en cuanto a salir a hacer compras por la mañana no había que pensar. La niebla estaba muy fea para salir; pero había cosas que Silas prefería a sus comodidades. Subió, pues, el trozo de puerco a la extremidad del gancho, y luego, armándose de una linterna y de una bolsa vieja, se marchó a hacer aquella compra olvidada, que, con buen tiempo, sólo le hubiera tomado un cuarto de hora. No hubiera podido cerrar la puerta sin desatar la cuerda bien anudada y retrasar de ese modo la cena; no había para qué hacer ese sacrificio. ¿Qué ladrón tomaría el camino de las canteras con semejante noche, y por qué había de hacerlo precisamente esa noche, cuando no le había sucedido eso nunca en los quince años precedentes? Estas preguntas no se presentaban claramente al espíritu de Marner. Sólo sirven para indicar que vagamente se daba cuenta de las razones que tenía para estar exento de inquietud.
Muy contento con haber hecho la diligencia de la compra, llegó a su puerta y la abrió. Para sus ojos miopes todo estaba en el estado en que lo había dejado, a no ser que el fuego despedía una mayor y bien venida cantidad de calor. Caminaba hacia una parte y otra del suelo, a la vez que se iba desprendiendo de la linterna, del sombrero y de la bolsa vieja; así es que sus zapatos herrados borraron las huellas que los pies de Dunstan habían dejado en la arena. En seguida bajó el trozo de cerdo cerca del fuego, y se sentó para proceder a la ocupación agradable de cuidar el asado y a la vez calentarse. Cualquiera que lo hubiese observado mientras que la luz rojiza brillaba en su rostro pálido, en sus ojos extraños y dilatados y sobre su cuerpo flaco, hubiera quizá comprendido la mezcla de piedad desdeñosa, de temor y de sospecha con que era mirado por sus vecinos de Raveloe. Sin embargo, pocos hombres podía haber más inofensivos que el padre Marner. En su alma ingenua y sincera, ni aun la avaricia creciente y el culto de oro eran capaces de engendrar un solo vicio capaz de perjudicar directamente a nadie. Habiéndose apagado la luz de su fe, y habiendo agotado sus afectos, se había apegado con todas las fuerzas de su naturaleza a su trabajo y a su dinero; y, como todos los objetos a que el hombre se consagra, esas cosas lo habían plasmado para adaptarlo a ellas. Su telar, en el que trabajaba sin reposo, había reaccionado sobre él, fortificando a su corazón el deseo de oír la repuesta de su ruido monótono. Y su tesoro, mientras estaba inclinado sobre él y lo veía crecer, conjuraría en su alma la facultad de amar, la endurecía y la aislaba como las monedas de metal que lo componían.
Así que sintió calor, se puso a pensar que sería muy largo esperar el fin de la comida para sacar sus guineas, y que le agradaría verlas en la mesa mientras que se diera aquel regalo insólito; porque la alegría es el mejor de los vinos, y las guineas de Marner eran un vino de esa especie.
Se levantó y colocó la vela en el suelo, cerca del telar, no sospechando nada; después quitó la arena sin advertir ningún cambio, y sacó los ladrillos.
La vista del agujero vacío hizo latir su corazón con violencia; pero la convicción de que su oro ya no estaba allí, no la tuvo de inmediato; sólo sintió terror. Pasó la mano trémula por el escondite, tratando de imaginarse que era posible que sus ojos lo hubiesen engañado; después metió la vela en el agujero e hizo una inspección minuciosa, temblando cada vez más. Por fin su agitación fue tan violenta que dejó caer la vela y se llevó las manos a la cabeza, tratando de sostenerla, con el fin de poder pensar. ¿Acaso, por una determinación brusca, había puesto su tesoro en otra parte la noche precedente y, después lo había olvidado?
El hombre que cae en aguas tenebrosas, trata momentáneamente de hacer pie hasta sobre las piedras resbaladizas, y Silas, procediendo como si creyera en falsas esperanzas, aplazaba el momento de la desaparición. Buscó por todos los rincones, deshizo su cama, la sacudió y la palpó toda, después miró en el horno de ladrillo donde ponía a secar la leña. Cuando no quedó ningún otro sitio que visitar, se arrodilló de nuevo y registró otra vez el agujero. No le quedaba ya ningún refugio inexplorado que lo protegiera un momento más contra la terrible verdad.
Sí, le quedaba una especie de refugio que se presenta siempre cuando el pensamiento sucumbe bajo una pasión que lo abisma: era esa espera de las imposibilidades, esa creencia en las imágenes contradictorias que es, sin embargo, distinta de la locura, porque la realidad del hecho exterior puede hacerla desaparecer. Silas se irguió trémulo sobre las rodillas y miró alrededor de la mesa; ¿no estaría allí su oro, al fin y al cabo? La mesa estaba vacía. Entonces miró atrás suyo, recorrió con la vista toda la pieza, pareciendo dilatar sus pupilas negras para ver si, por casualidad, las bolsas, no aparecían en los sitios en que las había buscado en vano. Podía distinguir todos los objetos de su choza, pero su oro no estaba allí.
Se llevó de nuevo las manos trémulas a la cabeza y lanzó un grito salvaje y estrepitoso, el grito de la desesperación. Después, durante algunos momentos, permaneció inmóvil; pero aquel grito lo había librado de la primera opresión de la verdad, opresión que lo sofocaba, se volvió, adelantó vacilante hasta su telar y se sentó en el banco en que trabajaba habitualmente, buscando instintivamente aquel sitio, porque era para él la más grande certidumbre de la realidad.
Ahora que todas aquellas falsas esperanzas se habían desvanecido, y que la primera certidumbre había pasado, la idea de un ladrón comenzó a presentarse a su espíritu. La acogió rápidamente, puesto que era posible atrapar al ladrón y hacerle devolver el dinero. Aquel pensamiento le dio nuevas fuerzas. Se precipitó de su telar a la puerta. Al abrirla lo azotó una lluvia violenta, porque estaba lloviendo con fuerza cada vez mayor. No había que pensar en seguir la huella de los pasos con semejante noche. ¡Huellas de pasos! Pero, ¿cuándo había estado allí el ladrón? Durante la ausencia de Silas, en el día, la puerta había permanecido cerrada con llave, y, cuando volvió antes de la noche, no había señales de fracción. También todo estaba como lo había dejado cuando regresó de comprar el cordoné. La arena y los ladrillos no parecían haber sido movidos. ¿Era realmente un ladrón el que había sacado los talegos? ¿o era una potencia cruel, que ninguna mano podría alcanzar, que se había deleitado en sumirle por segunda vez en la desesperación? Retrocedió ante este terror más vago, e hizo un violento esfuerzo para confirmarse en la idea de que era un ladrón con manos, y que las manos pueden agarrar.
En un relámpago, el pensamiento de Marner recorrió a todos los vecinos que le habían hecho observaciones o preguntas que pudieran ser ahora interpretadas como motivos de sospecha.
Allí estaba Jacobo Rodney, cazador furtivo bien conocido, y que no gozaba de buena reputación, bajo otros respectos; se había encontrado a menudo con Marner, cuando éste tenía que hacer algunas diligencias atravesando campos y le había hecho algunas bromas respecto del dinero.
Además, había irritado a Marner un día, que habiendo entrado a su choza para encender la pipa, se había demorado cerca del fuego, en vez de ir a sus tareas. Jacobo Rodney era el ladrón; aquella idea le daba algún alivio. Se podía encontrar a Jacobo y hacerle devolver el dinero. Marner no quería castigarle, pero sí sólo recuperar el oro que se había llevado consigo, dejando su alma en un aislamiento parecido al del viajero extraviado en un desierto desconocido. Había que poner la mano sobre el ladrón. Las ideas de Marner eran confusas; sin embargo, comprendía que debía ir a denunciar el robo, y los grandes personajes de la aldea—el pastor, el condestable y el squire Cass—le harían devolver a Jacobo Rodney o a cualquiera otra persona el dinero robado.
Estimulado por la esperanza salió afuera, olvidando de cubrirse la cabeza y sin preocuparse de cerrar la puerta, pues le parecía que ya no tenía nada que perder. Corrió rápidamente hasta que la falta de respiración lo obligó a acortar el paso al entrar en la aldea, en la vuelta del camino, cerca de la taberna delArco Iris.
El Arco Iris, para los ojos de Marner, era un sitio suntuoso de reunión para los maridos opulentos y corpulentos, cuyas esposas tenían superfluas provisiones de lencería. Era el sitio en que tenía que encontrar probablemente a las autoridades y a los dignatarios de Raveloe; donde podría anunciar con mayor rapidez el robo de que había sido objeto.
Llegó a la puerta, abrió el pestillo y entró a la derecha en una taberna, especie de cocina brillantemente iluminada, en que los clientes menos considerados de la casa tenían la costumbre de reunirse. La pieza particular de la izquierda estaba reservada a la sociedad escogida, y allí el squire Cass gozaba con frecuencia el doble placer de la buena compañía y de la condescendencia. Pero aquella pieza estaba a obscuras porque los principales personajes que constituían el ornamento del círculo asistían todos—como Godfrey Cass—al baile dado por la señora Osgood.
De ahí resultaba que el grupo sentado en los bancos de alto respaldar de la taberna era más numeroso que de costumbre. Varios notables que, a no ser aquella circunstancia, hubiesen sido admitidos a los honores del gabinete particular y hubieran proporcionado la mejor ocasión a los que eran de un rango más elevado de echárselas de señores y tomar aires protectores, se contentaban con variar de placer tomando grogs, allí donde ellos mismos podían darse importancia y mostrarse afables, en la sociedad de simples bebedores de cerveza.
La influencia del hábito tenía que ser necesariamente poderosa en un hombre cuya vida era tan monótona como la de Marner. No viendo a nuevas gentes, y no oyendo hablar de ningún acontecimiento, no había nada que mantuviera despierto en él la idea de lo inesperado y del cambio. Eso explica también de una manera bastante sencilla por qué su espíritu podía estar tranquilo, aunque hubiera dejado su casa y su tesoro más expuestos que de costumbre.
Silas pensaba en su cena con doble satisfacción: en primer lugar sería caliente y sabrosa; en segundo lugar, no le costaba nada. En efecto, el pequeño trozo de cerdo era un regalo de la excelente dueña de casa, la señorita Priscila Lammeter, a quien había ido a llevar aquella tarde una linda pieza de hilo, y era sólo en tales circunstancias que Marner se permitía comer carne asada. La cena era su comida favorita, porque coincidía con la hora deliciosa para él en que le alegraba su contemplado tesoro.
Toda vez que llegaba a tener carne que asar, la reservaba para la comida. Pero esa tarde, apenas hubo terminado la operación consistente en anudar fuertemente una cuerda alrededor del trozo de puerco, arrollar a aquélla, según las reglas, en la llave de la puerta, pasarla a través del anillo y atarla al gancho de la chimenea, cuando se acordó de que le era indispensable un ovillo de cordoné muy fino para comenzar una pieza en el telar, al día siguiente muy temprano. Se había olvidado de eso porque al volver de casa del señor Lammeter no había tenido que atravesar la aldea; en cuanto a salir a hacer compras por la mañana no había que pensar. La niebla estaba muy fea para salir; pero había cosas que Silas prefería a sus comodidades. Subió, pues, el trozo de puerco a la extremidad del gancho, y luego, armándose de una linterna y de una bolsa vieja, se marchó a hacer aquella compra olvidada, que, con buen tiempo, sólo le hubiera tomado un cuarto de hora. No hubiera podido cerrar la puerta sin desatar la cuerda bien anudada y retrasar de ese modo la cena; no había para qué hacer ese sacrificio. ¿Qué ladrón tomaría el camino de las canteras con semejante noche, y por qué había de hacerlo precisamente esa noche, cuando no le había sucedido eso nunca en los quince años precedentes? Estas preguntas no se presentaban claramente al espíritu de Marner. Sólo sirven para indicar que vagamente se daba cuenta de las razones que tenía para estar exento de inquietud.
Muy contento con haber hecho la diligencia de la compra, llegó a su puerta y la abrió. Para sus ojos miopes todo estaba en el estado en que lo había dejado, a no ser que el fuego despedía una mayor y bien venida cantidad de calor. Caminaba hacia una parte y otra del suelo, a la vez que se iba desprendiendo de la linterna, del sombrero y de la bolsa vieja; así es que sus zapatos herrados borraron las huellas que los pies de Dunstan habían dejado en la arena. En seguida bajó el trozo de cerdo cerca del fuego, y se sentó para proceder a la ocupación agradable de cuidar el asado y a la vez calentarse. Cualquiera que lo hubiese observado mientras que la luz rojiza brillaba en su rostro pálido, en sus ojos extraños y dilatados y sobre su cuerpo flaco, hubiera quizá comprendido la mezcla de piedad desdeñosa, de temor y de sospecha con que era mirado por sus vecinos de Raveloe. Sin embargo, pocos hombres podía haber más inofensivos que el padre Marner. En su alma ingenua y sincera, ni aun la avaricia creciente y el culto de oro eran capaces de engendrar un solo vicio capaz de perjudicar directamente a nadie. Habiéndose apagado la luz de su fe, y habiendo agotado sus afectos, se había apegado con todas las fuerzas de su naturaleza a su trabajo y a su dinero; y, como todos los objetos a que el hombre se consagra, esas cosas lo habían plasmado para adaptarlo a ellas. Su telar, en el que trabajaba sin reposo, había reaccionado sobre él, fortificando a su corazón el deseo de oír la repuesta de su ruido monótono. Y su tesoro, mientras estaba inclinado sobre él y lo veía crecer, conjuraría en su alma la facultad de amar, la endurecía y la aislaba como las monedas de metal que lo componían.
Así que sintió calor, se puso a pensar que sería muy largo esperar el fin de la comida para sacar sus guineas, y que le agradaría verlas en la mesa mientras que se diera aquel regalo insólito; porque la alegría es el mejor de los vinos, y las guineas de Marner eran un vino de esa especie.
Se levantó y colocó la vela en el suelo, cerca del telar, no sospechando nada; después quitó la arena sin advertir ningún cambio, y sacó los ladrillos.
La vista del agujero vacío hizo latir su corazón con violencia; pero la convicción de que su oro ya no estaba allí, no la tuvo de inmediato; sólo sintió terror. Pasó la mano trémula por el escondite, tratando de imaginarse que era posible que sus ojos lo hubiesen engañado; después metió la vela en el agujero e hizo una inspección minuciosa, temblando cada vez más. Por fin su agitación fue tan violenta que dejó caer la vela y se llevó las manos a la cabeza, tratando de sostenerla, con el fin de poder pensar. ¿Acaso, por una determinación brusca, había puesto su tesoro en otra parte la noche precedente y, después lo había olvidado?
El hombre que cae en aguas tenebrosas, trata momentáneamente de hacer pie hasta sobre las piedras resbaladizas, y Silas, procediendo como si creyera en falsas esperanzas, aplazaba el momento de la desaparición. Buscó por todos los rincones, deshizo su cama, la sacudió y la palpó toda, después miró en el horno de ladrillo donde ponía a secar la leña. Cuando no quedó ningún otro sitio que visitar, se arrodilló de nuevo y registró otra vez el agujero. No le quedaba ya ningún refugio inexplorado que lo protegiera un momento más contra la terrible verdad.
Sí, le quedaba una especie de refugio que se presenta siempre cuando el pensamiento sucumbe bajo una pasión que lo abisma: era esa espera de las imposibilidades, esa creencia en las imágenes contradictorias que es, sin embargo, distinta de la locura, porque la realidad del hecho exterior puede hacerla desaparecer. Silas se irguió trémulo sobre las rodillas y miró alrededor de la mesa; ¿no estaría allí su oro, al fin y al cabo? La mesa estaba vacía. Entonces miró atrás suyo, recorrió con la vista toda la pieza, pareciendo dilatar sus pupilas negras para ver si, por casualidad, las bolsas, no aparecían en los sitios en que las había buscado en vano. Podía distinguir todos los objetos de su choza, pero su oro no estaba allí.
Se llevó de nuevo las manos trémulas a la cabeza y lanzó un grito salvaje y estrepitoso, el grito de la desesperación. Después, durante algunos momentos, permaneció inmóvil; pero aquel grito lo había librado de la primera opresión de la verdad, opresión que lo sofocaba, se volvió, adelantó vacilante hasta su telar y se sentó en el banco en que trabajaba habitualmente, buscando instintivamente aquel sitio, porque era para él la más grande certidumbre de la realidad.
Ahora que todas aquellas falsas esperanzas se habían desvanecido, y que la primera certidumbre había pasado, la idea de un ladrón comenzó a presentarse a su espíritu. La acogió rápidamente, puesto que era posible atrapar al ladrón y hacerle devolver el dinero. Aquel pensamiento le dio nuevas fuerzas. Se precipitó de su telar a la puerta. Al abrirla lo azotó una lluvia violenta, porque estaba lloviendo con fuerza cada vez mayor. No había que pensar en seguir la huella de los pasos con semejante noche. ¡Huellas de pasos! Pero, ¿cuándo había estado allí el ladrón? Durante la ausencia de Silas, en el día, la puerta había permanecido cerrada con llave, y, cuando volvió antes de la noche, no había señales de fracción. También todo estaba como lo había dejado cuando regresó de comprar el cordoné. La arena y los ladrillos no parecían haber sido movidos. ¿Era realmente un ladrón el que había sacado los talegos? ¿o era una potencia cruel, que ninguna mano podría alcanzar, que se había deleitado en sumirle por segunda vez en la desesperación? Retrocedió ante este terror más vago, e hizo un violento esfuerzo para confirmarse en la idea de que era un ladrón con manos, y que las manos pueden agarrar.
En un relámpago, el pensamiento de Marner recorrió a todos los vecinos que le habían hecho observaciones o preguntas que pudieran ser ahora interpretadas como motivos de sospecha.
Allí estaba Jacobo Rodney, cazador furtivo bien conocido, y que no gozaba de buena reputación, bajo otros respectos; se había encontrado a menudo con Marner, cuando éste tenía que hacer algunas diligencias atravesando campos y le había hecho algunas bromas respecto del dinero.
Además, había irritado a Marner un día, que habiendo entrado a su choza para encender la pipa, se había demorado cerca del fuego, en vez de ir a sus tareas. Jacobo Rodney era el ladrón; aquella idea le daba algún alivio. Se podía encontrar a Jacobo y hacerle devolver el dinero. Marner no quería castigarle, pero sí sólo recuperar el oro que se había llevado consigo, dejando su alma en un aislamiento parecido al del viajero extraviado en un desierto desconocido. Había que poner la mano sobre el ladrón. Las ideas de Marner eran confusas; sin embargo, comprendía que debía ir a denunciar el robo, y los grandes personajes de la aldea—el pastor, el condestable y el squire Cass—le harían devolver a Jacobo Rodney o a cualquiera otra persona el dinero robado.
Estimulado por la esperanza salió afuera, olvidando de cubrirse la cabeza y sin preocuparse de cerrar la puerta, pues le parecía que ya no tenía nada que perder. Corrió rápidamente hasta que la falta de respiración lo obligó a acortar el paso al entrar en la aldea, en la vuelta del camino, cerca de la taberna delArco Iris.
El Arco Iris, para los ojos de Marner, era un sitio suntuoso de reunión para los maridos opulentos y corpulentos, cuyas esposas tenían superfluas provisiones de lencería. Era el sitio en que tenía que encontrar probablemente a las autoridades y a los dignatarios de Raveloe; donde podría anunciar con mayor rapidez el robo de que había sido objeto.
Llegó a la puerta, abrió el pestillo y entró a la derecha en una taberna, especie de cocina brillantemente iluminada, en que los clientes menos considerados de la casa tenían la costumbre de reunirse. La pieza particular de la izquierda estaba reservada a la sociedad escogida, y allí el squire Cass gozaba con frecuencia el doble placer de la buena compañía y de la condescendencia. Pero aquella pieza estaba a obscuras porque los principales personajes que constituían el ornamento del círculo asistían todos—como Godfrey Cass—al baile dado por la señora Osgood.
De ahí resultaba que el grupo sentado en los bancos de alto respaldar de la taberna era más numeroso que de costumbre. Varios notables que, a no ser aquella circunstancia, hubiesen sido admitidos a los honores del gabinete particular y hubieran proporcionado la mejor ocasión a los que eran de un rango más elevado de echárselas de señores y tomar aires protectores, se contentaban con variar de placer tomando grogs, allí donde ellos mismos podían darse importancia y mostrarse afables, en la sociedad de simples bebedores de cerveza.
02 abril 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-4)
Dunstan Cass, al ponerse en marcha una mañana fría y húmeda, al paso tranquilo y mesurado de un cazador que tiene que ir a caballo al punto de reunión de una cacería, tenía que seguir el camino que, en su parte terminal, pasaba por el terreno sin cercar llamado la Cantera, en que se encontraba la casita—antes la cabaña de un picapedrero—que Silas Marner habitaba hacía quince años.
El sitio parecía muy triste en aquella estación, con la greda mojada y barrosa que lo rodeaba y con el agua turbia y rojiza que había alcanzado un alto nivel en la cantera abandonada. Tal fue la primera impresión de Dunstan al acercarse a aquel sitio. Recordó después que el viejo tonto del tejedor, el ruido de cuyo telar ya oía, tenía mucho dinero oculto en alguna parte. ¿Cómo era posible que a él, Dunstan Cass, que había oído hablar muchas veces de la avaricia de Marner, no se le hubiese ocurrido sugerirle a Godfrey que consiguiera del vejete, ya fuera asustándole, ya fuera captándoselo hábilmente, que le prestara su dinero con la excelente garantía de las esperanzas del squire? Este recurso se le presentaba ahora como muy fácil y agradable de realizar. Pensaba que, según todas las probabilidades, el tesoro de Marner debía ser bastante grande como para dejarle a Godfrey, después que éste hubiera atendido a las necesidades más urgentes, un buen excedente que lo pondría en condiciones de servir a su abnegado hermano. Así es que tuvo tentaciones de volver bridas hacia la casa. Godfrey estaría bastante bien dispuesto para aceptar la idea. Adoptaría ávidamente un plan que quizá le evitaría separarse de Relámpago. Pero cuando la reflexión de Dunstan llegó a este punto, el deseo de proseguir la marcha se fortificó y prevaleció. No quería proporcionarle aquella satisfacción a Godfrey; prefería que maese Godfrey estuviera mortificado.
Además, a Dunstan lo regocijaba la idea tan importante ante sus ojos de tener que vender su caballo, y además la ocasión de cerrar un trato, de hacer el fanfarrón y probablemente de engañar a alguien. Podía gozar por entero de todo el placer que resultaría de la venta del caballo de su hermano, sin privarse del gran placer de conseguir que Godfrey le tomara dinero prestado a Marner. Siguió, pues, cabalgando hacia el lugar de la cita.
Bryce y Keating estaban allí, como Dunstan estaba seguro de ello; ¡tenía tanta suerte!
—Hola—dijo Bryce, que desde hacía tiempo codiciaba a Relámpago—, venís montando el caballo de vuestro hermano; ¿por qué ha sido eso?
—Nada, le he hecho un cambio—dijo Dunstan, cuyo placer en mentir, casi independiente de la idea de utilidad, no iba a disminuir en mucho la probabilidad de que su interlocutor lo creyera—. Relámpago es ahora mío.
—¡Cómo! ¿Os lo ha cambiado contra vuestro viejo rocín de huesos grandes?—dijo Bryce con la entera certidumbre de que obtendría en respuesta otra mentira.
—No, teníamos que arreglar una pequeña cuenta—respondió Dunstan con indiferencia—, y Relámpago ha saldado la diferencia. Le he hecho un servicio a Godfrey tomándole el caballo. Lo hice contra mi gusto, porque tenía un capricho por una yegua de Jortin, animal de la sangre más rara que jamás hayáis montado. Pero ahora conservaré a Relámpago, aunque el otro día me ofreció por él ciento cincuenta libras un hombre allá, en Flitt; ese que compra para lord Cromleck, ese individuo que bizquea y usa un chaleco verde. Pero no pienso deshacerme de Relámpago; no encontraré fácilmente mejor animal para saltar cercos. La yegua de Jortin tiene más sangre, pero tiene las patas un poco menos fuertes.
Bryce, naturalmente, adivinó que Dunstan quería vender el caballo, y Dunstan se dio cuenta de que él lo adivinaba; el chalaneo sólo es una de las numerosas transacciones humanas conducidas de esta manera ingeniosa. Ambos consideraban que el trato estaba en su primera faz, cuando Bryce respondió con ironía:
—Pues estoy sorprendido, y me sorprende que penséis conservar el caballo, porque nunca he oído que un hombre se niegue a vender un animal cuando le ofrecen la mitad más de lo que vale. Tendréis suerte si conseguís por él cien libras.
Entonces, habiéndose adelantado Keating, el trato se complicó. Quedó por último concertado, comprándolo Bryce por ciento veinte libras, pagaderas a la entrega de Relámpago, sano y salvo, en las caballerizas públicas de Batterley.
A Dunsey se le ocurrió que sería prudente que renunciase a la cacería, se dirigiera inmediatamente a Batterley, y, después de esperar el regreso de Bryce, alquilar un caballo que lo llevara a su casa con el dinero en el bolsillo.
Sin embargo, el deseo de hacer una partida de caza, estimulado por su confianza y su buena estrella, así como por un trago de aguardiente tomado a su frasco de bolsillo cuando cerraron el trato, no era fácil de vencer, considerando, sobre todo, que montaba un animal que excitaría la admiración de los cazadores al verle saltar los cercos.
Pero Dunstan saltó uno de más y empaló su caballo en un poste. Su persona inelegante y completamente invendible escapó ilesa, mientras que el pobre Relámpago, inconsciente de su calor, rodó de costado y exhaló dolorosamente el último suspiro.
Había sucedido que, pocos minutos antes, Dunstan se había visto obligado a apearse para arreglar uno de los estribos. Lanzó muchas imprecaciones contra aquel retardo que lo relegaba a la cola de la cacería en el momento del triunfo. Enceguecido por la desesperación, saltó temerariamente los cercos, y estaba a punto de reunirse a la traílla cuando ocurrió el accidente fatal. De modo, pues, que se encontraba entre los cazadores ardientes que iban adelante, que se preocupaban poco de lo que sucedía detrás de ellos y los retrasados, que lo mismo podían pasar muy lejos y muy cerca del sitio en que había caídoRelámpago.
Dunstan, que se preocupaba siempre más de las contrariedades del momento presente que de sus consecuencias lejanas, no bien se vio de pie y reconoció que Relámpago estaba perdido, sintió cierto placer al pensar que no había sido visto en una situación que ninguna fanfarronada hubiera podido hacer envidiable.
Después de haberse reconfortado de la sacudida con un poco de aguardiente y muchos juramentos, se dirigió lo más pronto posible a un zarzal que estaba a su derecha. Se le ocurrió que atravesando por allí encontraría medio de dirigirse a Batterley sin correr el riesgo de encontrar a ninguno de los cazadores. Su primera intención era alquilar allí un caballo que lo llevaría inmediatamente a su casa; porque lo que era hacer cierto número de millas a pie, sin un fusil en la mano, y a lo largo de un camino público, no había que esperarlo de su parte como de la de ningún otro joven fogoso de su especie. Le era casi indiferente llevar la noticia a Godfrey, puesto que al mismo tiempo le iba a ofrecer el recurso de dinero de Marner, si Godfrey chillaba, como sucedía siempre que se le hablaba de contraer una nueva deuda, de lo que él sólo sacaba la menor parte; pues bien, no rezongaría mucho rato. Dunstan estaba seguro de que mortificando a Godfrey siempre le haría hacer lo que quisiese. La idea del dinero se volvía cada vez más distinta en su espíritu, ahora que la necesidad se había vuelto urgente. Pero la perspectiva de tener que presentarse en Batterley con las botas embarradas y de afrontar las preguntas burlonas de los mozos de cuadra, contrariaba mucho su deseo impaciente de estar de regreso en Raveloe y poner en ejecución su feliz proyecto.
Al mismo tiempo, un registro que hizo en el bolsillo de su chaleco, mientras iba reflexionando, le recordó que las dos o tres monedas pequeñas que encontró en su índice, eran de un color demasiado pálido para pagar una pequeña deuda, en defecto de cuyo pago, el caballerizo de Batterley había declarado que no haría más negocios con Dunsey Cass. Al fin y al cabo, considerando la dirección en que lo había llevado la cacería, no estaba mucho más lejos de su casa que de Batterley. Sin embargo, Dunsey no brillaba por su lucidez de espíritu. No llegó a esa conclusión sino al darse cuenta de que estaba obligado por otras razones a tomar la resolución sin precedente de volver a la casa a pie.
En ese momento eran cerca de las cuatro y empezaba a formarse la niebla; cuanto antes saliera del camino sería tanto mejor. Recordó que lo había atravesado y que había visto el poste indicador momentos antes que Relámpago se abatiera. Entonces, después de abotonar su abrigo y atar sólidamente la zotera de su látigo de caza al mango, golpeó las vueltas de sus botas con el aire de un hombre dueño de sí mismo, como para persuadirse de que estaba preparado para lo que iba a sucederle. Partió en seguida, con la idea de que emprendía una notable proeza de actividad física, que algún día no dejaría de embellecer de un modo o de otro, en medio de la admiración de una sociedad selecta, en la taberna del Arco Iris.
Cuando un joven señor como Dunsey se veía reducido a un medio de locomoción tan excepcional como el de andar a pie, el látigo llevado en la mano es el paliativo deseable de un sentimiento demasiado confuso—demasiado parecido a un sueño—que le hace experimentar su situación inusitada; y Dunstan, a medida que avanzaba a través de la niebla creciente, golpeaba siempre algo con su látigo. Era el látigo de Godfrey. Le había gustado tomarlo sin permiso, porque el mango tenía puño de oro. Naturalmente que no era posible notar, cuando Dunsey lo llevaba en la mano, que el nombre de Godfrey Cass estaba grabado en el puño: sólo se veía que aquel látigo era muy hermoso.
Dunsey no dejaba de temer que le ocurriese tropezar con algún conocido ante los ojos del cual haría triste figura, porque la niebla no es un velo bastante espeso cuando las personas se acercan. Pero, cuando al fin se encontró en las calles de Raveloe que le eran bien conocidas, pensó que aquello era parte de su buena suerte habitual. Entretanto, la niebla, ayudada por la obscuridad de la tarde, se había vuelto un velo más espeso de lo que deseaba. Le ocultaba los baches en que sus pies estaban expuestos a tropezar, le ocultaba todo, de modo que tuvo que guiar sus pasos arrastrando el látigo contra las hierbas que crecían al pie de los cercos. Pensaba que pronto llegaría al punto que daba acceso a las canteras. Lo encontraría por medio de un portillo que había en aquella cerca. Pero fue debido a una circunstancia con la que no contaba que se lo hizo descubrir; es decir, ciertos rayos de luz que inmediatamente adivinó que procedían de la choza de Silas Marner. Durante el camino, aquella choza y el dinero que estaba oculto en ella habían asediado continuamente su espíritu, y había imaginado distintas maneras de halagar y seducir al tejedor, para que éste, seducido por el cebo de los intereses, se separara sin demora del dinero que poseía.
A Dunstan le parecía que no sería malo agregar algunas amenazas a las proposiciones halagadoras, porque sus nociones de aritmética no eran bastante sólidas como para darle una demostración probatoria de los provechos que darían los intereses. En cuanto a la garantía, la consideraba vagamente como un medio de engañar a un hombre, haciéndole creer que va a ser reembolsado. En fin, la operación que había que intentar sobre el espíritu del avaro, era una tarea que Godfrey confiaría a su hermano, más audaz y más vivo que él. Dunstan estaba ya decidido a este respecto, y en el momento en que vio brillar la luz a través de las rendijas de los postigos de Marner, la idea de tener una conversación con el tejedor se le había vuelto tan familiar, que le pareció lo más natural abordarlo en seguida. Podía tener varias ventajas el proceder así: entre otras, quizás el tejedor tuviera un farol de mano, y Dunstan ya estaba cansado de buscar su camino a tientas.
Todavía estaba a cerca de tres cuartos de milla de su casa y el suelo se volvía desagradablemente resbaladizo, porque la niebla se iba convirtiendo en llovizna. Dobló, pues, hacia la casa, pero no sin cierto temor de errar el buen camino, puesto que no sabía exactamente si la luz se veía al frente o en el costado de la choza. Sin embargo, ayudándose con el mango de su látigo para explorar el terreno, llegó al fin sano y salvo a la puerta de la casa. Golpeó con fuerza, sugiriéndole cierto placer la idea del susto que le daría al vejete aquel estrépito inesperado. Ninguna voz ni movimiento se dejó oír como respuesta: todo era silencio en la choza. ¿Se había ido a acostar el tejedor? ¿Para qué habría dejado la luz encendida entonces? ¡Extraño olvido de un avaro! Dunstan volvió a golpear con más fuerza, y luego, sin esperar que le respondieran pasó los dedos por el agujero de la puerta con la intención de sacudirla y, al mismo tiempo correr el pestillo por medio del cordel y volverlo a dejar cerrar, no dudando de que la puerta debía estar atrancada.
Con gran sorpresa vio que aquel doble movimiento la hizo abrir, y se encontró frente a un fuego vivo que iluminaba todos los rincones de la choza—el lecho, el telar, las tres sillas y la mesa—, y le permitía ver que Silas no estaba allí.
Nada podía ser más atrayente para Dunstan en aquel momento que el fuego brillante sobre el fogón de ladrillos. Entró inmediatamente y se sentó. Delante del fuego también había algo que, si la cocción hubiera estado algo más adelantada, no hubiera carecido de interés para un hombre cuyo estómago estaba vacío. Era un pedazo de carne de cerdo suspendido del gancho de la chimenea por medio de un cordel pasado por el anillo de una gran llave de puerta, según un método conocido por los viejos dueños de casa en que no hay asador. Desgraciadamente el asado había sido colocado en la extremidad del gancho, como para impedir que se fuera a quemar durante la ausencia del dueño. «¿De modo que este viejo tonto de ojos saltones se permite cenar carne?—pensó Dunstan—. Siempre se había dicho que vivía de pan duro, para ponerle freno a su apetito. Pero, ¿dónde podía estar a aquella hora, con semejante tiempo y para qué había salido dejando su cena a medio cocer y sin trancar la puerta?» La dificultad con que el propio Dunstan acababa de encontrar su camino, le sugirió la idea de que el tejedor había salido quizás para buscar combustible, o para cualquier otro menester análogo y de corta duración, y que se había resbalado dentro de la cantera. Esa era una idea que interesaba a Dunstan y que implicaba consecuencias completamente nuevas. Si el tejedor había muerto, ¿quién tenía derecho a su dinero?, ¿quién sabía que alguien había entrado a tomarlo? No se detuvo más tiempo en las sutilezas de las pruebas; la cuestión urgente, ¿dónde está el dinero? se apoderó de tal modo de su espíritu que le hizo olvidar por completo que la muerte de Marner no era una certidumbre. Un espíritu pesado, cuando llega a una conclusión que lo halaga, no conserva la conciencia de que la idea de qué ha sacado aquella conclusión era puramente problemática. Y el espíritu de Dunstan era tan pesado como lo es generalmente el de un futuro criminal. Sólo conocía tres escondites, en que hubiera oído decir que los campesinos escondían sus tesoros: el techo de paja, la cama y un agujero hecho en el suelo. La choza de Marner no estaba techada con paja. Lo primero que hizo Dunstan, después de una sucesión de pensamientos acelerados por el aguijón de la codicia, fue dirigirse al lecho, pero a la vez que caminaba sus miradas recorrieron ávidamente el suelo, cuyos ladrillos, iluminados por el fuego, se veían a través de la arena esparcida encima de ellos. Sin embargo, no eran visibles en todas partes. Había un sitio, en efecto, uno sólo que estaba por completo recubierto. Se distinguían las huellas de los dedos, que, aparentemente, se habían cuidado de cubrir de arena aquel espacio determinado. Ese sitio quedaba junto a los pedales del telar. Dunstan corrió hacia aquel sitio y escarbó la arena con el mango de su látigo. Al introducir la punta del collado entre los ladrillos, vio que éstos estaban sueltos. Se apresuró a quitar uno, y vio que allí estaba sin duda lo que buscaba, porque, ¿qué podía haber sino dinero en aquellas dos bolsas de cuero? Y a juzgar por su peso debían de estar llenas de guineas.
Dunstan registró bien en el agujero para convencerse de que no contenía nada más, y luego, volviendo a colocar en su sitio los ladrillos, los recubrió de arena. No hacía ni cinco minutos que había entrado a la choza, pero aquel espacio de tiempo le pareció muy largo, y bien que no sabía que Silas podía estar vivo y volver de un momento a otro, se sintió presa de un temor indefinible al ponerse de pie con los sacos en las manos. Se apresuró a salir, a guarecerse en la obscuridad y pensar en seguida qué haría con las bolsas. Cerró inmediatamente tras de él la puerta, para interceptar la salida de la luz: algunos pasos iban a bastar para llevarlo más allá del peligro de ser traicionado por los rayos que se filtraban a través de las rendijas de los postigos y el agujero de la alcoba. La lluvia y la obscuridad se habían vuelto más intensas; se regocijó de esto, bien que fuera incómodo caminar con las dos manos tan llenas, porque era a lo sumo si podía llevar el látigo con uno de los sacos. Pero así que hubiera dado dos pasos podría proceder con toda calma. Se adelantó, pues, resueltamente, en la obscuridad.
El sitio parecía muy triste en aquella estación, con la greda mojada y barrosa que lo rodeaba y con el agua turbia y rojiza que había alcanzado un alto nivel en la cantera abandonada. Tal fue la primera impresión de Dunstan al acercarse a aquel sitio. Recordó después que el viejo tonto del tejedor, el ruido de cuyo telar ya oía, tenía mucho dinero oculto en alguna parte. ¿Cómo era posible que a él, Dunstan Cass, que había oído hablar muchas veces de la avaricia de Marner, no se le hubiese ocurrido sugerirle a Godfrey que consiguiera del vejete, ya fuera asustándole, ya fuera captándoselo hábilmente, que le prestara su dinero con la excelente garantía de las esperanzas del squire? Este recurso se le presentaba ahora como muy fácil y agradable de realizar. Pensaba que, según todas las probabilidades, el tesoro de Marner debía ser bastante grande como para dejarle a Godfrey, después que éste hubiera atendido a las necesidades más urgentes, un buen excedente que lo pondría en condiciones de servir a su abnegado hermano. Así es que tuvo tentaciones de volver bridas hacia la casa. Godfrey estaría bastante bien dispuesto para aceptar la idea. Adoptaría ávidamente un plan que quizá le evitaría separarse de Relámpago. Pero cuando la reflexión de Dunstan llegó a este punto, el deseo de proseguir la marcha se fortificó y prevaleció. No quería proporcionarle aquella satisfacción a Godfrey; prefería que maese Godfrey estuviera mortificado.
Además, a Dunstan lo regocijaba la idea tan importante ante sus ojos de tener que vender su caballo, y además la ocasión de cerrar un trato, de hacer el fanfarrón y probablemente de engañar a alguien. Podía gozar por entero de todo el placer que resultaría de la venta del caballo de su hermano, sin privarse del gran placer de conseguir que Godfrey le tomara dinero prestado a Marner. Siguió, pues, cabalgando hacia el lugar de la cita.
Bryce y Keating estaban allí, como Dunstan estaba seguro de ello; ¡tenía tanta suerte!
—Hola—dijo Bryce, que desde hacía tiempo codiciaba a Relámpago—, venís montando el caballo de vuestro hermano; ¿por qué ha sido eso?
—Nada, le he hecho un cambio—dijo Dunstan, cuyo placer en mentir, casi independiente de la idea de utilidad, no iba a disminuir en mucho la probabilidad de que su interlocutor lo creyera—. Relámpago es ahora mío.
—¡Cómo! ¿Os lo ha cambiado contra vuestro viejo rocín de huesos grandes?—dijo Bryce con la entera certidumbre de que obtendría en respuesta otra mentira.
—No, teníamos que arreglar una pequeña cuenta—respondió Dunstan con indiferencia—, y Relámpago ha saldado la diferencia. Le he hecho un servicio a Godfrey tomándole el caballo. Lo hice contra mi gusto, porque tenía un capricho por una yegua de Jortin, animal de la sangre más rara que jamás hayáis montado. Pero ahora conservaré a Relámpago, aunque el otro día me ofreció por él ciento cincuenta libras un hombre allá, en Flitt; ese que compra para lord Cromleck, ese individuo que bizquea y usa un chaleco verde. Pero no pienso deshacerme de Relámpago; no encontraré fácilmente mejor animal para saltar cercos. La yegua de Jortin tiene más sangre, pero tiene las patas un poco menos fuertes.
Bryce, naturalmente, adivinó que Dunstan quería vender el caballo, y Dunstan se dio cuenta de que él lo adivinaba; el chalaneo sólo es una de las numerosas transacciones humanas conducidas de esta manera ingeniosa. Ambos consideraban que el trato estaba en su primera faz, cuando Bryce respondió con ironía:
—Pues estoy sorprendido, y me sorprende que penséis conservar el caballo, porque nunca he oído que un hombre se niegue a vender un animal cuando le ofrecen la mitad más de lo que vale. Tendréis suerte si conseguís por él cien libras.
Entonces, habiéndose adelantado Keating, el trato se complicó. Quedó por último concertado, comprándolo Bryce por ciento veinte libras, pagaderas a la entrega de Relámpago, sano y salvo, en las caballerizas públicas de Batterley.
A Dunsey se le ocurrió que sería prudente que renunciase a la cacería, se dirigiera inmediatamente a Batterley, y, después de esperar el regreso de Bryce, alquilar un caballo que lo llevara a su casa con el dinero en el bolsillo.
Sin embargo, el deseo de hacer una partida de caza, estimulado por su confianza y su buena estrella, así como por un trago de aguardiente tomado a su frasco de bolsillo cuando cerraron el trato, no era fácil de vencer, considerando, sobre todo, que montaba un animal que excitaría la admiración de los cazadores al verle saltar los cercos.
Pero Dunstan saltó uno de más y empaló su caballo en un poste. Su persona inelegante y completamente invendible escapó ilesa, mientras que el pobre Relámpago, inconsciente de su calor, rodó de costado y exhaló dolorosamente el último suspiro.
Había sucedido que, pocos minutos antes, Dunstan se había visto obligado a apearse para arreglar uno de los estribos. Lanzó muchas imprecaciones contra aquel retardo que lo relegaba a la cola de la cacería en el momento del triunfo. Enceguecido por la desesperación, saltó temerariamente los cercos, y estaba a punto de reunirse a la traílla cuando ocurrió el accidente fatal. De modo, pues, que se encontraba entre los cazadores ardientes que iban adelante, que se preocupaban poco de lo que sucedía detrás de ellos y los retrasados, que lo mismo podían pasar muy lejos y muy cerca del sitio en que había caídoRelámpago.
Dunstan, que se preocupaba siempre más de las contrariedades del momento presente que de sus consecuencias lejanas, no bien se vio de pie y reconoció que Relámpago estaba perdido, sintió cierto placer al pensar que no había sido visto en una situación que ninguna fanfarronada hubiera podido hacer envidiable.
Después de haberse reconfortado de la sacudida con un poco de aguardiente y muchos juramentos, se dirigió lo más pronto posible a un zarzal que estaba a su derecha. Se le ocurrió que atravesando por allí encontraría medio de dirigirse a Batterley sin correr el riesgo de encontrar a ninguno de los cazadores. Su primera intención era alquilar allí un caballo que lo llevaría inmediatamente a su casa; porque lo que era hacer cierto número de millas a pie, sin un fusil en la mano, y a lo largo de un camino público, no había que esperarlo de su parte como de la de ningún otro joven fogoso de su especie. Le era casi indiferente llevar la noticia a Godfrey, puesto que al mismo tiempo le iba a ofrecer el recurso de dinero de Marner, si Godfrey chillaba, como sucedía siempre que se le hablaba de contraer una nueva deuda, de lo que él sólo sacaba la menor parte; pues bien, no rezongaría mucho rato. Dunstan estaba seguro de que mortificando a Godfrey siempre le haría hacer lo que quisiese. La idea del dinero se volvía cada vez más distinta en su espíritu, ahora que la necesidad se había vuelto urgente. Pero la perspectiva de tener que presentarse en Batterley con las botas embarradas y de afrontar las preguntas burlonas de los mozos de cuadra, contrariaba mucho su deseo impaciente de estar de regreso en Raveloe y poner en ejecución su feliz proyecto.
Al mismo tiempo, un registro que hizo en el bolsillo de su chaleco, mientras iba reflexionando, le recordó que las dos o tres monedas pequeñas que encontró en su índice, eran de un color demasiado pálido para pagar una pequeña deuda, en defecto de cuyo pago, el caballerizo de Batterley había declarado que no haría más negocios con Dunsey Cass. Al fin y al cabo, considerando la dirección en que lo había llevado la cacería, no estaba mucho más lejos de su casa que de Batterley. Sin embargo, Dunsey no brillaba por su lucidez de espíritu. No llegó a esa conclusión sino al darse cuenta de que estaba obligado por otras razones a tomar la resolución sin precedente de volver a la casa a pie.
En ese momento eran cerca de las cuatro y empezaba a formarse la niebla; cuanto antes saliera del camino sería tanto mejor. Recordó que lo había atravesado y que había visto el poste indicador momentos antes que Relámpago se abatiera. Entonces, después de abotonar su abrigo y atar sólidamente la zotera de su látigo de caza al mango, golpeó las vueltas de sus botas con el aire de un hombre dueño de sí mismo, como para persuadirse de que estaba preparado para lo que iba a sucederle. Partió en seguida, con la idea de que emprendía una notable proeza de actividad física, que algún día no dejaría de embellecer de un modo o de otro, en medio de la admiración de una sociedad selecta, en la taberna del Arco Iris.
Cuando un joven señor como Dunsey se veía reducido a un medio de locomoción tan excepcional como el de andar a pie, el látigo llevado en la mano es el paliativo deseable de un sentimiento demasiado confuso—demasiado parecido a un sueño—que le hace experimentar su situación inusitada; y Dunstan, a medida que avanzaba a través de la niebla creciente, golpeaba siempre algo con su látigo. Era el látigo de Godfrey. Le había gustado tomarlo sin permiso, porque el mango tenía puño de oro. Naturalmente que no era posible notar, cuando Dunsey lo llevaba en la mano, que el nombre de Godfrey Cass estaba grabado en el puño: sólo se veía que aquel látigo era muy hermoso.
Dunsey no dejaba de temer que le ocurriese tropezar con algún conocido ante los ojos del cual haría triste figura, porque la niebla no es un velo bastante espeso cuando las personas se acercan. Pero, cuando al fin se encontró en las calles de Raveloe que le eran bien conocidas, pensó que aquello era parte de su buena suerte habitual. Entretanto, la niebla, ayudada por la obscuridad de la tarde, se había vuelto un velo más espeso de lo que deseaba. Le ocultaba los baches en que sus pies estaban expuestos a tropezar, le ocultaba todo, de modo que tuvo que guiar sus pasos arrastrando el látigo contra las hierbas que crecían al pie de los cercos. Pensaba que pronto llegaría al punto que daba acceso a las canteras. Lo encontraría por medio de un portillo que había en aquella cerca. Pero fue debido a una circunstancia con la que no contaba que se lo hizo descubrir; es decir, ciertos rayos de luz que inmediatamente adivinó que procedían de la choza de Silas Marner. Durante el camino, aquella choza y el dinero que estaba oculto en ella habían asediado continuamente su espíritu, y había imaginado distintas maneras de halagar y seducir al tejedor, para que éste, seducido por el cebo de los intereses, se separara sin demora del dinero que poseía.
A Dunstan le parecía que no sería malo agregar algunas amenazas a las proposiciones halagadoras, porque sus nociones de aritmética no eran bastante sólidas como para darle una demostración probatoria de los provechos que darían los intereses. En cuanto a la garantía, la consideraba vagamente como un medio de engañar a un hombre, haciéndole creer que va a ser reembolsado. En fin, la operación que había que intentar sobre el espíritu del avaro, era una tarea que Godfrey confiaría a su hermano, más audaz y más vivo que él. Dunstan estaba ya decidido a este respecto, y en el momento en que vio brillar la luz a través de las rendijas de los postigos de Marner, la idea de tener una conversación con el tejedor se le había vuelto tan familiar, que le pareció lo más natural abordarlo en seguida. Podía tener varias ventajas el proceder así: entre otras, quizás el tejedor tuviera un farol de mano, y Dunstan ya estaba cansado de buscar su camino a tientas.
Todavía estaba a cerca de tres cuartos de milla de su casa y el suelo se volvía desagradablemente resbaladizo, porque la niebla se iba convirtiendo en llovizna. Dobló, pues, hacia la casa, pero no sin cierto temor de errar el buen camino, puesto que no sabía exactamente si la luz se veía al frente o en el costado de la choza. Sin embargo, ayudándose con el mango de su látigo para explorar el terreno, llegó al fin sano y salvo a la puerta de la casa. Golpeó con fuerza, sugiriéndole cierto placer la idea del susto que le daría al vejete aquel estrépito inesperado. Ninguna voz ni movimiento se dejó oír como respuesta: todo era silencio en la choza. ¿Se había ido a acostar el tejedor? ¿Para qué habría dejado la luz encendida entonces? ¡Extraño olvido de un avaro! Dunstan volvió a golpear con más fuerza, y luego, sin esperar que le respondieran pasó los dedos por el agujero de la puerta con la intención de sacudirla y, al mismo tiempo correr el pestillo por medio del cordel y volverlo a dejar cerrar, no dudando de que la puerta debía estar atrancada.
Con gran sorpresa vio que aquel doble movimiento la hizo abrir, y se encontró frente a un fuego vivo que iluminaba todos los rincones de la choza—el lecho, el telar, las tres sillas y la mesa—, y le permitía ver que Silas no estaba allí.
Nada podía ser más atrayente para Dunstan en aquel momento que el fuego brillante sobre el fogón de ladrillos. Entró inmediatamente y se sentó. Delante del fuego también había algo que, si la cocción hubiera estado algo más adelantada, no hubiera carecido de interés para un hombre cuyo estómago estaba vacío. Era un pedazo de carne de cerdo suspendido del gancho de la chimenea por medio de un cordel pasado por el anillo de una gran llave de puerta, según un método conocido por los viejos dueños de casa en que no hay asador. Desgraciadamente el asado había sido colocado en la extremidad del gancho, como para impedir que se fuera a quemar durante la ausencia del dueño. «¿De modo que este viejo tonto de ojos saltones se permite cenar carne?—pensó Dunstan—. Siempre se había dicho que vivía de pan duro, para ponerle freno a su apetito. Pero, ¿dónde podía estar a aquella hora, con semejante tiempo y para qué había salido dejando su cena a medio cocer y sin trancar la puerta?» La dificultad con que el propio Dunstan acababa de encontrar su camino, le sugirió la idea de que el tejedor había salido quizás para buscar combustible, o para cualquier otro menester análogo y de corta duración, y que se había resbalado dentro de la cantera. Esa era una idea que interesaba a Dunstan y que implicaba consecuencias completamente nuevas. Si el tejedor había muerto, ¿quién tenía derecho a su dinero?, ¿quién sabía que alguien había entrado a tomarlo? No se detuvo más tiempo en las sutilezas de las pruebas; la cuestión urgente, ¿dónde está el dinero? se apoderó de tal modo de su espíritu que le hizo olvidar por completo que la muerte de Marner no era una certidumbre. Un espíritu pesado, cuando llega a una conclusión que lo halaga, no conserva la conciencia de que la idea de qué ha sacado aquella conclusión era puramente problemática. Y el espíritu de Dunstan era tan pesado como lo es generalmente el de un futuro criminal. Sólo conocía tres escondites, en que hubiera oído decir que los campesinos escondían sus tesoros: el techo de paja, la cama y un agujero hecho en el suelo. La choza de Marner no estaba techada con paja. Lo primero que hizo Dunstan, después de una sucesión de pensamientos acelerados por el aguijón de la codicia, fue dirigirse al lecho, pero a la vez que caminaba sus miradas recorrieron ávidamente el suelo, cuyos ladrillos, iluminados por el fuego, se veían a través de la arena esparcida encima de ellos. Sin embargo, no eran visibles en todas partes. Había un sitio, en efecto, uno sólo que estaba por completo recubierto. Se distinguían las huellas de los dedos, que, aparentemente, se habían cuidado de cubrir de arena aquel espacio determinado. Ese sitio quedaba junto a los pedales del telar. Dunstan corrió hacia aquel sitio y escarbó la arena con el mango de su látigo. Al introducir la punta del collado entre los ladrillos, vio que éstos estaban sueltos. Se apresuró a quitar uno, y vio que allí estaba sin duda lo que buscaba, porque, ¿qué podía haber sino dinero en aquellas dos bolsas de cuero? Y a juzgar por su peso debían de estar llenas de guineas.
Dunstan registró bien en el agujero para convencerse de que no contenía nada más, y luego, volviendo a colocar en su sitio los ladrillos, los recubrió de arena. No hacía ni cinco minutos que había entrado a la choza, pero aquel espacio de tiempo le pareció muy largo, y bien que no sabía que Silas podía estar vivo y volver de un momento a otro, se sintió presa de un temor indefinible al ponerse de pie con los sacos en las manos. Se apresuró a salir, a guarecerse en la obscuridad y pensar en seguida qué haría con las bolsas. Cerró inmediatamente tras de él la puerta, para interceptar la salida de la luz: algunos pasos iban a bastar para llevarlo más allá del peligro de ser traicionado por los rayos que se filtraban a través de las rendijas de los postigos y el agujero de la alcoba. La lluvia y la obscuridad se habían vuelto más intensas; se regocijó de esto, bien que fuera incómodo caminar con las dos manos tan llenas, porque era a lo sumo si podía llevar el látigo con uno de los sacos. Pero así que hubiera dado dos pasos podría proceder con toda calma. Se adelantó, pues, resueltamente, en la obscuridad.
29 marzo 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-3)
El personaje más importante de Raveloe era el squire Cass, que vivía en una gran casa roja que tenía un bonito atrio al frente y altas caballerizas al fondo, casi en frente de la iglesia.
Había otros terratenientes en la parroquia, pero él era el único honrado con el título de squire; porque bien que la familia del señor Osgood fuera considerada también como de origen inmemorial—no habiéndose atrevido nunca los habitantes de Raveloe a remontarse hasta el vacío espantoso en que los Osgood no existían—, sin embargo, no hacía más que poseer la granja que ocupaba, mientras que el squire Cass tenía uno o dos arrendatarios que se quejaban a él de los perjuicios que les causaban las liebres como si hubiese sido un señor.
Se estaba todavía en ese período glorioso de la guerra, considerada como un favor especial acordado por la Providencia a los propietarios territoriales. Entonces, los precios de los frutos no habían bajado tanto como para precipitar a la raza de los pequeños squires y de los arrendatarios en el camino de la ruina, hacia el cual sus hábitos de prodigalidad y la mala explotación de sus tierras los arrastraban rápidamente.
Al decir esto aludo a la aldea de Raveloe y a las parroquias que se le parecían, porque la vida de nuestros antiguos campesinos presentaba aspectos diferentes. Así ocurre con toda existencia que se ha esparcido sobre una superficie variada, en la que soplan en direcciones diversas una multitud de corrientes—desde los vientos del cielo hasta los pensamientos de los hombres—que se mueven y se cruzan eternamente, produciendo resultados incalculables.
Raveloe estaba situado en una hondonada, en medio de los árboles espesos y de caminos surcados por huellas, lejos de las corrientes de la actividad industrial y del fervor puritano; los ricos comían y bebían a sus anchas, aceptando la gota y la apoplejía como cosas que se trasmitían misteriosamente en las familias honorables, y los pobres pensaban que los ricos estaban en su pleno derecho de llevar alegre vida.
Por otra parte, los festines de éstos daban por resultado multiplicar las sobras, que eran la herencia de los primeros. Betti Jay sentía el olor de la cocción de los jamones del squire, pero el fuerte deseo que sentía de comerlos era calmado por el jugo untuoso en que se los hacía hervir; y cuando las estaciones traían la época de las grandes reuniones alegres, todo el mundo las consideraba como un excelente regalo para los pobres.
En efecto, las fiestas de Raveloe estaban en relación con las postas de buey y los barriles de cerveza: se hacían con prodigalidad y duraban mucho tiempo, principalmente en invierno.
Las damas que, habiendo empaquetado sus mejores vestidos y tocados en cartones, se arriesgaban a vadear los arroyos en tiempos de lluvia y nieve, sentadas a la turca sobre cojines y llevando su preciosa carga—cuando no se sabía hasta dónde llegaría el agua—, no es de suponer que contaran con que les esperaba un placer efímero.
Es por esta razón qué se tomaban disposiciones para que en la mala estación—época en que había poco trabajo y las horas parecían largas—varios vecinos tuvieran sucesivamente mesa abierta. Así que los platos del squire Cass no eran tan frescos ni tan abundantes, sus convidados no podían hacer mejor cosa que trasladarse a la casa del señor Osgood, en los Huertos. Allí encontraban lomos y jamones intactos, pasteles de cerdo que acababan de salir del horno y manteca fresca recién hilada; en fin, todo lo que el apetito de gentes ociosas podía desear, y de mejor calidad, quizá, que en casa del squire Cass, aunque la abundancia no fuera mayor. Porque la mujer del squire había muerto hacía tiempo, y la Casa Roja se veía privada de la esposa y de la madre, cuya presencia es la fuente saludable del amor y del temor que deben reinar en la familia y entre los servidores.
Esto contribuía no sólo a explicar por qué, en los días de fiesta, la profusión de provisiones superaba a la calidad, sino también por qué el orgulloso squire condescendía con tanta frecuencia a presidir en el gabinete particular de la taberna del Arco Iris, antes que a la sombra de los negros artesonados de su salón; así como quizá que sus hijos se condujeran bastante mal.
Raveloe no era un sitio en que la censura de las costumbres fuera severa; sin embargo, se miraba como una debilidad del squire que hubiera conservado a todos sus hijos ociosos en la casa; y, bien que debe concederse cierta licencia a los hijos de los padres que tienen medios, las gentes meneaban la cabeza al ver la vida que llevaba el menor, Dunstan, generalmente llamado Dunsey Cass, cuyas aficiones por la copa y las apuestas podían volverse algo más serio que un pasatiempo juvenil.
Poco importaba, ciertamente, decían los vecinos, lo que le sucediera a Dunsey—un individuo pendenciero y burlón, que parecía complacerse tanto más en beber cuanto más sufrían los otros de sed—, con tal, sin embargo, que sus hechos no le acarreasen algún disgusto a una familia como la del squire Cass, que tenía un monumento en la iglesia, y copas de plata más antiguas que el rey Jorge III.
En cambio sería una gran lástima que el señor Godfrey, el mayor, guapo mozo de fisonomía franca y de buen carácter, que un día heredaría las propiedades, se pusiera a seguir el mismo camino que el hermano, como había parecido hacía poco. Si seguía de aquel modo, la señorita Nancy Lammeter acabaría por romper con él; porque se sabía muy bien que ella le trataba con mucha reserva desde la pascua de Pentecostés del año precedente, época en que había hablado mucho, porque Godfrey había pasado varios días sin volver a su casa.
Pasaba algo que no estaba bien, algo que no era común, era evidente, porque el señor Godfrey estaba lejos de tener el color fresco y la fisonomía abierta de antes.
En cierto momento todo el mundo decía: «¡Qué hermosa pareja harían él y la señorita Nancy!», y si ella llegara a ser la señora de la Casa Roja, iba a haber un buen cambio, porque los Lammeter estaban criados de modo que no podían soportar que se malgastara una pizca de sal. Sin embargo, todas las gentes de su casa obtenían lo que había de mejor, cada cual según su rango. Con una nuera así, el viejo squire realizaría economías, aun cuando no aportara un penique de dote; porque era de temer que, a pesar de sus rentas, el squire Cass tuviera más agujeros en el bolsillo que aquel por donde metía la mano. Pero si el señor Godfrey no cambiaba de conducta, podía decirle «adiós» a la señorita Nancy Lammeter.
Era ese Godfrey, que antes daba tantas esperanzas, el que estaba con las manos en los bolsillos de su saco y la espalda vuelta al juego, en el salón de obscuro artesonado, un día de noviembre de este decimoquinto año de la residencia de Silas Marner en Raveloe. La luz gris y mortecina iluminaba débilmente las paredes adornadas de fusiles, de látigos y de colas de zorro; los abrigos y los sombreros arrojados sobre las sillas; los jarros de plata que exhalaban un olor de cerveza aventada; el fuego medio apagado, y las pipas colocadas en los ángulos de las chimeneas; signos de una vida doméstica desprovista de todo encanto superior, con que la expresión de sombrío fastidio del rostro rubio de Godfrey estaba en triste armonía. Parecía escuchar como si esperara a alguien. Muy luego el ruido de pasos pesados, acompañados de silbidos, se hizo oír a través del gran vacío de la entrada del vestíbulo.
La puerta se abrió y entró un joven fornido y vulgar; tenía la cara encendida y el aire gratuitamente vencedor que caracteriza la primera faz de la embriaguez. Era Dunsey. Al verlo, el rostro de Godfrey perdió parte de su aspecto sombrío para tomar la expresión más activa del odio. El hermoso galgo negro que estaba acostado frente a la chimenea se retiró a un rincón, bajo una silla.
—¿Qué tal, maese Godfrey, qué me queréis?—dijo Dunsey en tono burlón—. Sois mi hermano mayor y mi superior; tenía, pues, que venir, puesto que me habéis hecho llamar.
—Pues bien; voy a deciros lo que quiero, pero antes sacudíos la borrachera, y escuchad, si os place—dijo Godfrey con acento furioso; el mismo había bebido más de la cuenta, a fin de convertir su tristeza en cólera ciega—. Quiero deciros que es preciso que le entregue al squire ese arriendo de Fowler, o que le advierta que os lo he dado; porque amenaza con el embargo, y todo se descubrirá, que yo lo informe o no. Acaba de declarar que le iba a encargar a Cox que procediera si Fowler no venía a pagar lo atrasado esta semana. El squire está sin dinero y está de un humor como para no soportar tonterías. Ya sabéis con qué os ha amenazado si os sorprendía otra vez despilfarrando su dinero. De modo que tratad de buscar esa suma, y lo más pronto posible, ¿habéis oído?
—¡Oh!—dijo Dunsey, riendo sardónicamente, mientras se acercaba a su hermano mirándole a la cara—, supongamos que vos mismo os proporcionarais el dinero, para evitarme esa molestia, ¿qué os parece? Puesto que fuisteis lo bastante bueno para entregármelo, no me neguéis la amabilidad de devolverlo en mi lugar; ya sabéis que fue por amor fraternal que procedisteis así.
Godfrey se mordió los labios y apretó los puños.
—No os acerquéis mirándome de ese modo, porque os aplasto.
—¡Oh! no, seríais incapaz de hacer eso—dijo Dunsey, girando sin embargo sobre los talones para alejarse—; bien sabéis que soy muy buen hermano. Podría haceros arrojar de casa y de la familia, y haceros desheredar cuando quisiera. Sí, yo le contaré al squire cómo se casó su hijo mayor con la linda Molly Tarren, y cuán desgraciada ha sido, pero que no ha podido vivir con esa esposa borracha; me deslizaría en vuestro lugar lo más cómodamente posible. Pero ya lo veis, me callo; soy tan conciliador y tan bueno. Estoy seguro de que lo haréis todo por mí. Estoy seguro de que os proporcionaréis por mí esas cien libras esterlinas.
—¿Cómo puedo proporcionarme ese dinero?—dijo Godfrey, trémulo de rabia—. No tengo oficio ni beneficio. Y vos mentís al decir que os deslizaríais en mi lugar; os haríais echar vos también, nada más. Porque si vos os ponéis a llevar chismes, yo haré otro tanto. Bob es el hijo favorito, lo sabéis perfectamente. Mi padre se daría por muy satisfecho con no volveros a ver.
—Poco importa—dijo Dunsey inclinando la cabeza hacia un costado, mientras que miraba por la ventana—. Me sería muy agradable partir en vuestra compañía; sois un hermano tan guapo, y siempre nos ha agradado tanto disputarnos; no sabría qué hacer sin vos. Pero preferís que los dos nos quedemos en casa, ya lo sé. De manera que os arreglaréis de modo de conseguir esa pequeña suma de dinero, y voy a deciros hasta la vista, bien que deplore dejaros.
Dunstan se marchaba, pero Godfrey se precipitó tras él y lo tomó del brazo, diciendo con un juramento:
—Os digo que no tengo dinero... que no puedo procurarme dinero.
—Pedidle prestado al viejo Kimble.
—Os digo que no quiere prestarme más y que no lo pediré.
—Bueno, entonces vended a Relámpago.
—Sí, eso es fácil decirlo. Necesito el dinero inmediatamente.
—Pues bien, no tenéis más que montarlo en la cacería de mañana. Bryce y Keating estarán seguramente. Os harán más de una oferta.
—Eso es, y volveré a casa a las ocho de la noche, salpicado de barro hasta las narices. Voy al baile que da la señora de Osgood celebrando su día.
—¡Ah! ¡ah!—dijo Dunsey, volviendo la cabeza de lado y tratando de hablar con una vocecita aflautada—. Y la linda señorita Nancy estará allí, y bailaremos con ella, y le prometeremos no ser malo, y volveremos a entrar en favor y...
—Tened la lengua al hablar de la señorita Nancy, pedazo de tonto—dijo Godfrey rojo de cólera—, u os estrangulo.
—¿Para qué?—dijo Dunsey, siempre con tono afectado, pero tomando un látigo de sobre la mesa y golpeándose con el cabo en la palma de la mano—. Se os presenta una buena ocasión. Os aconsejo que entréis en sus gracias; eso ahorraría tiempo, si Molly llegara a beber una gota de láudano de más, y os dejara viudo. Poco le importaría a la señorita Nancy ser la segunda, si lo ignorara. Y vos tenéis un excelente hermano que guardará bien vuestro secreto, y vos seréis muy amable con él.
—Voy a deciros lo que pasa—dijo Godfrey trémulo y vuelto a ponerse pálido—. Mi paciencia está casi agotada. Si fuerais algo más vivo, sabríais que es posible llevar a un hombre demasiado lejos y hacerle tan fácil franquear este o aquel obstáculo. No estoy seguro de no encontrarme ya en este punto; yo puedo también revelarle todo al squire. Por lo menos, no me seguiréis molestando, si no consigo otra cosa. Y, al fin y al cabo, tendrá que saber la verdad. Ella me ha amenazado con venir a decírselo todo en persona. Por consiguiente, no os jactéis de que vuestro silencio valga el precio que se os ocurra asignarle. Me arrancáis mi dinero de tal modo que no me queda ninguno para apaciguar a esa mujer y un día cumplirá sus amenazas. Le diré todo a mi padre. En cuanto a vos, idos al diablo.
Dunsey se dio cuenta de que había ido más allá de lo que debía, y que había llegado a un extremo en que el propio Godfrey, el hombre irresoluto, era capaz de tomar una resolución. Sin embargo, dijo con indiferencia:
—Como queráis; pero ante todo, voy a beber un trago de cerveza.
Y después de haber llamado, se recostó en dos sillas y se puso a golpear la repisa de la ventana con el mango del látigo.
Godfrey había permanecido de pie, con la espalda vuelta al fuego, agitando los dedos con inquietud en medio del contenido de los bolsillos de su saco, y con la mirada fija en el suelo. Su alto cuerpo musculoso estaba lleno de coraje físico; sin embargo, no le sugería ninguna decisión cuando los peligros que había que afrontar no consistían en acogotar a alguien. Su irresolución natural y su cobardía moral eran exageradas por una situación cuyas consecuencias temibles parecían hacer presión de todos lados con la misma fuerza.
Su irritación lo hubiera llevado en seguida a desafiar a Dunstan, y a anticiparse a todas las denuncias, si las miserias que le acarrearía el proceder así no le hubieran parecido más insoportables que el mal actual. Los resultados de una confesión no eran dudosos, eran seguros, mientras que la denuncia permanecía incierta.
De aquella incertidumbre, considerada de cerca, cayó en la duda y en la irresolución con un sentimiento de reposo. El hijo desheredado de un pequeño squire, igualmente poco dispuesto a trabajar la tierra y a mendigar, se sentía casi tan impotente como un árbol desarraigado que, favorecido por el suelo y la atmósfera, se habría desarrollado considerablemente en el propio sitio en que antes sólo era un retoño. Quizá hubiera llegado a considerar con cierta alegría el tener que labrar la tierra, si le fuera dable obtener a Nancy Lammeter a ese precio. Pero, puesto que tenía que perderla sin remedio, hiciera lo que hiciera, y la herencia también, puesto que tenía que romper todo vínculo, menos el que lo desagradaba y le quitaba todo motivo para reformarse, no podía imaginar que le quedara, después de la confesión de su falta, otro porvenir más que enrolarse como voluntario. Esa era la determinación más desesperada, después del suicidio, ante los ojos de las familias honorables.
¡No! Más valía para él fiarse al azar que a su propia resolución; más valía seguir sentado al festín, bebiendo el vino que le agradaba, aun con la espada suspendida sobre la cabeza y el terror en el corazón, antes que precipitarse en las tinieblas en que todo placer quedaría perdido para siempre. La última concesión que pudo hacerle a Dunstan a propósito del caballo, comenzó a parecerle fácil al lado del cumplimiento de la amenaza de su hermano. Sin embargo, su orgullo no le consintió que reanudara la conversación sin continuar la disputa. Dunstan lo esperaba y bebía la cerveza a sorbos más pequeños que de costumbre.
—Es muy propio de vos—exclamó Godfrey con acento amargo—el hablar con tanta indiferencia de la venta de Relámpago, la última cosa que me sea lícito llamar mía, y el más lindo animal que he tenido en mi vida. Si tuvieseis un asomo de orgullo, os daría vergüenza ver vacías nuestras caballerizas y que todo el mundo se burle de ello. Pero tengo la convicción de que venderíais vuestra propia persona aunque sólo fuera por tener el placer de hacerle sentir a alguien que ha hecho un mal negocio.
—Sí—dijo Dunstan con mucha calma—, me estáis haciendo justicia, a lo que veo. Vos sabéis que soy una perla cuando se trata de engatusar a las gentes para realizar un negocio. Es por esta razón que os aconsejo que me dejéis a mí el encargo de vender a Relámpago. Lo montaré mañana en la cacería, reemplazándoos, con mucho gusto. No tendré tanta apostura como vos en la silla, pero se admirará más al caballo que al jinete.
—Sí, eso es... ¡Confiaros mi caballo!
—Como gustéis—dijo Dunstan poniéndose a golpear otra vez el antepecho de la ventana, con aire del todo indiferente—. Sois vos mismo quien debe devolver el dinero a Fowler; eso no es cuenta mía. Vos recibisteis ese dinero cuando fuisteis a Bramcote, y fuisteis vos mismo quien le dijo al squire que no os habían pagado esa suma. Yo no tengo nada que ver con eso; vos tuvisteis la bondad de darme ese dinero, dejad eso quieto, a mí me es indiferente. Yo sólo trataba de serviros vendiendo el caballo, sabía que mañana no es cómodo ir tan lejos.
Godfrey permaneció en silencio durante un rato. Quería arrojarse sobre Dunstan, arrancarle el látigo de la mano, darle de azotes hasta ponerlo a dos dedos de la muerte, y ningún temor corporal lo hubiera detenido, si otra suerte de miedo, alimentado por sentimientos que podían más que su ira, no hubieran dominado su voluntad. Cuando volvió a hablar fue en tono casi conciliador.
—Bueno, no tenéis en la cabeza ninguna locura respecto del caballo, ¿eh? ¿Lo venderéis bien lealmente y me entregaréis el precio? De otro modo, ya lo sabéis, todo se lo llevará el diablo, porque no tengo otra tabla de salvación. Os agradará menos el desplomarme la casa encima, sabiendo que también os apretará a vos.
—Sí, sí, muy bien—dijo Dunstan, poniéndose de pie—.Estaba cierto de que acabaríais por mostraros razonable. Yo soy hombre capaz de hacerle tragar el anzuelo al viejo Bryce. Voy a conseguiros ciento veinte libras esterlinas por vuestro caballo, tan fácilmente como conseguiría un penique.
—Pero quizás lluevan chispas como llovió ayer; en tal caso no podréis ir a la cacería—dijo Godfrey, sin darse cuenta de si deseaba o no que surgiera ese impedimento.
—¡Llover!—exclamó Dunstan—, nada de eso, siempre he tenido suerte con el tiempo. Llovería, sin duda, si pensarais ir vos. Jamás tenéis triunfos en vuestros juegos, bien lo sabéis, porque yo los tengo todos. Vos ponéis la belleza y yo la muerte, de manera que tenéis que guardarme a vuestro lado como «porte-bonheur». ¡Bah! jamás haréis nada bueno sin mí.
—¡Que el diablo os confunda! Tened la lengua—dijo Godfrey impetuosamente—. No vayáis a emborracharos mañana; de otro modo podríais salir por las orejas al volver a casa y estropear a Relámpago.
—Tranquilizad vuestro corazón sensible—dijo Dunstan—. Jamás me habéis sorprendido bebiendo doble cuando tengo que hacer un trato; eso me echaría a perder la diversión. Por otra parte, cada vez que caigo, estoy seguro de caer parado.
Dicho esto, Dunstan salió haciendo golpear la puerta.
Dejó a Godfrey entregado a hacer amargas reflexiones sobre su situación personal, que se sucedían entonces de un día para el otro, cuando no estaba excitado por el sport, la bebida, los naipes, o por el placer más raro, pero menos susceptible de ser olvidado, de ver a la señorita Nancy Lammeter.
Los sufrimientos sutiles y variados, que nacen de la sensibilidad más delicada que acompaña a una cultura elevada, son quizás menos dignos de lástima que esa hosca privación de alegrías y de consuelos intelectuales, que obliga a los espíritus más groseros a permanecer constantemente frente a frente con su pesar y su descontento.
La vida de aquellos rústicos antepasados, que nos sentimos inclinados a considerar personajes prosaicos—de esos hombres cuya sola ocupación era cabalgar alrededor de sus propiedades, que se iban volviendo cada vez más pesados sobre sus monturas y pasaban el resto de sus días satisfaciendo de un modo despreocupado sus sentidos embotados por la monotonía—, su vida, digo, tenía, sin embargo, algo de patética.
Las calamidades los herían a ellos también y sus primeros errores les acarreaban duras consecuencias. Quizás un amor por una dulce joven, imagen de pureza, de orden y de tranquilidad, había abierto sus miradas ante la visión de una existencia en que los días no hubieran parecido demasiado largos, aun sin los excesos de la intemperancia. Pero la doncella había desaparecido y la visión se había disipado. Entonces, ¿qué les restaba, sobre todo si se habían vuelto demasiado pesados para la caza, a caballo, o para cargar un fusil a través de los surcos? Nada, si no es beber y alegrarse, o beber e irritarse, con tal de que no fueran esclavos de la vanidad, y pudieran repetir largamente, con caluroso énfasis, las cosas que ya habían contado muchas veces durante el año.
Seguramente que entre esos hombres, de tez rubicunda y mirada hosca había algunos que, gracias a su bondad natural, no se sentían siempre impulsados a la brutalidad, aún en medio de sus extravíos. Esos, en la época en que sus mejillas estaban frescas, habían sentido la punta acerada del pesar y del remordimiento. Habían sido heridos por las cañas en que se apoyaban, o bien, sin reflexionar, habían metido sus miembros en cepos de los que nadie podía libertarles.
En esas tristes circunstancias, comunes a todos nosotros, era imposible que el pensamiento de esos hombres no encontrara algún sitio de reposo, fuera del círculo continuamente trillado de su historia insignificante.
Tal era, por lo menos, la condición de Godfrey Cass, al cumplir los veintiséis años. Un movimiento de remordimientos, secundado por esas pequeñas influencias indefinibles que todas las relaciones personales ejercen sobre una naturaleza flexible, lo había impulsado a contraer un matrimonio secreto, que era un estigma en su existencia. Era una fea historia de pasión vulgar, de ilusión y de desilusión, que no hay para qué sacar de la celda secreta de los recuerdos amargos de Godfrey.
Este sabía desde hacía tiempo que le había sido debida en parte a un lazo que le tendió Dunstan, quien había visto en aquel casamiento degradante de su hermano el medio de satisfacer a su vez su odio celoso y su codicia. Y si Godfrey hubiera podido considerarse simplemente como una víctima, la irritación que le causaba el freno de hierro que el destino le había puesto en la boca, le hubiera sido menos insoportable.
Si las maldiciones que pronunciaba a media voz, cuando estaba sólo, no hubiesen tenido otro objeto que la treta diabólica de Dunstan, le hubiera sido posible tener menos espanto a las consencuecias de su confesión. Pero le restaba otra cosa que maldecir: su locura y sus vicios personales, que ahora le parecían insensatos y tan inexplicables como lo son casi todas nuestras locuras y nuestros vicios, cuando la causa que los ha provocado ha desaparecido desde hace largo tiempo.
Durante cuatro años había pensado en Nancy Lammeter, y la había buscado, con un culto secreto y paciente, como a una mujer que lo hacía soñar alegremente en el porvenir. Ella sería su esposa, y que su hogar fuera encantador, más encantador que el del squire en sus mejores días, y le sería fácil, cuando ella estuviera siempre junto a él, hacer a un lado aquellas estúpidas costumbres que no eran placeres, sino sólo una manera febricitante de engañar la ociosidad.
Godfrey, cuyos gustos eran esencialmente domésticos, había sido criado en una casa cuyo hogar no tenía sonrisas, y en la que los hábitos cotidianos no eran rígidos por la presencia del orden interior. Su carácter fácil le había hecho adoptar sin resistencia el género de vida de su familia, pero el deseo de algún afecto tierno y duradero, el deseo ardiente de soportar alguna influencia que le facilitara la procura del bienestar que prefería, hacían ante sus ojos que la limpieza, la pureza, el buen orden y la liberalidad de la casa Lammeter—iluminada por la sonrisa de Nancy—fuesen iguales a esas horas frescas y brillantes de la mañana, en que las tentaciones dormitan, y sólo se oye la voz del ángel bueno que invita al trabajo, a la sobriedad y a la paz.
Y, sin embargo, la esperanza de ese paraíso no había bastado para salvarlo de los extravíos que lo excluían siempre. En vez de apretar con mano firme el sólido cordón de seda, por medio del cual Nancy lo hubiera llevado sano y salvo a las rientes riberas en que la marcha es fácil y segura, se había dejado llevar hacia atrás en medio del fango y del lodo, y allí, era inútil debatirse. Se había creado vínculos que le vedaban todo móvil saludable de reacción y que lo exasperaban sin cesar.
Sin embargo, había una situación peor aún; la que le esperaba cuando el vil secreto se descubriera; así es que el deseo que siempre triunfaba en él de todos los demás, era alejar al desgraciado día en que tendría que soportar las consecuencias del resentimiento violento de su padre por la herida causada al orgullo de su familia, en la que tendría que renunciar quizás a aquel bienestar y a aquella dignidad hereditaria que, al fin y al cabo, era una razón para vivir, llevando consigo la incertidumbre de que estaba proscripto para siempre de la vista y de la estima de Nancy Lammeter.
Cuanto más se prolongara el plazo, mayor era la probabilidad de verse libre, por lo menos, de algunas de las consecuencias odiosas a que había librado su ser—más ocasiones le quedaban de gozar el extraño placer de ver a Nancy y de recoger las débiles muestras de un resto de afecto por él. Era impulsado hacia ese placer por accesos, y frecuentemente, después de haber pasado semanas enteras evitando a la joven; cuando la veía a lo lejos como un ángel de alas brillantes—premio radioso cuya vista lo excitaba a precipitarse hacia adelante—, sentía más que nunca el peso de sus crueles cadenas.
Uno de esos accesos lo poseía en aquel momento, y el ardor de su pasión hubiera bastado para que confiara Relámpago a Dunstan antes que defraudar aquel deseo, si otra razón más no hubiera para que tomara parte en la cacería del día siguiente. Esa razón dependía de la circunstancia de que la cita debía tener lugar cerca de Batterley, aldea en que vivía su desgraciada esposa, cuya imagen se le hacía cada vez más odiosa. Para la imaginación de Godfrey aquella mujer vagaba por todos los alrededores. El yugo que un hombre se crea con sus malas acciones, engendra el odio en las mayores naturalezas, y el alegre y afectuoso Godfrey Cass se agriaba rápidamente. Crueles tentaciones lo asediaban, pareciendo entrar y salir en su corazón como demonios que habían encontrado en él alojamiento preparado.
¿Qué iba a hacer aquella tarde para pasar el tiempo? Al fin y al cabo, ¿por qué no iría a la taberna del Arco Iris para ver qué se decía de la riña de gallos? Todo el mundo iba allí, y, ¿en qué otra cosa podía pasar el rato, bien que a él no le preocuparía nada aquella diversión? La pequeña galga negra, que se había parado frente a él y lo había mirado fijamente durante un buen rato, se impacientó y saltó a las rodillas de su amo para recibir la caricia acostumbrada. Pero Godfrey la rechazó sin mirarla y salió de la pieza. La perra lo siguió humildemente y sin rencor, quizá porque no tenía otra cosa en perspectiva.
Había otros terratenientes en la parroquia, pero él era el único honrado con el título de squire; porque bien que la familia del señor Osgood fuera considerada también como de origen inmemorial—no habiéndose atrevido nunca los habitantes de Raveloe a remontarse hasta el vacío espantoso en que los Osgood no existían—, sin embargo, no hacía más que poseer la granja que ocupaba, mientras que el squire Cass tenía uno o dos arrendatarios que se quejaban a él de los perjuicios que les causaban las liebres como si hubiese sido un señor.
Se estaba todavía en ese período glorioso de la guerra, considerada como un favor especial acordado por la Providencia a los propietarios territoriales. Entonces, los precios de los frutos no habían bajado tanto como para precipitar a la raza de los pequeños squires y de los arrendatarios en el camino de la ruina, hacia el cual sus hábitos de prodigalidad y la mala explotación de sus tierras los arrastraban rápidamente.
Al decir esto aludo a la aldea de Raveloe y a las parroquias que se le parecían, porque la vida de nuestros antiguos campesinos presentaba aspectos diferentes. Así ocurre con toda existencia que se ha esparcido sobre una superficie variada, en la que soplan en direcciones diversas una multitud de corrientes—desde los vientos del cielo hasta los pensamientos de los hombres—que se mueven y se cruzan eternamente, produciendo resultados incalculables.
Raveloe estaba situado en una hondonada, en medio de los árboles espesos y de caminos surcados por huellas, lejos de las corrientes de la actividad industrial y del fervor puritano; los ricos comían y bebían a sus anchas, aceptando la gota y la apoplejía como cosas que se trasmitían misteriosamente en las familias honorables, y los pobres pensaban que los ricos estaban en su pleno derecho de llevar alegre vida.
Por otra parte, los festines de éstos daban por resultado multiplicar las sobras, que eran la herencia de los primeros. Betti Jay sentía el olor de la cocción de los jamones del squire, pero el fuerte deseo que sentía de comerlos era calmado por el jugo untuoso en que se los hacía hervir; y cuando las estaciones traían la época de las grandes reuniones alegres, todo el mundo las consideraba como un excelente regalo para los pobres.
En efecto, las fiestas de Raveloe estaban en relación con las postas de buey y los barriles de cerveza: se hacían con prodigalidad y duraban mucho tiempo, principalmente en invierno.
Las damas que, habiendo empaquetado sus mejores vestidos y tocados en cartones, se arriesgaban a vadear los arroyos en tiempos de lluvia y nieve, sentadas a la turca sobre cojines y llevando su preciosa carga—cuando no se sabía hasta dónde llegaría el agua—, no es de suponer que contaran con que les esperaba un placer efímero.
Es por esta razón qué se tomaban disposiciones para que en la mala estación—época en que había poco trabajo y las horas parecían largas—varios vecinos tuvieran sucesivamente mesa abierta. Así que los platos del squire Cass no eran tan frescos ni tan abundantes, sus convidados no podían hacer mejor cosa que trasladarse a la casa del señor Osgood, en los Huertos. Allí encontraban lomos y jamones intactos, pasteles de cerdo que acababan de salir del horno y manteca fresca recién hilada; en fin, todo lo que el apetito de gentes ociosas podía desear, y de mejor calidad, quizá, que en casa del squire Cass, aunque la abundancia no fuera mayor. Porque la mujer del squire había muerto hacía tiempo, y la Casa Roja se veía privada de la esposa y de la madre, cuya presencia es la fuente saludable del amor y del temor que deben reinar en la familia y entre los servidores.
Esto contribuía no sólo a explicar por qué, en los días de fiesta, la profusión de provisiones superaba a la calidad, sino también por qué el orgulloso squire condescendía con tanta frecuencia a presidir en el gabinete particular de la taberna del Arco Iris, antes que a la sombra de los negros artesonados de su salón; así como quizá que sus hijos se condujeran bastante mal.
Raveloe no era un sitio en que la censura de las costumbres fuera severa; sin embargo, se miraba como una debilidad del squire que hubiera conservado a todos sus hijos ociosos en la casa; y, bien que debe concederse cierta licencia a los hijos de los padres que tienen medios, las gentes meneaban la cabeza al ver la vida que llevaba el menor, Dunstan, generalmente llamado Dunsey Cass, cuyas aficiones por la copa y las apuestas podían volverse algo más serio que un pasatiempo juvenil.
Poco importaba, ciertamente, decían los vecinos, lo que le sucediera a Dunsey—un individuo pendenciero y burlón, que parecía complacerse tanto más en beber cuanto más sufrían los otros de sed—, con tal, sin embargo, que sus hechos no le acarreasen algún disgusto a una familia como la del squire Cass, que tenía un monumento en la iglesia, y copas de plata más antiguas que el rey Jorge III.
En cambio sería una gran lástima que el señor Godfrey, el mayor, guapo mozo de fisonomía franca y de buen carácter, que un día heredaría las propiedades, se pusiera a seguir el mismo camino que el hermano, como había parecido hacía poco. Si seguía de aquel modo, la señorita Nancy Lammeter acabaría por romper con él; porque se sabía muy bien que ella le trataba con mucha reserva desde la pascua de Pentecostés del año precedente, época en que había hablado mucho, porque Godfrey había pasado varios días sin volver a su casa.
Pasaba algo que no estaba bien, algo que no era común, era evidente, porque el señor Godfrey estaba lejos de tener el color fresco y la fisonomía abierta de antes.
En cierto momento todo el mundo decía: «¡Qué hermosa pareja harían él y la señorita Nancy!», y si ella llegara a ser la señora de la Casa Roja, iba a haber un buen cambio, porque los Lammeter estaban criados de modo que no podían soportar que se malgastara una pizca de sal. Sin embargo, todas las gentes de su casa obtenían lo que había de mejor, cada cual según su rango. Con una nuera así, el viejo squire realizaría economías, aun cuando no aportara un penique de dote; porque era de temer que, a pesar de sus rentas, el squire Cass tuviera más agujeros en el bolsillo que aquel por donde metía la mano. Pero si el señor Godfrey no cambiaba de conducta, podía decirle «adiós» a la señorita Nancy Lammeter.
Era ese Godfrey, que antes daba tantas esperanzas, el que estaba con las manos en los bolsillos de su saco y la espalda vuelta al juego, en el salón de obscuro artesonado, un día de noviembre de este decimoquinto año de la residencia de Silas Marner en Raveloe. La luz gris y mortecina iluminaba débilmente las paredes adornadas de fusiles, de látigos y de colas de zorro; los abrigos y los sombreros arrojados sobre las sillas; los jarros de plata que exhalaban un olor de cerveza aventada; el fuego medio apagado, y las pipas colocadas en los ángulos de las chimeneas; signos de una vida doméstica desprovista de todo encanto superior, con que la expresión de sombrío fastidio del rostro rubio de Godfrey estaba en triste armonía. Parecía escuchar como si esperara a alguien. Muy luego el ruido de pasos pesados, acompañados de silbidos, se hizo oír a través del gran vacío de la entrada del vestíbulo.
La puerta se abrió y entró un joven fornido y vulgar; tenía la cara encendida y el aire gratuitamente vencedor que caracteriza la primera faz de la embriaguez. Era Dunsey. Al verlo, el rostro de Godfrey perdió parte de su aspecto sombrío para tomar la expresión más activa del odio. El hermoso galgo negro que estaba acostado frente a la chimenea se retiró a un rincón, bajo una silla.
—¿Qué tal, maese Godfrey, qué me queréis?—dijo Dunsey en tono burlón—. Sois mi hermano mayor y mi superior; tenía, pues, que venir, puesto que me habéis hecho llamar.
—Pues bien; voy a deciros lo que quiero, pero antes sacudíos la borrachera, y escuchad, si os place—dijo Godfrey con acento furioso; el mismo había bebido más de la cuenta, a fin de convertir su tristeza en cólera ciega—. Quiero deciros que es preciso que le entregue al squire ese arriendo de Fowler, o que le advierta que os lo he dado; porque amenaza con el embargo, y todo se descubrirá, que yo lo informe o no. Acaba de declarar que le iba a encargar a Cox que procediera si Fowler no venía a pagar lo atrasado esta semana. El squire está sin dinero y está de un humor como para no soportar tonterías. Ya sabéis con qué os ha amenazado si os sorprendía otra vez despilfarrando su dinero. De modo que tratad de buscar esa suma, y lo más pronto posible, ¿habéis oído?
—¡Oh!—dijo Dunsey, riendo sardónicamente, mientras se acercaba a su hermano mirándole a la cara—, supongamos que vos mismo os proporcionarais el dinero, para evitarme esa molestia, ¿qué os parece? Puesto que fuisteis lo bastante bueno para entregármelo, no me neguéis la amabilidad de devolverlo en mi lugar; ya sabéis que fue por amor fraternal que procedisteis así.
Godfrey se mordió los labios y apretó los puños.
—No os acerquéis mirándome de ese modo, porque os aplasto.
—¡Oh! no, seríais incapaz de hacer eso—dijo Dunsey, girando sin embargo sobre los talones para alejarse—; bien sabéis que soy muy buen hermano. Podría haceros arrojar de casa y de la familia, y haceros desheredar cuando quisiera. Sí, yo le contaré al squire cómo se casó su hijo mayor con la linda Molly Tarren, y cuán desgraciada ha sido, pero que no ha podido vivir con esa esposa borracha; me deslizaría en vuestro lugar lo más cómodamente posible. Pero ya lo veis, me callo; soy tan conciliador y tan bueno. Estoy seguro de que lo haréis todo por mí. Estoy seguro de que os proporcionaréis por mí esas cien libras esterlinas.
—¿Cómo puedo proporcionarme ese dinero?—dijo Godfrey, trémulo de rabia—. No tengo oficio ni beneficio. Y vos mentís al decir que os deslizaríais en mi lugar; os haríais echar vos también, nada más. Porque si vos os ponéis a llevar chismes, yo haré otro tanto. Bob es el hijo favorito, lo sabéis perfectamente. Mi padre se daría por muy satisfecho con no volveros a ver.
—Poco importa—dijo Dunsey inclinando la cabeza hacia un costado, mientras que miraba por la ventana—. Me sería muy agradable partir en vuestra compañía; sois un hermano tan guapo, y siempre nos ha agradado tanto disputarnos; no sabría qué hacer sin vos. Pero preferís que los dos nos quedemos en casa, ya lo sé. De manera que os arreglaréis de modo de conseguir esa pequeña suma de dinero, y voy a deciros hasta la vista, bien que deplore dejaros.
Dunstan se marchaba, pero Godfrey se precipitó tras él y lo tomó del brazo, diciendo con un juramento:
—Os digo que no tengo dinero... que no puedo procurarme dinero.
—Pedidle prestado al viejo Kimble.
—Os digo que no quiere prestarme más y que no lo pediré.
—Bueno, entonces vended a Relámpago.
—Sí, eso es fácil decirlo. Necesito el dinero inmediatamente.
—Pues bien, no tenéis más que montarlo en la cacería de mañana. Bryce y Keating estarán seguramente. Os harán más de una oferta.
—Eso es, y volveré a casa a las ocho de la noche, salpicado de barro hasta las narices. Voy al baile que da la señora de Osgood celebrando su día.
—¡Ah! ¡ah!—dijo Dunsey, volviendo la cabeza de lado y tratando de hablar con una vocecita aflautada—. Y la linda señorita Nancy estará allí, y bailaremos con ella, y le prometeremos no ser malo, y volveremos a entrar en favor y...
—Tened la lengua al hablar de la señorita Nancy, pedazo de tonto—dijo Godfrey rojo de cólera—, u os estrangulo.
—¿Para qué?—dijo Dunsey, siempre con tono afectado, pero tomando un látigo de sobre la mesa y golpeándose con el cabo en la palma de la mano—. Se os presenta una buena ocasión. Os aconsejo que entréis en sus gracias; eso ahorraría tiempo, si Molly llegara a beber una gota de láudano de más, y os dejara viudo. Poco le importaría a la señorita Nancy ser la segunda, si lo ignorara. Y vos tenéis un excelente hermano que guardará bien vuestro secreto, y vos seréis muy amable con él.
—Voy a deciros lo que pasa—dijo Godfrey trémulo y vuelto a ponerse pálido—. Mi paciencia está casi agotada. Si fuerais algo más vivo, sabríais que es posible llevar a un hombre demasiado lejos y hacerle tan fácil franquear este o aquel obstáculo. No estoy seguro de no encontrarme ya en este punto; yo puedo también revelarle todo al squire. Por lo menos, no me seguiréis molestando, si no consigo otra cosa. Y, al fin y al cabo, tendrá que saber la verdad. Ella me ha amenazado con venir a decírselo todo en persona. Por consiguiente, no os jactéis de que vuestro silencio valga el precio que se os ocurra asignarle. Me arrancáis mi dinero de tal modo que no me queda ninguno para apaciguar a esa mujer y un día cumplirá sus amenazas. Le diré todo a mi padre. En cuanto a vos, idos al diablo.
Dunsey se dio cuenta de que había ido más allá de lo que debía, y que había llegado a un extremo en que el propio Godfrey, el hombre irresoluto, era capaz de tomar una resolución. Sin embargo, dijo con indiferencia:
—Como queráis; pero ante todo, voy a beber un trago de cerveza.
Y después de haber llamado, se recostó en dos sillas y se puso a golpear la repisa de la ventana con el mango del látigo.
Godfrey había permanecido de pie, con la espalda vuelta al fuego, agitando los dedos con inquietud en medio del contenido de los bolsillos de su saco, y con la mirada fija en el suelo. Su alto cuerpo musculoso estaba lleno de coraje físico; sin embargo, no le sugería ninguna decisión cuando los peligros que había que afrontar no consistían en acogotar a alguien. Su irresolución natural y su cobardía moral eran exageradas por una situación cuyas consecuencias temibles parecían hacer presión de todos lados con la misma fuerza.
Su irritación lo hubiera llevado en seguida a desafiar a Dunstan, y a anticiparse a todas las denuncias, si las miserias que le acarrearía el proceder así no le hubieran parecido más insoportables que el mal actual. Los resultados de una confesión no eran dudosos, eran seguros, mientras que la denuncia permanecía incierta.
De aquella incertidumbre, considerada de cerca, cayó en la duda y en la irresolución con un sentimiento de reposo. El hijo desheredado de un pequeño squire, igualmente poco dispuesto a trabajar la tierra y a mendigar, se sentía casi tan impotente como un árbol desarraigado que, favorecido por el suelo y la atmósfera, se habría desarrollado considerablemente en el propio sitio en que antes sólo era un retoño. Quizá hubiera llegado a considerar con cierta alegría el tener que labrar la tierra, si le fuera dable obtener a Nancy Lammeter a ese precio. Pero, puesto que tenía que perderla sin remedio, hiciera lo que hiciera, y la herencia también, puesto que tenía que romper todo vínculo, menos el que lo desagradaba y le quitaba todo motivo para reformarse, no podía imaginar que le quedara, después de la confesión de su falta, otro porvenir más que enrolarse como voluntario. Esa era la determinación más desesperada, después del suicidio, ante los ojos de las familias honorables.
¡No! Más valía para él fiarse al azar que a su propia resolución; más valía seguir sentado al festín, bebiendo el vino que le agradaba, aun con la espada suspendida sobre la cabeza y el terror en el corazón, antes que precipitarse en las tinieblas en que todo placer quedaría perdido para siempre. La última concesión que pudo hacerle a Dunstan a propósito del caballo, comenzó a parecerle fácil al lado del cumplimiento de la amenaza de su hermano. Sin embargo, su orgullo no le consintió que reanudara la conversación sin continuar la disputa. Dunstan lo esperaba y bebía la cerveza a sorbos más pequeños que de costumbre.
—Es muy propio de vos—exclamó Godfrey con acento amargo—el hablar con tanta indiferencia de la venta de Relámpago, la última cosa que me sea lícito llamar mía, y el más lindo animal que he tenido en mi vida. Si tuvieseis un asomo de orgullo, os daría vergüenza ver vacías nuestras caballerizas y que todo el mundo se burle de ello. Pero tengo la convicción de que venderíais vuestra propia persona aunque sólo fuera por tener el placer de hacerle sentir a alguien que ha hecho un mal negocio.
—Sí—dijo Dunstan con mucha calma—, me estáis haciendo justicia, a lo que veo. Vos sabéis que soy una perla cuando se trata de engatusar a las gentes para realizar un negocio. Es por esta razón que os aconsejo que me dejéis a mí el encargo de vender a Relámpago. Lo montaré mañana en la cacería, reemplazándoos, con mucho gusto. No tendré tanta apostura como vos en la silla, pero se admirará más al caballo que al jinete.
—Sí, eso es... ¡Confiaros mi caballo!
—Como gustéis—dijo Dunstan poniéndose a golpear otra vez el antepecho de la ventana, con aire del todo indiferente—. Sois vos mismo quien debe devolver el dinero a Fowler; eso no es cuenta mía. Vos recibisteis ese dinero cuando fuisteis a Bramcote, y fuisteis vos mismo quien le dijo al squire que no os habían pagado esa suma. Yo no tengo nada que ver con eso; vos tuvisteis la bondad de darme ese dinero, dejad eso quieto, a mí me es indiferente. Yo sólo trataba de serviros vendiendo el caballo, sabía que mañana no es cómodo ir tan lejos.
Godfrey permaneció en silencio durante un rato. Quería arrojarse sobre Dunstan, arrancarle el látigo de la mano, darle de azotes hasta ponerlo a dos dedos de la muerte, y ningún temor corporal lo hubiera detenido, si otra suerte de miedo, alimentado por sentimientos que podían más que su ira, no hubieran dominado su voluntad. Cuando volvió a hablar fue en tono casi conciliador.
—Bueno, no tenéis en la cabeza ninguna locura respecto del caballo, ¿eh? ¿Lo venderéis bien lealmente y me entregaréis el precio? De otro modo, ya lo sabéis, todo se lo llevará el diablo, porque no tengo otra tabla de salvación. Os agradará menos el desplomarme la casa encima, sabiendo que también os apretará a vos.
—Sí, sí, muy bien—dijo Dunstan, poniéndose de pie—.Estaba cierto de que acabaríais por mostraros razonable. Yo soy hombre capaz de hacerle tragar el anzuelo al viejo Bryce. Voy a conseguiros ciento veinte libras esterlinas por vuestro caballo, tan fácilmente como conseguiría un penique.
—Pero quizás lluevan chispas como llovió ayer; en tal caso no podréis ir a la cacería—dijo Godfrey, sin darse cuenta de si deseaba o no que surgiera ese impedimento.
—¡Llover!—exclamó Dunstan—, nada de eso, siempre he tenido suerte con el tiempo. Llovería, sin duda, si pensarais ir vos. Jamás tenéis triunfos en vuestros juegos, bien lo sabéis, porque yo los tengo todos. Vos ponéis la belleza y yo la muerte, de manera que tenéis que guardarme a vuestro lado como «porte-bonheur». ¡Bah! jamás haréis nada bueno sin mí.
—¡Que el diablo os confunda! Tened la lengua—dijo Godfrey impetuosamente—. No vayáis a emborracharos mañana; de otro modo podríais salir por las orejas al volver a casa y estropear a Relámpago.
—Tranquilizad vuestro corazón sensible—dijo Dunstan—. Jamás me habéis sorprendido bebiendo doble cuando tengo que hacer un trato; eso me echaría a perder la diversión. Por otra parte, cada vez que caigo, estoy seguro de caer parado.
Dicho esto, Dunstan salió haciendo golpear la puerta.
Dejó a Godfrey entregado a hacer amargas reflexiones sobre su situación personal, que se sucedían entonces de un día para el otro, cuando no estaba excitado por el sport, la bebida, los naipes, o por el placer más raro, pero menos susceptible de ser olvidado, de ver a la señorita Nancy Lammeter.
Los sufrimientos sutiles y variados, que nacen de la sensibilidad más delicada que acompaña a una cultura elevada, son quizás menos dignos de lástima que esa hosca privación de alegrías y de consuelos intelectuales, que obliga a los espíritus más groseros a permanecer constantemente frente a frente con su pesar y su descontento.
La vida de aquellos rústicos antepasados, que nos sentimos inclinados a considerar personajes prosaicos—de esos hombres cuya sola ocupación era cabalgar alrededor de sus propiedades, que se iban volviendo cada vez más pesados sobre sus monturas y pasaban el resto de sus días satisfaciendo de un modo despreocupado sus sentidos embotados por la monotonía—, su vida, digo, tenía, sin embargo, algo de patética.
Las calamidades los herían a ellos también y sus primeros errores les acarreaban duras consecuencias. Quizás un amor por una dulce joven, imagen de pureza, de orden y de tranquilidad, había abierto sus miradas ante la visión de una existencia en que los días no hubieran parecido demasiado largos, aun sin los excesos de la intemperancia. Pero la doncella había desaparecido y la visión se había disipado. Entonces, ¿qué les restaba, sobre todo si se habían vuelto demasiado pesados para la caza, a caballo, o para cargar un fusil a través de los surcos? Nada, si no es beber y alegrarse, o beber e irritarse, con tal de que no fueran esclavos de la vanidad, y pudieran repetir largamente, con caluroso énfasis, las cosas que ya habían contado muchas veces durante el año.
Seguramente que entre esos hombres, de tez rubicunda y mirada hosca había algunos que, gracias a su bondad natural, no se sentían siempre impulsados a la brutalidad, aún en medio de sus extravíos. Esos, en la época en que sus mejillas estaban frescas, habían sentido la punta acerada del pesar y del remordimiento. Habían sido heridos por las cañas en que se apoyaban, o bien, sin reflexionar, habían metido sus miembros en cepos de los que nadie podía libertarles.
En esas tristes circunstancias, comunes a todos nosotros, era imposible que el pensamiento de esos hombres no encontrara algún sitio de reposo, fuera del círculo continuamente trillado de su historia insignificante.
Tal era, por lo menos, la condición de Godfrey Cass, al cumplir los veintiséis años. Un movimiento de remordimientos, secundado por esas pequeñas influencias indefinibles que todas las relaciones personales ejercen sobre una naturaleza flexible, lo había impulsado a contraer un matrimonio secreto, que era un estigma en su existencia. Era una fea historia de pasión vulgar, de ilusión y de desilusión, que no hay para qué sacar de la celda secreta de los recuerdos amargos de Godfrey.
Este sabía desde hacía tiempo que le había sido debida en parte a un lazo que le tendió Dunstan, quien había visto en aquel casamiento degradante de su hermano el medio de satisfacer a su vez su odio celoso y su codicia. Y si Godfrey hubiera podido considerarse simplemente como una víctima, la irritación que le causaba el freno de hierro que el destino le había puesto en la boca, le hubiera sido menos insoportable.
Si las maldiciones que pronunciaba a media voz, cuando estaba sólo, no hubiesen tenido otro objeto que la treta diabólica de Dunstan, le hubiera sido posible tener menos espanto a las consencuecias de su confesión. Pero le restaba otra cosa que maldecir: su locura y sus vicios personales, que ahora le parecían insensatos y tan inexplicables como lo son casi todas nuestras locuras y nuestros vicios, cuando la causa que los ha provocado ha desaparecido desde hace largo tiempo.
Durante cuatro años había pensado en Nancy Lammeter, y la había buscado, con un culto secreto y paciente, como a una mujer que lo hacía soñar alegremente en el porvenir. Ella sería su esposa, y que su hogar fuera encantador, más encantador que el del squire en sus mejores días, y le sería fácil, cuando ella estuviera siempre junto a él, hacer a un lado aquellas estúpidas costumbres que no eran placeres, sino sólo una manera febricitante de engañar la ociosidad.
Godfrey, cuyos gustos eran esencialmente domésticos, había sido criado en una casa cuyo hogar no tenía sonrisas, y en la que los hábitos cotidianos no eran rígidos por la presencia del orden interior. Su carácter fácil le había hecho adoptar sin resistencia el género de vida de su familia, pero el deseo de algún afecto tierno y duradero, el deseo ardiente de soportar alguna influencia que le facilitara la procura del bienestar que prefería, hacían ante sus ojos que la limpieza, la pureza, el buen orden y la liberalidad de la casa Lammeter—iluminada por la sonrisa de Nancy—fuesen iguales a esas horas frescas y brillantes de la mañana, en que las tentaciones dormitan, y sólo se oye la voz del ángel bueno que invita al trabajo, a la sobriedad y a la paz.
Y, sin embargo, la esperanza de ese paraíso no había bastado para salvarlo de los extravíos que lo excluían siempre. En vez de apretar con mano firme el sólido cordón de seda, por medio del cual Nancy lo hubiera llevado sano y salvo a las rientes riberas en que la marcha es fácil y segura, se había dejado llevar hacia atrás en medio del fango y del lodo, y allí, era inútil debatirse. Se había creado vínculos que le vedaban todo móvil saludable de reacción y que lo exasperaban sin cesar.
Sin embargo, había una situación peor aún; la que le esperaba cuando el vil secreto se descubriera; así es que el deseo que siempre triunfaba en él de todos los demás, era alejar al desgraciado día en que tendría que soportar las consecuencias del resentimiento violento de su padre por la herida causada al orgullo de su familia, en la que tendría que renunciar quizás a aquel bienestar y a aquella dignidad hereditaria que, al fin y al cabo, era una razón para vivir, llevando consigo la incertidumbre de que estaba proscripto para siempre de la vista y de la estima de Nancy Lammeter.
Cuanto más se prolongara el plazo, mayor era la probabilidad de verse libre, por lo menos, de algunas de las consecuencias odiosas a que había librado su ser—más ocasiones le quedaban de gozar el extraño placer de ver a Nancy y de recoger las débiles muestras de un resto de afecto por él. Era impulsado hacia ese placer por accesos, y frecuentemente, después de haber pasado semanas enteras evitando a la joven; cuando la veía a lo lejos como un ángel de alas brillantes—premio radioso cuya vista lo excitaba a precipitarse hacia adelante—, sentía más que nunca el peso de sus crueles cadenas.
Uno de esos accesos lo poseía en aquel momento, y el ardor de su pasión hubiera bastado para que confiara Relámpago a Dunstan antes que defraudar aquel deseo, si otra razón más no hubiera para que tomara parte en la cacería del día siguiente. Esa razón dependía de la circunstancia de que la cita debía tener lugar cerca de Batterley, aldea en que vivía su desgraciada esposa, cuya imagen se le hacía cada vez más odiosa. Para la imaginación de Godfrey aquella mujer vagaba por todos los alrededores. El yugo que un hombre se crea con sus malas acciones, engendra el odio en las mayores naturalezas, y el alegre y afectuoso Godfrey Cass se agriaba rápidamente. Crueles tentaciones lo asediaban, pareciendo entrar y salir en su corazón como demonios que habían encontrado en él alojamiento preparado.
¿Qué iba a hacer aquella tarde para pasar el tiempo? Al fin y al cabo, ¿por qué no iría a la taberna del Arco Iris para ver qué se decía de la riña de gallos? Todo el mundo iba allí, y, ¿en qué otra cosa podía pasar el rato, bien que a él no le preocuparía nada aquella diversión? La pequeña galga negra, que se había parado frente a él y lo había mirado fijamente durante un buen rato, se impacientó y saltó a las rodillas de su amo para recibir la caricia acostumbrada. Pero Godfrey la rechazó sin mirarla y salió de la pieza. La perra lo siguió humildemente y sin rencor, quizá porque no tenía otra cosa en perspectiva.
28 marzo 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-2)
Es algunas veces difícil, aun a las personas cuya existencia ha sido amplificada por la instrucción, el mantener con firmeza sus opiniones sobre la vida, su fe en lo invisible, y el sentimiento que realmente les causaran las alegrías y los pesares del pasado, cuando son bruscamente trasladados a otro país.
Porque allí, las gentes que los rodean no saben nada a su respecto y no comparten ninguna de sus ideas; allí, además, la madre tierra, presenta otro seno, y la vida humana reviste otras formas que aquellas que alimentaron sus corazones.
Las almas arrancadas a su antigua fe y a sus antiguos afectos, han buscado quizá esa influencia del destierro, que, como el agua de Leteo, borra el pasado. Ella lo torna confuso, porque aquellos símbolos se han desvanecido, y también torna vago el presente, porque no lo sostiene ningún recuerdo. Pero, ni aun la experiencia de esas almas les permite figurarse claramente lo que sintió un simple tejedor como Silas Marner, cuando abandonó su pueblo y sus amigos para irse a establecer a Raveloe.
Nada más distinto de su ciudad natal, situada en una de las faldas de las colinas que se extendían a lo lejos, como aquella región baja y boscosa, en que los cercos y los árboles de follaje espeso la ocultaban a la vista del cielo.
Cuando se levantaba, en la tranquilidad profunda de la mañana, miraba afuera las zarzas cubiertas de rocío, y las matas vigorosas de hierbas; no veía nada que pudiese tener relación con aquella vida concentrada en el Patio de la Linterna, aquella vida que antes era el santuario de las altas dispensaciones en su favor. Los muros blanqueados; los pequeños bancos, en que las personas que se tenía costumbre de ver entraban evitando el roce de sus vestidos, y donde una primera vez bien conocida, y luego otra y otra, hacían su pequeña oración, cada una en su tono particular, pronunciando frases ocultas y familiares, como el amuleto llevado sobre el corazón; el púlpito en que se postran, inclinándose hacia un lado y otro, hojeando la Biblia según su costumbre, dispersaba una doctrina incontestada; hasta las pausas entre las estrofas del himno, mientras que se lo leía, y la elevación intermitente de la voz durante el canto; todo eso había sido para Marner el camino de las influencias divinas; era el alimento y el refugio de sus emociones religiosas, el cristianismo y el reino de Dios en la tierra.
Un tejedor que encuentra frases difíciles de comprender en su libro de himnos, no sabe nada de las abstracciones: es como el niño que nada sabe del amor maternal, y no conoce más que un rostro y un seno hacia los cuales tiende los brazos para buscar en ellos un refugio y alimento.
¿Y qué cosa podrá haber más distinta en aquel mundo del Patio de la Linterna que aquel mundo de Raveloe? Pastores que parecían vivir la ociosidad en medio de una abundancia descuidada; la gran iglesia rodeada de un vasto cementerio, y que los aldeanos miraban vagando delante de sus puertas durante los oficios; los cortijeros de rostro rubicundo, los unos caminando lentamente por las calles; los otros entrando a la taberna del Arco Iris, habitaciones en que los hombres cenaban copiosamente y dormían de noche a la luz del hogar, y donde, las mujeres parecían acopiar una provisión de ropa para la vida futura.
No había labios en Raveloe que pudieran dejar caer una palabra capaz de despertar la fe adormecida de Marner, y hacer experimentar una sensación de dolor.
En las primeras edades del mundo, como es sabido, se creía que cada territorio estaba habitado y gobernado por sus propias divinidades. Así es que un hombre que atravesara las alturas limítrofes, podía encontrarse fuera del alcance de los dioses de su país, cuya presencia estaba confinada en las corrientes de agua, en las colinas y en el seno de los sotos, en cuyo seno había vivido desde su nacimiento. Y el pobre Silas sentía algo que no carecía de parecido con los sentimientos de esos hombres primitivos, cuando, impulsado por el miedo o por su humor sombrío, huían de ese modo las miradas de una divinidad enemiga.
Le parecía que el poder en que había puesto en vano su confianza, en las calles de su ciudad y en las reuniones piadosas, se encontraba muy lejos de aquella tierra en que se había refugiado, en que los hombres vivían despreocupados, en la abundancia, sin saber nada y sin sentir la necesidad de aquella confianza que para él se había convertido en amargura. Las pocas luces que poseía esparcían sus rayos tan débilmente, que su creencia perdida formaba una niebla bastante espesa como para formar en su alma las tinieblas de la noche.
Su primer movimiento, después del choque, fue ponerse a trabajar. Después continuó en la labor sin remisión. Ahora ya no se preguntaba para qué había ido a Raveloe; tejía hasta altas horas de la noche para acabar la pieza de lienzo de mesa que le encargara la señora Osgood antes de la fecha prometida, sin pensar en el dinero que se le daría por su trabajo.
Parecía tejer como la araña, por instinto, sin reflexión. El trabajo que todo hombre prosigue con asiduidad, tiende, de ese modo, a volverse un fin por sí mismo, haciéndole salvar de este modo los vacíos sin atractivos de su existencia. La mano de Silas se complacía en manejar la lanzadera, y sus ojos se distraían al ver los pequeños cuadros del tejido completarse bajo sus esfuerzos.
Además, había que satisfacer las exigencias del hambre, y Silas, en su soledad, tenía que proporcionarse su desayuno, su almuerzo, y su comida, ir a buscar agua al pozo y poner la olla sobre el fuego. Todas esas necesidades imperiosas, junto con el trabajo en el telar, contribuían a reducir su vida a la actividad ciega de un insecto tejedor. Odiaba la idea del pasado, nada lo impulsaba a amar a los extraños en medio de los cuales vivía, o asociarse con ellos; y el porvenir sólo era tinieblas, porque ningún amor invisible pesaba en él. Sus pensamientos estaban detenidos por una perplejidad completa, ahora que su camino estrecho de antaño estaba cerrado, y sus efectos parecían haber sido aniquilados por el golpe que había lacerado sus fibras más sensibles.
Por fin, el lienzo de mesa de la señora Osgood fue terminado, y Silas recibió oro en pago. Su ganancia, en su ciudad natal, donde trabajaba para un mayorista, era menos que en Raveloe; se le pagaba por semana, y una gran parte de aquel salario hebdomadario se iba en obras de piedad y de caridad. Ahora, por primera vez en su vida, le habían puesto cinco hermosas guineas en la mano; nadie se proponía compartirlas con él, y él no quería lo bastante a ningún hombre para ofrecerle una parte. Pero, ¿qué valor tenían las guineas ante los ojos de Marner, que no veía más perspectiva que la de innumerables días de trabajo en su telar?
Era inútil que se hiciera esta pregunta, porque le era agradable recibirlas en el hueco de su mano y mirar sus efigies brillantes. Eran suyas por completo: constituían otro elemento de su existencia, análogo al trabajo y a la satisfacción del hombre, un elemento de naturaleza completamente extraño a la vida de creencia y de amor de que estaba privado.
El tejedor había conocido el contacto del dinero penosamente ganado, aun antes de que la palma de su mano se hubiera desarrollado por completo. Durante años, el dinero misterioso había sido para él un símbolo de los bienes terrenales y el objeto inmediato del trabajo.
Marner parecía estimarlo poco en los días en que cada penique tenía para él su destino; porque ese destino, lo amaba entonces. Pero ahora que todo objeto había desaparecido, aquel hábito de esperar el dinero y de recibirle con el sentimiento del esfuerzo cumplido, formaba un suelo bastante profundo para recibir las semillas del deseo; así fue que Silas, al volver a su casa a través de los campos, durante el crepúsculo, sacó el dinero de su bolsillo y le pareció que brillaba más en la obscuridad creciente.
Por esta época se produjo un incidente que pareció hacer posibles las relaciones amistosas entre él y sus vecinos. Un día que llevaba a remendar un par de zapatos, vio a la mujer del zapatero sentada junto al fuego, presa de los síntomas terribles de una enfermedad al corazón y de la hidropesía, síntomas que Silas había observado en su propia madre, y que habían sido los anunciadores de su muerte.
Aquella vista y aquel recuerdo le inspiraron un arranque de piedad. Recordó el alivio que la enferma había sentido tomando una preparación sencilla de digital, le prometió a Sally Oates que le llevaría algo que le haría bien, puesto que las medicinas del doctor no la mejoraban. Al hacer aquel acto de caridad, Silas sintió por primera vez, desde su llegada a Raveloe, un sentimiento que, al unir su vida presente a su vida pasada, hubiera podido comenzar a librarlo de aquella especie de existencia de insecto, en que su naturaleza había degenerado.
Entretanto, la enfermedad de Sally Oates lo había elevado al rango de un personaje muy interesante, muy importante en el vecindario, y el hecho de que había mejorado bebiendo la droga de Silas, se volvió un tema general de conversación. Cuando el doctor Kimble recetaba una medicina, era natural que produjera su efecto; pero cuando un tejedor, que venía no se sabe de dónde, hacía maravillas con un frasco de agua parda, el carácter oculto del procedimiento se volvía evidente. No se había visto nada parecido desde la muerte de la bruja de Tarley, y ésta lo mismo se servía de drogas que de hechizos. Todos iban a verla cuando los niños tenían convulsiones. Silas Marner debía ser una persona como ella; porque, ¿cómo sabía lo que le devolvería la respiración a Sally Oates, si no poseía algo más que eso? La bruja conocía palabras que murmuraba muy despacio, de modo que no se le podía oír nada. Si al mismo tiempo ataba un hilo encarnado alrededor del dedo gordo del pie del niño, éste quedaba libre de la hidropesía del cerebro. Había además en Raveloe unas mujeres que habían usado unas almohadillas de la bruja, atadas al cuello, lo que dio por resultado que nunca tuvieran un hijo idiota como el de Ana Coulter. Silas Marner era probablemente capaz de hacer otro tanto, y aun más; ahora se veía muy bien por qué había venido de un país desconocido, y por qué tenía una fisonomía tan rara. Pero era preciso que Sally Oates no se lo fuera a decir al señor Kimble, porque el doctor no tomaría a bien lo que había hecho Marner. Siempre estaba irritado contra la bruja, y amenazaba a los que iban a consultarle con no volverlos a asistir.
Silas se vio entonces bruscamente asaltado en su choza, ya sea por madres que deseaban que, por medio de sortilegios, les curara la tos convulsa a sus hijos, o que a ellas mismas les hiciera bajar la leche; ya sea por hombres que necesitaban drogas contra los reumatismos o los nudos en los dedos.
Para evitar una negativa, los solicitantes llevaban dinero en el hueco de la mano.
Silas hubiera podido hacer un proficuo comercio con sus hechizos supuestos y su pequeña lista de drogas; pero el dinero ganado de ese modo no le tentaba.
Nunca había tenido malas inclinaciones, y con irritación creciente, despedía a las gentes unas tras otras, porque la noticia de que era brujo se había esparcido hasta Tarley; así es que transcurrió mucho tiempo antes de que se dejara de hacer largos trayectos con el objeto de pedirle ayuda.
Entonces, la esperanza en su poder oculto se convirtió en temor. No se le creía absolutamente cuando afirmaba que no conocía hechizos, y que no podía hacer curas, y toda persona, hombre o mujer, que tenía un ataque o le ocurría un accidente después de haberse dirigido a él, atribuía aquella desgracia a las miradas irritadas de maese Marner. De modo que aquel movimiento de piedad por Sally Oates, que le había inspirado un sentimiento efímero de fraternidad, aumentó la repulsión que existía entre él y sus vecinos, volviendo más completo su aislamiento.
Poco a poco las guineas, las coronas y las medias coronas se fueron amontonando, y Marner fue sacando cada vez menos para sus necesidades, tratando de resolver el problema de conservar bastantes fuerzas para trabajar diez y seis horas diarias, gastando lo menos posible. ¿No hay hombres que, encerrados en la soledad de una cárcel, han encontrado alguna distracción en marcar el curso del tiempo en las paredes, trazando líneas rectas de cierto largo, hasta que el aumento de esas líneas, formando triángulos, se volviera en ellas un objeto predominante? ¿No engañamos las horas de ocio o las impaciencias de la espera repitiendo algún movimiento o algún sonido insignificante hasta que esa repetición crea en nosotros una necesidad, que es el origen de un hábito?
Eso nos ayudará a comprender cómo la costumbre de juntar dinero se vuelve una pasión absorbente en aquellos hombres, cuya imaginación no les muestra más objetivo que su tesoro cuando empiezan a aglomerarlo.
Marner deseaba ver las pilas de a diez formar un cuadrado, luego un cuadrado más grande; y cada guinea agregada, siendo en sí misma una satisfacción creaba un nuevo deseo. En este extraño mundo, que se había vuelto para él un enigma indescifrable, hubiera podido, si hubiera tenido una naturaleza menos ardiente, sentarse frente a su bastidor y trabajar sin tregua, pensando en la realización de su propósito y de su tela, hasta olvidar el enigma y todo lo demás, excepto, las sensaciones del momento; pero el dinero había venido a dividir su trabajo en períodos, y no solamente aquel dinero aumentaba, sino que se quedaba con él. Comenzó a creer que el metal, lo mismo que el telar, tenía conciencia de su poseedor, y por nada hubiera querido cambiar esas monedas, que se habían vuelto sus íntimas, por otras de efigies desconocidas.
Las apilaba, las contaba, hasta que su forma y su color produjeran en él efecto agradable del aplacamiento de la sed. Sin embargo, sólo era por la noche, cuando había concluido su trabajo, que las sacaba para gozar de su compañía.
Había sacado unos ladrillos del suelo, debajo del telar, y había hecho un agujero en el que colocó la olla de hierro que contenía las guineas y las monedas de plata. Cubría los ladrillos con arena siempre que los volvía a colocar en su sitio.
No era que la idea del robo se presentara a menudo o claramente a su espíritu. En esa época, no era raro que en los distritos de provincia se procediera como lo hacía Marner; era cosa sabida que había campesinos en la parroquia de Raveloe, que guardaban sus economías en sus casas, probablemente escondidas en sus colchones de lana; pero sus místicos vecinos, bien que no fueran todos tan honrados como sus antecesores de los tiempos del rey Alfredo, no tenían imaginación bastante atrevida como para premeditar un robo con efracción. Y, ¿cómo hubiera podido gastar el dinero en su aldea sin traicionarse? Se hubieran visto obligados a fugarse, resolución tan ciega y tan temeraria como la de viajar en globo.
Así, año tras año, Silas Marner había vivido en aquella soledad. Las guineas habían ido aumentando en la olla de hierro, y su existencia se había limitado y endurecido de más en más, hasta no ser más que una simple pulsación del deseo y de la satisfacción, pulsación que no tenía ninguna atinencia con ninguna otra criatura humana.
Su vida se había limitado a la acción de tejer y de atesorar, sin tener ningún fin a que tendiera su acción. Este mismo género de transformación lo han sufrido quizá hombres más instruidos, cuando han visto desvanecerse su fe o su amor; sólo que en vez de concretarse a un oficio y a un montón de guineas, han proseguido alguna investigación erudita, algún plan ingenioso, o alguna teoría bien ingeniada.
El rostro y la estatura de Marner se contrajeron y se encorvaron de un modo extraño y constante, para adaptarse mecánicamente a los objetos que lo rodeaban, de modo que producía la misma impresión que una manija o un tubo encorvado, accesorios que no significan nada cuando están separados del objeto de que forman parte. Los ojos prominentes, que antes parecían confiados y soñadores, se hubiese dicho ahora que no le habían sido dado más que para ver una sola especie de cosa muy pequeña, como grano muy menudo, que buscaban por todas partes; en fin, Marner estaba ajado y tan amarillo, que, bien que no tuviera aún cuarenta años, los niños lo llamaban siempre el «viejo Marner».
Sin embargo, aun en esta faz de decrepitud, ocurrió un incidente que demostró que la savia del afecto no se había agotado por completo en su corazón. Una de sus tareas cotidianas era ir a buscar agua a un pozo que estaba algo apartado de su casa. Con ese objeto, desde su llegada a Raveloe tenía un gran cántaro de barro pardo, que conservaba como el utensilio más precioso que poseyera entre las comodidades muy escasas que se había concedido. Ese cántaro había sido su compañero durante doce años. Siempre había estado parado en el mismo sitio, y siempre le había extendido el asa desde el amanecer, de suerte que la forma de aquel vaso revestía a los ojos de Silas la expresión de una amabilidad solícita. Además, el contacto del asa en la palma de la mano, le proporcionaba un placer inseparable del de tener agua fresca y limpia.
Un día, al volver del pozo, tropezó contra la traviesa de una cerca, y el cántaro de barro, al caer con fuerza sobre las piedras de la bóveda de un foso, se rompió en tres pedazos. Silas los recogió y los llevó a su casa muy apesadumbrado. El cántaro ya no podía servir; sin embargo, armó los pedazos, y, como recuerdo, colocó aquella ruina en su sitio acostumbrado.
Tal era la historia de Silas Marner hasta el decimoquinto año de su estancia en Raveloe. Todo el día se lo pasaba sentado frente al bastidor, con los oídos llenos de su ruido monótono, y los ojos pegados al lento progreso del lienzo uniforme y plomizo. El movimiento de sus músculos se repetía a intervalos tan iguales, que sus pausas parecían ser una molestia casi tan grande como la detención de la respiración.
Pero por la noche venían sus delicias; por la noche cerraba los postigos, trancaba las puertas y sacaba su oro. Desde hacía mucho tiempo el montón se había vuelto demasiado grande para caber en la olla de hierro, y había fabricado, para guardar las monedas, dos gruesas bolsas de cuero, que no perdían sitio en su lugar de reposo, porque lo dúctil de la envoltura las hacía adaptarse a todos los rincones.
¡Qué brillantes eran las guineas cuando corrían la abertura negra del cuero! La plata no entraba más que en pequeña proporción, en el total de la suma, comparada con el oro, porque las grandes piezas de tela que formaban el trabajo principal de Silas, eran siempre pagadas en parte con oro, y la plata la dedicaba a sus necesidades materiales, escogiendo siempre los chelines, y los medios chelines para los gastos de esta naturaleza.
Las guineas eran las que más le gustaban; pero no quería cambiar las monedas grandes de plata; las coronas y las medias coronas que había ganado él mismo, y que eran el fruto de su labor, también le agradaban.
Hacía montones con las monedas y hundía en ellos las manos; después las contaba y formaba pilas regulares; apretaba la redondez de su contorno entre el pulgar y los otros dedos, y pensaba con cariño en las guineas que todavía estaban ganadas a medias con el tejido, como si fueran criaturas que estuvieran por nacer; pensaba en las guineas que vendrían lentamente en los años futuros, que vendrían durante su existencia, cuyo curso se extendía muy lejos frente a él y cuyo fin estaba completamente velado por innumerables días de trabajo.
¿Habría de qué sorprenderse de que su pensamiento estuviera siempre absorto por su telar y su tesoro, cuando tenía que recorrer los campos y los caminos para ir a llevar y traer trabajo, y que sus pasos ya no vagaran por las orillas de los cercos, en busca de las plantas familiares? Ellas también pertenecían a aquel pasado a que su vida se había substraído. Así las aguas de un arroyo descienden mucho más abajo de los bordes herbosos que limitan el antiguo ancho de su lecho, para volverse el trémulo hilo de agua que se traga un surco en la arena estéril.
Pero por el día de Navidad de ese decimoquinto año, otro grande acontecimiento se produjo en la existencia de Marner, y su historia se confundió de un modo singular con la vida de sus vecinos.
Porque allí, las gentes que los rodean no saben nada a su respecto y no comparten ninguna de sus ideas; allí, además, la madre tierra, presenta otro seno, y la vida humana reviste otras formas que aquellas que alimentaron sus corazones.
Las almas arrancadas a su antigua fe y a sus antiguos afectos, han buscado quizá esa influencia del destierro, que, como el agua de Leteo, borra el pasado. Ella lo torna confuso, porque aquellos símbolos se han desvanecido, y también torna vago el presente, porque no lo sostiene ningún recuerdo. Pero, ni aun la experiencia de esas almas les permite figurarse claramente lo que sintió un simple tejedor como Silas Marner, cuando abandonó su pueblo y sus amigos para irse a establecer a Raveloe.
Nada más distinto de su ciudad natal, situada en una de las faldas de las colinas que se extendían a lo lejos, como aquella región baja y boscosa, en que los cercos y los árboles de follaje espeso la ocultaban a la vista del cielo.
Cuando se levantaba, en la tranquilidad profunda de la mañana, miraba afuera las zarzas cubiertas de rocío, y las matas vigorosas de hierbas; no veía nada que pudiese tener relación con aquella vida concentrada en el Patio de la Linterna, aquella vida que antes era el santuario de las altas dispensaciones en su favor. Los muros blanqueados; los pequeños bancos, en que las personas que se tenía costumbre de ver entraban evitando el roce de sus vestidos, y donde una primera vez bien conocida, y luego otra y otra, hacían su pequeña oración, cada una en su tono particular, pronunciando frases ocultas y familiares, como el amuleto llevado sobre el corazón; el púlpito en que se postran, inclinándose hacia un lado y otro, hojeando la Biblia según su costumbre, dispersaba una doctrina incontestada; hasta las pausas entre las estrofas del himno, mientras que se lo leía, y la elevación intermitente de la voz durante el canto; todo eso había sido para Marner el camino de las influencias divinas; era el alimento y el refugio de sus emociones religiosas, el cristianismo y el reino de Dios en la tierra.
Un tejedor que encuentra frases difíciles de comprender en su libro de himnos, no sabe nada de las abstracciones: es como el niño que nada sabe del amor maternal, y no conoce más que un rostro y un seno hacia los cuales tiende los brazos para buscar en ellos un refugio y alimento.
¿Y qué cosa podrá haber más distinta en aquel mundo del Patio de la Linterna que aquel mundo de Raveloe? Pastores que parecían vivir la ociosidad en medio de una abundancia descuidada; la gran iglesia rodeada de un vasto cementerio, y que los aldeanos miraban vagando delante de sus puertas durante los oficios; los cortijeros de rostro rubicundo, los unos caminando lentamente por las calles; los otros entrando a la taberna del Arco Iris, habitaciones en que los hombres cenaban copiosamente y dormían de noche a la luz del hogar, y donde, las mujeres parecían acopiar una provisión de ropa para la vida futura.
No había labios en Raveloe que pudieran dejar caer una palabra capaz de despertar la fe adormecida de Marner, y hacer experimentar una sensación de dolor.
En las primeras edades del mundo, como es sabido, se creía que cada territorio estaba habitado y gobernado por sus propias divinidades. Así es que un hombre que atravesara las alturas limítrofes, podía encontrarse fuera del alcance de los dioses de su país, cuya presencia estaba confinada en las corrientes de agua, en las colinas y en el seno de los sotos, en cuyo seno había vivido desde su nacimiento. Y el pobre Silas sentía algo que no carecía de parecido con los sentimientos de esos hombres primitivos, cuando, impulsado por el miedo o por su humor sombrío, huían de ese modo las miradas de una divinidad enemiga.
Le parecía que el poder en que había puesto en vano su confianza, en las calles de su ciudad y en las reuniones piadosas, se encontraba muy lejos de aquella tierra en que se había refugiado, en que los hombres vivían despreocupados, en la abundancia, sin saber nada y sin sentir la necesidad de aquella confianza que para él se había convertido en amargura. Las pocas luces que poseía esparcían sus rayos tan débilmente, que su creencia perdida formaba una niebla bastante espesa como para formar en su alma las tinieblas de la noche.
Su primer movimiento, después del choque, fue ponerse a trabajar. Después continuó en la labor sin remisión. Ahora ya no se preguntaba para qué había ido a Raveloe; tejía hasta altas horas de la noche para acabar la pieza de lienzo de mesa que le encargara la señora Osgood antes de la fecha prometida, sin pensar en el dinero que se le daría por su trabajo.
Parecía tejer como la araña, por instinto, sin reflexión. El trabajo que todo hombre prosigue con asiduidad, tiende, de ese modo, a volverse un fin por sí mismo, haciéndole salvar de este modo los vacíos sin atractivos de su existencia. La mano de Silas se complacía en manejar la lanzadera, y sus ojos se distraían al ver los pequeños cuadros del tejido completarse bajo sus esfuerzos.
Además, había que satisfacer las exigencias del hambre, y Silas, en su soledad, tenía que proporcionarse su desayuno, su almuerzo, y su comida, ir a buscar agua al pozo y poner la olla sobre el fuego. Todas esas necesidades imperiosas, junto con el trabajo en el telar, contribuían a reducir su vida a la actividad ciega de un insecto tejedor. Odiaba la idea del pasado, nada lo impulsaba a amar a los extraños en medio de los cuales vivía, o asociarse con ellos; y el porvenir sólo era tinieblas, porque ningún amor invisible pesaba en él. Sus pensamientos estaban detenidos por una perplejidad completa, ahora que su camino estrecho de antaño estaba cerrado, y sus efectos parecían haber sido aniquilados por el golpe que había lacerado sus fibras más sensibles.
Por fin, el lienzo de mesa de la señora Osgood fue terminado, y Silas recibió oro en pago. Su ganancia, en su ciudad natal, donde trabajaba para un mayorista, era menos que en Raveloe; se le pagaba por semana, y una gran parte de aquel salario hebdomadario se iba en obras de piedad y de caridad. Ahora, por primera vez en su vida, le habían puesto cinco hermosas guineas en la mano; nadie se proponía compartirlas con él, y él no quería lo bastante a ningún hombre para ofrecerle una parte. Pero, ¿qué valor tenían las guineas ante los ojos de Marner, que no veía más perspectiva que la de innumerables días de trabajo en su telar?
Era inútil que se hiciera esta pregunta, porque le era agradable recibirlas en el hueco de su mano y mirar sus efigies brillantes. Eran suyas por completo: constituían otro elemento de su existencia, análogo al trabajo y a la satisfacción del hombre, un elemento de naturaleza completamente extraño a la vida de creencia y de amor de que estaba privado.
El tejedor había conocido el contacto del dinero penosamente ganado, aun antes de que la palma de su mano se hubiera desarrollado por completo. Durante años, el dinero misterioso había sido para él un símbolo de los bienes terrenales y el objeto inmediato del trabajo.
Marner parecía estimarlo poco en los días en que cada penique tenía para él su destino; porque ese destino, lo amaba entonces. Pero ahora que todo objeto había desaparecido, aquel hábito de esperar el dinero y de recibirle con el sentimiento del esfuerzo cumplido, formaba un suelo bastante profundo para recibir las semillas del deseo; así fue que Silas, al volver a su casa a través de los campos, durante el crepúsculo, sacó el dinero de su bolsillo y le pareció que brillaba más en la obscuridad creciente.
Por esta época se produjo un incidente que pareció hacer posibles las relaciones amistosas entre él y sus vecinos. Un día que llevaba a remendar un par de zapatos, vio a la mujer del zapatero sentada junto al fuego, presa de los síntomas terribles de una enfermedad al corazón y de la hidropesía, síntomas que Silas había observado en su propia madre, y que habían sido los anunciadores de su muerte.
Aquella vista y aquel recuerdo le inspiraron un arranque de piedad. Recordó el alivio que la enferma había sentido tomando una preparación sencilla de digital, le prometió a Sally Oates que le llevaría algo que le haría bien, puesto que las medicinas del doctor no la mejoraban. Al hacer aquel acto de caridad, Silas sintió por primera vez, desde su llegada a Raveloe, un sentimiento que, al unir su vida presente a su vida pasada, hubiera podido comenzar a librarlo de aquella especie de existencia de insecto, en que su naturaleza había degenerado.
Entretanto, la enfermedad de Sally Oates lo había elevado al rango de un personaje muy interesante, muy importante en el vecindario, y el hecho de que había mejorado bebiendo la droga de Silas, se volvió un tema general de conversación. Cuando el doctor Kimble recetaba una medicina, era natural que produjera su efecto; pero cuando un tejedor, que venía no se sabe de dónde, hacía maravillas con un frasco de agua parda, el carácter oculto del procedimiento se volvía evidente. No se había visto nada parecido desde la muerte de la bruja de Tarley, y ésta lo mismo se servía de drogas que de hechizos. Todos iban a verla cuando los niños tenían convulsiones. Silas Marner debía ser una persona como ella; porque, ¿cómo sabía lo que le devolvería la respiración a Sally Oates, si no poseía algo más que eso? La bruja conocía palabras que murmuraba muy despacio, de modo que no se le podía oír nada. Si al mismo tiempo ataba un hilo encarnado alrededor del dedo gordo del pie del niño, éste quedaba libre de la hidropesía del cerebro. Había además en Raveloe unas mujeres que habían usado unas almohadillas de la bruja, atadas al cuello, lo que dio por resultado que nunca tuvieran un hijo idiota como el de Ana Coulter. Silas Marner era probablemente capaz de hacer otro tanto, y aun más; ahora se veía muy bien por qué había venido de un país desconocido, y por qué tenía una fisonomía tan rara. Pero era preciso que Sally Oates no se lo fuera a decir al señor Kimble, porque el doctor no tomaría a bien lo que había hecho Marner. Siempre estaba irritado contra la bruja, y amenazaba a los que iban a consultarle con no volverlos a asistir.
Silas se vio entonces bruscamente asaltado en su choza, ya sea por madres que deseaban que, por medio de sortilegios, les curara la tos convulsa a sus hijos, o que a ellas mismas les hiciera bajar la leche; ya sea por hombres que necesitaban drogas contra los reumatismos o los nudos en los dedos.
Para evitar una negativa, los solicitantes llevaban dinero en el hueco de la mano.
Silas hubiera podido hacer un proficuo comercio con sus hechizos supuestos y su pequeña lista de drogas; pero el dinero ganado de ese modo no le tentaba.
Nunca había tenido malas inclinaciones, y con irritación creciente, despedía a las gentes unas tras otras, porque la noticia de que era brujo se había esparcido hasta Tarley; así es que transcurrió mucho tiempo antes de que se dejara de hacer largos trayectos con el objeto de pedirle ayuda.
Entonces, la esperanza en su poder oculto se convirtió en temor. No se le creía absolutamente cuando afirmaba que no conocía hechizos, y que no podía hacer curas, y toda persona, hombre o mujer, que tenía un ataque o le ocurría un accidente después de haberse dirigido a él, atribuía aquella desgracia a las miradas irritadas de maese Marner. De modo que aquel movimiento de piedad por Sally Oates, que le había inspirado un sentimiento efímero de fraternidad, aumentó la repulsión que existía entre él y sus vecinos, volviendo más completo su aislamiento.
Poco a poco las guineas, las coronas y las medias coronas se fueron amontonando, y Marner fue sacando cada vez menos para sus necesidades, tratando de resolver el problema de conservar bastantes fuerzas para trabajar diez y seis horas diarias, gastando lo menos posible. ¿No hay hombres que, encerrados en la soledad de una cárcel, han encontrado alguna distracción en marcar el curso del tiempo en las paredes, trazando líneas rectas de cierto largo, hasta que el aumento de esas líneas, formando triángulos, se volviera en ellas un objeto predominante? ¿No engañamos las horas de ocio o las impaciencias de la espera repitiendo algún movimiento o algún sonido insignificante hasta que esa repetición crea en nosotros una necesidad, que es el origen de un hábito?
Eso nos ayudará a comprender cómo la costumbre de juntar dinero se vuelve una pasión absorbente en aquellos hombres, cuya imaginación no les muestra más objetivo que su tesoro cuando empiezan a aglomerarlo.
Marner deseaba ver las pilas de a diez formar un cuadrado, luego un cuadrado más grande; y cada guinea agregada, siendo en sí misma una satisfacción creaba un nuevo deseo. En este extraño mundo, que se había vuelto para él un enigma indescifrable, hubiera podido, si hubiera tenido una naturaleza menos ardiente, sentarse frente a su bastidor y trabajar sin tregua, pensando en la realización de su propósito y de su tela, hasta olvidar el enigma y todo lo demás, excepto, las sensaciones del momento; pero el dinero había venido a dividir su trabajo en períodos, y no solamente aquel dinero aumentaba, sino que se quedaba con él. Comenzó a creer que el metal, lo mismo que el telar, tenía conciencia de su poseedor, y por nada hubiera querido cambiar esas monedas, que se habían vuelto sus íntimas, por otras de efigies desconocidas.
Las apilaba, las contaba, hasta que su forma y su color produjeran en él efecto agradable del aplacamiento de la sed. Sin embargo, sólo era por la noche, cuando había concluido su trabajo, que las sacaba para gozar de su compañía.
Había sacado unos ladrillos del suelo, debajo del telar, y había hecho un agujero en el que colocó la olla de hierro que contenía las guineas y las monedas de plata. Cubría los ladrillos con arena siempre que los volvía a colocar en su sitio.
No era que la idea del robo se presentara a menudo o claramente a su espíritu. En esa época, no era raro que en los distritos de provincia se procediera como lo hacía Marner; era cosa sabida que había campesinos en la parroquia de Raveloe, que guardaban sus economías en sus casas, probablemente escondidas en sus colchones de lana; pero sus místicos vecinos, bien que no fueran todos tan honrados como sus antecesores de los tiempos del rey Alfredo, no tenían imaginación bastante atrevida como para premeditar un robo con efracción. Y, ¿cómo hubiera podido gastar el dinero en su aldea sin traicionarse? Se hubieran visto obligados a fugarse, resolución tan ciega y tan temeraria como la de viajar en globo.
Así, año tras año, Silas Marner había vivido en aquella soledad. Las guineas habían ido aumentando en la olla de hierro, y su existencia se había limitado y endurecido de más en más, hasta no ser más que una simple pulsación del deseo y de la satisfacción, pulsación que no tenía ninguna atinencia con ninguna otra criatura humana.
Su vida se había limitado a la acción de tejer y de atesorar, sin tener ningún fin a que tendiera su acción. Este mismo género de transformación lo han sufrido quizá hombres más instruidos, cuando han visto desvanecerse su fe o su amor; sólo que en vez de concretarse a un oficio y a un montón de guineas, han proseguido alguna investigación erudita, algún plan ingenioso, o alguna teoría bien ingeniada.
El rostro y la estatura de Marner se contrajeron y se encorvaron de un modo extraño y constante, para adaptarse mecánicamente a los objetos que lo rodeaban, de modo que producía la misma impresión que una manija o un tubo encorvado, accesorios que no significan nada cuando están separados del objeto de que forman parte. Los ojos prominentes, que antes parecían confiados y soñadores, se hubiese dicho ahora que no le habían sido dado más que para ver una sola especie de cosa muy pequeña, como grano muy menudo, que buscaban por todas partes; en fin, Marner estaba ajado y tan amarillo, que, bien que no tuviera aún cuarenta años, los niños lo llamaban siempre el «viejo Marner».
Sin embargo, aun en esta faz de decrepitud, ocurrió un incidente que demostró que la savia del afecto no se había agotado por completo en su corazón. Una de sus tareas cotidianas era ir a buscar agua a un pozo que estaba algo apartado de su casa. Con ese objeto, desde su llegada a Raveloe tenía un gran cántaro de barro pardo, que conservaba como el utensilio más precioso que poseyera entre las comodidades muy escasas que se había concedido. Ese cántaro había sido su compañero durante doce años. Siempre había estado parado en el mismo sitio, y siempre le había extendido el asa desde el amanecer, de suerte que la forma de aquel vaso revestía a los ojos de Silas la expresión de una amabilidad solícita. Además, el contacto del asa en la palma de la mano, le proporcionaba un placer inseparable del de tener agua fresca y limpia.
Un día, al volver del pozo, tropezó contra la traviesa de una cerca, y el cántaro de barro, al caer con fuerza sobre las piedras de la bóveda de un foso, se rompió en tres pedazos. Silas los recogió y los llevó a su casa muy apesadumbrado. El cántaro ya no podía servir; sin embargo, armó los pedazos, y, como recuerdo, colocó aquella ruina en su sitio acostumbrado.
Tal era la historia de Silas Marner hasta el decimoquinto año de su estancia en Raveloe. Todo el día se lo pasaba sentado frente al bastidor, con los oídos llenos de su ruido monótono, y los ojos pegados al lento progreso del lienzo uniforme y plomizo. El movimiento de sus músculos se repetía a intervalos tan iguales, que sus pausas parecían ser una molestia casi tan grande como la detención de la respiración.
Pero por la noche venían sus delicias; por la noche cerraba los postigos, trancaba las puertas y sacaba su oro. Desde hacía mucho tiempo el montón se había vuelto demasiado grande para caber en la olla de hierro, y había fabricado, para guardar las monedas, dos gruesas bolsas de cuero, que no perdían sitio en su lugar de reposo, porque lo dúctil de la envoltura las hacía adaptarse a todos los rincones.
¡Qué brillantes eran las guineas cuando corrían la abertura negra del cuero! La plata no entraba más que en pequeña proporción, en el total de la suma, comparada con el oro, porque las grandes piezas de tela que formaban el trabajo principal de Silas, eran siempre pagadas en parte con oro, y la plata la dedicaba a sus necesidades materiales, escogiendo siempre los chelines, y los medios chelines para los gastos de esta naturaleza.
Las guineas eran las que más le gustaban; pero no quería cambiar las monedas grandes de plata; las coronas y las medias coronas que había ganado él mismo, y que eran el fruto de su labor, también le agradaban.
Hacía montones con las monedas y hundía en ellos las manos; después las contaba y formaba pilas regulares; apretaba la redondez de su contorno entre el pulgar y los otros dedos, y pensaba con cariño en las guineas que todavía estaban ganadas a medias con el tejido, como si fueran criaturas que estuvieran por nacer; pensaba en las guineas que vendrían lentamente en los años futuros, que vendrían durante su existencia, cuyo curso se extendía muy lejos frente a él y cuyo fin estaba completamente velado por innumerables días de trabajo.
¿Habría de qué sorprenderse de que su pensamiento estuviera siempre absorto por su telar y su tesoro, cuando tenía que recorrer los campos y los caminos para ir a llevar y traer trabajo, y que sus pasos ya no vagaran por las orillas de los cercos, en busca de las plantas familiares? Ellas también pertenecían a aquel pasado a que su vida se había substraído. Así las aguas de un arroyo descienden mucho más abajo de los bordes herbosos que limitan el antiguo ancho de su lecho, para volverse el trémulo hilo de agua que se traga un surco en la arena estéril.
Pero por el día de Navidad de ese decimoquinto año, otro grande acontecimiento se produjo en la existencia de Marner, y su historia se confundió de un modo singular con la vida de sus vecinos.
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