30 enero 2008

Curiosidades publicadas en 1773 sobre usos y costumbres de la I. C.

Hasta el año 255 celebraron misa los sacerdotes con sus vestidos ordinarios
En el año 314 se empezaron a bendecir las iglesias y los vasos sagrados y en el 315 a colocar imágenes en los templos
El de 387 se prohibió el matrimonio a los sacerdotes, pero aún lo usaron algunos hasta el 1070
El 410 se introdujeron las campanas en las iglesias por San Paulino
El de 416 tuvo uso el cirio pascual
El de 489 se instituyó la creación de cardenales
El de 590 tuvo principio el rezo del Breviario, y en el 1118 recibieron los reinos de Castilla el Oficio Romano
El de 606 se dispuso fueran electos los obispos por el Clero y los Pueblos, y por lo que es el Clero aún se practica hoy en algunas partes de Alemania (escribe esto en 1773)
El de 617 mando Bonifacio V que las iglesias sirviesen de asilo a los reos que se refugiasen a ellas.
El de 658 se introdujeron los órganos en los templos
El de 700 tuvo principio el abrirse corona los sacerdotes
Solo celebra tres Nacimientos la Iglesia: el de Jesucristo, el de su Santísima Madre y el de San Juan Bautista
El de 1080 fue instituido el Oficio de la Virgen u Oficio Parvo
El de 1090 se empezaron a usar los Rosarios
El de 1160 las ceremonias de las Canonizaciones
El de 1198 se prohibieron los casamientos entre parientes hasta el cuarto grado
El año 1300 fue el primer Jubileo de los cristianos
El año 1362 se les mandó a los eclesiásticos llevar hábitos clericales

Del diario curioso, histórico, erudito, comercial, civil y económico que con el número 239 fue sacado a la venta en algunas librerías de Barcelona el Domingo, 31 de enero de 1773, que fue impreso por Juan Forns y escrito por Don Pedro Ángel de Tarazona vecino de Barcelona con privilegio real para poder publicar estas revistas.

Tomado del fondo de la Hemeroteca digital de la Biblioteca Digital Hispánica

Sacré-Coeur. París

Basilique du Sacré-Coeur de Montmartre

29 enero 2008

Tren a Auschwitz

Auschwitz, un viaje a través del lugar más oscuro del siglo XX.
Se cumplen 63 años de la liberación del campo de concentración. El escrito de Peter Weiss, que he publicado en días anteriores, nos recuerda que a veces el mundo es el Infierno y los peores demonios: nosotros, los seres humanos.

Mi localidad (5/5)

El sol, ya cercano al horizonte, desgarra las nubes y se refleja en las ventanas de las torres de guardia. A de­recha e izquierda, al final del andén, yacen montones de ruinas entre los árboles, los álamos junto a la alam­brada se yerguen inmóviles, en una alquería lejana graz­nan gansos. A la derecha está el bosquecillo de hayas. Veo ante mí la imagen de las mujeres y los niños que allá acampan, una mujer da el pecho a un niño, y en el fondo entra un grupo en las cámaras subterráneas. Mirando los gigantescos montones de piedras, con las escondidas nervaduras de hierro y los derruidos techos de cemento armado, puede todavía precisarse la arqui­tectura de la instalación. Aquí la estrecha escalera baja al vestíbulo, de unos 40 metros de largo, donde había bancos y ganchos numerados en la pared, para colgar los zapatos y los vestidos. Aquí estuvieron desnudos, hombres y mujeres y niños, y se les ordenó que recor­daran su número, para volver a encontrar sus ropas des­pués de la ducha.
Estos largos sótanos de piedra, por los que se hizo pasar a millones de personas a las cámaras dobladas en ángulo recto con las agujereadas columnas de cinc, y luego se las arrastró hasta el fuego de los hornos, para esparcirlas por el paisaje en forma de humo pardo de olor dulzón. Estos sótanos de piedra a los que se bajaba por escaleras que gastaron millones de pies, ahora vacíos, transformándose otra vez en arena y tierra, ya­ciendo en paz bajo el sol poniente.
Por aquí pasaron, en larga comitiva, viniendo de todos los rincones de Europa, éste es el último horizonte que vieron, éstos son los álamos, éstas las torres de guardia que reflejan el sol en los cristales de sus ventanas, ésta es la puerta por la que entraron en los espacios iluminados con luz cruda y en los que no había ducha alguna, sino sólo estas cuadrangulares columnas de cinc, éstas son las paredes maestras entre las cuales pere­cieron en la súbita oscuridad, entre el gas que salía por los agujeros. Y estas palabras, estas visiones, no dicen nada, no explican nada. Sólo quedan montones de pie­dras, recubiertos por la hierba. En la tierra queda ceniza de aquellos que murieron por nada, a los que se arran­có de sus viviendas, de sus tiendas, de sus talleres, lejos de sus hijos, de sus mujeres, de sus maridos, de sus amantes, lejos de todo lo cotidiano, y se arrojó a lo incomprensible. No ha quedado nada más que la total carencia de sentido de sus muertes.
Voces. Ha llegado un autobús, y de él bajan niños. Los colegiales visitan ahora las ruinas. Se quedan un rato escuchando al maestro, y luego se encaraman a las piedras, unos cuantos bajan ya de un salto, ríen y se persiguen, una niña corre por una línea hace mucho tiem­po recubierta, que se extiende, junto a restos de raíles, sobre un trozo de cemento. Era la vía por la que los cuerpos muertos se deslizaban hasta los camiones. Mi­rando atrás, cuando me dirijo al campamento de las mu­jeres, veo todavía a los niños entre los árboles y oigo que el maestro da palmadas para reunirlos.
En el instante en que se pone el sol, suben las nie­blas del suelo y recubren los bajos barracones. Las puer­tas están abiertas. Entro no sé adonde. Y ahora sí que está aquí: están los respiros y los susurros todavía no recubiertos por el silencio, estas literas de planchas, tres superpuestas, a lo largo de las paredes y del centro, todavía no están del todo abandonadas, aquí, en la paja, en la pesada penumbra, se adivinan todavía los millares de cuerpos, los de abajo, tocando al suelo, los de arriba, junto al techo inclinado, encima de las planchas, entre paredes, seis en cada agujero, aquí el mundo exterior no ha penetrado todavía por completo, aquí se puede todavía esperar un movimiento allá dentro, que una cabe­za se levante, que una mano se extienda.
Pero al cabo de un rato entran también aquí el silen­cio y la rigidez. Ha entrado un viviente, y ante este viviente se esconde lo que aquí ocurrió. El viviente que viene aquí desde otro mundo no tiene más que su cono­cimiento de cifras, de informes escritos, de testimonios, y son parte de su vida, los lleva en sí, pero sólo puede abarcar lo que le ocurre a él. Sólo cuando a él lo arran­quen de su mesa y lo aten, cuando lo pateen y le den latigazos, sabrá lo que es esto. Sólo cuando ocurra a su lado que a las personas se las junte, se las aplaste, se las cargue en vagones, sabrá lo que es esto.
Ahora sólo se encuentra en un mundo en ruinas. Nada más tiene que hacer aquí. Por un tiempo reina el más extremo silencio.
Pero luego él comprende que no todo ha terminado.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964

Rama de laurel

rama de laurel

28 enero 2008

Mi localidad (4/5)

Aquí está el lavadero del bloque once. Aquí los que debían ir a la pared negra dejaban sus míseros vestidos de rayas azules, aquí, en este pequeño espacio sucio, alquitranado en la mitad inferior, encalado en la superior, lleno de manchas y salpicaduras rojizas y negruzcas, circundado por una pica de lavadero de cinc, lleno de tubos negros, atravesado por un conducto de ducha, aquí se estaban ellos, con sus números escritos con lápiz tinta en las costillas.
Aquí el lavadero, aquí el pasillo de piedra, dividido por rejas de hierro, delante la oficina del jefe de bloque, con escritorio, cama de campo y armario, en la pared el lema «Un pueblo, un imperio, un caudillo», con una tela de alambre tapando la puerta, permitiendo una ojeada al espectáculo. Otro teatrillo es la sala de los juicios engente, con la larga mesa de audiencia, los expedientes encima del tapete gris, porque en efecto una y otra vez se dictaban las sentencias de muerte, por hombres que hoy viven honestamente y gozan de sus derechos civiles.
Aquí la escalera que baja a los sótanos. Se tomaron la molestia de pintar las paredes con una cenefa de ridícula imitación de mármol. El pasillo central, y a derecha e izquierda los pasillos laterales con las celdas, más o menos de tres metros por dos y medio, con un cubo en una caja de madera y una minúscula ventana. Muchas sin ni siquiera ventana, sólo con un respiradero en un ángulo del techo. Hasta cuarenta hombres se amontonaban aquí, se peleaban por un lugar cerca de la puerta, se arrancaban los vestidos, caían rendidos. Los hubo que todavía vivían tras una semana sin comer. Los hubo que tenían en los muslos huellas de mordiscos, o a quienes un mordisco había arrancado un dedo, cuando los sacaban.
Miro estos cubículos a los que yo escapé, me quedo quieto entre las paredes fósiles, no oigo pasos de botas, ni gritos de mando, ni gemidos ni lloros.
Aquí, en este pequeño vestíbulo, se encuentran las cuatro celdas de inmovilidad. Aquí está la trampa en el suelo, de medio metro en cuadro, abajo unas barras de hierro, y por ahí bajaban y tenían que quedar de pie, cuatro en un pozo de noventa por noventa centímetros. Arriba el respiradero, menor que la palma de una mano. Allí pasaban cinco noches seguidas, diez noches seguidas, catorce noches seguidas, tras la dura jornada de trabajo.
En la pared exterior del bloque se ven unos cubos salientes de cemento, con un lado de cinc perforado. Por aquí entra el aire, bajando por el largo tubo en la pared, hasta las celdas en que ellos estaban de pie, las espaldas y las rodillas tocando la pared. Allí morían de pie, y por las mañanas había que extraerlos.
Hace horas que doy vueltas por el campo. Ya sé orientarme. Me he parado en el patio ante la pared negra, he mirado los árboles detrás del muro, y los tiros de los fusiles de pequeño calibre que eran disparados a la nuca desde corta distancia no los he oído. He visto las vigas de las que los colgaban con los brazos doblados atrás, a un pie del suelo. He visto las salas con las ventanas tapadas en las que quemaban con rayos X los ovarios de las mujeres. He visto el pasillo en que hicieron cola, decenas de millares, y poco a poco entraban en la sala de los médicos, y uno a uno pasaban detrás de la cortina gris-verde, donde les sentaban en un taburete y les hacían levantar el brazo izquierdo para recibir la inyección en el corazón, y por una ventana he mirado al patio donde esperaron los ciento diecinueve niños de Zamosc, y todavía jugaban con una pelota hasta que les tocó el turno.
Desde el techo del antiguo edificio de las cocinas he mirado el cartel donde está pintado con grandes letras «Hay un camino hacia la libertad. Sus mojones se llaman obediencia, laboriosidad, limpieza, honradez, sinceridad y amor a la Patria.» He visto la montaña de los cabellos cortados expuestos tras un cristal. He visto las reliquias de las vestiduras de niño, los zapatos, los cepillos de dientes y las dentaduras. Todo estaba frío y muerto.
Siempre presente es el chirrido y el traqueteo de los trenes de mercancías, el humo de las chimeneas de las locomotoras, los silbidos prolongados. Los trenes se dirigen a Birkenau por el ancho paisaje llano. Aquí, donde el camino barroso sube hasta la vía y la atraviesa, estuvieron plantados los señores, con las manos extendidas, y señalaron a los campos abiertos y decidieron la fundación del lugar de proscripción que ahora vuelve a hundirse en la tierra pantanosa.
Una sola vía tuerce y se aleja de las vías normales. Corre por entre la hierba, interrumpida a trechos, hasta muy lejos, hasta un edificio descolorido y aplastado, hasta un hangar con el techo agujereado, con una torre en ruinas, y pasa por el abovedado portal del hangar.
Mientras en el otro campo todo era angosto y cercano, aquí todo se extiende infinitamente, inabarcablemente.
A la derecha, hasta el borde de los bosques, las incontables chimeneas de las barracas ruinosas y quemadas. Sólo quedan algunas hileras de aquellos establos para cientos de miles de seres. A la izquierda, derribados y perdiéndose en polvo, los alojamientos de piedra de las mujeres prisioneras. En medio, largo de un kilómetro, el andén. A pesar del estado ruinoso, se reconoce todavía el principio del orden y de la simetría. Tras la puerta del hangar están unas agujas, y la vía se divide a derecha e izquierda. Crece la hierba entre los raíles. Crece la hierba entre los guijarros del andén, que apenas se levanta por encima de los raíles. Quedaban muy altas las abiertas puertas de los vagones de mercancías. Tenían que saltar metro y medio hasta los cantos cortantes, tirando su equipaje y sus muertos. Hacia la derecha iban los hombres que todavía tenían que vivir un tiempo, hacia la izquierda las mujeres juzgadas capaces de trabajar, y seguían el camino recto los viejos, los enfermos, los niños, hacia las dos chimeneas humeantes.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964

San Salvador de Valdediós. El Conventín. Asturias

el conventín



san Salvador de Valdedios

27 enero 2008

Mi localidad (3/5)

Más allá. Todavía estoy fuera del campo. La horca está junto a la pared de la barraca de interrogatorios, donde había un cuarto con dos postes de madera y un tubo de hierro horizontal. Se los colgaba del tubo y daban vueltas de campana mientras les pegaban con el látigo.
Cerca se encuentran los edificios de cuartel, la ad­ministración, la comandancia, el cuerpo de guardia. Altas ventanas dan al crematorio. Mucha atención al techo plano a que suben los sanitarios. Muy cerca las venta­nas de los cuarteles, desde donde se oían los golpes y los gritos de los interrogados en el columpio.
Todo estrecho, muy junto. Paso frente a las pilastras de cemento que, en dobles series, sostienen las alambra­das. Aisladores eléctricos. Rótulos con la inscripción «Cuidado, alta tensión». A la derecha almacenes y una especie de establos, unas cuantas torres de vigilancia, a la izquierda una cabaña con una ventana de quiosco, y en ella un tablero, debajo del techo saledizo, para sellar papeles, y de pronto el portal, con el arco de hierro colado y su inscripción, de la que se eleva más la palabra central: Macht * (* La inscripción era Arbeit macht freí, «el trabajo libera»; pero el sustantivo Macht significa «fuerza».) Un torno pintado a rayas blancas y rojas se yergue, y entro en la plaza que se llamaba campo de reunión.
Mucho he leído y oído de este lugar. De aquellos que desde aquí marchaban al trabajo al amanecer, a las minas de pirita, a la construcción de carreteras, a las fá­bricas de los señores empresarios, y que por la tarde volvían, en filas de cinco, llevando sus muertos, a los sones de una banda que tocaba allá, entre los árboles. ¿Qué me dice todo esto, qué sé yo? Ahora sólo sé el aspecto de estas avenidas, bordeadas de álamos, traza­das a cordel, con avenidas laterales que las cortan en ángulo recto, y entre las avenidas los uniformes bloques de dos pisos, de cuarenta metros de largo y construidos con ladrillo rojo, numerados de 1 a 28. Una pequeña ciudad encarcelada, con un orden forzado, completamente abandonada. Acá y acullá un visitante en la niebla acuo­sa, mirando los edificios con indiferencia. Lejos, doblan una esquina los niños, guiados por su maestro.
Aquí las cocinas, que dan a la plaza mayor, y al lado una casita como una garita de centinela, con techo de madera y una veleta, alegremente pintada, como salida de un juego de construcción. Es la caseta del jefe de inspección, que vigilaba cuando pasaban lista. Alguna vez he sabido de aquellos pasar lista, aquellas esperas de horas bajo la lluvia y la nieve. Ahora sólo sé que veo esta barrosa plaza vacía, en cuyo centro se clavan en la tierra tres vigas que sostienen un raíl de hierro. También de eso supe, de cómo se ponían de pie en taburetes debajo del raíl, y de cómo les quitaban de pron­to el taburete y los hombres con las gorras de la cala­vera se colgaban de sus piernas para desnucarlos. Me parecía verlo, cuando oía hablar y leía sobre aquello. Pero ahora ya no lo veo.
Lo que predomina es la impresión de que todo es mucho más pequeño de como yo lo había imaginado. Desde cada punto se ven los linderos, el muro gris claro, hecho de bloques de cemento, tras las alambradas. En la esquina extrema derecha los bloques diez y once, unidos por un muro, y en el centro de este muro la abierta puerta de madera que da al patio de la pared negra.
Esa pared negra, a cuyos lados se proyectan cortas planchas para interceptar las balas, está ahora cubierta con tableros de corcho y con coronas de flores. Cuarenta pasos desde la puerta a la pared. Pedazos de ladrillo en la tierra. Bordeando el edificio de la izquierda, cuyas ventanas están tapadas con planchas, corre el arroyo por el que se escapaba la sangre de los montones de fusilados. A paso de marcha, desnudos, salían por la puerta de la derecha, bajando los seis peldaños, cogidos del brazo, de dos en dos, por el jefe del bloque. Y detrás de las tapadas ventanas estaban las mujeres en cuya matriz se inyectaba una materia blanca, como cemento.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964

Cigoñinos

cigoñinos

Foto de Mª Ángeles y Jesús

26 enero 2008

Mi localidad (2/5)

Aparte de las viviendas que después de la evacuación vuelven a estar habitadas y dan la impresión de que la guerra terminó ayer, se levantan las rejas de hierro de las instalaciones que hoy reciben el nombre de museo. Autos y autobuses aparcados, en este momento entran por el portal los chicos de una clase, un grupo de soldados con gorras de un rojo de vino sale tras su visita. A la izquierda una larga barraca de madera, y en el mos­trador de una ventana venden prospectos y postales. Salas de espera demasiado caldeadas. La barraca toca casi a una pared baja de cemento, con un talud cubierto de yerbajos que se eleva hasta el techo plano con la corta y gruesa chimenea rectangular. Consultando el plano del campo compruebo que ya estoy ante el cre­matorio, el crematorio pequeño, el primer crematorio, el crematorio de capacidad limitada. La barraca que está enfrente era la barraca de la sección política, allí se encontraba el llamado servicio de registro, donde se consignaban las entradas y salidas. Allí se sentaban las secretarias, por allí entraban y salían las gentes con el emblema de la calavera.
He venido aquí por voluntad propia. No me han car­gado en ningún tren. No me han llevado a palos hasta aquí. Llego veinte años demasiado tarde.
Rejas de hierro en las pequeñas ventanas del cre­matorio. A un lado, una pesada puerta corroída, colgando torcida de los goznes, y dentro un frío húmedo. Un suelo de losas agrietadas. A la derecha, una cámara con un gran horno de hierro. Raíles que llevan hacia el horno, y en ellos un vehículo metálico en forma de abrevadero, de la longitud de una persona. En el sótano dos hornos más, con los vagones-ataúd en sus raíles, las puertas de los hornos muy abiertas, dentro un polvo gris, en uno de los vagones un reseco ramo de flores.
Sin pensamientos. Sin más impresión que la de que me encuentro aquí solo, que hace frío, que los hornos están fríos, que los vagones están parados y herrum­brosos. De las paredes negras mana humedad. Allí se abre una puerta. Lleva a la sala contigua. Una sala alar­gada, la mido con mis pasos. Veinte pasos de largo. Cinco pasos de ancho. Las paredes encaladas y descon­chadas. El suelo de cemento desigual, lleno de charcos. En el techo, entre las macizas vigas, cuatro aperturas en la gruesa piedra, dispuestas en forma de tablero de aje­drez, tapadas con madera. Frío. El aliento que me sale de la boca. Fuera, lejanas voces, pasos. Camino despacio por esta tumba. No siento nada. Sólo veo este suelo, estas paredes. Compruebo: por las aberturas del techo se arrojaba el producto granuloso que en el aire húmedo despedía su gas. En un extremo de la sala una puerta de acero con una mirilla, y detrás una corta escalera que lleva al aire libre. Libre.
Allí está una horca. Una caja de planchas con una trampa que se abre hacia adentro, y encima el poste con la viga horizontal. Un letrero dice que allí fue ahor­cado el comandante del campo. Cuando estaba de pie encima de la caja, con la cuerda al cuello, pudo ver, tras la doble alambrada, la avenida principal del campo, bordeada de álamos.
Subo por la rampa hasta el techo del crematorio. Las tapaderas de madera, recubiertas con lona alquitranada, pueden abrirse. Debajo está la mazmorra. Sanitarios con máscaras de gas abrían los botes verdes de latón, ver­tían el contenido encima de las caras vueltas hacia arri­ba y cerraban rápidamente las tapaderas.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964

Bien escaso

gota de agua


la ley de la gravedad

la gota de agua

Mi localidad (1/5)

Cuando medito qué establecimiento de gentes o qué paisaje sea el más adecuado para que yo lo describa como mío en este «Atlas», por de pronto se ofrecen muchas posibilidades. Sin embargo, desde mi lugar natal, que lleva el nombre de Nowawes y que según las informaciones está junto a Potsdam, en la vía del ferrocarril de Berlín, pasando por las ciudades de Bremen y Berlín, en las que pasé mi infancia, hasta las ciudades de Londres, Praga, Zurich, Estocolmo, París, en las que luego caí, todas mis residencias toman un carácter provisional, y no he mencionado siquiera las breves estaciones intermedias, todas esas motas de tierra, llámense Warnsdorf en Bohemia, o Montagnola en el Tesino, o Alingsas en la Suecia occidental.
Fueron lugares de paso, me dieron impresiones cuyo elemento esencial era lo inaprehensible, lo velozmente desaparecido, y cuando busco lo que ahora podría destacar de allí y presentar como valioso y capaz de constituir un punto firme en la topografía de mi vida, recaigo sólo en lo huidizo, todas aquellas ciudades se me hacen manchas oscuras, y sólo perdura una localidad en la que pasé un único día.
Las ciudades en las que viví, en cuyas casas me alojé, por cuyas calles anduve, con cuyos habitantes hablé, carecen de contornos definidos, se funden unas con otras, son partes de un único mundo exterior en perpetuo cambio, muestran ahí un puerto, allá un parque, ahí una obra de arte, allá un mercado, ahí un cuarto, allá un portal, están presentes en el esquema de mi andar a ciegas, en una fracción de segundo hay que alcanzarlas y volver a dejarlas, y sus cualidades hay que descubrirlas de nuevo a cada instante.
Sólo aquella localidad cuya existencia yo conocía desde hacía tiempo, pero que no visité hasta muy tarde, se presenta entera. Es una localidad destinada para mí, y a la que escapé. Ninguna experiencia he adquirido yo en dicha localidad. No tengo con ella más relación que la de que mi nombre figuraba en las listas de los que tenían que establecerse allí para siempre. Veinte años más tarde he visto la localidad. Es inalterable. Sus edificios no pueden confundirse con ningún otro edificio.
También ella lleva un nombre polaco, como el lugar de mi nacimiento, que acaso alguna vez me mostraron por la ventanilla de un tren en marcha. La localidad está en la región donde mi padre, poco antes de nacer yo, luchó en un legendario ejército imperial y real. La localidad está dominada por los cuarteles que quedaron de aquel ejército.
Para que mejor lo entendieran los que allí trabajaban y residían, el nombre de la localidad fue adaptado al alemán.
Por la estación de Auschwitz chirrían los trenes de mercancías. Silbidos de locomotoras y humo ahogador. Topes que chocan unos con otros. El aire cargado de vapor de llovizna, los caminos blandos, los árboles desnudos y húmedos. Fábricas cubiertas de orín negro, rodeadas de alambradas y tapias. Traquetean carros tirados por caballos flacos, y los campesinos tienen caras de máscara y color de tierra. Viejas andariegas, envueltas en capotes, acarreando fardos. Más lejos, en los campos, alquerías aisladas, setos y álamos. Todo turbio y gastado. Sin cesar, los trenes por las vías, yendo lentos de acá para allá, con ventanucos enrejados en los vagones. Unas desviaciones llevan más allá, a los cuarteles, y todavía más allá, pasando por campos yermos, al fin del mundo.

Peter Weiss. ‘Informes’. 1964

25 enero 2008

Tal el suelo, tal el cielo

así en la tierra como en el cielo

Refranes castellanos de la letra "F"

Fácil es recetar, pero difícil curar.
Fácilmente el villano pásase del pie a la mano.
Fachenda y bambolla no ponen olla.
Faena que tu bolsillo llena, buena faena.
Faldas y cartas mandan en España.
Falsos diamantes no engañan a nadie sino en pueblos grandes.
Faltará la madre al hijo, y no la niebla al granizo.
Faltriquera abierta, el dinero se vuela.
Fango que se remueve, a demonios hiede.
Fantasía y más fantasías y la barriga vacía.
Fantasía y pobreza, todos en una pieza.
Favor del soberano, lluvia de verano.
Favor de señores y temporal de febrero, poco duraderos.
Favor de señorón, sombra de nubarrón, que acaba en chaparrón.
Favorece a los tuyos primero, y después a los ajenos.
Favorecer a quien no lo ha de estimar es echar agua al mar.
Favorecer a un bellaco es echar agua en un saco.
Favores harás y te arrepentirás.
Favores hechos a desmuertas, no los agradezcas.
Favores: quien menos los merece, menos los agradece.
Favor hecho a muchos, no lo agradece ninguno.
Favor otorgado en jueves, un ingrato más en viernes.
Favor retenido no debe ser agradecido.
Fea con gracia, mejor que guapa.
Febrerillo el orate, cada día un disparate.
Febrero es loco y abril, ¡no poco!
Febrero, gatos en celo.
Febrero, mes fullero.
Febreros y abriles, los más son viles.
Fe, en el Señor, y en los hombres no.
¿Fiado has? ¡Tú pagarás!
Fe sin obras, guitarra sin cuerdas.
¿Fiado? Mal recado.
Fiado y con agrado.
Fía poco y en muy pocos.
¿Fiaste? ¡La cagaste!
Fina costurera hace camisas con chorrera.
Fingir locura es a veces cordura.
Firmar sin leer sólo un necio puede hacer.
Fortuna te dé Dios, talento no.
Fraile, a tu rezar; doncella, a tu hilar.
Francesa cortesía, todo es falsía.
Francés, para ti sea; que para mí no es.
Frío de abril, peor que el eneril.
Fruta barata, llévala a casa.
Fruta de sartén, enmeladilla sabe bien.
Fruta verde, ni buen sabor tiene.
Fue puta la madre y basta; la hija saldrá a la casta.
Fuera de Dios, todos engaños son.
Fui donde no debí, ¡y cómo salí!
Fulano aceitunas quiere, y Zutano ni verlas puede.
Fácil es decir, en el hacer está el quid.
Fácil es reprender la vida ajena, para quien no la tiene buena.
Falso laurel, cágate en él, y en el que lo luce también.
Falta grave es ponerse un hombre a lo que no sabe.
Faltando el agua al granar, mal acaba el pegujar.
Favorece al afligido y serás favorecido.
Favorece a quien te ayudó y olvida al que se negó.
Favores recordados, ¡ya están saldados!
Favores en cara echados, ya están pagados.
Favorecer es por norma perder.
Febrero, cordero.
Febrero, veletero.
Feliz es la muerte que antes que la llamen viene.
Feria de locos es el mundo todo.
¡Fíate de la Virgen y no corras!
Fíate de la Virgen y suelta el taraje, y habrás hecho buen viaje.
Fidalgo peleón, para mi hija, \non\
Fíngete en gran peligro y sabrás si tienes amigos.
Firma que rubricaste, lazo que te echaste.
Firmeza en mujer y en luna, ¿quién la busca?
Florecillas en el trigo, pegujar medio perdido.
Florín con florín hace un buen tintín.
Flor sin olor, le falta lo mejor.
Flor sin olor no es completa esa flor.
¡Fox y Viana, y viva la vaca!
Fraile callejero, mujer que hable latín y golondrina en febrero, ¡mal agüero!
Fraile de buen seso, guarda lo suyo y como lo ajeno.
Fraile descalzo se pone las botas de los demás.
Frailes, ni frío ni hambre.
Fraile observante, toma de todos y no da a nadie.
Frailes y monjas, del dinero esponjas.
Francés, falso cortés.
Freno y espuelas es buena regla.
Frío es el amigo y caliente el enemigo.
Frío de abril, helado y sutil.
Fruta de huerta ajena, es sobre todas buena.
Fruta nueva, ¿quién no la prueba?
Fruta nueva, si no está madura, no es buena.
Fruta buena y dada a prueba, ¿quién no la lleva?
Fruto vedado, el más deseado.
Fue por potros y trajo muletas: ¡malhadada feria!
Fuerte desdicha es no aprovecharse de la dicha.
Fuerte-fuerte, nada tanto como la muerte,
Fuime a santiguar, y sálteme un ojo.
Fuiste doncella y viniste parida: ¡cuántas te tendrán envidia!
Fuiste virgo y vienes parida: ¡muchas querrían tal ida!
Fácil es empezar y difícil continuar.
Fraile que pide por Dios, vale por dos.
Fortuna gira sobre una rueda que nunca está queda.
Flaco hombre mucho come.
Frailes, aun los buenos, los menos.
Freno dorado no mejora el caballo.

24 enero 2008

Puesta de sol en Cambados, el último rayo es verde

puesta de sol en cambados

Foto.: Elen Güimil

Fama tiene Cambados de ofrecer a los enamorados y a los que los contemplan un último rayo de sol sobre el mar tendido, verde e imposible para las máquinas de fotos, permitido en las retinas de los humanos: es tan breve como la felicidad humana.

23 enero 2008

Una procesión en 4 fotos

san sebastian en mohedas y una escalera



descenso de san sebastián



la procesión



san sebastián

(Fotos: Mª Ángeles y Jesús)
Procesión de San Sebastián en Mohedas de la Jara. Toledo
oooooooooooooooooooooooooooo
Sobre la devoción a San Sebastián.
En Alcaracejos (Córdoba) se cantaba la siguiente

Copla

De humildes padres naciste
en gracia fuiste cabal
y honra grande adquiristeis
en la corte imperial

Estribillo

Oh Sebastián ejemplar
de invicta y santa paciencia
dignaos a Dios rogar
nos libre de pestilencia.

Sebastián santo
ruega por nos
pues imploramos (bis)
tu protección (bis)
pues imploramos
tu protección (tres)

De Sebastián imploremos
la memoria y santidad
y su triunfo ensalcemos
su felicidad y caridad.

Hoy de gozo transportados
su fineza y santidad
dando ejemplo noche y día
su fineza y salvación.

oooooooooooooooooooooooooooooooo

Y las mozas de Alcaracejos (Córdoba)

"Antes de la última reparación, cuando aún había campanilla en la ermita, las mozas tenían la costumbre de tirar chinatos por entre el soporte de la campana para colarlos sin tocar en ella. Si así lo hacían, decían que encontraban novio.

La primitiva imagen del santo era talla de madera y al ser destruida en la guerra del 36, fue sustituida por otra de escayola.

Entre las canciones que se cantaban en las procesiones del santo, alguna hace referencia a la peste por lo que da idea de ser antigua".


22 enero 2008

Plaza Mayor de Madrid: ambiente

plaza mayor de madrid

Para Centurión, que no tenía derechos pasivos, era la realidad bien triste, sin que la embelleciera ningún ensueño. La situación reaccionaria, reforzada por el innegable talento de Nocedal, llevaba trazas de perpetuarse. Había moderados para un rato. Y aun cuando la Reina, con otra repentina veleidad, les pusiese en la calle, sería para traernos a O'Donnell, con su caterva de señoretes tan bien apañados de ropa como desnudos del cacumen. No había, pues, esperanzas de colocación, los escasos ahorros se irían agotando, y la miseria que ya rondaba, vendría con adusto rostro a prepararles una muerte tristísima. Como si las propias desgracias no fueran bastantes, las ajenas llamaban a la puerta de don Mariano con desgarrador acento. Leovigildo Rodríguez, que en la desesperación de su miseria solía recurrir a las casas de juego, arriesgando un par de pesetas para sacar un par de napoleones, tuvo un percance en cierto garito de la Plaza Mayor, junto a la Escalerilla. Por un tuyo y mío surgió pendencia soez, y arrastrado a ella Leovigildo por su genio arrebatado, recibió un navajazo en el costado derecho, que a poco más le deja en el sitio. La herida era grave, pero no mortal. Lleváronle a una botica próxima; de allí, a su casa; Mercedes se desmayó, y los chicos entonaron un coro angélico que partía los corazones. Acudió Centurión al clamor de la vecindad, pues Leovigildo vivía en la calle de Lavapiés muy cerca de la de San Carlos, y viendo que en la casa se carecía de todo, y no había medios de hacer frente a la gran calamidad que se entraba por las puertas, acudió a Segismunda, hermana del herido. Esta fatua señora se limitó al ofrecimiento de sufragar los gastos de médico y botica. No podía más, según dijo, y harta estaba ya de socorrer a su hermano, que con su mala cabeza y peor conducta llamaba sobre sí todos los infortunios. Tan bárbaro despego puso al buen don Mariano en el compromiso de atender a la manutención de toda la chiquillería y de la madre, mientras el herido se restableciese, que ello sería muy largo. ¿Qué había de hacer el hombre?
Y menos mal si las calamidades vinieran solas; que solas ¡ay! no venían, sino trabadas entre sí con enredo de culebras que retuercen la cola de una en la cabeza de otra. A la entrada de primavera tuvo doña Celia un ataque de reuma que empezó con agudos dolores en la cintura, acabando en una completa invalidez y postración de ambas piernas. Creyó Centurión que el cielo se le desplomaba encima. Habría tomado para sí la enfermedad de su esposa, si estos cambios pudieran efectuarse. Se avecinaban días horrorosos, requerimientos de médicos, que uno y dos no habían de bastar; dispendios de botica, y, sobre todo, el dolor de ver en tan gran sufrimiento a la bonísima Celia. ¡Y este traspaso, estas angustias, venían en tiempo de maldición, que maldición es la cesantía y azote de pueblos!... Antes castigaba Dios a la Humanidad con el Diluvio; a Sodoma y Gomorra con el fuego: ahora, descargando sobre los países corruptos una nube de moderados, en vez de castigar a los malos, les da de comer, y a los buenos les mata de hambre. «¿Quién entiende esto, Señor; qué cojondrios de justicia es la que mandan los cielos sobre la tierra?».

En “O'Donnell” de Benito Pérez Galdós


21 enero 2008

Espino blanco

espino blanco

Carminum I, 23 (A Cloe)

Me evitas, Cloe, como el cervatillo
que por desviados montes busca
a su asustada madre, no sin vano
temor del aire y del follaje.
Si se agitan al viento las hojas del espino
si los verdes lagartos hacen que cobren
vida las zarzas, siente miedo,
su corazón tiembla, y sus rodillas.
Y, sin embargo, yo no te persigo,
como un tigre feroz o un león Gétulo,
para hacerte pedazos. Sólo quiero
que dejes de seguir a tu madre,
pues tienes edad ya de seguir a tu esposo.
XXIII.
Vitas hinnuleo me similis, Chloe,
quaerenti pavidam montibus aviis
matrem non sine vano
aurarum et siluae metu.
nam seu mobilibus vepris inhorruit
ad ventum foliis seu virides rubum
dimovere lacertae,
et corde et genibus tremit.
atqui non ego te tigris ut aspera
Gaetulusve leo frangere persequor:
tandem desine matrem
tempestiva sequi viro.


CARMINUM ~ LIBER I ~ Horacio (Quintus Horatius Flaccus)

20 enero 2008

Enero by Edith Holden

edith holden

Then came old Ianuary, wrapped well
In many weeds to keep the cold away;
Yet did he quake and quiuer like to quell,
And blowe his nayles to warme them if he may:
For, they were numbd with holding all the day
An hatchet keene, with which he felled wood,
And from the trees did lop the needlesse spray:

Vino después el viejo enero, arropado de mil malas hierbas y sin embargo helado y tembloroso, incapaz de dominar el frío. Por mucho que les echara el aliento, sus dedos seguían ateridos de haber sostenido el día entero el hacha afilada con que había derribado árboles y podado innecesarias ramas:


"The Faerie Queen" E. Spenser.

18 enero 2008

Una puerta vieja

una puerta

«¿Qué hará?», decían entre sí los otros; y no eran parte a disminuir el afán de los curiosos las columnas de negro humo que veían salir en espirales inmensas del laboratorio de Brahma, ni los globos de fuego que desde el mismo punto se lanzaban volteando al vacío, y allí giraban como en una ronda luminosa y magnífica.
La imaginación de los muchachos es un corcel y la curiosidad, la espuela que lo aguijonea y lo arrastra a través de los proyectos más imposibles. Movidos por ella, los microscópicos cantores comenzaron a trepar por las piernas de los elefantes que sustentan los círculos del cielo, y de uno en otro se encaramaron hasta el misterioso recinto donde Brahma permanecía aún absorto en sus especulaciones científicas. Una vez en la cúspide, los más atrevidos se agruparon alrededor de la puerta, y uno por el ojo de la llave y otros por entre las rendijas y claros de los mal unidos tableros, penetraron con la mirada en el inmenso laboratorio objeto de su curiosidad.
El espectáculo que se ofreció a sus ojos no pudo menos de sorprenderles.
Allí había diseminadas, sin orden ni concierto, vasijas y redomas colosales de todas hechuras y colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros y fragmentos de lunas yacían confundidos con hombres a medio modelar, proyectos de animales monstruosos sin concluir, pergaminos oscuros, libros en folio e instrumentos extraños. Las paredes estaban llenas de figuras geométricas, signos cabalísticos y fórmulas mágicas, y en medio del aposento, en una gigantesca marmita colocada sobre una lumbre inextinguible, hervían con un ruido sordo mil y mil ingredientes sin nombre, de cuya sabia combinación habían de resultar las creaciones perfectas.

Gustavo Adolfo Bécquer "La creación" (poema indio) El Contemporáneo el 6 de junio, 1861

17 enero 2008

En las calles de Aranjuez

antigua tienda en Aranjuez


-Mi amiga está en Aranjuez con su reverendo tío, el padre D. Celestino Santos del Malvar, uno de los mejores latinos que ha echado Dios al mundo. La infeliz Inés es huérfana y pobre; pero no por eso dejará de ser mi mujer, con la ayuda de Dios, que hace grandes a los pequeños. Tiene diez y seis años, es decir, uno menos que yo, y es tan linda, que avergüenza con su carita a todas las rosas del Real Sitio. Pero, díganme Vds., señores, ¿qué vale su hermosura comparada con su talento? Inés es un asombro, es un portento; Inés vale más que todos los sabios, sin que nadie la haya enseñado nada: todo lo saca de su cabeza, y todo lo aprendió hace cientos de miles de años.
Cuando no me ocupaba en estas alabanzas, departía mentalmente con ella. En tanto las letras pasaban por mi mano, trocándose de brutal y muda materia en elocuente lenguaje escrito. ¡Cuánta animación en aquella masa caótica! En la caja, cada signo parecía representar los elementos de la creación, arrojados aquí y allí, antes de empezar la grande obra. Poníalos yo en movimiento, y de aquellos pedazos de plomo surgían sílabas, voces, ideas, juicios, frases, oraciones, períodos, párrafos, capítulos, discursos, la palabra humana en toda su majestad; y después, cuando el molde había hecho su papel mecánico, mis dedos lo descomponían, distribuyendo las letras: cada cual se iba a su casilla, como los simples que el químico guarda después de separados; los caracteres perdían su sentido, es decir, su alma, y tornando a ser plomo puro, caían mudos e insignificantes en la caja.
¡Aquellos pensamientos y este mecanismo todas las horas, todos los días, semana tras semana, mes tras mes! Verdad es que las alegrías, el inefable gozo de los domingos compensaban todas las tristezas y angustiosas cavilaciones de los demás días. ¡Ah!, permitid a mi ancianidad que se extasíe con tales recuerdos; permitid a esta negra nube que se alboroce y se ilumine traspasada por un rayo de sol Los sábados eran para mí de una belleza incomparable: su luz me parecía más clara, su ambiente más puro; y en tanto ¿quién podía dudar que los rostros de las gentes eran más alegres, y el aspecto de la ciudad más alegre también?

en "El 19 de Marzo y el 2 de Mayo" de Benito Pérez Galdós

15 enero 2008

BOOZ ENDORMI de Victor Hugo

Booz s'était couché de fatigue accablé;
Il avait tout le jour travaillé dans son aire;
Puis avait fait son lit à sa place ordinaire;
Booz dormait auprès des boisseaux pleins de blé.
Ce vieillard possédait des champs de blé et d'orge;
Il était, quoique riche, à la justice enclin;
Il n'avait pas de fange en l'eau de son moulin;
Il n'avait pas d'enfer dans le feu de sa forge.
Sa barbe était d'argent comme un ruisseau d'avril.
Sa gerbe n'était point avare ni haineuse;
Quand il voyait passer quelque pauvre glaneuse:
-Laissez tomber exprès des épis,- disait-il.
Cet homme marchait pur loin des sentiers obliques,
Vêtu de probité candide et de lin blanc;
Et, toujours du côté des pauvres ruisselant,
Ses sacs de grain semblaient des fontaines publiques.
Booz était bon maître et fidèle parent;
Il était généreux, quoiqu'il fût économe;
Les femmes regardaient Booz plus qu'un jeune homme,
Car le jeune homme est beau, mais le vieillard est grand.
Le vieillard qui revient vers la source première,
Entre aux jours éternels et sort des jours changeants;
Et l'on voit de la flamme aux yeux des jeunes gens,
Mais dans l'oeil du vieillard on voit de la lumière.
Donc, Booz dans la nuit dormait parmi les siens.
Près des meules, qu'on eût prises pour des décombres,
Les moissonneurs couchés faisaient des groupes sombres;
Et ceci se passait dans des temps très-anciens.
Les tribus d'Israël avaient pour chef un juge;
La terre, où l'homme errait sous la tente, inquiet
Des empreintes de pieds de géants qu'il voyait,
Était encor mouillée et molle du déluge.
*
Comme dormait Jacob, comme dormait Judith,
Booz, les yeux fermés, gisait sous la feuillée;
Or, la porte du ciel s'étant entre-bâillée
Au-dessus de sa tête, un songe en descendit.
Et ce songe était tel, que Booz vit un chêne
Qui, sorti de son ventre, allait jusqu'au ciel bleu;
Une race y montait comme une longue chaîne;
Un roi chantait en bas, en haut mourait un Dieu.
Et Booz murmurait avec la voix de l'âme:
-Comment ce pourrait-il que de moi ceci vînt?
Le chiffre de mes ans a passé quatre-vingt,
Et je n'ai pas de fils, et je n'ai plus de femme.
-Voilà longtemps que celle avec qui j'ai dormi,
O Seigneur! a quitté ma couche pour la vôtre;
Et nous sommes encor tout mêlés l'un à l'autre,
Elle à demi vivante et moi mort à demi.
-Une race naîtrait de moi! Comment le croire?
Comment se pourrait-il que j'eusse des enfants?
Quand on est jeune, on a des matins triomphants;
Le jour sort de la nuit comme une victoire;
-Mais, vieux, on tremble ainsi qu'à l'hiver le bouleau;
Je suis veuf, je suis seul, et sur moi le soir tombe,
Et je courbe, ô mon Dieu! mon âme vers la tombe,
Comme un boeuf ayant soif penche son front vers l'eau.-
Ainsi parlait Booz dans le rêve et l'extase,
Tournant vers Dieu ses yeux par le sommeil noyés;
Le cèdre ne sent pas une rose à sa base,
Et lui ne sentait pas une femme à ses pieds.
*
Pendant qu'il sommeillait, Ruth, une moabite,
S'était couchée aux pieds de Booz, le sein nu,
Espérant on ne sait quel rayon inconnu,
Quand viendrait du réveil la lumière subite.
Booz ne savait point qu'une femme était là,
Et Ruth ne savait point ce que Dieu voulait d'elle.
Un frais parfum sortait des touffes d'asphodèle;
Les souffles de la nuit flottaient sur Galgala.
L'ombre était nuptiale, auguste et solennelle;
Les anges y volaient sans doute obscurément,
Car on voyait passer dans la nuit, par moment,
Quelque chose de bleu qui paraissait une aile.
La respiration de Booz, qui dormait,
Se mêlait au bruit sourd des ruisseaux sur la mousse.
On était dans le mois où la nature est douce,
Les collines ayant des lis sur leur sommet.
Ruth songeait et Booz dormait; l'herbe était noire;
Les grelots des troupeaux palpitaient vaguement;
Une immense bonté tombait du firmament;
C'était l'heure tranquille où les lions vont boire.
Tout reposait dans Ur et dans Jéridameth;
Les astres émaillaient le ciel profond et sombre;
Le croissant fin et clair parmi ces fleurs de l'ombre
Brillait à l'occident, et Ruth se demandait,
Immobile, ouvrant l'oeil à moitié sous ses voiles,
Quel Dieu, quel moissonneur de l'éternel été,
Avait, en s'en allant, négligemment jeté
Cette faucille d'or dans le champs des étoiles.
LA LÉGENDE DES SIÈCLES

BOOZ DORMIDO por Víctor Hugo

Booz se había acostado, rendido de fatiga; todo el día había trabajado sus tierras y luego preparado su lecho en el lugar de siempre; Booz dormía junto a los celemines llenos de trigo. Ese anciano poseía campos de trigo y de cebada; y, aunque rico, era justo; no había lodo en el agua de su molino; ni infierno en el fuego de su fragua. Su barba era plateada como arroyo de abril. Su gavilla no era avara ni tenía odio; cuando veía pasar alguna pobre espigadora: "Dejar caer a propósito espigas" -decía. Caminaba puro ese hombre, lejos de los senderos desviados, vestido de candida probidad y lino blanco; y, siempre sus sacos de grano, como fuentes públicas, del lado de los pobres se derramaban. Booz era buen amo y fiel pariente; aunque ahorrador, era generoso; las mujeres le miraban más que a un joven, pues el joven es hermoso, pero el anciano es grande. El anciano que vuelve hacia la fuente primera, entra en los días eternos y sale de los días cambiantes; se ve llama en los ojos de los jóvenes, pero en el ojo del anciano se ve luz.

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Así pues Booz en la noche, dormía entre los suyos. Cerca de las hacinas que se hubiesen tomado por ruinas, los segadores acostados formaban grupos oscuros: y esto ocurría en tiempos muy antiguos. Las tribus de Israel tenían por jefe un juez; la tierra donde el hombre erraba bajo la tienda, inquieto por las huellas de los pies del gigante que veía, estaba mojada aún y blanda del diluvio.

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Así como dormía Jacob, como dormía Judith, Booz con los ojos cerrados, yacía bajo la enramada; entonces, habiéndose entreabierto la puerta del cielo por encima de su cabeza, fue bajando un sueño. Y ese sueño era tal que Booz vio un roble que, salido de su vientre, iba hasta el cielo azul; una raza trepaba como una larga cadena; un rey cantaba abajo, arriba moría un dios. Y Booz murmuraba con la voz del alma: "¿Cómo podría ser que eso viniese de mí? la cifra de mis años ha pasado los ochenta, y no tengo hijos y ya no tengo mujer. Hace ya mucho que aquella con quien dormía, ¡Oh Señor! dejó mi lecho por el vuestro; y estamos todavía tan mezclados el uno al otro, ella semi viva, semi muerto yo. Nacería de mí una raza ¿cómo creerlo? ¿Cómo podría ser que tenga hijos? Cuando de joven se tienen mañanas triunfantes, el día sale de la noche como de una victoria; pero de viejo, uno tiembla como el árbol en invierno; viudo estoy, estoy solo, sobre mí cae la noche, Así hablaba Booz en el sueño y el éxtasis, volviendo hacia Dios sus ojos anegados por el sueño; el cedro no siente una rosa en su base, y él no sentía una mujer a sus pies.

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Mientras dormía, Ruth, una Moabita, se había recostado a los pies de Booz, con el seno desnudo, esperando no se sabe qué rayo desconocido cuando viniera del despertar la súbita luz. Booz no sabía que una mujer estaba ahí, y Ruth no sabía lo que Dios quería de ella. Un fresco perfume salía de los ramos de asfódelos; los vientos de la noche flotaban sobre Galgalá. La sombra era nupcial, augusta y solemne; allí, tal vez, oscuramente, los ángeles volaban, a veces, se veía pasar en la noche, algo azul semejante a un ala. La respiración de Booz durmiendo se mezclaba con el ruido sordo de los arroyos sobre el musgo. Era un mes en que la naturaleza es dulce, y hay lirios en la cima de las colinas. Ruth soñaba y Booz dormía; la hierba era negra; Los cencerros del ganado palpitaban vagamente; una inmensa bondad caía del firmamento; era la hora tranquila en que los leones van a beber. Todo reposaba en Ur y en Jerimadet; los astros esmaltaban el cielo profundo y sombrío; el cuarto creciente fino y claro entre esas flores de la sombra brillaba en Occidente, y Ruth se preguntaba, inmóvil, entreabriendo los ojos bajo sus velos, qué dios, qué segador del eterno verano, había dejado caer negligentemente al irse esa hoz de oro en los campos de estrellas.

1º de mayo de 1859

Uno de los obispos en la manifestación

sin palabras

Obispo predicando amor y comprensión

13 enero 2008

Festa da chourizada

FIN DE SEMANA MÁIS PRÓXIMO ó DÍA 20 DE XANEIRO
(Santa María de Oía, Pontevedra)
RASGOS DE IDENTIDADE:
Saíndo da populosa cidade de Vigo pola estrada da costa que nos leva ata A Guarda, pasando pola histórica Baiona, chegamos ó concello de Santa María de Oia. Santa María é unha das parroquias, coa súa fermosa igrexa, ergueita preto das ondas do Atlántico que baten con menos fervura morrendo suaves e abrancuxadas. A súa historia está ligada intimamente ó Mosteiro Cister-ciense, hoxe propiedade particular do que, contan por tradición, saía un túnel que comunicaba coa Cápela de San Sebastián, que noutrora servía de vía de escape: "aínda hoxe batendo no chan óense os golpes a oco, pero ninguén quixo indagar a existencia do túnel".
É Oia un pequeño concello, de tradición cabalar (curros de Mongas e Torroña), mariñeiro e turístico, protexido polos montes Bicaludo, Castro e Marinas, e enfrontado ó ruxir das ondas do océano embravecido nos días de ventolada mareira.
ORIXE E DESENVOLVEMENTO:
No ano 1991 a Comisión das Festas Patronais recuperaba unha longa tradición que había en Sta. Mª de Oia. O día de San Sebastián, 20 de xaneiro, nas salas de festas Miramar, primeiro, e Costa Brava, despois, celebraban unha festa-baile, onde tódolos asistentes tiñan o costume de leva-la cea. Esta consistía nuns chourizos (asados, fritidos...) que comían na mesma sala cara ó descanso da festa. Cando as forzas estaban reparadas seguía a troulada cun ambiente de clara amizade e con promesas de que ó ano seguinte, estarían a celebra-la chourizada, que así lle chaman.
Nembargante, a festa foi a menos ata chegar a perderse. Celedonio Álvarez Pérez, Manuel Álvarez Alonso e Pablo Álvarez Crespo, presidente e membros da comisión, foron os pioneiros na recuperación da mesma, anque dándolle un aire novo. Cambiaron a data para a fin de semana máis próxima ó día 20 e o lugar de celebración que pasou a se-lo Centro Cultural Parroquial, encargándose, a comisión, de leva-los chourizos para degústalos por un baixo prezo, o que ó mesmo tempo, servíalles para subvencionar parte das festas patronais.
A festa desenvólvese durante dous días, sábado (dende as catro da tarde) e domingo (todo o día), completando a degustación a leda música de grupos folclóricos e orquestras, nos locáis do Centro Cultural, polo que non corre perigo de suspensión aínda que haxa mal tempo, renovando aquel aire de relación e amizade do que os propios vecinos tiñan morriña.
PRODUCTO EXALTADO:
No ano 1994, co motivo de consolida-la festa, decidiron ampliala, organizando no primeiro domingo do mes de xaneiro e tamén no Centro Cultural, a Primeira Matanza dos Porcos para a Chourizada. Dende primeiras horas do día pódese observa-la matanza, o troceado, a preparación da zorza, e degusta-lo fígado encebolado, filloas do sangue e bolas do sangue (ver receitas), por prezos moi axeitados; ou asistir á poxa que a partir das catro da tarde fan das cachuchas, lombelos, costelas e osos dos porcos.
Os chourizos asados ou crus, son os protagonistas da festa. Preparan a zorza coas carnes picadas, pemento doce, pemento picante (pouquiño), alio de abondo, moi picadiño, e sal con regalía. Logo de tela tres días a prepararse, remexéndoa unha vez ó día, fan os chourizos que serán afumados, primeiro con loureiro e logo eos rachóns de carballo que arden lentos, degustándoos os días da Chourizada.
PUNTOS DE INTERESE TURÍSTICO:
—Paisaxe da Costa: O Feixoal.
—Mosteiro cisterciense e Igrexa de Sta. Mª de Oia.
—Cápela de San Sebastián.
—Ponte de San Cosme.
del libro: Festas gastronómicas de Galicia de Mariano García y Fina Casaderrey. Ed. Xerais. 1994

Por la vega de Aranjuez

por la vega de aranjuez

la vega de aranjuez

12 enero 2008

Angel González: "Me basta así"

El poeta Ángel González ha fallecido esta noche a la edad de 82 años en una clínica de Madrid, según fuentes próximas al literato. González, nacido en Oviedo en septiembre de 1925, era uno de los grandes vates españoles del siglo XX. Ha sido merecedor de premios como el Príncipe de Asturias de las Letras y el Reina Sofía de Poesía Hispanoamericana. Además era miembro de la Real Academia Española. Su cuerpo será incinerado mañana en el centementerio de San Isidro.


ME BASTA ASÍ

Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
—de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso—;
entonces,
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando —luego— callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta).
Ángel González en "Palabra sobre palabra"

Hojas en la corriente, aferradas

hojas en la corriente, aferradas


hojas en la corriente

11 enero 2008

De los Bandos del Alcalde


EL ALCALDE PRESIDENTE


del Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid.


Madrileños:



Aun contradiciendo al filósofo, en el segundo libro de las “Éticas”, hay que perder la vieja idea de que sea la mujer varón menguado. Puede ser contradicha sin ambages ni rebozos esta opinión con la larga experiencia que enseña que vale la mujer tanto como el hombre vale en cuanto atañe a las facultades de la inteligencia. Es también capacísima en los ejercicios que requieren esfuerzo y destreza física, a lo que hay que añadir vivaz imaginativa y natural aversión a la melancolía que hácela alegre y siempre dispuesta a cuanto requiere festivo humor.
Por cuya razón el Alcalde cree que es en extremo conveniente dejar en desuso y sin fuerza alguna los antiguos preceptos que juzgaban contrario al femenil recato que fuesen las mujeres con el rostro cubierto y el cuerpo aderezado con el disimulo de extrañas y a veces risibles ropas, pues son tales las vecinas de Madrid, en cuanto a despiertas y avisadas, que mucho tiene que temer y si el caso llega padecer el varón que, ayudado por la maliciosa ignorancia, crea que con ocasión del disfraz halas de torcer la voluntad contrariando su firmeza y casto trato.
Pueden, pues, los madrileños, hombres y mujeres, de cualesquiera edad, divertir la voluntad según su natural inclinación durante los ya cercanos Carnavales, gozando de cuantos regocijos el Concejo desta coronada Villa, con generosidad, aunque sin derroche, ofrece.
Habrá, además, aquellas novedades que el ingenio de cada cual provea, pues son de antiguo los vecinos de esta Corte gente pródiga en curiosos solaces e imprevistas invenciones en tiempos de Carnestolendas, en los que cualquier travesura es propia, como fingir fantasmas, pasear estafernos, menear tarascas, mover máquinas de cuantioso ruido y aparato, además de deformarse el bulto del cuerpo y rostro con fingidas jorobas, narices postizas, manos de mentira, grandes dientes falsos y otras ocurrencias de mucha risa y común contentamiento, que se acompañan de cantos, bailes, retozos y singulares cortejos en que se hermanan el arte más fino con el mejor donaire y más sutil y popular ingenio.
Pero advierte también, con amargura, el Alcalde de esta antigua y noble Villa, que con harta frecuencia acaece que en los festejos públicos que con ocasión del Carnaval se ofrecen, no faltan quienes, con más osadía que vergüenza, se dan a roces, tientos, tocamientos y sobos a los que suelen ayudar con visajes, muecas, meneos y aspavientos que van más allá de lo que es lícito y tolerable, particularmente cuando con el desenfado propio del mucho atrevimiento hacen burla de meritísimos hombres públicos, contrahaciendo su imagen, a la que maltratan con vejigas y otros ridículos instrumentos, con daño grave para el respeto y decoro de quienes ostentan públicas dignidades. Encarecemos, por consiguiente, que se empleen estas y otras mañas y habilidades en más prudentes quehaceres y honestos gozos que no dañen el crédito y reputación de Consejeros, Regidores, Alguaciles, Privados, Ministros y otros cualesquiera de semejante lustre y pujos.
No es raro, por último, que en estas fiestas de Carnaval, no ya el pueblo llano, por lo común sufrido, sino currutacos, boquirrubios, lindos y pisaverdes, unidos a destrozonas, jayanes, bravos de germanía, propicios a la pelea y al destrozo, rompan sin razón bastante que, a juicio de esta Alcaldía, lo justifique, enseres de uso público que el Concejo cuida, como respaldares de bancos, papeleras, esportillas y cubos de la basura, ayudándose de los más insólitos instrumentos, cuya finalidad propia no es, mírese como se mire, la de quebrar y destrozar.
De la buena crianza del pueblo de Madrid se espera que sin dejar el esparcimiento adulto y el juvenil retozo, contribuya a cortar abusos tan censurables, obra de muy pocos, que desdora a muchos.
Téngase pues, antes de que la Cuaresma llegue, días de fiesta, algazara y abierta diversión, sin excesos, según conviene a pueblo tan alegre, discreto y a la vez bullicioso como el de Madrid, de manera que su comportamiento no venga a dar la razón a quienes en tristes tiempos pasados suprimieron estas antiguas e inocentes fiestas.
Madrid, 9 de febrero de 1983.


Bando de Don Enrique Tierno Galván



08 enero 2008

Flores sobre canicas

flores y canicas

Be peaceful like water
Know balance like the Earth
Love passionately like fire
Be free like the wind
Life is a blessing, live it well !

Happy Epiphany !!!

07 enero 2008

de la Cabalgata de Reyes en Valdemoro

cabalgata de reyes

El hombre que calculaba de Malba Tahan

CAPITULO I
En el que se narran las divertidas circunstancias de mi encuentro con un singular viajero camino de la ciudad de Samarra, en la Ruta de Bagdad. Qué hacía el viajero y cuáles eran sus palabras.

¡En el nombre de Allah, Clemente y Misericordioso!
Iba yo cierta vez al paso lento de mi camello por la Ruta de Bagdad de vuelta de una excursión a la famosa ciudad de Samarra, a orillas del Tigres, cuando vi, sentado en una piedra, a un viajero modestamente vestido que parecía estar descansando de las fatigas de algún viaje.
Me disponía a dirigir al desconocido el trivial salam de los caminantes, cuando, con gran sorpresa por mi parte, vi que se levantaba y decía ceremoniosamente:
—Un millón cuatrocientos veintitrés mil setecientos cuarenta y cinco…
Se sentó en seguida y quedó en silencio, con la cabeza apoyada en las manos, como si estuviera absorto en profundas meditaciones.
Me paré a cierta distancia y me quedé observándolo como si se tratara de un monumento histórico de los tiempos legendarios.
Momentos después, el hombre se levantó de nuevo y, con voz pausada y clara, cantó otro número igualmente fabuloso:
—Dos millones trescientos veintiún mil ochocientos sesenta y seis…
Y así, varias veces, el raro viajero se puso en pie y dijo en voz alta un número de varios millones, sentándose luego en la tosca piedra del camino.
Sin poder refrenar mi curiosidad, me acerqué al desconocido, y, después de saludarlo en nombre de Allah —con Él sean la oración y la gloria—, le pregunté el significado de aquellos números que solo podrían figurar en cuentas gigantescas.
—Forastero, respondió el Hombre que Calculaba, no censuro la curiosidad que te ha llevado a perturbar mis cálculos y la serenidad de mis pensamientos. Y ya que supiste dirigirte a mí con delicadeza y cortesía, voy a atender a tus deseos. Pero para ello necesito contarte antes la historia de mi vida.
Y relató lo siguiente, que por su interés voy a trascribir con toda fidelidad:


CAPITULO II
Donde Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, cuenta la historia de su vida. Cómo quedé informado de los cálculos prodigiosos que realizaba y de cómo vinimos a convertirnos en compañeros de jornada.


—Me llamo Beremiz Samir, y nací en la pequeña aldea de Khoi, en Persia, a la sombra de la pirámide inmensa formada por el monte Ararat. Siendo aún muy joven empecé a trabajar como pastor al servicio de un rico señor de Khamat.
Todos los días, al amanecer, llevaba a los pastos el gran rebaño y me veía obligado a devolverlo a su redil antes de caer la noche. Por miedo a perder alguna oveja extraviada y ser, por tal negligencia, severamente castigado, las contaba varias veces al día.
Así fui adquiriendo poco a poco tal habilidad para contar que, a veces, de una ojeada contaba sin error todo el rebaño. No contento con eso, pasé luego a ejercitarme contando los pájaros cuando volaban en bandadas por el cielo.
Poco a poco fui volviéndome habilísimo en este arte. Al cabo de unos meses —gracias a nuevos y constantes ejercicios contando hormigas y otros insectos— llegué a realizar la proeza increíble de contar todas las abejas de un enjambre. Esta hazaña de calculador nada valdría, sin embargo, frente a muchas otras que logré más tarde. Mi generoso amo poseía, en dos o tres distantes oasis, grandes plantaciones de datileras, e, informado de mis habilidades matemáticas, me encargó dirigir la venta de sus frutos, contados por mí en los racimos, uno a uno. Trabajé así al pie de las palmeras cerca de diez años. Contento con las ganancias que le procuré, mi bondadoso patrón acaba de concederme cuatro meses de reposo y ahora voy a Bagdad pues quiero visitar a unos parientes y admirar las bellas mezquitas y los suntuosos palacios de la famosa ciudad. Y, para no perder el tiempo, me ejercito durante el viaje contando los árboles que hay en esta región, las flores que la embalsaman, y los pájaros que vuelan por el cielo entre nubes.
Y señalándome una vieja higuera que se erguía a poca distancia, prosiguió:
—Aquel árbol, por ejemplo, tiene doscientas ochenta y cuatro ramas. Sabiendo que cada rama tiene como promedio, trescientos cuarenta y seis hojas, es fácil concluir que aquel árbol tiene un total de noventa y ocho mil quinientos cuarenta y ocho hojas. ¿No cree, amigo mío?
—¡Maravilloso! —exclamé atónico. Es increíble que un hombre pueda contar, de una ojeada, todas las ramas de un árbol y las flores de un jardín… Esta habilidad puede procurarle a cualquier persona inmensas riquezas..
—¿Usted cree? —se asombró Beremiz. Jamás se me ocurrió pensar que contando los millones de hojas de los árboles y los enjambres de abejas se pudiera ganar dinero. ¿A quién le puede interesar cuántas ramas tiene un árbol o cuántos pájaros forman la bandada que cruza por el cielo?
—Su admirable habilidad —le expliqué— puede emplearse en veinte mil casos distintos. En una gran capital como Constantinopla, o incluso en Bagdad, sería usted un auxiliar precioso para el Gobierno. Podría calcular poblaciones, ejércitos y rebaños. Fácil le sería evaluar los recursos del país, el valor de las cosechas, los impuestos, las mercaderías y todos los recursos del Estado. Le aseguro —por las relaciones que tengo, pues soy bagdalí— que no le será difícil obtener algún puesto destacado junto al califa Al—Motacén, nuestro amo y señor. Tal vez pueda llegar al cargo de visir—tesorero o desempeñar las funciones de secretario de la Hacienda musulmana.
—Si es así en verdad, no lo dudo, respondió el calculador. Me voy a Bagdad.
Y sin más preámbulos se acomodó como pudo en mi camello —el único que llevábamos—, y nos pusimos a caminar por el largo camino cara a la gloriosa ciudad.
Desde entonces, unidos por este encuentro casual en medio de la agreste ruta, nos hicimos compañeros y amigos inseparables.

Beremiz era un hombre de genio alegre y comunicativo. Muy joven aún —pues no había cumplido todavía los veintiséis años— estaba dotado de una inteligencia extraordinariamente viva y de notables aptitudes para la ciencia de los números.
Formulaba a veces, sobre los acontecimientos más triviales de la vida, comparaciones inesperadas que denotaban una gran agudeza matemática. Sabía también contar historias y narrar episodios que ilustraban su conversación, ya de por sí atractiva y curiosa.
A veces se quedaba en silencio durante varias horas; encerrado en un mutismo impenetrable, meditando sobre cálculos prodigiosos. En esas ocasiones me esforzaba en no perturbarlo. Le dejaba tranquilo, para que pudiera hacer, con los recursos de su privilegiada memoria, descubrimientos fascinantes en los misteriosos arcanos de la Matemática, la ciencia que los árabes tanto cultivaron y engrandecieron
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05 enero 2008

El Niño, el buey y la mula

el belén de la almudena

Los evangelios no hablan del buey y la mula que habrían estado en el pesebre junto a Jesús sobre las pajas. Pero la tradición habla de ellos. Su historia es conmovedora y encanta a niños y adultos. Y en estos tiempos ecológicos adquiere un significado especial. Vamos a contar la verdad de esta historia antigua que es narrada a su manera en cada lengua.
Un campesino tenía un buey y una mula muy viejos e inservibles para el trabajo en el campo. Se había encariñado con ellos y le habría gustado que muriesen de muerte natural, pero se consumían día a día. Así que resolvió llevarlos al matadero. Cuando tomó la decisión se sintió mal y no consiguió dormir en toda la noche.
El buey y la mula notaron que había algo raro en al aire. Movían inquietos sus osamentas sin poder dormitar. La vida había sido dura. Habían pasado por varios dueños. De todos habían recibido muchos palos. Era su condición de animales de carga.
Hacia la media noche, de repente sintieron que una mano invisible los conducía por un estrecho camino hacia un establo. Decían entre sí: «¿Qué nos obligarán a hacer en esta noche fría? Ya no tenemos fuerzas para nada».
Fueron conducidos a una gruta donde había una lucecita trémula y un pesebre. Pensaban que irían a comer algo de heno. Quedaron maravillados cuando vieron que allí dentro, sobre unas pajas, tiritando, estaba un lindo recién nacido. Un hombre inclinado, José, procuraba calentar al niño con su aliento. El buey y la mula comprendieron inmediatamente. Debían calentar al niño. También con su aliento. Acercaron sus hocicos. Cuando percibieron la belleza y la irradiación del niño sus viejos esqueletos se estremecieron de emoción. Y sintieron un fuerte vigor interno. Con sus hocicos bien cerquita del niño empezaron a respirar lentamente sobre él, y así se fue calentando.
De repente, el niño abrió los ojos. «Ahora va a llorar», dijo la mula al buey, «verás que le asustaron nuestros feos hocicos». El niño, por el contrario, los miró amorosamente y extendió su pequeña mano para acariciar sus hocicos. Y seguía sonriendo, como si fuera una cascada de agua.
«El niño ríe», dijo José a María. «No para de reír». «Debe ser que le hizo gracia el hocico del buey y la mula». María sonrió y quedó callada. Acostumbrada a guardar todas las cosas en su corazón, sabía que era un milagro de su divino niño.
El hecho es que los propios animales se sintieron alegres. Nadie les había reconocido ningún mérito en la vida. Y he aquí que estaban calentando al Señor del universo en forma de niño.
Cuando volvían hacia casa notaron que otros burros y bueyes los miraban con un aire de admiración. Estaban tan felices que al avistar la casa, hasta se arriesgaron a un galope. Y ahí se dieron cuenta de que estaban realmente llenos de vitalidad.
Volvieron al establo. Por la mañanita vino el patrón para llevarlos al matadero. Ellos lo miraron compungidos, como diciendo: «¡déjanos vivir un poco más!». El patrón los miró sorprendido y dijo: «¿pero son éstos mis viejos animales?, ¿cómo es que están tan vigorosos, con la piel lisa y brillante y las patas firmes y fuertes?»
Y dejó que se quedaran. Durante años y años sirvieron fielmente al patrón. Pero él siempre se preguntaba: «Dios mío, ¿quién trasformó de repente en jóvenes y robustos a aquella mula y aquel buey tan viejitos?» Los niños, que saben del niño Jesús, pueden darle la respuesta.
Con el Niño, el buey y la mula les deseo «Feliz Navidad a todos los lectores y lectoras».

El Niño, el buey y la mula por Leonardo Boff

04 enero 2008

Et lux in tenebris lucet

Et lux in tenebris lucet


El laicismo es luminoso; los s e ñ o r e s OBISPOS (los obispos españoles que vemos en las fotos de la manifestación de Madrid) muy tenebrosos.

"Por otra parte, pensamos que la Iglesia Católica no es una institución autorizada para dar lecciones de democracia cuando sabemos que ésta no se practica en su seno en modo alguno. Y menos aún los obispos pueden tener credibilidad para defender los derechos humanos cuando, a estas alturas, el Vaticano no pone en práctica la Declaración Universal de 1948, ni ha suscrito los dos Pactos Internacionales (16 de diciembre de 1966) en los que los Estados se comprometieron a aplicar los citados derechos."


en "Los obispos, contra el Estado de derecho" Juan José Tamayo y José M. Castillo (Teólogos) - Madrid y Granada - 02/01/2008


03 enero 2008

Calles y plazas de Madrid: Plaza del 2 de mayo

plaza del 2 de mayo: madrid

EL AFRANCESADO

I

En la pequeña villa del Padrón, sita en territorio gallego, y allá por el año de 1808, vendía sapos y culebras y agua llovediza, a fuer de legítimo boticario; un tal García de Paredes, misántropo solterón, descendiente acaso, y sin acaso, de aquel varón ilustre que mataba un toro de una puñada.
Era una fría y triste noche de otoño. El cielo estaba encapotado por densas nubes, y la total carencia de alumbrado terrestre dejaba a las tinieblas campar por sus respetos en todas las calles y plazas de la población.
A eso de las diez de aquella pavorosa noche, que las lúgubres circunstancias de la patria hacían mucho más siniestra, desembocó en la plaza que hoy se llamará de la Constitución un silencioso grupo de sombras, aún más negras que la oscuridad de cielo y tierra, las cuales avanzaron hacia la botica de García de Paredes, cerrada completamente desde las Ánimas, o sea desde las ocho y media en punto.
-¿Qué hacemos? -dijo una de las sombras en correctísimo gallego. -Nadie nos ha visto... -observó otra.
-¡Derribar la puerta! -propuso una mujer. -¡Y matarlos! -murmuraron hasta quince voces.
-¡Yo me encargo del boticario! -exclamó un chico. -¡De ése nos encargamos todos!
-¡Por judío!
-¡Por afrancesado!
-Dicen que hoy cenan con él más de veinte franceses...
-¡Ya lo creo! ¡Como saben que ahí están seguros, han acudido en montón! -¡Ah! ¡Si fuera en mi casa! ¡Tres alojados llevo echados al pozo!
-¡Mi mujer degolló ayer a uno!...
-¡Y yo... -dijo un fraile con voz de figle- he asfixiado a dos capitanes, dejando carbón encendido en su celda, que antes era la mía!
-¡Y ese infame boticario los protege!
-¡Qué expresivo estuvo ayer en paseo con esos viles excomulgados! -¡Quién lo había de esperar de García de Paredes! ¡No hace un mes que era el más
valiente, el más patriota, el más realista del pueblo!
-¡Toma! ¡Como que vendía en la botica retratos del príncipe Fernando!
-¡Y ahora los vende de Napoleón!
-Antes nos excitaba a la defensa contra los invasores... -Y desde que vinieron al Padrón se pasó a ellos... -¡Y esta noche da de cenar a todos los jefes!
-¡Oíd qué algazara traen! Pues no gritan ¡Viva el emperador!
-Paciencia... -murmuró el fraile-. Todavía es muy temprano.
-Dejémosles emborracharse... -expuso una vieja-. Después entramos..., ¡y ni uno ha de quedar vivo!
-¡Pido que se haga cuartos al boticario!
-¡Se le hará ochavos, si queréis! Un afrancesado es más odioso que un francés. El francés atropella a un pueblo extraño: el afrancesado vende y deshonra a su patria. El francés comete un asesinato: el afrancesado ¡un parricidio!

II

Mientras ocurría la anterior escena en la puerta de la botica, García de Paredes y sus convidados corrían la francachela más alegre y desaforada que os podáis figurar.
Veinte eran, en efecto, los franceses que el boticario tenía a la mesa, todos ellos jefes y oficiales.
García de Paredes contaría cuarenta y cinco años; era alto y seco y más amarillo que una momia: dijérase que su piel estaba muerta hacía mucho tiempo; llegábale la frente a la nuca, gracias a una calva limpia y reluciente, cuyo brillo tenía algo de fosfórico; sus ojos, negros y apagados, hundidos en las descarnadas cuencas, se parecían a esas lagunas encerradas entre montañas, que sólo ofrecen oscuridad, vértigos y muerte al que las mira: lagunas que nada reflejan; que rugen sordamente alguna vez, pero sin alterarse; que devoran todo lo que cae en su superficie; que nada devuelven; que nadie ha podido sondear; que no se alimentan de ningún río, y cuyo fondo busca la imaginación en los mares antípodas.
La cena era abundante, el vino bueno, la conversación alegre y animada. Los franceses reían, juraban, blasfemaban, cantaban, fumaban, comían y bebían a un
mismo tiempo.
Quién había contado los amores secretos de Napoleón; quién la noche del 2 de Mayo en Madrid; cuál la batalla de las Pirámides, cuál otro la ejecución de Luis XVI.
García de Paredes bebía, reía y charlaba como los demás, o quizá más que ninguno; y tan elocuente había estado en favor de la causa imperial, que los soldados del césar lo habían abrazado, lo habían vitoreado, le habían improvisado himnos.
-¡Señores! -había dicho el boticario-: la guerra que os hacemos los españoles es tan necia como inmotivada. Vosotros, hijos de la Revolución, venís a sacar a España de su tradicional abatimiento, a despreocuparla, a disipar las tinieblas religiosas, a mejorar sus anticuadas costumbres, a enseñarnos esas utilísimas e inconcusas verdades de que no hay Dios, de que no hay otra vida, de que la penitencia, el ayuno, la castidad y demás virtudes católicas son quijotescas locuras, impropias de un pueblo civilizado, y de que Napoleón es el verdadero Mesías, el redentor de los pueblos, el amigo de la especie humana... ¡Señores! ¡Viva el emperador cuanto yo deseo que viva!
-¡Bravo, vítor! -exclamaron los hombres del 2 de Mayo. El boticario inclinó la frente con indecible angustia. Pronto volvió a alzarla, tan firme y tan sereno como antes. Bebióse un vaso de vino, y continuó:
-Un abuelo mío, un García de Paredes, un bárbaro, un Sansón, un Hércules, un Milón de Crotona, mató doscientos franceses en un día... Creo que fue en Italia. ¡Ya veis que no era tan afrancesado como yo! ¡Adiestróse en las lides contra los moros del reino de Granada; armóle caballero el mismo Rey Católico, y montó más de una vez la guardia en el Quirinal, siendo Papa nuestro tío Alejandro Borja! ¡Eh!, ¡eh! ¡No me hacíais tan linajudo! Pues este Diego García de Paredes, este ascendiente mío..., que ha tenido un descendiente boticario, tomó a Cosenza y Manfredonia, entró por asalto en Ceriñola y peleó como bueno en la batalla de Pavía. ¡Allí hicimos prisionero a un rey de Francia, cuya espada ha estado en Madrid cerca de tres siglos, hasta que nos la robó hace tres meses ese hijo de un posadero que viene a vuestra cabeza, y a quien llaman Murat!
Aquí hizo otra pausa el boticario. Algunos franceses demostraron querer contestarle; pero él, levantándose e imponiendo a todos silencio con su actitud, empuñó convulsivamente un vaso, y exclamó con voz atronadora:
-¡Brindo, señores, porque maldito sea mi abuelo, que era un animal, y porque se halle ahora mismo en los profundos infiernos!... ¡Vivan los franceses de Francisco I y de Napoleón Bonaparte!
-¡Vivan! -respondieron los invasores dándose por satisfechos.
Y todos apuraron su vaso.
Oyóse en esto rumor en la calle o, mejor dicho, a la puerta de la botica.
-¿Habéis oído? -preguntaron los franceses.
García de Paredes se sonrió.
-¡Vendrán a matarme! -dijo. -¿Quién?
-Los vecinos del Padrón.
-¿Por qué?
-¡Por afrancesado! Hace algunas noches que rondan mi casa... Pero ¿qué nos importa? Continuemos nuestra fiesta.
-Sí... ¡continuemos! -exclamaron los convidados-. ¡Estamos aquí para defenderos! Y chocando ya botellas contra botellas, que no vasos contra vasos.
-¡Viva Napoleón! ¡Muera Fernando! ¡Muera Galicia! -gritaron a una voz.
García de Paredes esperó a que se acallase el brindis, y murmuró con acento lúgubre: -¡Celedonio!
El mancebo de la botica asomó por una puertecilla su cabeza pálida y demudada, sin atreverse a penetrar en aquella caverna.
-Celedonio, trae papel y tintero -dijo tranquilamente el boticario. El mancebo volvió con recado de escribir.
-¡Siéntate! -continuó su amo-. Ahora, escribe las cantidades que yo te vaya diciendo. Divídelas en dos columnas. Encima de la columna de la derecha pon: Deuda, y encima de la otra: Crédito.
-Señor... -balbuceó el mancebo-. En la puerta hay una especie de motín... Gritan ¡Muera el boticario!... Y ¡quieren entrar!
-¡Cállate y déjalos! Escribe lo que te he dicho.
Los franceses se rieron de admiración al ver al farmacéutico ocupado en ajustar cuentas cuando le rodeaban la muerte y la ruina.
Celedonio alzó la cabeza y enristró la pluma, esperando cantidades que anotar. -¡Vamos a ver, señores! -dijo entonces García de Paredes, dirigiéndose a sus
comensales-. Se trata de resumir nuestra fiesta en un solo brindis. Empecemos por orden de colocación. Vos, capitán, decidme: ¿cuántos españoles habréis matado desde que pasasteis los Pirineos?
-¡Bravo! ¡Magnífica idea! -exclamaron los franceses.
-Yo... -dijo el interrogado, trepándose en la silla y retorciéndose el bigote con
petulancia-. Yo... habré matado... . personalmente... con mi espada..., ¡poned unos diez o doce!
-¡Once a la derecha! -gritó el boticario, dirigiéndose al mancebo.
El mancebo repitió, después de escribir:
-Deuda... once.
-¡Corriente! -Prosiguió el anfitrión-. ¿Y vos?... Con vos hablo, señor Julio... -Yo... seis.
-¿Y vos, mi comandante? -Yo... veinte.
-Yo... ocho. -Yo... catorce. -Yo... ninguno.
-¡Yo no sé!...; he tirado a ciegas... -respondía cada cual, según le llegaba su turno.
Y el mancebo seguía anotando cantidades a la derecha.
-¡Veamos ahora, capitán! -continuó García de Paredes-. Volvamos a empezar por vos. ¿Cuántos españoles esperáis matar en el resto de la guerra, suponiendo que dure todavía... tres años?
-¡Eh!... -respondió el capitán-. ¿Quién calcula eso?
-Calculadlo...; os lo suplico...
-Poned otros once.
-Once a la izquierda -dictó García de Paredes.
Y Celedonio repitió:
-Crédito, once.
-¿Y vos? -interrogó el farmacéutico por el mismo orden seguido anteriormente.
-Yo... quince.
-Yo... veinte. -Yo... ciento.
-Yo... mil -respondían los franceses.
-¡Ponlos todos a diez, Celedonio!... -murmuró irónicamente el boticario-. Ahora, suma por separado las dos columnas.
El pobre joven, que había anotado las cantidades con sudores de muerte, viose obligado a hacer el resumen con los dedos, como las viejas. Tal era su terror.
Al cabo de un rato de horrible silencio, exclamó, dirigiéndose a su amo:
-Deuda..., 285. Crédito..., 200.
-Es decir... -añadió García de Paredes-, ¡doscientos ochenta y cinco muertos, y doscientos sentenciados! ¡Total, cuatrocientas ochenta y cinco víctimas!
Y pronunció estas palabras con voz tan honda y sepulcral, que los franceses se miraron alarmados.
En tanto, el boticario ajustaba una nueva cuenta.
-¡Somos unos héroes! -exclamó al terminarla-. Nos hemos bebido setenta botellas, o sean ciento cinco libras y media de vino que, repartidas entre veintiuno, pues todos hemos bebido con igual bizarría, dan cinco libras de líquido por cabeza. ¡Repito que somos unos héroes!
Crujieron en esto las tablas de la puerta de la botica, y el mancebo balbuceó tambaleándose:
-¡Ya entran!...
-¿Qué hora es? -preguntó el boticario con suma tranquilidad.
-Las once. Pero ¿no oye usted que entran?
-¡Déjalos! Ya es hora.
-¡Hora!... ¿de qué? -murmuraron los franceses, procurando levantarse. Pero estaban tan ebrios que no podían moverse de sus sillas.
-¡Que entren! ¡Que entren!... -exclamaban, sin embargo, con voz vinosa, sacando los sables con mucha dificultad y sin conseguir ponerse de pie-. ¡Que entren esos canallas! ¡Nosotros los recibiremos!
En esto, sonaba ya abajo, en la botica, el estrépito de los botes y redomas que los vecinos del Padrón hacían pedazos, y oíase resonar en la escalera este grito unánime y terrible:
-¡Muera el afrancesado!

III

Levantóse García de Paredes, como impulsado por un resorte, al oír semejante clamor dentro de su casa, y apoyóse en la mesa para no caer de nuevo sobre la silla. Tendió en torno suyo una mirada de inexplicable regocijo, dejó ver en sus labios la inmortal sonrisa del triunfador, y así, transfigurado y hermoso, con el doble temblor de la muerte y del entusiasmo, pronunció las siguientes palabras, entrecortadas y solemnes como las campanadas del toque de agonía:
-¡Franceses!... Si cualquiera de vosotros, o todos juntos, hallarais ocasión propicia de vengar la muerte de doscientos ochenta y cinco compatriotas y de salvar la vida a otros doscientos más; si sacrificando vuestra existencia pudieseis desenojar la indignada sombra de vuestros antepasados, castigar a los verdugos de doscientos ochenta y cinco héroes, y librar de la muerte a doscientos compañeros, a doscientos hermanos, aumentando así las huestes del ejército patrio con doscientos campeones de la independencia nacional, ¿repararíais ni un momento en vuestra miserable vida? ¿Dudaríais ni un punto en abrazaros, como Sansón, a la columna del templo, y morir, a precio de matar a los enemigos de Dios?
-¿Qué dice? -se preguntaron los franceses.
-Señor..., ¡los asesinos están en la antesala! -exclamó Celedonio. -¡Que entren!... -gritó García de Paredes-. Ábreles la puerta de la sala... ¡Que vengan todos... a ver cómo muere el descendiente de un soldado de Pavía!
Los franceses, aterrados, estúpidos, clavados en sus sillas por insoportable letargo, creyendo que la muerte de que hablaba el español iba a entrar en aquel aposento en pos de los amotinados, hacían penosos esfuerzos por levantar los sables, que yacían sobre la mesa; pero ni siquiera conseguían que sus flojos dedos asiesen las empuñaduras: parecía que los hierros estaban adheridos a la tabla por insuperable fuerza de atracción.
En esto inundaron la estancia más de cincuenta hombres y mujeres, armados con palos, puñales y pistolas, dando tremendos alaridos y lanzando fuego por los ojos.
-¡Mueran todos! -exclamaron algunas mujeres, lanzándose las primeras. -¡Deteneos! -gritó García de Paredes, con tal voz, con tal actitud, con tal fisonomía que, unido este grito a la inmovilidad y silencio de los veinte franceses, impuso frío terror a la muchedumbre, la cual no se esperaba aquel tranquilo y lúgubre recibimiento.
-No tenéis por qué blandir los puñales... -continuó el boticario con voz desfallecida-. He hecho más que todos vosotros por la independencia de la Patria... ¡Me he fingido afrancesado!... Y ¡ya veis!... los veinte jefes y oficiales invasores..., ¡los veinte!, no los toquéis..., ¡están envenenados!...
Un grito simultáneo de terror y admiración salió del pecho de los españoles. Dieron éstos un paso más hacia los convidados, y hallaron que la mayor parte estaban ya muertos, con la cabeza caída hacia adelante, los brazos extendidos sobre la mesa, y la mano crispada en la empuñadura de los sables. Los demás agonizaban silenciosamente.
-¡Viva García de Paredes! -exclamaron entonces los españoles, rodeando al héroe moribundo.
-Celedonio... -murmuró el farmacéutico-. El opio se ha concluido... Manda por opio a La Coruña...
Y cayó de rodillas.
Sólo entonces comprendieron los vecinos del Padrón que el boticario estaba también envenenado.
Vierais entonces un cuadro tan sublime como espantoso. Varias mujeres, sentadas en el suelo, sostenían en sus faldas y en sus brazos al expirante patriota, siendo las primeras en colmarlo de caricias y bendiciones, como antes fueron las primeras en pedir su muerte. Los hombres habían cogido todas las luces de la mesa, y alumbraban arrodillados aquel grupo de patriotismo y caridad... Quedaban, finalmente, en la sombra veinte muertos o moribundos, de los cuales algunos iban desplomándose contra el suelo con pavorosa pesantez.
Y a cada suspiro de muerte que se oía, a cada francés que venía a tierra, una sonrisa gloriosa iluminaba la faz de García de Paredes, el cual de allí a poco devolvió su espíritu al Cielo, bendecido por un ministro del Señor y llorado de sus hermanos en la Patria.

Madrid, 1856.

en "Historietas Nacionales" de Pedro Antonio de Alarcón

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