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07 enero 2008

El hombre que calculaba de Malba Tahan

CAPITULO I
En el que se narran las divertidas circunstancias de mi encuentro con un singular viajero camino de la ciudad de Samarra, en la Ruta de Bagdad. Qué hacía el viajero y cuáles eran sus palabras.

¡En el nombre de Allah, Clemente y Misericordioso!
Iba yo cierta vez al paso lento de mi camello por la Ruta de Bagdad de vuelta de una excursión a la famosa ciudad de Samarra, a orillas del Tigres, cuando vi, sentado en una piedra, a un viajero modestamente vestido que parecía estar descansando de las fatigas de algún viaje.
Me disponía a dirigir al desconocido el trivial salam de los caminantes, cuando, con gran sorpresa por mi parte, vi que se levantaba y decía ceremoniosamente:
—Un millón cuatrocientos veintitrés mil setecientos cuarenta y cinco…
Se sentó en seguida y quedó en silencio, con la cabeza apoyada en las manos, como si estuviera absorto en profundas meditaciones.
Me paré a cierta distancia y me quedé observándolo como si se tratara de un monumento histórico de los tiempos legendarios.
Momentos después, el hombre se levantó de nuevo y, con voz pausada y clara, cantó otro número igualmente fabuloso:
—Dos millones trescientos veintiún mil ochocientos sesenta y seis…
Y así, varias veces, el raro viajero se puso en pie y dijo en voz alta un número de varios millones, sentándose luego en la tosca piedra del camino.
Sin poder refrenar mi curiosidad, me acerqué al desconocido, y, después de saludarlo en nombre de Allah —con Él sean la oración y la gloria—, le pregunté el significado de aquellos números que solo podrían figurar en cuentas gigantescas.
—Forastero, respondió el Hombre que Calculaba, no censuro la curiosidad que te ha llevado a perturbar mis cálculos y la serenidad de mis pensamientos. Y ya que supiste dirigirte a mí con delicadeza y cortesía, voy a atender a tus deseos. Pero para ello necesito contarte antes la historia de mi vida.
Y relató lo siguiente, que por su interés voy a trascribir con toda fidelidad:


CAPITULO II
Donde Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, cuenta la historia de su vida. Cómo quedé informado de los cálculos prodigiosos que realizaba y de cómo vinimos a convertirnos en compañeros de jornada.


—Me llamo Beremiz Samir, y nací en la pequeña aldea de Khoi, en Persia, a la sombra de la pirámide inmensa formada por el monte Ararat. Siendo aún muy joven empecé a trabajar como pastor al servicio de un rico señor de Khamat.
Todos los días, al amanecer, llevaba a los pastos el gran rebaño y me veía obligado a devolverlo a su redil antes de caer la noche. Por miedo a perder alguna oveja extraviada y ser, por tal negligencia, severamente castigado, las contaba varias veces al día.
Así fui adquiriendo poco a poco tal habilidad para contar que, a veces, de una ojeada contaba sin error todo el rebaño. No contento con eso, pasé luego a ejercitarme contando los pájaros cuando volaban en bandadas por el cielo.
Poco a poco fui volviéndome habilísimo en este arte. Al cabo de unos meses —gracias a nuevos y constantes ejercicios contando hormigas y otros insectos— llegué a realizar la proeza increíble de contar todas las abejas de un enjambre. Esta hazaña de calculador nada valdría, sin embargo, frente a muchas otras que logré más tarde. Mi generoso amo poseía, en dos o tres distantes oasis, grandes plantaciones de datileras, e, informado de mis habilidades matemáticas, me encargó dirigir la venta de sus frutos, contados por mí en los racimos, uno a uno. Trabajé así al pie de las palmeras cerca de diez años. Contento con las ganancias que le procuré, mi bondadoso patrón acaba de concederme cuatro meses de reposo y ahora voy a Bagdad pues quiero visitar a unos parientes y admirar las bellas mezquitas y los suntuosos palacios de la famosa ciudad. Y, para no perder el tiempo, me ejercito durante el viaje contando los árboles que hay en esta región, las flores que la embalsaman, y los pájaros que vuelan por el cielo entre nubes.
Y señalándome una vieja higuera que se erguía a poca distancia, prosiguió:
—Aquel árbol, por ejemplo, tiene doscientas ochenta y cuatro ramas. Sabiendo que cada rama tiene como promedio, trescientos cuarenta y seis hojas, es fácil concluir que aquel árbol tiene un total de noventa y ocho mil quinientos cuarenta y ocho hojas. ¿No cree, amigo mío?
—¡Maravilloso! —exclamé atónico. Es increíble que un hombre pueda contar, de una ojeada, todas las ramas de un árbol y las flores de un jardín… Esta habilidad puede procurarle a cualquier persona inmensas riquezas..
—¿Usted cree? —se asombró Beremiz. Jamás se me ocurrió pensar que contando los millones de hojas de los árboles y los enjambres de abejas se pudiera ganar dinero. ¿A quién le puede interesar cuántas ramas tiene un árbol o cuántos pájaros forman la bandada que cruza por el cielo?
—Su admirable habilidad —le expliqué— puede emplearse en veinte mil casos distintos. En una gran capital como Constantinopla, o incluso en Bagdad, sería usted un auxiliar precioso para el Gobierno. Podría calcular poblaciones, ejércitos y rebaños. Fácil le sería evaluar los recursos del país, el valor de las cosechas, los impuestos, las mercaderías y todos los recursos del Estado. Le aseguro —por las relaciones que tengo, pues soy bagdalí— que no le será difícil obtener algún puesto destacado junto al califa Al—Motacén, nuestro amo y señor. Tal vez pueda llegar al cargo de visir—tesorero o desempeñar las funciones de secretario de la Hacienda musulmana.
—Si es así en verdad, no lo dudo, respondió el calculador. Me voy a Bagdad.
Y sin más preámbulos se acomodó como pudo en mi camello —el único que llevábamos—, y nos pusimos a caminar por el largo camino cara a la gloriosa ciudad.
Desde entonces, unidos por este encuentro casual en medio de la agreste ruta, nos hicimos compañeros y amigos inseparables.

Beremiz era un hombre de genio alegre y comunicativo. Muy joven aún —pues no había cumplido todavía los veintiséis años— estaba dotado de una inteligencia extraordinariamente viva y de notables aptitudes para la ciencia de los números.
Formulaba a veces, sobre los acontecimientos más triviales de la vida, comparaciones inesperadas que denotaban una gran agudeza matemática. Sabía también contar historias y narrar episodios que ilustraban su conversación, ya de por sí atractiva y curiosa.
A veces se quedaba en silencio durante varias horas; encerrado en un mutismo impenetrable, meditando sobre cálculos prodigiosos. En esas ocasiones me esforzaba en no perturbarlo. Le dejaba tranquilo, para que pudiera hacer, con los recursos de su privilegiada memoria, descubrimientos fascinantes en los misteriosos arcanos de la Matemática, la ciencia que los árabes tanto cultivaron y engrandecieron
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