10 diciembre 2020

10 de diciembre

A las seis de la mañana del día 10 de diciembre, en un lanchón de Benolié, se dirigió al bergantín, y a las seis y media zarpó con viento fresco, dejando al poco rato de verse Gibraltar y las costas de África. 

Aviraneta, que llevaba unos días sin dormir bien, quizá por el medio mareo que padecía o porque bebió un poco de vino, se echó en la cama, y no despertó hasta el día siguiente, a las once. 

Al salir vestido a cubierta, sir John, el capitán, comenzó a reír al verle, y le dijo: 

—Usted es un lobo de mar, cuando ha podido dormir con el huracán tan terrible que hemos tenido. 

Al tercer día de tormenta, antes de meterse en la cama, agarrándose a lo que pudo, llegó a la cocina y comió algún fiambre. Desde la salida de Gibraltar no se había podido encender la cocina. 

Al día siguiente llegaron a la isla de Porquerolles, donde anclaron. Se compraron víveres, se encendió la cocina, y comieron por primera vez caliente y de manera espléndida. 

A medianoche se hicieron a la vela con tiempo hermoso, y a los doce días de dejar las costas de Francia estaban a la vista de Alejandría. 

Por la mañana, al amanecer, se levantó don Eugenio de la cama, y se asomó a la borda. No se veía más que la costa baja, amarillenta, iluminada por el sol; la ciudad, vagamente, y la columna de Pompeyo, que se destacaba con claridad.

Pío Baroja 
Aviraneta o la vida de un conspirador

Vitola

 vitolas

09 diciembre 2020

9 de diciembre

La noche fue espantosa. En su delirio Harbert decía cosas que partían el corazón de sus compañeros. Divagaba, luchaba contra los presidiarios, llamaba a Ayrton, suplicaba a aquel ser misterioso, a aquel protector, que ya había desaparecido y cuya imagen lo obsesionaba… Después volvió a caer en una postración profunda, que lo aniquilaba… Muchas veces Gédéon Spilett creyó que el pobre joven había muerto. 

El día 8 de diciembre no fue más que una sucesión de desmayos. Las manos enflaquecidas de Harbert se crispaban asiendo las ropas de la cama. Se le administraron nuevas dosis de corteza machacada, pero el periodista no esperaba ningún resultado. 

—Si antes de mañana no le hemos dado un febrífugo más enérgico, Harbert morirá. 

Llegó la noche, la última sin duda de aquel niño valeroso, bueno, inteligente, tan superior a su edad y a quien todos amaban como a un hijo. El único remedio que existía contra la terrible fiebre perniciosa, el único específico que podía vencerla, no existía en la isla Lincoln. 

Durante aquella noche del 8 al 9 de diciembre, Harbert tuvo un acceso de delirio más intenso. Tenía el hígado horriblemente congestionado, el cerebro atacado y ya era imposible que conociese a nadie. 

¿Viviría hasta la mañana siguiente, hasta ese tercer acceso que debería indudablemente causarle la muerte? No era probable. Sus fuerzas estaban agotadas y en el intervalo de la crisis se encontraba como inanimado. 

Hacia las tres de la mañana, Harbert dio un grito espantoso y pareció retorcerse en una terrible convulsión. Nab, que estaba a su lado, se asustó y fue al cuarto inmediato donde se hallaban sus compañeros. 

Top en aquel momento ladró de un modo extraño… 

Todos entraron inmediatamente y lograron sujetar en la cama al joven moribundo, que quería arrojarse fuera de ella, mientras Gédéon Spilett, teniéndole el brazo, observaba que iba subiendo poco a poco el pulso… 

Eran las cinco de la mañana. Los rayos del sol comenzaban a penetrar en los cuartos del Palacio de granito. Se anunciaba un hermoso día y aquel día iba a ser el último del pobre Harbert. 

Un rayo de luz llegó hasta la mesa, situada cerca del lecho. 

De repente Pencroff dio un grito y mostró un objeto que había sobre la mesa… 

Era una pequeña caja oblonga, en cuya tapa estaban escritas estas palabras: Sulfato de quinina.

Jules Verne 
La isla misteriosa 
Viajes extraordinarios

Vitolas

 Vitolas, vitolinas, habilitaciones, libranillos y anillos tabaqueros

08 diciembre 2020

8 de Diciembre

 El 8 de Diciembre tuvimos otra defunción del beri-beri, la del soldado Rafael Alonso Medero. Sin embargo, como era día tan señalado para la Infantería española, y convenía desvanecer el mal efecto de aquella nueva pérdida, mandé hacer buñuelos y café para la tropa, dándoles además una lata de sardinas por individuo. Poco valía este modesto refrigerio, porque ya he dicho el mal estado de los víveres, pero allí todo lo que rompía lo monotonía diaria, con cierto aspecto de novedad y desahogo, confortaba los ánimos. Por esto, aún cuando los buñuelos, como es de suponer, salieron hechos unos verdaderos buñuelos, el café un aguachirle y cada lata una pequeñez aprovechable, todo se tuvo por apetitoso extraordinario, que todo es relativo en el mundo, y la guarnición de Baler celebró dignamente la fiesta de su Patrona inmaculada: en lo religioso, con el sepelio del compañero fallecido y los rezos por el descanso de su alma; en lo positivo, con el simulacro de banquete, y en lo militar, con su acerada resignación a todo ello. 

 En el campo insurrecto debían de meditar constantemente, no ya el envite serio, descubierto y a fondo que nos hubiera indudablemente aniquilado, sino el recurso que, bordeando los peligros de un combate de frente, acabase por intimidarnos y abatirnos. De aquí el estruendo con que por entonces dieron en acompañar sus ataques. No bastándoles con el de sus cañones, que ya era muy sobrado, tomaron el sistema de acompañarlo con formidable griterío y unas lluvias de piedras, que, al caer sobre los tejados de la iglesia, de zinc y poco sólidos, ensordecían con sus redobles del infierno.

Saturnino Martín Cerezo
El sitio de Baler
(Notas y Recuerdos)

La historia de «los últimos de Filipinas» relatada por su más destacado protagonista: el Teniente Saturnino Martín Cerezo. 
En 1898, y durante casi un año, un pequeño destacamento español resistió en una iglesia la embestida de las tropas independentistas filipinas esperando unos refuerzos que nunca llegaron. Harapientos, enfermos, y débiles por no tener nada que llevarse a la boca. Aunque también valientes y decididos a dar hasta la última gota de sangre por su país. Así fue como poco más de medio centenar de soldados presentes en Baler (situada a unos 230 kilómetros de Manila) defendieron en 1898 el último territorio español ubicado en Filipinas.

Vitolas

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Enriketa ve un fantasma