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09 diciembre 2021

9 de diciembre

 Reina desde la cuna. 1542-1548

María Estuardo tiene seis días cuando se convierte en reina de Escocia; ya desde el principio se cumple la ley de su vida: recibirlo todo del destino demasiado pronto, y sin la alegría de ser consciente de ello. En ese sombrío día de diciembre de 1542 en el que nace en el castillo de Linlithgow, su padre, Jacobo V, yace al mismo tiempo en su lecho de muerte en la vecina fortaleza de Falkland, con sólo treinta y un años de edad y sin embargo ya quebrado por la vida, cansado de la corona, cansado de luchar. Había sido un hombre bravo y caballeroso, al principio alegre, apasionado amigo de las artes y de las mujeres, familiarizado con el pueblo; a menudo había ido, disfrazado, a las fiestas de las aldeas, había bailado y bromeado con los campesinos, y algunas de las canciones y baladas escocesas que escribió han seguido viviendo mucho tiempo en la memoria de su patria. Pero ese desdichado heredero de una desdichada estirpe había nacido en una época salvaje, en un país rebelde, y estaba destinado de antemano a una trágica suerte. Un vecino desconsiderado y de fuerte voluntad, Enrique VIII, le apremia a implantar la Reforma, pero Jacobo V se mantiene fiel a la Iglesia, y enseguida los nobles escoceses, siempre inclinados a crear dificultades a su soberano, aprovechan la disputa y empujan sin cesar, contra su voluntad, a ese hombre alegre y pacífico al disturbio y la guerra. Ya cuatro años antes, cuando Jacobo V pretendía por esposa a María de Guisa, había descrito claramente la fatalidad que supone tener que ser rey contra esos clanes tercos y rapaces: «Madame —había escrito en esa carta de petición de mano, conmovedoramente sincera—, sólo tengo veintisiete años, y la vida me agobia ya tanto como mi corona… huérfano desde la infancia, he sido prisionero de nobles ambiciosos; la poderosa casa de los Douglas me ha esclavizado durante largo tiempo, y odio ese nombre y todo recuerdo suyo. Archibald, conde de Angus, Georg, su hermano, y todos sus parientes desterrados, incitan sin cesar al rey de Inglaterra contra nosotros, no hay un noble en mi reino al que no haya seducido con sus promesas o corrompido con dinero. No hay seguridad para mi persona, ni garantía de que se haga mi voluntad y de que se cumplan las justas leyes. Todo esto me espanta, madame, y espero de vos fuerza y consejo. Sin dinero, limitado tan sólo a los apoyos que recibo de Francia o a los escasos donativos de mis ricos clérigos, trato de adornar mis castillos, mantener mis fortificaciones y construir barcos. Pero mis barones consideran un rival insoportable a un rey que realmente quiera ser rey. A pesar de la amistad del rey de Francia y del apoyo de sus tropas y a pesar del afecto de mi pueblo, temo no ser capaz de alcanzar la decisiva victoria sobre mis barones. Superaría todos los obstáculos para despejar el camino de la justicia y la paz para esta nación, y quizá alcanzaría mi meta, si los nobles de mi país estuvieran solos. Pero el rey de Inglaterra siembra la discordia sin cesar entre ellos y yo, y las herejías que ha plantado en mi reino avanzan devoradoras hasta en los círculos de la Iglesia y el pueblo. Desde siempre, mi fuerza y la de mis antepasados ha estado únicamente en la burguesía de las ciudades y en la Iglesia, y me veo obligado a preguntarme: ¿Seguirá mucho tiempo esta fuerza a nuestro lado?».

09 diciembre 2020

9 de diciembre

La noche fue espantosa. En su delirio Harbert decía cosas que partían el corazón de sus compañeros. Divagaba, luchaba contra los presidiarios, llamaba a Ayrton, suplicaba a aquel ser misterioso, a aquel protector, que ya había desaparecido y cuya imagen lo obsesionaba… Después volvió a caer en una postración profunda, que lo aniquilaba… Muchas veces Gédéon Spilett creyó que el pobre joven había muerto. 

El día 8 de diciembre no fue más que una sucesión de desmayos. Las manos enflaquecidas de Harbert se crispaban asiendo las ropas de la cama. Se le administraron nuevas dosis de corteza machacada, pero el periodista no esperaba ningún resultado. 

—Si antes de mañana no le hemos dado un febrífugo más enérgico, Harbert morirá. 

Llegó la noche, la última sin duda de aquel niño valeroso, bueno, inteligente, tan superior a su edad y a quien todos amaban como a un hijo. El único remedio que existía contra la terrible fiebre perniciosa, el único específico que podía vencerla, no existía en la isla Lincoln. 

Durante aquella noche del 8 al 9 de diciembre, Harbert tuvo un acceso de delirio más intenso. Tenía el hígado horriblemente congestionado, el cerebro atacado y ya era imposible que conociese a nadie. 

¿Viviría hasta la mañana siguiente, hasta ese tercer acceso que debería indudablemente causarle la muerte? No era probable. Sus fuerzas estaban agotadas y en el intervalo de la crisis se encontraba como inanimado. 

Hacia las tres de la mañana, Harbert dio un grito espantoso y pareció retorcerse en una terrible convulsión. Nab, que estaba a su lado, se asustó y fue al cuarto inmediato donde se hallaban sus compañeros. 

Top en aquel momento ladró de un modo extraño… 

Todos entraron inmediatamente y lograron sujetar en la cama al joven moribundo, que quería arrojarse fuera de ella, mientras Gédéon Spilett, teniéndole el brazo, observaba que iba subiendo poco a poco el pulso… 

Eran las cinco de la mañana. Los rayos del sol comenzaban a penetrar en los cuartos del Palacio de granito. Se anunciaba un hermoso día y aquel día iba a ser el último del pobre Harbert. 

Un rayo de luz llegó hasta la mesa, situada cerca del lecho. 

De repente Pencroff dio un grito y mostró un objeto que había sobre la mesa… 

Era una pequeña caja oblonga, en cuya tapa estaban escritas estas palabras: Sulfato de quinina.

Jules Verne 
La isla misteriosa 
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22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...