02 noviembre 2024

2 de noviembre

 Granos de polen y balas mágicas

Viajaba yo en automóvil por la campiña inglesa con mi hija Juliet, que entonces tenía seis años, y me señaló algunas flores al borde de la carretera. Le pregunté para qué pensaba ella que eran las flores silvestres. Me dio una respuesta bastante meditada. «Para dos cosas», me dijo. «Para hacer el mundo bonito y para ayudar a las abejas a que hagan miel para nosotros.» Esto me emocionó, y lamenté tener que decirle que no era cierto.
La respuesta de mi hijita no era demasiado distinta a la que hubiera dado la mayoría de adultos a lo largo de la historia. La creencia de que la creación natural está aquí para nuestro beneficio es muy antigua. El primer capítulo del Génesis la expresa explícitamente. El hombre «dominará» sobre todos los seres vivos, y animales y plantas están aquí para deleite y uso nuestro. Como documenta el historiador Sir Keith Thomas en su Man and the Natural World (El hombre y el mundo natural), esta actitud impregnó la Cristiandad medieval y ha persistido hasta nuestros días. En el siglo diecinueve, el reverendo William Kirby pensaba que el piojo era un incentivo indispensable para la limpieza. Las bestias salvajes, según el obispo isabelino James Pilkington, alentaban la valentía de los hombres y proporcionaban un entrenamiento útil para la guerra. Los tábanos, según un escritor del siglo dieciocho, fueron creados «con el fin de que los hombres ejerciten su ingenio e industria para librarse de ellos». Las langostas estaban dotadas de un duro caparazón para que, antes de comerlas, pudiéramos beneficiarnos del ejercicio de romper sus pinzas. Otro piadoso escritor medieval pensaba que las malas hierbas estaban aquí para nuestro provecho: es bueno para nuestro espíritu tener que trabajar duro para arrancarlas.
De los animales se ha pensado que tenían el privilegio de compartir nuestro castigo por el pecado de Adán. Keith Thomas cita al respecto a un obispo del siglo diecisiete: «Cualquier cambio a peor que les haya afectado no ha sido castigo suyo, sino una parte del nuestro». Uno siente que esto debiera ser un gran consuelo para ellos. En 1653, Henry More creía que vacas y ovejas habían recibido la vida, sólo y ante todo, para que su carne estuviera fresca «hasta que tengamos necesidad de comerla». La conclusión lógica de esta línea de pensamiento es que, en realidad, los animales anhelan ser comidos.
El faisán, la perdiz y la alondra
Volaron a tu casa, como si fuera el Arca.
El buey voluntarioso vino por sí mismo
A casa para el sacrificio, con el cordero;
Y todas las bestias de más allá vinieron
A ofrecerse como presente.
En The Restaurant at the End of the Universe (El restaurante del fin del universo) —parte de la brillante saga Hitchhiker’s Guide to the Galaxy (Guía de la galaxia para autostopistas)—, Douglas Adams elaboró una conclusión futurista y grotesca a partir de esta presunción. Cuando el héroe y sus amigos se sientan en el restaurante, un gran cuadrúpedo se les acerca obsequioso a la mesa y en tonos agradables y cultivados se ofrece como plato del día. Explica que su raza ha sido criada para desear ser comida, junto con la capacidad de expresar ese anhelo de manera inequívoca: «¿Quizá algo del lomo… braseado en una salsa de vino blanco?… O la cadera, que está muy buena… La he estado ejercitando y he comido mucho grano, de modo que hay cantidad de buena carne aquí». Arthur Dent, el menos galácticamente refinado de los comensales, se siente horrorizado, pero los restantes miembros del grupo piden grandes filetes para todos y, agradecido, el manso animal se va trotando a la cocina para matarse (humanitariamente, añade, con un guiño tranquilizador hacia Arthur).
El relato de Douglas Adams es una comedia manifiesta, pero estoy sinceramente convencido de que la siguiente argumentación sobre el plátano, citada literalmente de un opúsculo actual amablemente remitido por uno de mis muchos corresponsales creacionistas, va en serio.

Rosas

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01 noviembre 2024

1 de noviembre

 VII.— La capilla

En la misma New Bedford se yergue una capilla de los Balleneros, y pocos son los malhumorados pescadores, con rumbo al océano índico o al Pacífico, que dejan de hacer una visita dominical a ese lugar.
Al regresar de mi primer paseo mañanero, volví a salir para ese especial destino. El cielo había cambiado de un frío soleado y claro, a niebla y aguanieve con viento. Envolviéndome en mi áspero chaquetón, del tejido llamado «piel de oso», luché por abrirme paso contra la terca tempestad. Al entrar, encontré una pequeña y desparramada feligresía de marineros y de mujeres y viudas de marineros. Reinaba un silencio ahogado, sólo roto a veces por los aullidos de la tempestad. Cada silencioso adorador parecía haberse sentado a propósito aparte de los demás, como si cada dolor silencioso fuera insular e incomunicable. El capellán no había llegado todavía; y allí, aquellas calladas islas de hombres y mujeres se habían sentado mirando fijamente varias lápidas de mármol, con bordes negros, incrustadas en la pared a ambos lados del púlpito. Tres de ellas rezaban algo así como lo que sigue, aunque no pretendo citar:

CONSAGRADA
A LA MEMORIA
DE
JOHN TALBOT
Que, a la edad de dieciocho años,
Se perdió en el mar,
Cerca de la Isla de la Desolación,
A la altura de Patagonia,
El 1 de noviembre de 1836
SU HERMANA
Dedica a su memoria
ESTA LÁPIDA


EN MEMORIA
DE
ROBERT LONG, WILLIS ELLERY,
NATHAN COLEMAN, WALTER CANNY,
SETH MACY Y SAMUEL GLEIG,
Que formaban la tripulación de una de las lanchas
DEL BARCO ELIZA
Arrastrados por una ballena hasta perderse de vista
En las pesquerías del Pacífico,
El 31 de diciembre de 1839
Ponen esta lápida
Sus compañeros supervivientes.


EN MEMORIA
del difunto
CAPITÁN EZEKIEL HARDY,
Que, en la proa de su lancha,
Fue muerto por un cachalote
En la costa del Japón,
El 3 de agosto de 1833,
DEDICA ESTA LÁPIDA
a su recuerdo
SU VIUDA

 Sacudiéndome el aguanieve de mi sombrero y mi chaquetón helados, me senté junto a la puerta, y al volverme a un lado me sorprendió ver a Queequeg cerca de mí. Afectado por la solemnidad de la escena, en su rostro había una mirada interrogativa de curiosidad incrédula. El salvaje fue la única persona presente que pareció darse cuenta de mi entrada, porque era el único que no sabía leer, y, por lo tanto, no leía esas frígidas inscripciones de la pared. No sabía yo si entre los asistentes había ahora algún pariente de los marineros cuyos nombres aparecían allí; pero son tantos los accidentes de la pesca que no se anotan, y tan claramente llevaban varias mujeres de las presentes el rostro, si no el hábito, de algún dolor incesante, que sentí con seguridad que allí delante de mí estaban reunidos aquellos en cuyos corazones incurables la vista de aquellas desoladas lápidas hacía que sangraran por simpatía las viejas heridas.
¡Ah, vosotros, cuyos muertos yacen sepultados bajo la verde hierba; que, en medio de las flores podéis decir: aquí, aquí yace mi ser amado; vosotros no conocéis la desolación que se cobija en pechos como éstos! ¡Qué amargos vacíos en esos mármoles bordeados de negro que no cubren cenizas! ¡Qué mortales huecos y qué infidelidades forzosas en las líneas que parecen roer toda fe, rehusando resurrecciones a los seres que han perecido sin sitio y sin tumba! Estas lápidas podrían estar lo mismo en la cueva del Elephanta que aquí.
¿En qué censo de criaturas se incluyen los muertos de la humanidad? ¿Por qué dice de ellos un proverbio universal que no contarán historias, aunque contengan más secretos que las Arenas de Goodwin? ¿Cómo es que a ese nombre que ayer partió para el otro mundo le anteponemos una palabra tan significativa y traidora, y sin embargo, no le damos ese título, aunque se embarque para las remotas Indias de esta tierra de los vivos? ¿Por qué las compañías de seguros de vida pagan indemnizaciones de muerte a cuenta de inmortales? ¿En qué eterna e inmóvil parálisis, en qué trance mortal y sin esperanza yace todavía el antiguo Adán que murió hace sesenta siglos, en números redondos? ¿Cómo es que todavía rehusamos consolarnos por aquellos que, sin embargo, afirmamos que residen en inefable bienaventuranza? ¿Por qué los vivos se empeñan tanto en silenciar a los muertos, de tal modo que el rumor de un golpe en una tumba aterroriza a una ciudad entera? Todas estas cosas no carecen de sus significados.
Pero la fe, como un chacal, se alimenta entre las tumbas, e incluso de esas dudas mortales extrae su esperanza más vital.
Apenas hace falta decir con qué sentimientos, en vísperas de mi viaje a Nantucket, consideré esas lápidas de mármol, y, a la lóbrega luz de aquel día oscurecido y lastimero, leí el destino de los balleneros que habían partido por delante de mí. Sí, Ismael, ese mismo destino puede ser el tuyo. Pero, no sé cómo, volví a sentirme alegre. Deliciosos incentivos para embarcar, buenas probabilidades de ascender, al parecer: sí, un bote desfondado me hará inmortal por diploma. Sí, hay muerte en este asunto de las ballenas; el caótico y rápido embalar a un hombre sin palabras hacia la Eternidad. Pero ¿y qué? Me parece que hemos confundido mucho esta cuestión de la Vida y la Muerte. Me parece que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es mi sustancia auténtica. Me parece que, al mirar las cosas espirituales, somos demasiado como ostras que observan el sol a través del agua y piensan que la densa agua es la más fina de las atmósferas. Me parece que mi cuerpo no es más que las heces de mi mejor ser. De hecho, que se lleve mi cuerpo quien quiera, que se lo lleve, digo: no es yo. Y por consiguiente, tres hurras por Nantucket, y que vengan cuando quieran el bote desfondado y el cuerpo desfondado, porque ni el propio Júpiter es capaz de desfondarme el alma.


Moby Dick
Herman Melville

«Llamadme Ismael.» Muy pocos personajes literarios hay hoy tan conocidos como la ballena blanca, o Ismael o el capitán Ajab, y probablemente no haya un inicio de novela tan famoso como el de Moby-Dick. Concebida por Herman Melville como respuesta norteamericana a la gran literatura europea de finales del siglo XVIII y principios del XIX, Moby-Dick recoge la tradición romántica y gótica dando forma a un épico poema que ha llegado a ocupar en Estados Unidos el puesto de gran novela nacional y a ser considerada como la gran epopeya en prosa del mundo occidental contemporáneo.

Rosas

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31 octubre 2024

31 de octubre

 ESCENA TERCERA

Tres días después (31 de octubre de 1910). La sala de espera del edificio de la estación de Astápovo. A la derecha, una gran puerta acristalada lleva al andén. A la izquierda, una más pequeña da al cuarto del jefe de la estación, Iván Ivanovich Osoling. En los bancos de madera de la sala, y en torno a una mesa, están sentados unos cuantos pasajeros que esperan el expreso de Danlov. Campesinas que duermen, envueltas en sus pañuelos. Pequeños comerciantes, con abrigos de piel de oveja. Además de algunos empleados de la gran ciudad. Al parecer, funcionarios o comerciantes.
VIAJERO 1° (leyendo el periódico, dice de pronto en voz alta): ¡Lo ha hecho admirablemente! ¡Una excelente obra del viejo! Nadie lo habría esperado.
VIAJERO 2°: ¿Qué es lo que pasa?
VIAJERO 1°: Que se ha fugado Lev Tolstói. De su casa. Nadie sabe adónde. Se escapó por la noche. Se puso las botas y el abrigo de piel y así, sin equipaje y sin despedirse, se marchó de allí, acompañado únicamente por su médico, Duschan Petrovich.
VIAJERO 2°: Y a la vieja la ha dejado en casa. No resultará divertido para Sofia Andréievna. Él debe de tener ochenta y tres años. ¿Quién lo habría esperado de él? ¿Y dónde dices que se ha marchado?
VIAJERO 1°: Eso quisieran saber en su casa. Y los de los periódicos. Están enviando telegramas al mundo entero. Uno dice haberle visto en la frontera búlgara. Y otros hablan de Siberia. Pero nadie sabe nada a ciencia cierta. ¡Lo ha hecho bien, el viejo!
VIAJERO 3° (un joven estudiante): ¿Qué decís? ¿Que Lev Tolstói se ha marchado de su casa? Por favor, dame el periódico. Déjame que lo lea yo mismo. (Echa un vistazo.) Ah, qué bien. ¡Qué bien que por fin haya sacado fuerzas de flaqueza!
VIAJERO 1°: ¿Por qué está bien?
VIAJERO 3°: Porque su modo de vida era una afrenta contra su palabra. Ya le han obligado durante bastante tiempo a hacer de conde, ahogando su voz con lisonjas. Ahora por fin Lev Tolstói puede hablar libremente a los hombres desde su alma. Quiera Dios que por él el mundo se entere de lo que está pasando con el pueblo aquí en Rusia. Sí, es bueno. Que ese hombre santo se haya salvado al fin supone una bendición y la regeneración para Rusia.
VIAJERO 2°: Tal vez no sea todo cierto, lo que dicen aquí. Tal vez… (Se vuelve, para comprobar si alguien le escucha. Y susurra:) Tal vez lo hayan puesto en los periódicos para confundir y en realidad le han hecho desaparecer…
VIAJERO 1°: ¿Quién podría estar interesado en quitar de en medio a Lev Tolstói…?
VIAJERO 2°: Ellos… Todos aquellos a los que él obstaculiza el camino… Todos ellos. El sínodo. Y la policía. Y el ejército. Todos los que le tienen miedo. Así han desaparecido ya algunos… En el extranjero, según se ha dicho. Pero nosotros sabemos lo que quieren decir con el extranjero…
VIAJERO 1° (también en voz baja): Podría ser…
VIAJERO 3°: No, a eso no se atreven. Ese hombre solo, simplemente con su palabra, es más fuerte que todos ellos. No, a eso no se atreven, porque saben que le sacaríamos con nuestros puños.
VIAJERO 1° (bruscamente): Cuidado… Atención… Viene Cyrill Gregorovich… Rápido, esconde el periódico…
El jefe de policía, Cyrill Gregorovich, ha aparecido con su uniforme tras la puerta de cristal del andén. En seguida se dirige al cuarto del jefe de estación y llama a la puerta.
IVÁN IVANOVICH OSOLING (el jefe de estación, que sale de su cuarto, con la gorra de servicio puesta): Ah, es usted, Cyrill Gregorovich…
EL JEFE DE POLICÍA: Tengo que hablar ahora mismo con usted. ¿Está su esposa ahí dentro?
EL JEFE DE ESTACIÓN: Sí.
EL JEFE DE POLICÍA: Entonces mejor aquí. (Dirigiéndose a los viajeros, en tono rudo e imperioso.) El expreso de Danlov llegará enseguida. Por favor, despejen de inmediato la sala de espera y diríjanse al andén. (Todos se ponen en pie y empujándose se precipitan hacia la salida. El jefe de policía al jefe de estación:) Acaban de llegar unos importantes telegramas cifrados. Aseguran que en su huida Lev Tolstói se presentó antes de ayer en el monasterio de Schamardino para ver a su hermana. Ciertos indicios llevan a sospechar que tiene intención de continuar viaje desde allí. Desde entonces todos los trenes de Schamardino, sea cual sea su dirección, son escoltados por agentes de la policía.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Pero aclárame una cosa, padrecito Cyrill Gregorovich. En realidad, ¿por qué? Si no es ningún agitador. Lev Tolstói es nuestra gloria. Ese gran hombre es un verdadero tesoro para nuestro país.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero alborota más y supone un peligro mayor que todos los revolucionarios juntos. Además, a mí qué me importa. Yo sólo he recibido la orden de vigilar cada tren. Aunque en Moscú quieren que nuestra vigilancia sea por completo imperceptible. Por eso le ruego, Iván Ivanovich, que se dirija usted al andén en mi lugar, pues con el uniforme cualquiera podría reconocerme. En cuanto llegue el tren, se bajará un miembro de la policía secreta que le informará de lo que haya observado durante el trayecto. Yo a mi vez transmitiré el comunicado de inmediato.
Suena la campana que anuncia la llegada de un tren.
EL JEFE DE POLICÍA: Salude usted al agente sin llamar la atención, como si fuera un conocido, ¿de acuerdo? Los pasajeros no deben darse cuenta del control. Para nosotros, si lo ejecutamos todo hábilmente, puede ser de utilidad, pues cada informe va a parar a San Petersburgo, a las más altas instancias. Tal vez alguno de nosotros pesque alguna vez la Cruz de San Jorge.
El tren avanza con gran estruendo. El jefe de estación sale enseguida por la puerta de cristal. Tras unos minutos, los primeros pasajeros, campesinos y campesinas, con pesados cestos, cruzan la puerta de cristal. Algunos se sientan en la sala de espera, para descansar o preparar un té.
EL JEFE DE ESTACIÓN (de pronto, a través de la puerta, grita excitado a los que se han sentado allí): ¡Abandonen la sala de inmediato! ¡Todos! Enseguida…
LA GENTE (asombrada y refunfuñando): Pero, ¿por qué…? Si hemos pagado… ¿Por qué no podemos sentarnos aquí, en la sala de espera? Si sólo estamos esperando el tren de pasajeros.
EL JEFE DE ESTACIÓN (chillando): Enseguida. ¡He dicho que todos fuera de inmediato! (Con precipitación, los empuja hacia fuera. Vuelve corriendo a la puerta, que abre del todo.) Aquí, por favor. Lleven al señor conde ahí dentro.
Tolstói, al que Duschan sujeta por la derecha y Sascha por la izquierda, entra con esfuerzo. Se ha levantado el cuello del abrigo de piel y lleva un chal en torno. Pero se nota que su cuerpo, aun estando totalmente cubierto, tiembla y tirita de frío. Tras él entran cinco o seis personas.
EL JEFE DE ESTACIÓN (a los que entran): ¡Quédense fuera!
VOCES: Pero déjenos pasar… Sólo queremos ayudar a Lev Nikoláievich… Tal vez un poco de coñac o de té…
EL JEFE DE ESTACIÓN (muy excitado): ¡Nadie puede entrar aquí! (Con violencia los empuja hacia afuera y con pestillo cierra la puerta de cristal que da al andén. Pero en todo momento siguen viéndose rostros curiosos que pasan por detrás de la puerta y que espían el interior. El jefe de estación rápidamente ha agarrado un sillón y lo ha acercado a la mesa.) ¿No quiere Su Excelencia descansar un poco y sentarse?
TOLSTÓI: No, Excelencia no… Por Dios, ya no más. Es el final. (Agitado, mira a su alrededor y percibe a la gente que se encuentra tras la puerta de cristal.) Fuera… Que se vaya esa gente. Quiero estar solo… Siempre hay gente… Por una vez quiero estar solo.
Sascha corre hacia la puerta de cristal y a toda prisa la cubre con su abrigo.
DUSCHAN (hablando entre tanto en voz baja con el jefe de estación): Tenemos que acostarle de inmediato. En el tren le dio de repente un ataque de fiebre, más de cuarenta grados. Creo que no está bien. ¿Hay alguna casa de huéspedes por aquí cerca que tenga un par de habitaciones decentes?
EL JEFE DE ESTACIÓN: ¡No, ninguna! En todo Astápovo no hay una sola casa de huéspedes.
DUSCHAN: Pero debe acostarse enseguida. Ya ve usted la fiebre que tiene. Puede ser peligroso.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Por supuesto que para mí sería un verdadero honor ofrecer a Lev Tolstói la habitación que tengo aquí al lado… Pero, discúlpeme… Es tan pobre… Tan sencilla. Un cuarto de servicio, en la planta baja, estrecho… ¿Cómo podría yo atreverme a dar cobijo en él a Lev Tolstói?
DUSCHAN: Eso no importa. Ahora tenemos que acostarle, como sea. (A Tolstói, que temblando de frío está sentado junto a la mesa, le sacuden repentinos escalofríos:) El señor jefe de estación es tan amable que nos ofrece una habitación. Tiene usted que descansar ahora mismo. Mañana estará otra vez como nuevo y podremos continuar viaje.
TOLSTÓI: ¿Continuar viaje? No, no. Creo que no seguiré. Éste ha sido mi último viaje. He llegado a la meta.
DUSCHAN (dándole ánimos): No se preocupe por ese poco de fiebre. No significa nada. Se ha enfriado usted un poco. Mañana se sentirá del todo bien.
TOLSTÓI: Ahora me siento muy bien… Muy, muy bien. Sólo que esta noche, fue horrible. Se me ocurrió que alguien de casa podría perseguirme, que me cogerían y que me llevarían de vuelta a aquel infierno… En ese momento me levanté y os desperté. Tan fuerte era el desgarro. Durante todo el camino ese miedo no me abandonó, ni la fiebre, que hizo que los dientes me castañetearan… Pero, ahora, desde que estoy aquí… Aunque, en realidad, ¿dónde estoy? Jamás he visto este lugar. Ahora todo es diferente… Ahora ya no tengo ningún miedo. Ya no vendrán a buscarme.
DUSCHAN: Seguro que no. Seguro. Puede usted acostarse tranquilo. Aquí no le encontrará nadie.
Entre los dos ayudan a Tolstói a levantarse.
EL JEFE DE ESTACIÓN (saliéndoles al paso): Les ruego que me disculpen… Sólo puedo ofrecerle una habitación muy sencilla… Mi propio cuarto. Y la cama tal vez tampoco sea buena… Sólo es una cama de hierro. Pero lo dispondré todo para que, enseguida con un telegrama, envíen otra con el próximo tren…
TOLSTÓI: No, no. No quiero otra… Durante demasiado tiempo las he tenido mejores que las de los demás. Cuanto peor sea ahora, tanto mejor para mí. ¿Cómo mueren los campesinos? Y, sin embargo, también tienen una buena muerte…
SASCHA (ayudándole): Ven, padre. Ven. Estarás cansado.
TOLSTÓI (deteniéndose de nuevo): No sé… Estoy cansado, tienes razón. Todos mis miembros tiran de mí hacia abajo. Estoy muy cansado, pero aún espero algo más… Es como cuando uno está cansado y sin embargo no puede dormirse, porque piensa en algo bueno que le espera y no quiere perder esa idea al dormirse… Es extraño, nunca hasta ahora me había sentido así… Tal vez sea algo propio de la muerte… Durante años y años, lo sabéis, siempre tuve miedo a morir. Un miedo tal que no podía acostarme en mi cama, y me habría puesto a chillar como un animal y me habría escondido. Y ahora, tal vez esté allí dentro, en el cuarto. La muerte. Esperándome. Y, sin embargo, voy a su encuentro sin ningún miedo.
Sascha y Duschan le han llevado hasta la puerta.
TOLSTÓI (parándose junto a la puerta y mirando hacia adentro): Se está bien aquí, muy bien. Es pequeño, estrecho, de techo bajo, pobre… Me parece como si ya alguna vez hubiera soñado con esto, con una cama como ésa, ajena. En alguna parte, en una casa ajena, en una cama yace un… Un hombre viejo, cansado… Espera, ¿cómo se llama? Lo escribí hace un par de años… ¿Cómo se llama el viejo? El que, habiendo sido rico, vuelve muy pobre, sin que nadie le reconozca, y se arrastra hasta la cama, junto a la estufa… ¡Ah, mi cabeza! ¡Mi estúpida cabeza! ¿Cómo se llamaba el viejo? Él, que había sido rico y que ahora no tiene más que la camisa que lleva… Y la mujer, que le pone enfermo, no está con él cuando muere… Sí, sí, ya lo sé, lo sé. En mi relato al viejo le puse el nombre de Kornei Vasiliev. Y la noche en la que muere, Dios despierta el corazón de su mujer. Y ella viene, Marfa, para verle una vez más… Pero llega demasiado tarde. Él yace completamente rígido y con los ojos cerrados sobre una cama ajena. Y ella no sabe si aún le guardaba rencor o si ya la había perdonado. Aún no lo sabe, Sofia Andréievna… (Como despertando:) No, se llama Marfa… Ya me estoy confundiendo… Sí, quiero acostarme. (Sascha y el jefe de estación le han seguido guiando. Tolstói al jefe de estación:) Te agradezco que, aunque no me conoces, me des cobijo en tu casa, que me des lo que el animal tiene en el bosque… Y para lo que Dios me ha enviado a mí, Kornei Vasiliev… (De pronto, muy asustado.) Pero, cerrad las puertas, no dejéis que entre nadie, no quiero ver a nadie más… Quiero estar solo con Él, más intensamente, mejor que nunca en la vida… (Sascha y Duschan le conducen hasta el dormitorio. El jefe de estación cierra cuidadosamente la puerta tras de sí y se queda de pie, embargado por la emoción.)
Afuera se oye que alguien llama dando fuertes golpes en la puerta de cristal. El jefe de estación abre la puerta. Y el jefe de policía entra precipitadamente.
EL JEFE DE POLICÍA: ¿Qué le ha dicho? ¡Tengo que comunicarlo todo, de inmediato! Al final, ¿quiere quedarse aquí? ¿Cuánto tiempo?
EL JEFE DE ESTACIÓN: Eso no lo sabe ni él, ni nadie. Eso sólo Dios lo sabe.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero, ¿cómo puede usted prestarle alojamiento en un edificio público? Si es su vivienda oficial. ¡No puede usted cedérsela a un extraño!
EL JEFE DE ESTACIÓN: Lev Tolstói no es ningún extraño a mi corazón. Ninguno de mis hermanos me es más próximo.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero su deber era informarse antes.
EL JEFE DE ESTACIÓN: He consultado con mi conciencia.
EL JEFE DE POLICÍA: Bueno, esto corre de su cuenta. Tengo que enviar de inmediato un comunicado… ¡Es terrible, la responsabilidad que de pronto recae sobre uno! Si al menos supiera cómo se considera a Lev Tolstói en las altas instancias…
EL JEFE DE ESTACIÓN: Yo creo que en las altas instancias siempre han tenido buena opinión de Lev Tolstói… (El jefe de policía le mira perplejo.)
Duschan y Sascha salen del cuarto, cerrando la puerta con cuidado.
El jefe de policía se aleja a toda prisa.
EL JEFE DE ESTACIÓN: ¿Cómo dejan solo al señor conde?
DUSCHAN: Está muy tranquilo… Jamás había visto su rostro tan sereno. Aquí al fin puede encontrar lo que los hombres no le han concedido. Paz. Por primera vez está a solas con su Dios.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Discúlpeme, soy un hombre simple, pero me tiembla el corazón. No puedo entenderlo. ¿Cómo pudo Dios depararle tanto sufrimiento, hasta el punto de que Lev Tolstói tuviera que huir de su casa y que ahora tenga que morir en mi pobre e indigno lecho? ¿Cómo pueden los seres humanos, cómo pueden los rusos molestar a un alma tan santa? ¿Cómo, en lugar de amarle con respeto, son capaces de…?
DUSCHAN: Precisamente aquellos que aman a un gran hombre, suelen interponerse entre ese hombre y su misión. Y de aquellos que están más próximos a él, es de quienes más lejos tiene que huir. Está bien que haya sucedido tal y como ha ocurrido. Sólo esta muerte consuma y justifica su vida.
EL JEFE DE ESTACIÓN: De todos modos… Mi corazón no puede y no quiere entender que ese hombre, ese tesoro de nuestro suelo ruso, haya tenido que sufrir por nosotros, los hombres, y que uno mismo haya vivido entre tanto despreocupado… Debería uno avergonzarse hasta de respirar…
DUSCHAN: No se lamente usted por él, querido buen hombre. Un destino deslustrado y vulgar no habría estado a la altura de su grandeza. Si no hubiera sufrido por nosotros, Lev Tolstói nunca habría llegado a ser lo que hoy representa para la humanidad.

Stefan Zweig
Momentos estelares de la humanidad
Catorce miniaturas históricas

Éste es probablemente el libro más famoso de Stefan Zweig. En él lleva a su cima el arte de la miniatura histórica y literaria. Muy variados son los acontecimientos que reúne bajo el título de Momentos estelares: el ocaso del imperio de Oriente, en el que la caída de Constantinopla a manos de los turcos en 1453 adquiere su signo más visible; el nacimiento de El Mesías de Händel en 1741; la derrota de Napoleón en 1815; el indulto de Dostoievski momentos antes de su ejecución en 1849; el viaje de Lenin hacia Rusia en 1917… «Cada uno de estos momentos estelares —escribe Stefan Zweig con acierto— marca un rumbo durante décadas y siglos», de manera que podemos ver en ellos unos puntos clave de inflexión de la historia, que leemos en estas catorce miniaturas históricas con la fascinación que siempre nos produce Zweig.

Rosas

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Enriketa ve un fantasma