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02 noviembre 2024

2 de noviembre

 Granos de polen y balas mágicas

Viajaba yo en automóvil por la campiña inglesa con mi hija Juliet, que entonces tenía seis años, y me señaló algunas flores al borde de la carretera. Le pregunté para qué pensaba ella que eran las flores silvestres. Me dio una respuesta bastante meditada. «Para dos cosas», me dijo. «Para hacer el mundo bonito y para ayudar a las abejas a que hagan miel para nosotros.» Esto me emocionó, y lamenté tener que decirle que no era cierto.
La respuesta de mi hijita no era demasiado distinta a la que hubiera dado la mayoría de adultos a lo largo de la historia. La creencia de que la creación natural está aquí para nuestro beneficio es muy antigua. El primer capítulo del Génesis la expresa explícitamente. El hombre «dominará» sobre todos los seres vivos, y animales y plantas están aquí para deleite y uso nuestro. Como documenta el historiador Sir Keith Thomas en su Man and the Natural World (El hombre y el mundo natural), esta actitud impregnó la Cristiandad medieval y ha persistido hasta nuestros días. En el siglo diecinueve, el reverendo William Kirby pensaba que el piojo era un incentivo indispensable para la limpieza. Las bestias salvajes, según el obispo isabelino James Pilkington, alentaban la valentía de los hombres y proporcionaban un entrenamiento útil para la guerra. Los tábanos, según un escritor del siglo dieciocho, fueron creados «con el fin de que los hombres ejerciten su ingenio e industria para librarse de ellos». Las langostas estaban dotadas de un duro caparazón para que, antes de comerlas, pudiéramos beneficiarnos del ejercicio de romper sus pinzas. Otro piadoso escritor medieval pensaba que las malas hierbas estaban aquí para nuestro provecho: es bueno para nuestro espíritu tener que trabajar duro para arrancarlas.
De los animales se ha pensado que tenían el privilegio de compartir nuestro castigo por el pecado de Adán. Keith Thomas cita al respecto a un obispo del siglo diecisiete: «Cualquier cambio a peor que les haya afectado no ha sido castigo suyo, sino una parte del nuestro». Uno siente que esto debiera ser un gran consuelo para ellos. En 1653, Henry More creía que vacas y ovejas habían recibido la vida, sólo y ante todo, para que su carne estuviera fresca «hasta que tengamos necesidad de comerla». La conclusión lógica de esta línea de pensamiento es que, en realidad, los animales anhelan ser comidos.
El faisán, la perdiz y la alondra
Volaron a tu casa, como si fuera el Arca.
El buey voluntarioso vino por sí mismo
A casa para el sacrificio, con el cordero;
Y todas las bestias de más allá vinieron
A ofrecerse como presente.
En The Restaurant at the End of the Universe (El restaurante del fin del universo) —parte de la brillante saga Hitchhiker’s Guide to the Galaxy (Guía de la galaxia para autostopistas)—, Douglas Adams elaboró una conclusión futurista y grotesca a partir de esta presunción. Cuando el héroe y sus amigos se sientan en el restaurante, un gran cuadrúpedo se les acerca obsequioso a la mesa y en tonos agradables y cultivados se ofrece como plato del día. Explica que su raza ha sido criada para desear ser comida, junto con la capacidad de expresar ese anhelo de manera inequívoca: «¿Quizá algo del lomo… braseado en una salsa de vino blanco?… O la cadera, que está muy buena… La he estado ejercitando y he comido mucho grano, de modo que hay cantidad de buena carne aquí». Arthur Dent, el menos galácticamente refinado de los comensales, se siente horrorizado, pero los restantes miembros del grupo piden grandes filetes para todos y, agradecido, el manso animal se va trotando a la cocina para matarse (humanitariamente, añade, con un guiño tranquilizador hacia Arthur).
El relato de Douglas Adams es una comedia manifiesta, pero estoy sinceramente convencido de que la siguiente argumentación sobre el plátano, citada literalmente de un opúsculo actual amablemente remitido por uno de mis muchos corresponsales creacionistas, va en serio.

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