Al principio del verano llegó de París Francisco Lucientes, con quien me unía una amistad excepcional. Venía como corresponsal de Ya en Alemania. Para mí fue una alegría inmensa tenerle en Berlín.
08 octubre 2024
8 de octubre.
Lucientes se fue a vivir al Hotel Edén, y luego a una pensión que creo que estaba en la Rankestrasse. Lo que no se me ha olvidado es el número de la casa: 222, que nos era muy difícil decirlo a los taxistas. Después Paco vino al Hotel Imperial, en el 181 del Kurfürstendamm, donde yo había ya estado. Hacíamos la vida juntos, y durante el verano íbamos con frecuencia a los lagos de los alrededores. De lo que más me acuerdo es de los hoteles de Haus Gatov y de Potsdam.
Los bombardeos más fuertes de aquel tiempo creo que fueron los de agosto y los de septiembre.
En septiembre volví a encontrarme mal de salud y andaba preocupado con que me pudiera repetir el ataque, cuando recién entrado octubre me ocurrió un disgusto personal, convertido más tarde en noble raíz amistosa, que me desquició mayormente los nervios, entrándome tal antipatía por Berlín que decidí no sufrirlo más.
Coincidió todo aquello con que a Francisco Lucientes no le gustaba Berlín ni poco ni mucho ni quería seguir en su puesto, porque antes que nadie tuvo una idea muy clara de cómo había de seguir y de terminar la guerra, y hablándome él de volverse a París le dije que con él me iba, pareciera mejor o peor a mi periódico la decisión.
Precipitadamente salí con Lucientes para París el 8 de octubre de 1940, con un permiso de ida y vuelta que pedí en el Ministerio, donde no dije la verdad de mis propósitos.
El 9 de octubre dormí en el Hotel Ambassadeur, donde provisionalmente quedé instalado. Me encontraba mal y muy deprimido y le rogué a Paco que se quedara aquella noche en el hotel, pero él me explicó que no le era posible y que a la mañana siguiente vendría a despertarme.
Sentía una angustia terrible y como un presentimiento de que me iba a morir aquella noche. Entonces le pedí a Paco que me dejara el número de su teléfono por si me encontraba mal. Lo apunté, pero él me dio un número falso. Lucientes era un tanto misterioso e impenetrable en su vida íntima. Menos mal que no me morí, y que a la mañana siguiente él vino a buscarme.
En un carnet de notas tengo apuntadas algunas cosas de estos primeros días en París.
César González-Ruano
Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias
Quizás el secreto del arte de González-Ruano esté en la perfecta armonización de los contrarios. De ahí que su prosa tan resabiada y sutil sea a la vez tan aparentemente vigorosa y espontánea, tan llena de pasión y de escepticismo, de ternura y de crueldad, de curiosidad por todo y de desgana ante todo. En pocos escritores se adivina tan a las claras como en él que el estilo es el hombre, que vida y estilo deben corresponderse íntimamente, sin frivolidades ni componendas, en la obra de todo verdadero escritor.
07 octubre 2024
7 de octubre.
CONSIGUIÓ, por fin, el conde de Parcent, a final de septiembre de 1841, aunque no con gran oportunidad ni con gran fortuna, el permiso de que los infantes volvieran a España. Justamente cuando iban a entrar por la frontera ocurrió, el 7 de octubre, la rebelión de los moderados y el alzamiento de Vitoria y de Pamplona. Se dieron entonces órdenes para impedir la entrada de los infantes, Traía don Francisco de Paula el camino de Canfranc, y dispuso el Gobierno que si entraba en España no pasara de Zaragoza. En la frontera estuvo detenido hasta la terminación de los alzamientos.
Al saber el final de la rebelión envió un correo a Madrid con una carta para el Gobierno, muy expresiva. En ella se ofrecía a defender la regencia del duque de la Victoria, poniendo a su servicio sus bienes, su espada y las de sus hijos. Para evitar réplicas y observaciones, al mismo tiempo del ofrecimiento se dirigió canino de la frontera vasca.
Hizo el viaje en silla de posta, acompañado de don Hipólito de Hoyos, mayor de la Secretaría de Estado, enviado por el Gobierno para felicitar a los infantes. Iban también el conde de Parcent y Pereira, secretario particular de don Francisco, hombre resuelto, diestro en la intriga, ex director de El Graduador y autor del folleto titulado Matrimonio de la reina Cristina con Muñoz.
La revolución de don Paco fue adoptada por la infanta doña Carlota, quien, con ademanes briosos y llenos de fuego, le aconsejó que, al llegar a Madrid, entrara blandiendo la espada al frente de las huestes del duque. A don Paco le pareció esto excesivo.
Al saber María Cristina el proyecto de su cuñado, intentó impedirlo mediante la influencia de Luis Felipe. Don Francisco de Paula encontró obstáculos para cruzar la frontera vasca, y entonces don Paco pasó por Olorón y fue después a Zaragoza, mientras doña Luisa Carlota se dirigía por mar a Santander, para llegar a Burgos, en cuya ciudad se reunieron los cónyuges, y permanecieron algunos días alojados en casa del diputado don Antonio Collantes.
Se dijo que don Paco estuvo a punto de caer en manos de los sublevados, cuyos jefes habían dado la orden de conducirle preso, si lo encontraban, a la ciudadela de Pamplona.
Instalados en Burgos, el conde de Parcent fue a Madrid a gestionar el traslado a otro pueblo menos frío, y, tanto el conde como el diputado Collantes no perdonaron medios para obtener la autorización de residencia para los infantes en Madrid; pero no la obtuvieron, y sólo pudieron conseguir su traslado a Sevilla, con la promesa de permanecer en la corte quince días para descansar del viaje y proveerse de las cosas más necesarias. La promesa no la cumplieron los infantes, que se quedaron en Madrid y comenzaron a intrigar.
La primera entrevista de Carlota con su sobrina Isabel II y su hermana fue muy fría. La reina niña llamaba a la infanta su merced, y Luisa Carlota dijo: «Si me tratas así, me obligarás a que yo te diga Majestad».
A pesar de los arrumacos de los infantes, no hubo cordialidad en la familia.
Poco después pidieron estos para su hijo don Francisco de Asís el que le nombraran capitán de Húsares de la Princesa, y para el segundo, don Enrique, una plaza de guardia marina. El joven don Francisco de Asís comenzó a darle escolta en sus paseos en coche a Isabel II.
Al acercarse Paquito a Isabel pensaban la infanta y el conde de Parcent comprometer a la reina joven con su primo para llegar al matrimonio proyectado.
Luisa Carlota intrigó todo lo que pudo, y regaló a su sobrina Isabel un medallón de oro con pelo de Paquito.
Pío Baroja
Desde el principio hasta el fin
Memorias de un hombre de acción - 22
Desde el pincipio hasta el fin, contiunación de Crónica escandalosa, se desarrolla en la España convulsionada tras la guerra carlista, y recrea los postreros años de actividad política de Aviraneta. En él, se reúnen varios relatos que van desde la caída de María Cristina hasta los años en que Aviraneta vivió en San Sebastián, e incluye un epílogo a las «Memorias de un hombre de acción» donde se da cuenta de los desvelos del autor para obtener los materiales con los que compuso esta monumental obra.
06 octubre 2024
6 de octubre.
Capítulo 12
El día siguiente fue domingo, 6 de octubre. Recuerdo bien la fecha.
Desperté tan animada como cualquier heroína de Robert W. Chambers. Todas mis dudas y tristezas de la noche anterior se habían disipado y me sentía en placentera armonía con el mundo y todo lo que éste contenía.
El hotel se encontraba en un estado bastante precario, pero eso no bastaba para arruinarme el ánimo. Me di una ducha terriblemente helada en una auténtica bañera de campo y luego desayuné huevos y tortitas. En la mesa había un tipo que vendía pararrayos y muchos otros viajantes de comercio.
Mucho me temo que mi conversación aquella mañana estuvo conscientemente modelada por lo que el profesor habría dicho si hubiera estado allí; sea como fuere, conseguí arreglármelas. Los viajantes, después de un momento de embarazosa indiferencia, me trataron como a una más de los suyos y me preguntaron por mi «línea» de negocio con vivo interés.
Les conté lo que hacía y todos dijeron que me envidiaban por mi libertad de ir y venir sin necesitar de los trenes. Hablamos animadamente durante largo rato y, casi sin proponérmelo, empecé a predicar sobre los libros. Al final insistieron en que les enseñara mi Parnaso.
Salimos todos al establo, donde se hallaba la caravana, y aquellos hombres husmearon entre las estanterías. Vendí cinco dólares en libros en un momento, a pesar de que había decidido que no haría ningún negocio al ser domingo. Sin embargo, no pude negarme a venderles aquellos volúmenes, pues todos parecían agradecidos de conseguir algo bueno que leer. Un hombre se puso a hablar sin parar de Harold Bell Wright, pero por desgracia tuve que admitir que no sabía quién era. Evidentemente, el profesor no tenía ninguna de sus obras. Me alegró un poco saber que, después de todo, el pequeño Barbarroja no sabía absolutamente todo acerca de la literatura.
Después de aquello dudé sobre si debía ir a la iglesia o dedicarme a escribir algunas cartas. Finalmente me decidí por las cartas. Empecé por Andrew y escribí:
HOTEL MOOSE, BATH
Mañana de domingo
Querido Andrew:
Parece absurdo pensar que sólo han pasado tres días desde que me marché de Sabine Farm. Honestamente: me han ocurrido más cosas en estos tres días que en los últimos quince años allí.
05 octubre 2024
5 de octubre de 1987
Querido Julian:
Una de las locas ve fantasmas. Se le aparecen en forma de pequeños destellos verdes, por si usted quiere detectar alguno, y la siguieron hasta aquí cuando dejó su piso. Lo malo es que eran inofensivos en su domicilio anterior, pero al verse encarcelados en una residencia de viejos han reaccionado haciendo diabluras. Estamos autorizadas a tener una pequeña nevera en nuestro «cubículo», por si nos da un ataque de hambre de noche, y la señora Galloway llena la suya de chocolatinas y botellas de jerez. ¿Y qué hacen los duendecillos en mitad de la noche, sino comerse el chocolate y beberse el jerez? Todas mostramos la debida inquietud cuando la cosa se supo (las sordas mostraron una mayor preocupación, sin duda porque eran incapaces de entender) y tratamos de expresar nuestra aflicción por la pérdida. Los robos continuaron una temporada, y todas poníamos la consabida cara larga, hasta que un día la víctima entró en el comedor con un aspecto de gato de Cheshire. «¡He recuperado lo que es mío!», exclamó. «¡Me he bebido una de las botellas de jerez que ellos han dejado en la nevera!» Así que todas lo festejamos, pero, ay, prematuramente, pues las chocolatinas siguieron sufriendo la depredación nocturna, a pesar de las notas manuscritas, tanto severas como suplicantes, que la señora G empezó a pegar en la puerta de la nevera. (¿Qué idiomas cree usted que saben leer los fantasmas?) El asunto se abordó finalmente en la asamblea plenaria de Pilcher House una noche a la hora de la cena, con la guardiana y su marido presentes. ¿Cómo impedir que los espíritus se comieran el chocolate? Todas miraron a servidora, y esta pobre infeliz no estuvo a la altura. Y por una vez tengo que alabar al sargento mayor, que mostró un estimable sentido de la ironía, a no ser —lo que quizá es más probable— que crea de verdad en los pequeños destellos verdes. «¿Por qué no ponemos un candado en la nevera?», propuso. Aplauso unánime de las sordas y locas, seguido del ofrecimiento del sargento de comprar uno en la ferretería. Le tendré au courant, por si le es útil para uno de sus libros. Me gustaría saber si jura usted tanto como sus personajes. Nadie dice palabrotas aquí, aparte de mí, y sólo para mis adentros.
¿Conoció a mi gran amiga Daphne Charteris? ¿No será, quizá, cuñada de su tía abuela? No, usted dijo que era de clase media. Daphne fue una de nuestras primeras aviadoras y era de clase alta, hija de un terrateniente escocés, acostumbrada a transportar de aquí para allá ganado Dexter después de sacar su licencia. Era una de las once únicas mujeres adiestradas para pilotar un Lancaster en la guerra. Criaba cerdos y siempre llamaba Henry, el nombre de su hermano más pequeño, al más mequetrefe de la camada. Tenía en su casa una habitación llamada el «Kremlin» en la que ni siquiera su marido estaba autorizado a molestarla. Siempre creí que ése era el secreto de un matrimonio feliz. De todos modos, su marido murió y ella volvió a la casa familiar con el mequetrefe Henry. La casa era una pocilga, pero los dos vivían muy contentos y al paso de los meses se iban volviendo sordos. Cuando ya no oían el timbre de la puerta, Henry instaló en su lugar una bocina de automóvil. Daphne se negaba a usar un audífono porque decía que se le enredaba en las ramas de los árboles.
En mitad de la noche, mientras los duendes tratan de romper el candado de la nevera de la señora Galloway para robarle huevecillos de chocolate con leche, yo estoy en vela y observo el lento avance de la luna entre los pinos y pienso en las ventajas de morir. Tampoco es que tengamos otra alternativa. Pues sí, podemos quitarnos la vida, pero eso siempre me ha parecido vulgar y fatuo, como la gente que se va del teatro o de un concierto sinfónico. Quiero decir que…, bueno, ya sabe lo que quiero decir.
Principales motivos para morir: es lo que los demás esperan cuando una llega a mi edad; la decrepitud y senilidad inminentes; el dispendio de dinero —consumo de la herencia— cuando tratas de mantener ensamblada una bolsa incontinente de huesos viejos y clínicamente muertos; el interés decreciente por los noticiarios, las hambrunas, las guerras, etc.; el miedo a caer bajo el dominio absoluto del sargento mayor; el deseo de descubrir lo que hay después (¿o no?).
Principales razones para no morir: el no haber hecho nunca lo que los demás esperan, así que por qué empezar a hacerlo ahora; la posible congoja infligida a otros (pero, en tal caso, inevitable en cualquier momento); el estar todavía en la B de bar; si no yo, ¿quién enfurecería al sargento mayor?
… No se me ocurren más. ¿Me propone usted otras? Descubro que los pros siempre son más fuertes que los contras.
La semana pasada encontraron a una de las locas en pelota picada al fondo del jardín, con una maleta llena de periódicos, al parecer aguardando el tren. Huelga decir que no hay trenes en las cercanías de la residencia desde que Beeching se cargó los ramales.
Bueno, gracias de nuevo por escribirme. Perdone la epistolomanía.
Sylvia
P. D. ¿Por qué le he dicho esto? Lo que intentaba decirle sobre Daphne es que siempre fue una persona que miraba hacia delante, no hacia atrás. Es probable que a usted no le parezca una gran proeza, pero le prometo que cada vez se vuelve más difícil.
5 de octubre de 1987
Julian Barnes
La mesa limón
En algún momento, todos, de repente, lo sabemos. Nos desvela en la mitad de la noche, nos enfurece, nos desespera. Podemos resignarnos, o empezar a correr contra el tiempo. Pero, y ya para siempre, tenemos la certeza de que somos mortales.
En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido, y ya no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de «El silencio», aunque él habla antes de la vida y, después, de su último y final movimiento. En «Una breve historia de la peluquería», toda una vida se mide en los cortes de pelo del protagonista. «La de cosas que sabes» cuenta los secretos de dos mujeres que fueron jóvenes en los años sesenta y que saben demasiadas cosas la una de la otra, cosas que nunca podrían ser dichas en los encuentros que tienen cada mes. En «Higiene», un militar retirado que vive en provincias con su mujer, va todos los años a Londres, a su reunión anual con sus compañeros de promoción. Y desde hace veinte años, en cada uno de estos viajes se encuentra con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela. El melómano de «Vigilancia» lleva a cabo una implacable campaña de acoso contra los que tosen en los conciertos, una campaña que tal vez no tenga que ver con el placer de la música, sino con las manías de la vejez. En «Corteza», Jean-Étienne Delacour, un burgués de sesenta años del siglo XIX, empedernido jugador, apuesta a un seguro de vida que sólo será rentable si consigue sobrevivir a todos sus contemporáneos…
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