21 junio 2024
20 junio 2024
Tristán García
Tristán García
Este Tristán do que conto nunca soupo por que lle puxeran este nome no sacramento do bautismo, nin conocía a ninguén que se chamase como el.
Un tío de seu que traballaba como camareiro nun restaurante mui famoso de Lisboa, decíalle que en Portugal conocía a dous ou tres cabaleiros dese nome, e que todos eles eran ricos. Tristán foi cumplir o servicio militar a León, e alí, un día, nun quiosco, mercou por dous reás “La verdadera historia de los amantes Tristán e Isolda”, cos namorados mui abrazados na portada do folletín. Ao fin iba saber quen fora aquel Tristán cuio nome levaba. Cando chegou ao final da historia, coa morte de delambos namorados, Tristán García verqueu unhas bágoas. E dende aquela deu en matinar que andando el polo mundo atopaba a unha muller chamada Isolda, e gostábanse, e facíanse noivos, e casábanse, e vivían mui felices en Viana do Bolo, de onde Tristán era natural. A todos os seus compañeiros do Reximento de Burgos 38, preguntáballes si por un casual habería no seu pobo unha rapaza que se chamase Isolda. Nona había. Había algunha Isolina solta, pro Isolina non era o mesmo que Isolda. Tristán doíase de non dar con esa Isolda, porque si nona atopaba agora en León, onde había tanta familia, nona iba atopar en Viana do Bolo, traballando na terra. Un día mandouno chamar un sarxento chamado Recuero.
—¿Ti eres ese que andas coa teima de atopar unha muller que se chame Isolda?
—Si señor.
—Pois en Venta de Baños hai unha viuda dese nome.
—¿Nova ou vella?
—¡Que sei eu! Coido que é churrera…
Tanto tiña metida no seu maxín o noso Tristán a novela famosa, que non puido dubidar de que aquela Isolda de Venta de Baños fose nova e fermosa. En todo caso, si era vella, tería unha filla ou unha sobriña que a seguise no nome, e si era churrera como ela podía seguir co negocio en Ourense ou en Viana, onde xa era hora que deran nos bares chocolate con churros. Tivo Tristán un permiso, e cos vinte pesos que tiña aforrados tomou en León o tren para Venta de Baños. Xa naquel empalme preguntou pola churrería da Isolda. Estaba a churrería perto da estación. E a señora Isolda era aquela que estaba envolvéndolle uns churros a un señor cura. Era unha velliña co cabelo branco, fermosos ollos negros, e pel tersa, as mans mui graciosas pondo os churros no papel de estraza e esparexando o azucre por derriba deles. Tristán dubidou entre falarlle ou non, pro xa levaba gastadas corenta e sete pesetas no billete de ida e volta.
—¡Bos días! ¿Vostede é a señora Isolda?
—¡Servidora!, respondeulle a velliña, sorríndolle.
—¡É que eu son Tristán e viña a conocela!
A velliña pechou os ollos, e agarrouse ao amasador para non caír. Bágoas rodaban polas súas meixelas.
—¡Tristán! ¡Tristán querido!, puido decir ao fin. ¡Toda a miña mocedade agardando a conocer un mozo que se chamase Tristán! ¡E como non viña, caseime cun tal Ismael, que era de Madrid!
Tristán saludou militarmente, e despacio volveuse á estación a agardar o primeiro tren para León. Cando este chegou e Tristán subía ao vagón de terceira, apareceu a señora Isolda, con un paquete de churros. Doullo a Tristán e bicoulle a man. Non se non dixeron nada.
Cousas así soio pasan nos grandes amores.
Álvaro Cunqueiro
Os outros feirantes
19 junio 2024
Yo mismo les pregunté si lo tenía que firmar y, como me dijeron que sí, los obedecí.
Las celdas limpias y acogedoras del tribunal de justicia, con las paredes blanqueadas y las rejas barnizadas de negro, produjeron en Švejk una impresión inmejorable. También le gustó el corpulento señor Demartini, carcelero jefe de la cárcel preventiva, con sus galones de color morado en el uniforme y en la gorra. El color morado no está prescrito sólo aquí, sino también en las ceremonias religiosas del Miércoles de Ceniza y del Viernes Santo.
La gloriosa historia del dominio romano sobre Jerusalén se repetía. Hacían salir a los prisioneros y los conducían al sótano ante los Pilatos del año 1914. Y los jueces de instrucción, los Pilatos de los tiempos modernos, en lugar de lavarse honradamente las manos, mandaban que les trajeran del bar de al lado un plato de estofado con pimientos rojos y cerveza Pilsen y prorrumpían en continuas quejas ante la fiscalía.
Aquí, en la mayoría de los casos, todo carecía de lógica y el triunfador absoluto era el §, el párrafo del artículo de la ley. El § estrangulaba, el § hacía barbaridades, el § escupía, el § reía, el § amenazaba, el § mataba; lo único que el § nunca hacía era perdonar. Los jueces de instrucción no eran sino juglares de la ley, inmoladores de las letras muertas del código, devoradores de acusados, tigres de la selva austrohúngara que medían su salto sobre las víctimas según el número de párrafos del artículo.
Asimismo, había algunas excepciones (como en la prefectura), personas que no se tomaban la ley tan a pecho. En todas partes se encuentra grano entre la paja.
Una de esas personas interrogó a Švejk. Era un hombre viejo, con aspecto de bonachón. Tiempo atrás, cuando investigaba el caso del célebre asesino Valeš, jamás olvidaba decirle:
—Siéntese, por favor, señor Valeš, aquí tiene una silla.
Cuando le llevaron a Švejk, el juez de instrucción lo invitó a sentarse con su cortesía innata y le dijo:
—Y bien, ¿usted es el señor Švejk?
—Creo que sí —contestó Švejk—, porque mi padre se llamaba Švejk y mi madre era la señora Švejk. No les puedo deshonrar renegando de mi nombre.
Una cordial sonrisa atravesó la cara del juez de instrucción.
—¡Menudas fechorías ha llegado a cometer! ¡La de remordimientos que debe de tener!
—Siempre he tenido muchos remordimientos —dijo Švejk con una sonrisa todavía más cordial que la del juez de instrucción—. No me extrañaría que tuviera todavía más que usted, señor.
—Ya se ve en el documento que ha firmado —dijo el juez de instrucción con la misma cortesía de antes—. ¿Le ha presionado la policía?
—¡Qué va, señor! Yo mismo les pregunté si lo tenía que firmar y, como me dijeron que sí, los obedecí. No discutiré con ellos por mi propia firma, ¿no? Seguro que no habría sacado nada bueno de ello. La orden es lo principal.
—¿Se encuentra perfectamente de salud, señor Švejk?
—Hombre, perfectamente no sería la palabra más adecuada. Tengo reuma y debo darme masajes con una pomada.
El anciano volvía a sonreír con amabilidad.
—¿Qué tal si le examinaran los médicos forenses?
—Yo creo que no estoy tan mal para hacer perder el tiempo a esos señores. Ya me ha examinado un médico de la prefectura para ver si tenía gonorrea.
—¿Sabe qué, señor Švejk? A pesar de ello, probaremos con los médicos forenses. Reuniremos una comisión y a usted lo pondremos en situación de arresto provisional; de esta manera, mientras tanto, podrá descansar. Y permítame una última pregunta: según el informe usted proclamaba y difundía que pronto iba a estallar una guerra, ¿no es así?
—¡Oh, ya lo creo, señor! Estallará enseguida.
Jaroslav Hašek