Las celdas limpias y acogedoras del tribunal de justicia, con las paredes blanqueadas y las rejas barnizadas de negro, produjeron en Švejk una impresión inmejorable. También le gustó el corpulento señor Demartini, carcelero jefe de la cárcel preventiva, con sus galones de color morado en el uniforme y en la gorra. El color morado no está prescrito sólo aquí, sino también en las ceremonias religiosas del Miércoles de Ceniza y del Viernes Santo.
La gloriosa historia del dominio romano sobre Jerusalén se repetía. Hacían salir a los prisioneros y los conducían al sótano ante los Pilatos del año 1914. Y los jueces de instrucción, los Pilatos de los tiempos modernos, en lugar de lavarse honradamente las manos, mandaban que les trajeran del bar de al lado un plato de estofado con pimientos rojos y cerveza Pilsen y prorrumpían en continuas quejas ante la fiscalía.
Aquí, en la mayoría de los casos, todo carecía de lógica y el triunfador absoluto era el §, el párrafo del artículo de la ley. El § estrangulaba, el § hacía barbaridades, el § escupía, el § reía, el § amenazaba, el § mataba; lo único que el § nunca hacía era perdonar. Los jueces de instrucción no eran sino juglares de la ley, inmoladores de las letras muertas del código, devoradores de acusados, tigres de la selva austrohúngara que medían su salto sobre las víctimas según el número de párrafos del artículo.
Asimismo, había algunas excepciones (como en la prefectura), personas que no se tomaban la ley tan a pecho. En todas partes se encuentra grano entre la paja.
Una de esas personas interrogó a Švejk. Era un hombre viejo, con aspecto de bonachón. Tiempo atrás, cuando investigaba el caso del célebre asesino Valeš, jamás olvidaba decirle:
—Siéntese, por favor, señor Valeš, aquí tiene una silla.
Cuando le llevaron a Švejk, el juez de instrucción lo invitó a sentarse con su cortesía innata y le dijo:
—Y bien, ¿usted es el señor Švejk?
—Creo que sí —contestó Švejk—, porque mi padre se llamaba Švejk y mi madre era la señora Švejk. No les puedo deshonrar renegando de mi nombre.
Una cordial sonrisa atravesó la cara del juez de instrucción.
—¡Menudas fechorías ha llegado a cometer! ¡La de remordimientos que debe de tener!
—Siempre he tenido muchos remordimientos —dijo Švejk con una sonrisa todavía más cordial que la del juez de instrucción—. No me extrañaría que tuviera todavía más que usted, señor.
—Ya se ve en el documento que ha firmado —dijo el juez de instrucción con la misma cortesía de antes—. ¿Le ha presionado la policía?
—¡Qué va, señor! Yo mismo les pregunté si lo tenía que firmar y, como me dijeron que sí, los obedecí. No discutiré con ellos por mi propia firma, ¿no? Seguro que no habría sacado nada bueno de ello. La orden es lo principal.
—¿Se encuentra perfectamente de salud, señor Švejk?
—Hombre, perfectamente no sería la palabra más adecuada. Tengo reuma y debo darme masajes con una pomada.
El anciano volvía a sonreír con amabilidad.
—¿Qué tal si le examinaran los médicos forenses?
—Yo creo que no estoy tan mal para hacer perder el tiempo a esos señores. Ya me ha examinado un médico de la prefectura para ver si tenía gonorrea.
—¿Sabe qué, señor Švejk? A pesar de ello, probaremos con los médicos forenses. Reuniremos una comisión y a usted lo pondremos en situación de arresto provisional; de esta manera, mientras tanto, podrá descansar. Y permítame una última pregunta: según el informe usted proclamaba y difundía que pronto iba a estallar una guerra, ¿no es así?
—¡Oh, ya lo creo, señor! Estallará enseguida.
Jaroslav Hašek
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