28 noviembre 2022

VIAJE DE UN GORRIÓN DE PARÍS (3)

 II. De la Monarquía de las Abejas

Instruido ya por lo que había visto en el Imperio Fórmico, decidí examinar las costumbres del pueblo antes de escuchar a los grandes y a los príncipes. Al llegar, tropecé con una Abeja que llevaba una sopa.

—¡Ah! ¡Estoy perdida! —dijo—. Me matarán, o al menos me meterán en la cárcel.

—¿Y por qué? —le dije yo.

—¿No ve usted que me ha hecho derramar el caldo de la reina? ¡Pobre reina! Afortunadamente la Copera Mayor, la duquesa de las Rosas, habrá enviado a buscar en varias direcciones; mi falta quedará reparada, pues yo moriría de pesar por haber hecho aguardar a la reina.

—¿Oyes, príncipe Abejorro? —le dije al joven viajero.

La Abeja seguía lamentándose de haber perdido la ocasión de ver a la reina.

—Pero, ¡por Dios!, ¿qué es vuestra reina para que estéis siempre en tal estado de adoración? —exclamé—. Yo, amiga mía, soy de un país, donde nos preocupamos poco de los reyes, de las reinas y otros inventos humanos.

—¡Humanos! —exclamó la Abeja—. No hay nada entre nosotros, descarado Gorrión, que no sea de institución divina. Nuestra reina ha recibido de Dios su poder. Sin ella no podríamos existir como cuerpo social, lo mismo que tú no podrías volar sin plumas. Ella es nuestra alegría y nuestra luz, la causa y el fin de todos nuestros esfuerzos. Ella nombra una directora de puentes y calzadas, que nos da planos y alineamientos para nuestros suntuosos edificios. Ella distribuye a cada uno su tarea según sus capacidades, ella es la encarnación de la justicia y se ocupa sin cesar de su pueblo; ella lo engendra y nosotras nos apresuramos a alimentarlo, pues nosotras hemos sido creadas y puestas en el mundo para adorarla, servirla y defenderla. Lo mismo hacemos con las pequeñas reinas de los palacios particulares y las dotamos de una papilla particular para su alimento. Unicamente a nuestra reina corresponde el honor de cantar y de hablar; sólo ella deja oír su hermosa voz.

Retamas en flor

Valdemoro, en los baldíos despues de una noche de tormenta

27 noviembre 2022

VIAJE DE UN GORRIÓN DE PARÍS (2)

 I. Del gobierno fórmico

Llegué, no sin dificultades, después de haber atravesado el mar, a una isla llamada orgullosamente por sus habitantes la Vieja Formicalión, como si hubiera porciones del globo más jóvenes unas que otras. Un viejo Cuervo instruido que me encontré me había indicado el régimen de las Hormigas como el gobierno modelo; comprenderéis la curiosidad que sentía por estudiar ese sistema y descubrir sus resortes.

Mientras iba de camino, vi muchas Hormigas que viajaban a su antojo: todas eran negras, muy limpias y como barnizadas, pero sin ninguna individualidad. Todas se parecían. Con ver a una ya se han visto todas. Viajaban en una especie de fluido fórmico que las preserva del fango y del polvo, de tal manera que, en las montañas, en las aguas, en las ciudades, os encontráis con una Hormiga y parece salida de un envase, con su vestido negro bien cepillado, muy limpio, las patas barnizadas y las mandíbulas limpias. Esta afectación de limpieza no es una prueba en su favor. ¿Pues qué les pasaría sin ese cuidado constante? Así que a la primera Hormiga que vi le hice unas preguntas: ella me miró sin contestarme; creí que estaba sorda; pero un Loro me dijo que ella no hablaba más que a los Animales que le habían sido presentados.

En cuanto puse pie en la isla, me asaltaron Animales extraños, al servicio del Estado y encargados de iniciarlo a uno en las dulzuras de la libertad, impidiéndole llevar ciertos objetos, por mucho afecto que les tenga. Me rodearon y me hicieron abrir el pico para ver si había dentro peces, cuya importación está al parecer prohibida. Levanté las alas una por una para demostrar que no tenía nada debajo. Después de esta ceremonia, quedé libre para ir y venir por la sede del Imperio Fórmico cuyas libertades tanto me había elogiado el Cuervo.

El primer espectáculo que me impresionó profundamente fue el de la actividad maravillosa de este pueblo. Por doquier iban y venían las Hormigas, cargando y descargando provisiones. Construían almacenes, despachaban la madera, trabajaban todas las materias vegetales. Unos obreros excavaban subterráneos, traían azúcar, construían galerías, y la actividad absorbe tanto a aquel pueblo, que nadie notaba mi presencia. Desde diferentes puntos de la costa partían embarcaciones cargadas de Hormigas que se iban a nuevos continentes. Llegaban correos que decían que en tal punto abundaba un determinado género, e inmediatamente se enviaban destacamentos de Hormigas para apoderarse de él, y lo hacían con tanta habilidad y prontitud, que hasta los Hombres se veían desvalijados sin saber cómo ni cuándo. Confieso que quedé deslumbrado. En medio de la actividad general, descubrí Hormigas aladas entre el pueblo negro sin alas.

Retamas en flor

Valdemoro, en los baldíos despues de una noche de tormenta

26 noviembre 2022

VIAJE DE UN GORRIÓN DE PARÍS

 
VIAJE DE UN GORRIÓN DE PARÍS
En busca del mejor gobierno
Introducción

Los Gorriones de París, desde hace mucho tiempo, pasan por ser los más atrevidos y descarados Pájaros que existen: son franceses y con esa sola palabra quedan dichos sus cualidades y sus defectos; son envidiados y eso explica muchas calumnias. Viven, en efecto, sin miedo a los tiros, son independientes, no les falta nada, y son, sin duda, los más felices entre todos los volátiles. Quizá, a un Pájaro no le conviene demasiada felicidad. Esta reflexión, que sorprendería en cualquier otro, es natural en un Gurriato nutrido de alta filosofía y de pequeños granos; pues yo soy un habitante de la calle Rívoli, revoloteo en el tejado de un ilustre escritor, voy de su tejado a las ventanas de las Tullerías, y comparo las zozobras que abruman al palacio con las rosas inmortales que florecen en la sencilla morada del defensor de los proletarios, esos Gorriones humanos, esos Pájaros que crean generaciones y de los cuales no queda nada.

Engullendo migajas de pan y escuchando las palabras de un gran Hombre, he llegado a ser muy ilustre entre los míos, quienes me eligieron en circunstancias graves, y me confiaron la misión de observar la mejor forma de gobierno que se podría ofrecer a los Pájaros de París. Los Gorriones de París fueron naturalmente ahuyentados por la revolución de 1830; pero los Hombres estaban tan ocupados en aquella gran mixtificación, que no nos dedicaron ninguna atención. Por otra parte, los motines que agitaron al pueblo alado de París tuvieron lugar cuando el cólera. Veamos cómo y por qué.

Los Gorriones de París, plenamente satisfechos de esta vasta capital, se han convertido en pensadores y se han hecho muy exigentes, desde el punto de vista moral, espiritual y filosófico. Antes de venirme a vivir al tejado de la calle Rívoli, yo me había escapado de una jaula, donde me habían encadenado y donde sacaba un cubo de agua para beber cuando tenía sed. Jamás ni Silvio Pellico ni Maroncelli han padecido tantos dolores en el Spielberg como yo padecí durante dos años de cautividad en casa de ese gran Animal que pretende ser el rey de la tierra. Les había contado mis sufrimientos a los del barrio de San Antonio, a donde logré escaparme, y que se portaron maravillosamente conmigo. Fue entonces cuando observé las costumbres del pueblo de los pájaros. Me di cuenta de que la vida no consistía sólo en comer y beber. Fui sacando conclusiones que aumentaron la celebridad que ya debía a mis sufrimientos. A menudo, se me podía ver posado sobre la cabeza de una estatua en el Palacio Real, con las plumas despeluzadas y la cabeza escondida entre los hombros, no dejando ver más que el pico, redondo como una bola, con el ojo a medio cerrar, reflexionando sobre nuestros derechos, nuestros deberes y nuestro futuro. ¿De dónde vienen los Gorriones? ¿A dónde van? ¿Por qué no pueden llorar? ¿Por qué no se organizan en sociedad como los Patos salvajes, como los Cuervos, y por qué no se comunican como ellos, que poseen una lengua sublime? Éstas eran las cuestiones que yo meditaba.

Cuando los Gorriones se peleaban, acababan sus disputas ante mí, al saber que yo me ocupaba de ellos, que pensaba en sus asuntos y se decían: «¡Mirad el Gran-Gurriato!» El ruido de los tambores y los desfiles de la realeza me hicieron abandonar el Palacio Real: me vine a vivir dentro del área inteligente de un gran escritor.

Entre tanto, pasaban cosas que se me escapaban, aunque yo las hubiera previsto; pero después de haber observado la caída inminente de un alud, un Pájaro filósofo sabe situarse muy bien al borde de la nieve que va a rodar. La desaparición progresiva de los jardines convertidos en casas hacía muy infelices a los Gorriones del centro de París y los ponía en una situación penosa, evidentemente inferior a la de los Gorriones del barrio de Saint-Germain, de la calle Rívoli, del Palacio Real y de los Campos Elíseos.

Los Gorriones de los barrios sin jardines no tenían granos ni insectos ni gusanillos: total que no comían carne; se veían obligados a buscarse la vida en las basuras, donde, a veces, encontraban sustancias dañinas. Había dos clases de Gorriones: los Gorriones que tenían todas las dulzuras de la vida y los Gorriones que carecían de todo; en una palabra: Gorriones privilegiados y Gorriones desgraciados.

Esta constitución viciosa de la ciudad de los Gorriones no podía durar mucho tiempo en una nación de doscientos mil Gorriones descarados, ingeniosos, camorristas, la mitad de los cuales pululaban felices con soberbias hembras, mientras la otra mitad adelgazaba por las calles, con las plumas deshechas, los pies en el fango y siempre en situación de alerta. Los Gurriatos doloridos, nerviosos, pertrechados de grandes picos endurecidos, con las alas ásperas como sus voces masculinas, formaban una población generosa y llena de valor. Fueron a buscar como líder a un Gurriato que vivía en el barrio de San Antonio en casa de un cervecero: era un Gurriato que había asistido a la toma de la Bastilla. Empezaron a organizarse. Cada uno sintió la necesidad de obedecer al momento, y muchos parisienses quedaron sorprendidos al ver volar a miles de Gorriones en fila sobre los tejados de la calle Rívoli, con el ala derecha apoyada en el Ayuntamiento, la izquierda en la Magdalena y el centro en las Tullerías.

Los Gorriones privilegiados, asustados por esta demostración, se vieron perdidos: serían expulsados de todas sus posiciones y empujados hacia los campos, donde la vida es muy penosa. En estas circunstancias, enviaron a un elegante Gorriona para llevar a los insurrectos palabras de conciliación: «¿No sería mejor entenderse que pelearse?» Los insurrectos me descubrieron. ¡Ah! Fue uno de los momentos más bellos de mi vida aquél en que fui elegido por todos mis conciudadanos para redactar una Constitución que conciliase los intereses de los Gorriones más inteligentes del mundo, divididos momentáneamente por una cuestión de víveres, eterno meollo de toda discusión política.

Los Gorriones que estaban en posesión de los lugares encantados de esta capital ¿tenían derechos absolutos de propiedad? ¿Por qué y cómo se había establecido esta desigualdad? ¿Podía durar? En caso de que la igualdad más perfecta reinara entre los Gorriones de París, ¿qué formas tomaría el nuevo gobierno? Éstas fueron las cuestiones planteadas por los delegados de ambas partes.

—Pero el caso es —me dijeron los Gurriatos— que el aire, la tierra y sus productos son de todos los Gorriones.

—¡Falso! —dijeron los privilegiados—. Nosotros habitamos en una ciudad, estamos en sociedad, y participamos de lo bueno y de lo malo que hay en ella. Vosotros vivís infinitamente mejor todavía que si estuvierais en estado salvaje, en los campos.

Hubo entonces un gorjeo general que amenazaba con aturdir a los legisladores de la Cámara, los cuales, desde este punto de vista, temen la rivalidad y procuran aturdirse a sí mismos. Algo salió de aquel tumulto: todo tumulto, tanto entre los Pájaros como entre los Hombres, anuncia un hecho. Un tumulto es un parto político. Se propuso, con la aprobación unánime, enviar un gorrión franco, imparcial, observador e instruido, en busca del Derecho Animal, y encargado de comparar los diversos gobiernos. Me nombraron a mí. A pesar de nuestras costumbres sedentarias, salí corriendo en calidad de procurador general de los Gorriones de París: ¡qué no haría uno por su patria!

De vuelta poco después, me entero de la sorprendente Revolución de los Animales, su sublime decisión tomada en su célebre noche del Jardín Botánico y coloco el relato de mi viaje sobre el altar de la patria, como una información diplomática debida a la buena fe de un modesto filósofo alado.


GEORGE SAND


AA. VV.

Vida privada y pública de los animales

Retamas en flor

Valdemoro, en los baldíos despues de una noche de tormenta

25 noviembre 2022

Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (continuación)

 Ver aquel día al mozo de cuerda con carga tan extraña y quedar excitada al momento la curiosidad del señor Ramón todo fue uno.
—A ver —le dijo al mozo—, ¿qué es lo que llevas ahí?
—¿Sé yo acaso lo que puede haber dentro? —repuso el otro—. Esto —y señaló el bulto de forma estrambótica envuelto en periódicos— creo que es un bicho disecado, y lo otro debe de ser una jaula, porque se notan los alambres; pero léveme o demo si sé lo que tiene dentro.
El señor Ramón desenfundó el bulto envuelto en periódicos y apareció ante su vista una gruesa avutarda disecada, de color pardusco, sostenida por sus patas en una sólida tabla de caoba.
El portero quedó estático y sonriente en presencia del ave, que le miraba con sus cándidos ojos de cristal; pero cuando vio en la garra del pajarraco un letrero colgado en donde se leía con letras rojas: Avis tarda, volvieron otra vez las oleadas de pensamientos a sumergir su porteril cerebro en el caos.
Ya vista y bien observada la obesa y simpática avutarda, el señor Ramón pasó a examinar el otro bulto cubierto con una arpillera. Se notaban a través del burdo lienzo los alambres de una jaula; mas ¿por qué estaba tapada de aquel modo?
Seguramente en su interior había alguna cosa de gran interés.
El señor Ramón examinó el envoltorio por todas partes. Estaba tan bien cosida la tela, que no se observaba en ella el menor resquicio por donde pudiera averiguarse lo que había dentro.
El portero, después de vacilar un rato, entró en su garita, desapareció en ella y volvió al poco rato con un cortaplumas.
—No vendrá el amo, ¿eh? —preguntó al mozo.
Este, por toda contestación, elevó sus hombros con ademán de indiferencia.
—Vamos a ver lo que hay dentro —murmuró el señor Ramón; y para tranquilizar la conciencia del mozo añadió—: Luego lo volvemos a coser. No tengas cuidado.
El portero cortó unas puntadas, descosió otras, practicó una abertura en el lienzo; pero al dilatarla se encontró con que el agujero hecho caía sobre él suelo de la jaula, que era de madera. Incomodado con esto, no se anduvo en chiquitas; rasgó la tela de un lado y de otro, hasta dejar al descubierto un lado de la jaula, precisamente aquel en el cual estaba la puerta.
—¿Qué demonio hay aquí? —se dijo el señor Ramón.
No se veía dentro más que un ovillo negruzco como un puño de grande nada más.
La curiosidad del portero, como podrá suponerse, no estaba satisfecha. El hombre abrió la puertecilla de la jaula y metió la mano por el agujero. Notó al principio una cosa que se deslizaba entre sus dedos; luego sintió que le mordían. Dio un grito y retiró el brazo velozmente, y al sacarlo vio con espanto arrollada en la mano una culebra que le pareció monstruosa.
De miedo ni aun pudo gritar siquiera; lívido, con la energía del terror, desenroscó el animalucho de su brazo, y poseído del mayor pánico, con los pocos pelos de su cabeza de punta, huyó escaleras arriba sin atreverse a mirar hacia atrás.
Mientras tanto, la culebra, una culebrilla de esas pequeñas llamadas de Esculapio, incomodada con los malos tratos recibidos tan inmerecidamente, había pedido protección a la avutarda y junto a ella se enroscaba en el suelo y levantaba la cabeza bufando, con su lenguecilla bífida fuera de la boca.
Al mozo de cuerda le hizo tanta gracia la fuga del señor Ramón, que se deshizo en carcajadas estrepitosas, torciéndose y agarrándose a la boca del estómago con las dos manos; ya moderada su risa, salió del portal, cogió un pedazo de ladrillo de en medio de la calle y entró con intención de matar a la culebra; pero al ver al portero en lo alto de la escalera agarrado a la barandilla, temblando y lleno de terror, volvióle a acometer la risa; y en el primer intento, al dejar caer el ladrillo sobre el suelo, no acertó a aplastar la cabeza del animalucho, como quería.
El señor Ramón, ante aquella hilaridad mortificante, se estremeció.
¡Su dignidad estaba por los suelos! ¿Qué hubieran dicho los porteros del barrio, el prendero de la esquina, el memorialista de enfrente, las criadas de la vecindad, para las cuales era casi un oráculo, al verle expuesto a aquellas risas indecorosas? ¡Él, antiguo vicepresidente de la Sociedad de porteros de Madrid!
¡Sí, su dignidad estaba por los suelos!
Mientras el señor Ramón hacía estas reflexiones, el mozo de cuerda, ya sosegado y corrigiendo la puntería, iba a machacar la cabeza del ofidio cuando apareció de pronto en el portal un nuevo personaje. Venía envuelto en un abrigo de color de aceituna, con vetas mugrientas, adornado con dos filas de botones grandes y amarillos.
El recién venido era de baja estatura, algo rechoncho, de nariz dificultosa y barba rojiza en punta; llevaba en la cabeza un sombrero hongo color café, con gasa de luto y alas planas; pantalones a cuadros amarillentos, pellica raída en el cuello, un paraguas grueso en la mano derecha, y en la izquierda un paquete de libros.
Tras él marchaba un perrillo de largas y ensortijadas lanas, blanco y negro, a quien no se le veían los ojos; un pequeño monstruo informe, sin apariencia de animal, que daba la sensación, como diría un modernista, de una toquilla arrollada que tuviera la ocurrencia de ser automóvil.
El señor de la pellica raída entró en el portal, vio lo que pasaba y, como quien ejecuta un acto por acción refleja, levantó el paraguas en el aire inmediatamente.
—Pedazo de imbécil —le dijo al mozo—, ¿quién te manda a ti abrir esa jaula?
—Si no he sido yo. Ha sido el portero —replicó el mozo.
—¿Dónde está ese portero?
—Mírele usted… Allá.
—¿Y por qué le has dejado hacer su capricho a esa vieja momia? —gritó el señor, irritado y señalando con la punta del paraguas al aludido.
—¡Oh! ¡Vieja momia! ¡Qué de dicterios! ¡Qué de vituperios! —murmuró el señor Ramón en voz baja, y pasó por su mente el martirologio de todos los santos.
—Mire usted —repuso el mozo de cuerda rascándose la cabeza—, yo, la verdad, creí que sería alguna culobra que se había metido en la jaula a comerse el pájaro. ¡Cómo las culobras suelen comerse a los pájaros!

¡A volar!