23 noviembre 2022

El narrador de cuentos

 El narrador de cuentos

Era una tarde calurosa, y por tanto hacía bochorno en el vagón de tren, y la siguiente parada sería en Templecombe, a casi una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, y otra niña más pequeña aún, y un niño pequeño. Una tía que pertenecía a los niños estaba sentada en un rincón, y en el rincón más alejado de enfrente tenía su sitio un soltero ajeno al grupo, pero las niñas y el niño acaparaban con energía todo el compartimento. Tanto la tía como los niños eran proclives a una charla de carácter limitado y persistente, que hacía recordar las atenciones de una mosca inasequible al desánimo. La mayor parte de las observaciones de la tía parecían empezar con «No», y casi todas las observaciones de los niños con «¿Por qué?». El soltero callaba.
—No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño comenzó a aporrear los cojines del asiento formando una nube de polvo a cada golpe—. Ven a mirar por la ventanilla —añadió.
El niño se acercó a la ventanilla a regañadientes.
—¿Por qué se llevan a esas ovejas de ese prado? —preguntó.
—Supongo que las conducen a otro prado en el que habrá más hierba —dijo la tía de modo poco firme.
—Pero si hay muchísima hierba en ese prado —protestó el chico—; ahí no hay más que hierba. Tía, hay muchísima hierba en ese prado.
—Quizá la hierba del otro prado es mejor —sugirió neciamente la tía.
—¿Por qué es mejor? —fue la rápida, inevitable pregunta.
—¡Oh, mira las vacas! —exclamó la tía. Casi todos los prados por los que atravesaban las vías tenían vacas o bueyes, pero lo dijo como si reclamara el interés del niño por una rareza.
—¿Por qué la hierba del otro prado es mejor? —insistió Cyril.
En el semblante del soltero, el ceño fruncido se iba profundizando. Era un hombre rígido y nada comprensivo, resolvió en su fuero interno la tía. Se veía totalmente incapacitada para llegar a una conclusión satisfactoria sobre la hierba del otro prado.
La niña más pequeña ideó una distracción y empezó a recitar «En el camino a Mandalay». Sólo se sabía el primer verso, pero utilizaba sus limitados conocimientos al máximo. Repetía el verso una y otra vez, con voz soñadora, pero decidida y muy audible; el soltero pensó que era como si alguien se hubiera apostado con la niña que no lograría repetir ese verso en voz alta dos mil veces sin parar. Quienquiera que la desafió, iba a perder la apuesta seguramente.
—Venid aquí, os voy a contar un cuento —dijo la tía cuando el soltero la hubo mirado dos veces a ella y una a la cuerda de alarma.
Los niños acudieron apáticamente al rincón del compartimento donde se sentaba la tía. Estaba claro que su reputación como narradora de cuentos no tenía un lugar alto en su estimación.
En voz baja y confidencial, interrumpida a cada instante por las preguntas ruidosas y malhumoradas de sus oyentes, la tía empezó un cuento pacato y lamentablemente desprovisto de interés acerca de una niña pequeña que era buena y se hacía amiga de todo el mundo debido a su bondad, y al final era salvada frente a un toro furioso por varios defensores que admiraban su integridad moral.
—¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? —inquirió la mayor de las niñas.
Era justo la misma pregunta que el soltero hubiese querido hacer.
—Bueno, sí —admitió la tía dubitativamente—, pero creo que, si no la hubieran apreciado tanto, no habrían corrido tan aprisa a salvarla.
—Es el cuento más estúpido que he oído jamás —dijo la mayor de las niñas con absoluta convicción.
—Yo dejé de escucharlo al principio, de lo estúpido que era —dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario específico sobre el cuento, aunque desde hacía ya un buen rato había reanudado en forma de susurro la repetición de su verso favorito.
—Según parece, no le acompaña el éxito como narradora de cuentos —dijo repentinamente el soltero desde su rincón.
La tía, en instantánea defensa, se encrespó ante el inesperado ataque.
—Es muy difícil contar cuentos que los niños puedan entender y valorar a la vez —dijo, muy tiesa.
—No estoy de acuerdo con usted —dijo el soltero.
—Entonces, tal vez a usted no le importaría contarles un cuento —fue la réplica de la tía.
—Cuéntenos un cuento —pidió la mayor de las niñas.
—Érase una vez —empezó el soltero— una niña pequeña que se llamaba Bertha y era extraordinariamente buena.
El interés de los niños, que había subido por instantes, empezó enseguida a vacilar; todos los cuentos parecían ser espantosamente iguales, sin importar quién los contase.
—Hacía lo que le mandaban, decía siempre la verdad, no se ensuciaba los vestidos, tomaba arroz con leche como si fuera tarta de mermelada, se aprendía las lecciones a la perfección y tenía buenos modales.
—¿Era guapa? —preguntó la mayor de las niñas.
—No tanto como cualquiera de vosotros —dijo el soltero—, pero era horriblemente buena.
Hubo una ola de reacción a favor del cuento; la palabra horrible enlazada con buena era una primicia que se recomendaba por sí sola. Parecía introducir un eco de verdad que se hallaba ausente en las narraciones de la tía sobre la vida infantil.
—Era tan buena —prosiguió el soltero— que ganó varias medallas por su bondad, y las lucía siempre prendidas del vestido. Había una medalla a la obediencia, otra medalla a la puntualidad y una tercera al buen comportamiento. Eran grandes medallas de metal, y tintineaban unas contra otras cuando paseaba. Ningún niño más de su ciudad había conseguido tantas medallas, por lo que todos sabían que debía ser una niña superbuena.
—Horriblemente buena —recordó Cyril.
—Todo el mundo hablaba de su bondad, y el príncipe del país acabó enterándose, y dijo que como ella era tan buena, le permitiría una vez a la semana pasearse por su jardín, que estaba justo en las cercanías de la ciudad. Era un hermoso parque, y los niños no podían entrar nunca a él, así que fue un gran honor para Bertha que le permitieran ir allí.
—¿Había ovejas en el parque? —preguntó Cyril.
—No —dijo el soltero—, no había ovejas.
—¿Por qué no había ovejas? —fue la inevitable pregunta, surgida de aquella respuesta.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría describirse como una mueca burlona.
—No había ovejas en el parque —dijo el soltero— porque la madre del príncipe había visto una vez en un sueño que a su hijo lo mataría una de estas dos cosas: una oveja o un reloj que le cayera encima. Por esa razón, el príncipe jamás tenía ovejas en su parque ni relojes en su palacio.
La tía contuvo una boqueada de admiración.
—Y al príncipe ¿qué lo mató, una oveja o un reloj?
—Sigue vivo, así que no podemos saber si el sueño se hará realidad —dijo el soltero, sin inmutarse—; de todas formas, aunque en el parque no hubiera ovejas, sí que había muchos cerditos correteando por todo el lugar.
—¿De qué color eran?
—Negros con la cabeza blanca, blancos con motas negras, negros del todo, grises con manchas blancas y algunos eran blancos completamente.
El narrador de cuentos hizo una pausa para dejar que se hundiera en la imaginación de los niños una idea conjunta de los tesoros del parque; luego prosiguió:
—Bertha sintió bastante tristeza al descubrir que no había flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del amable príncipe, y estaba decidida a cumplir su promesa, y desde luego se sintió como una tonta al descubrir que no había flores que arrancar.
—¿Por qué no había flores?
—Porque los cerdos se las habían comido todas —dijo el soltero de inmediato—. Los jardineros le advirtieron al príncipe que no se pueden tener cerdos y además flores, así que decidió tener cerdos en vez de flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelsa decisión del príncipe; la mayoría de la gente hubiera elegido la otra opción.
—El parque tenía muchas más cosas encantadoras. Había estanques con peces dorados y azules y verdes, y árboles con hermosos papagayos que decían cosas inteligentes de improviso, y colibríes que canturreaban las melodías populares de moda. Bertha se paseó por todos lados y disfrutó mucho, y se dijo: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena, no me habrían permitido entrar en este bello parque y disfrutar de todo lo que contiene y se puede ver», y sus tres medallas tintinearon unas contra otras mientras paseaba, y la ayudaron a recordarle lo buena que era de verdad. Justo entonces, un enorme lobo entró a rondar por el parque, a ver si capturaba para la cena un gordo cerdito.
—¿De qué color era el lobo? —preguntaron los niños en un instantáneo arranque de interés.
—Todo color de barro, con una lengua negra y ojos pálidos y grises que brillaban con indecible ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Bertha; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que se distinguía a gran distancia. Bertha también vio al lobo, y observó que se movía sigilosamente en su dirección, y empezó a desear que jamás le hubieran permitido a ella entrar en aquel parque. Echó a correr con todas sus fuerzas, y el lobo la persiguió a grandes saltos y brincos. Ella consiguió alcanzar una maleza de arbustos de mirto y se ocultó en uno de los arbustos más espesos. El lobo llegó olfateando entre las ramas, con su lengua negra colgándole de la boca y los ojos pálidos y grises resplandeciendo de rabia. Bertha estaba terriblemente asustada, y se dijo: «De no haber sido tan extraordinariamente buena, ahora estaría a salvo en la ciudad». Sin embargo, el aroma del mirto era tan fuerte que el lobo no lograba averiguar mediante el olfato dónde se escondía Bertha, y los arbustos eran tan espesos que igual podía estarse merodeando alrededor mucho tiempo sin encontrarla, así que pensó que lo mejor sería marcharse y cazar un cerdito en su lugar. Bertha temblaba muchísimo por tener al lobo rondando y husmeando tan cerca, y, mientras temblaba, la medalla a la obediencia tintineó contra las medallas a la buena conducta y a la puntualidad. El lobo se marchaba ya cuando oyó el tintineo de las medallas, y se detuvo a escuchar; tintinearon de nuevo en un arbusto muy próximo a él. Se lanzó al arbusto, con los ojos pálidos y grises brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Bertha a rastras y la devoró hasta el último bocado. Sólo quedaron de ella sus zapatos, algunos trozos del vestido y las tres medallas por ser buena.
—¿Y murió algún cerdito?
—No, todos se libraron.
—El cuento empezó mal —dijo la niña más pequeña—, pero ha tenido un final precioso.
—Es el cuento más bonito que he escuchado jamás —dijo la mayor de las niñas con enorme decisión.
—Es el único cuento bonito que he escuchado jamás —dijo Cyril.
Una opinión disidente vino de la tía.
—¡Qué cuento tan inapropiado para contárselo a unos niños pequeños! Ha socavado usted el efecto de años de cuidadosa enseñanza.
—Por lo menos —dijo el soltero recogiendo sus pertenencias para salir del vagón— los mantuve tranquilos durante diez minutos, que es más de lo que usted fue capaz de conseguir.
«¡Infeliz mujer!», observó para sí mientras caminaba por el andén de la estación de Templecombe; «¡durante los próximos seis meses, más o menos, esos niños la acometerán en público reclamando un cuento inapropiado!».
Saki
Alpiste para codornices

Nacido en la Birmania colonial e hijo de un alto funcionario del Imperio Británico, Saki —pseudónimo que escogió Héctor Hugh Munro (1870-1916)— fue un personaje singular, demasiado inteligente y desplazado para los círculos de la alta sociedad inglesa en que se movió a lo largo de su vida.
Sus cuentos, considerados a menudo piezas maestras, están teñidos por una mirada inteligente, mordaz y a veces incluso macabra que se posa sobre las situaciones y los personajes convencionales, surtiendo como efecto un humor absurdo, ácido y, muy a menudo, negro. Los relatos reunidos en esta selección, sin duda entre los mejores salidos de su pluma, esconden bajo su apariencia liviana cargas de profundidad que retratan de forma corrosiva la hipocresía y las gruesas contradicciones del comportamiento humano.

Scolyminae

Valdemoro, en los baldíos despues de una noche de tormenta

22 noviembre 2022

Eterna Mortalidad

 La mayoría de los lectores —dice el manuscrito del señor Pattieson— habrán contemplado con regocijo el alegre alboroto que acompaña la salida de una pequeña escuela en una calurosa tarde de verano. La vitalidad de los niños, reprimida con tanta dificultad durante las tediosas horas de disciplina, parece estallar en ese momento en gritos, canciones y juegos, mientras los pequeños pilluelos se agrupan en el patio y organizan los partidos de la tarde. Mas existe otra persona que siente el mismo alivio que ellos al finalizar las clases, cuyos sentimientos no resultan tan evidentes para el ojo del espectador ni despiertan en él tanta simpatía. Me refiero al maestro, quien, aturdido por el bullicio y acalorado por la escasa ventilación del aula, ha pasado toda la jornada (él solo frente a una multitud hostil) controlando las disputas, estimulando su indiferencia, luchando por iluminar la ignorancia y mitigar la obstinación; sus facultades intelectuales se han visto confundidas tras escuchar la misma estúpida lección más de cien veces a coro, alterada únicamente por las innumerables equivocaciones de los recitadores. Incluso las flores del genio clásico, que tanto satisfacen a su gusto solitario, han ido degradándose en su imaginación, al traer consigo el recuerdo de lágrimas, errores y castigos; de tal modo que las Églogas de Virgilio y las Odas de Horacio están inseparablemente unidas a la imagen huraña y a la monótona recitación de algún colegial lloroso. Y si añadimos a todo este sufrimiento una constitución física delicada y un espíritu que no se contenta con tiranizar a los niños, el lector podrá fácilmente imaginar el consuelo que un paseo solitario —en el aire fresco de un agradable atardecer de verano— dispensa a una cabeza dolorida y a unos nervios descompuestos tras numerosas horas dedicadas a la ingrata tarea de enseñar.

En mi caso, esas caminatas vespertinas han sido las horas más felices de una vida desgraciada; y si algún amable lector desea continuar leyendo estas reflexiones, quisiera hacerle saber que sólo acudían a mi pensamiento cuando el descanso del duro trabajo y del griterío, unido a la visión de un apacible paisaje, predisponían mi ánimo para escribir.


Mi lugar predilecto en esas horas de dorado ocio es la orilla de un riachuelo que, serpenteando a través de «un solitario valle de verdes helechos», pasa por delante de la escuela de Gandercleugh. Durante el primer cuarto de milla, quizá me vea obligado a interrumpir mis meditaciones para devolver el saludo que me dedican, gorra en mano, algunos de esos alumnos rezagados que tratan de pescar truchas u otros pececillos en el pequeño arroyo, o de encontrar juncos y flores silvestres junto a sus orillas. Sin embargo, al ponerse el sol, los jóvenes pescadores no prosiguen sus excursiones más allá de la distancia mencionada. Y la causa de ello es que, ascendiendo por el estrecho valle, en una hondonada que al parecer alguien excavó en la ladera de una escarpada loma cubierta de brezos, existe un cementerio abandonado al que los asustados pequeños temen acercarse en cuanto anochece. Para mí, sin embargo, el lugar tiene un encanto indescriptible. Durante mucho tiempo, ha sido el principal destino de mis paseos y, si mi amable patrón no olvida su promesa, será también (y no creo que falte mucho para ello) el lugar donde descansen mis huesos tras su peregrinaje mortal.

 

Walter Scott

Eterna Mortalidad

 

Título original: The Tale of Old Mortality

Walter Scott, 1816

Traducción: Marta Salís

 

 

En la Escocia de 1679, enfrentada entre partidarios del rey Carlos II y seguidores de la secta puritana de los covenanters, el asesinato de un arzobispo desata los hilos de una guerra civil largamente incubada. En medio de los dos bandos, Henry Morton de Milnewood, un joven intrépido y entusiasta que «al no sentirse vinculado a ninguna de las facciones que dividían el país, pasaba por frívolo, insensible e indiferente a la religión o al patriotismo», y sin embargo enemigo tenaz tanto del fanatismo como de la tiranía, se encuentra inmerso en un terrible conflicto de lealtades: por un lado, sus orígenes y tradiciones le señalan como heredero de la causa de los covenanters; por otro, su amor y sus sentimientos le inclinan hacia la joven Edith Bellenden, miembro de la aristocracia realista. Siempre en la cuerda floja, siempre entre dos mundos irreconciliables, Henry Morton intentará encontrar, en medio de las luchas y los odios más exacerbados, la dignidad de la razón, el equilibrio y la moderación.

Eterna Mortalidad (1816), para muchos la mejor novela de Walter Scott, es una crónica viva y patética de la problemática ubicuidad del valor: de cómo la inquebrantable entrega a una causa y el sistemático rechazo a la traición pueden estar presentes a ambos lados de una contienda que, pese a todo, es cruel e inhumana. Con una compleja perspectiva histórica y una extrema destreza épica, Scott trazó en esta novela uno de los más ricos y poderosos retratos del heroísmo romántico, en su «coraje» pero también en su «obstinación».

Verdolagas

Valdemoro, en los baldíos despues de una noche de tormenta

21 noviembre 2022

Oblómov

 EN un piso de las grandes casas de la calle de Gorójovaia, cuya población bastaría para llenar una ciudad provinciana, yacía aquella mañana en su lecho Iliá Ilich Oblómov.
Tendría unos treinta y dos o treinta y tres años, era de talla mediana y aspecto agradable; sus ojos de un gris oscuro carecían de expresión determinada, así como de firmeza todos sus rasgos. Las ideas se paseaban como aves en libertad por su rostro, revoloteaban en sus ojos, se posaban en sus labios entreabiertos, se ocultaban en los pliegues de su frente para desaparecer luego por completo, y entonces una luz de indolente despreocupación iluminaba su cara. Esa despreocupación se manifestaba en las posturas de todo su cuerpo, incluso en los pliegues de su bata.
A veces, una expresión bien de cansancio, bien de aburrimiento enturbiaba su mirada; pero ni el cansancio ni el aburrimiento podrían desterrar la expresión benevolente de su rostro, expresión no sólo predominante en él, sino en todo su espíritu. Y ese espíritu se revelaba abierta y claramente en los ojos, en la sonrisa, en cada movimiento de la cabeza, de las manos. Incluso un observador frío y superficial, al ver de paso a Oblómov, habría dicho: «Es un bonachón, un ser sin malicia». Alguien dotado de mayor profundidad y de más simpatía habría observado largamente a Oblómov y se habría apartado sonriendo, sumido en gratas reflexiones.
La tez de Iliá Ilich no era ni sonrosada, ni morena, ni claramente blanca, sino indefinida o bien así parecía, ya que Oblómov estaba más grueso de lo que correspondía a sus años, debido, quizá, a la falta de movimiento o de aire o de ambas cosas a la vez. En general, su cuerpo, a juzgar por el color, excesivamente blanco, del cuello, sus pequeñas y regordetas manos y redondeados hombros, parecía demasiado delicado para un hombre.

Pájaros

Valdemoro, en los baldíos despues de una noche de tormenta

Serie: azulejos