09 noviembre 2022

Las estrellas en la noche son el símbolo de los fuegos de amor encendidos en la tiniebla de mi mente. (de Un poeta cordobés del siglo XI)

 El insomnio es otro de los accidentes de los amantes. Los poetas han sido muy prolijos en describirlo; suelen decir que son «apacentadores de estrellas», y se lamentan de lo larga que es la noche. Acerca de este asunto yo he dicho, hablando de la guarda del secreto de amor y de cómo trasparece por ciertas señales:
Las nubes han tomado lecciones de mis ojos
y todo lo anegan en lluvia pertinaz,
que esta noche, por tu culpa, llora conmigo
y viene a distraerme en mi insomnio.
Si las tinieblas no hubiesen de acabar
hasta que se cerraran mis párpados en el sueño,
no habría manera de llegar a ver el día,
y el desvelo aumentaría por instantes.
Los luceros, cuyo fulgor ocultan las nubes
a la mirada de los ojos humanos,
son como ese amor tuyo que encubro, delicia mía,
y que tampoco es visible más que en hipótesis.
Sobre el mismo asunto dije también en otro poema:
Pastor soy de estrellas, como si tuviera a mi cargo
apacentar todos los astros fijos y planetas.
Las estrellas en la noche son el símbolo
de los fuegos de amor encendidos en la tiniebla de mi mente.
Parece que soy el guarda de este jardín verde oscuro del firmamento,
cuyas altas yerbas están bordadas de narcisos.
Si Tolomeo viviera, reconocería que soy
el más docto de los hombres en espiar el curso de los astros.
Las cosas se enredan como las cerezas y unas traen otras a la memoria. En este poema he comparado dos cosas con otras dos en un mismo verso —el que empieza «Las estrellas en la noche», etc.—, cosa que tiene mérito en retórica. Pues aún he hecho algo más perfecto, y es comparar tres objetos con otros tres en un mismo verso, y cuatro objetos con otros cuatro en un mismo verso. Los dos casos se dan en el poema que cito a seguida:
Melancólico, afligido e insomne, el amante
no deja de querellarse, ebrio del vino de las imputaciones.
En un instante te hace ver maravillas,
pues tan pronto es enemigo como amigo, se acerca como se aleja.
Sus transportes, sus reproches, su desvío, su reconciliación
parecen conjunción y divergencia de astros, presagios estelares adversos y favorables.
Mas, de pronto, tuvo compasión de mi amor, tras el largo desabrimiento,
y vine a ser envidiado, tras de haber sido envidioso.
Nos deleitamos entre las blancas flores del jardín,
agradecidas y encantadas por el riego de la escarcha:
rocío, nube y huerto perfumado
parecían nuestras lágrimas, nuestros párpados y su mejilla rosada.
Que no me censuren los críticos por haber empleado la palabra «conjunción», ya que los astrónomos llaman así a la coincidencia de dos estrellas en un mismo grado.

Abu Muhammad Alî Ibn Hazm
El collar de la paloma
Traducción y notas de Emilio García Gómez
Abu Muhammad Alî Ibn Hazm nació en Córdoba en 994, en una familia aristocrática «muladí» (practicante de la religión musulmana sin ser árabe) y vivió hasta los quince años en la corte cordobesa. Su padre era un alto funcionario al servicio del visir Almanzor durante los califatos de al-Hakam II y de su sucesor Hisâm II. Muerto Hisâm II en el año 1002, la familia siguió al servicio de la casa Amirî, con sus sucesores, al-Muzafar, de brillante y breve trayectoria y Abd al-Rahmân «Sanyul» (Sanchuelo), descendiente por línea materna del rey Sancho Garcés II de Navarra.
El califato llegó a su fin y la familia de Ibn Hazm, de filiación Amirî, cayó en descrédito y abandonó la actividad pública.
Tras la muerte de su padre en 1012, cuando Ibn Hazm apenas tenía dieciocho años, fue perseguido y sus bienes fueron confiscados. Por lo que tuvo que refugiarse en Almería, al amparo del emir Jayran, quien le mantuvo en su corte hasta que su defensa de la restauración omeya le ganó nuevos enemigos.
Tras este nuevo conflicto vivió largo tiempo en Játiva donde escribió gran parte de su obra y participó en la expedición que desde allí emprendió el califa omeya Murtada y que fue derrotada en las inmediaciones de Granada, siendo apresado Alî ibn Hazm.
Liberado de su cautiverio volvió a Játiva hacia el año 1019. Allí se cree que escribió su obra más célebre, El collar de la Paloma.
Tras la restauración omeya de Córdoba en el año 1023, Ibn Hazm marchó a Córdoba, donde fue nombrado visir. Este gobierno tuvo una corta existencia y en 1024 fue encarcelado otra vez.
Al salir de prisión, renunció a la política y se centró en su obra literaria y filosófica.
La obra de Ibn Hazm abarca unos 400 volúmenes. Destacan entre estos El Fisal, historia crítica de las ideas religiosas, y La Chambara, genealogía árabe del occidente musulmán.
Ibn Hazm murió en Montíjar en el año 1064, en la provincia de Huelva.
El collar de la paloma (Tawq al-hamâma), fue traducido al castellano por Emilio García Gómez.
Ibn Hazm, «el filósofo de Córdoba», teólogo, jurista, polemista y erudito, fue una de las mentes más brillantes de la España musulmana. Sin embargo, a pesar de ser autor de un buen número de libros sobre materias tan variadas como el derecho, la teología o la historia, la obra que lo inmortalizó fue El collar de la paloma —fechada en 1022 en la ciudad de Játiva—, «el libro más ilustre sobre el tema del amor en la civilización musulmana» según Ortega y Gasset.
A lo largo de los treinta capítulos que componen esta obra única e inclasificable, donde se mezclan las reflexiones, los recuerdos y la lectura de poemas escogidos, a medio camino entre el tratado, las memorias y la antología poética, el autor habla, con la ayuda de los poetas cuando es necesario, de la naturaleza del amor y de sus metamorfosis, de las personas que se enamoran, de sus trucos y sus recursos, de sus aliados, de los signos que permiten identificarlas... Al lector actual tal vez le sorprenda comprobar que El collar de la paloma es a un tiempo una obra tan clásica como El arte de amar de Ovidio y tan contemporánea como los Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes.

Puerto de Candás

en Candás, Asturias

08 noviembre 2022

No me puedo imaginar a qué viene eso de virguero refiriéndose al gallo de los bosques.

 Veníamos todos andando tras el carro y mediadas las revueltas del puerto de la sierra de Rufas, hicimos un pequeño alto para darle un tiento a la bota y un descanso al resuello. Don Magín, la vista vagarosa por cuetos, montes y cotarras, siguió:
—Pronto oirán hablar de mí. Estoy escribiendo una obra mayor y varias menores. Siento cómo me bullen las ideas en la cabeza, como si ésta fuera un barril lleno de cerveza y aquéllas el giste blanquecino que se escapa al verter el saciador líquido.
Sacó un cuaderno de tapas de hule negro y prosiguió:
—La obra mayor se titulará Poema par de los Pirineos.
—¿Y por qué par?
—Porque se compone de dos partes y dos es número par. La primera la dedico a la flora y la segunda a la fauna. Precisamente en Rodellar he coleccionado los adjetivos que se refieren a lo más señalado de la fauna…
Abrió el cuadernillo, buscó una página repleta de escritura a lápiz y comenzó a leer:
—La saltadora ardilla; la sanguinaria comadreja; el voraz ratón; el nemoroso topo; el defendido erizo; la suave nutria; la recelosa liebre; el temeroso conejo; el montaraz gato; la codiciada marta; la perseguida zorra; el carnicero lobo; el laminero oso; el tembloroso ciervo; el veloz gamo; el airoso corzo; la vigilante gamuza; la barbuda cabra; la majestuosa águila; la viajera golondrina; la adornada abubilla; el cantador cuclillo; la andariega perdiz…
—Oiga —corté la relación—, eso de andariega para la perdiz no me parece propio.
—Sepa usted que la perdiz es gallinácea que anda a peón y corre mucho más tiempo que vuela.
—Sí, señor —terció don Dimas—, tiene usted toda la razón.
—Prosigo —dijo satisfecho don Magín—: la sabrosa codorniz…
—Eso va en gustos —volví a interrumpir con sarracenas intenciones—. A mí me gusta más la perdiz. Sabe más a montuno.
—Como el que escribe soy yo… allá usted y cojo otra vez el hilo: el vagabundo gorrión; la elegante urraca; el destructor grajo; el canoro ruiseñor; el silbador mirlo; la lucida oropéndola; el minúsculo reyezuelo; el engañador tordo…
—Ahí sí que no le sigo —ataqué yo—. No veo en qué se funda para que el tordo sea engañador.
Envolviome don Magín en insolente mirada y explicó con retintín perdonavidas:
—Me parece que usted de literatura y refranes anda flojo. Digo que el tordo es pájaro engañador porque harto sabido resulta aquello que se aplica a ciertas personas que adolecen de la condición del mentado; a saber, «la cabeza pequeña y el culo gordo…» y perdóneme por lo grosero de una expresión que me hubiera ahorrado si usted no fuera tan duro de mollera.
Don Dimas holgose muy mucho con las palabras de don Magín y otro tanto hicieron Gregorio Sotero y Restituto Azcón. Don Magín siguió con la retahíla de animales y sus adjetivos.
—El enlutado estornino; la huidiza torcaz; el reservado mochuelo; el solemne búho; el voraz buitre; el coloreado jilguero; el humilde pardillo; la elegante grulla; el solitario jabalí; el virguero urogallo…
—¡Alto el carro! —exclamé ya en son de guerra—. No me puedo imaginar a qué viene eso de virguero refiriéndose al gallo de los bosques.
Don Magín despreciando argumentar conmigo dirigiose a mi patrón y le preguntó:
—Dígame usted, don Dimas, y a su justo juicio me remito: ¿ha visto usted alguna vez animal más virguero que el urogallo?
—Las cosas como son y el chocolate espeso —sentenció don Dimas—. El urogallo es un animal virguero si los hay, y no se discuta más.
—Con la abrasadora cantárida cierro la relación de la fauna adjetivada. Si la inspiración me socorre pronto arremeteré contra la flora, que ésa sí que es hueso de taba. Verán ustedes.
Guardó el cuadernillo, sacó en su lugar un mazo de cuartillas cosidas con liza y encarándose conmigo habló:
—Usted, el de los peros, dígame algún adjetivo que cuadre a estos árboles: pino, abeto, haya, roble, encina, fresno, abedul, chopo, álamo, sauce, tilo, retama, boj, castaño, nogal, avellano silvestre, peruetano… y corto la relación para pasar a la de las plantas. ¿Qué propiedad destacaría usted en la campanilla, el musgo, el liquen, el acónito, la valeriana, la genciana, la tormentilla, la sensitiva, la clemátide, la salvia, el árnica, el tomillo o el brezo, para no aburrirle a usted con una lista que no se la salta un prelado?
Me encogí de hombros y don Dimas intervino conciliador.
—Difícil es la tarea, pero si logra atinar como en los pájaros y las bestias, la obra llegará a ser sonada.
Don Magín suavizose bastante.
—Una vez que haya adjetivado todo, sólo es cuestión de buscar consonantes y de encontrar un argumento. Salvado lo duro de los árboles y las plantas, lo que me queda es coser y cantar.

José-Vicente Torrente

El país de García

Áncora & Delfín 

Vista desde el puerto de Candás

en Candás, Asturias

07 noviembre 2022

Ahora bien, tome usted a Pedro Enganchapollos, tradúzcalo al inglés y sírvase firmar Peter Hitchcock; ¿quién le tose?

 En la plaza de doña Sancha de la ciudad de Huesca, don Magín Papalardo Carrascoso, sintiose comunicativo y me explicó:
—Esto de escribir es lo más a propósito para cachifollar a un hombre.
—Usted dirá.
—Esto de escribir yo pienso que es como preparar esa salsa de punto tan delicado que llaman polvoraduque. Se arma uno de mazuelo y morterete, de clavo, jengibre, canela y azúcar, y harto de majar en vez de polvoraduque saca piedralipis capaz de mudar de barrio al más pintado.
—¡Caray!
—Sí, señor. No exagero ni el canto de un serafín. Y luego viene el desprecio del lector que a los de la pluma nos llaga de tal forma que no existe vulneraria capaz de hacerse con nuestras heridas.
Para corresponder a tan floridas confidencias recurrí al repleto saco de los proverbios:
—Siempre que llueve escampa.
—Verdad es, aunque a mí me sirva de consuelo liviano.
Quedó don Magín en silencio mientras recorría con la vista a un hombre cachigordo vestido de blusa negra, uniforme que de lejos señala al tratante en ganado y tan pronto dejó de curiosear arrancose:
—Últimamente se me ha metido en la cabeza que el mejor camino para triunfar es ampararse bajo nombre extranjero y escribir de las cosas de fuera.
—No se me alcanza adónde quiere ir.
—Pues es fácil. Supongamos que usted tiene vena de escritor, es natural de Solán de Cabras, provincia de Cuenca y se llama Pedro Enganchapollos. Con ese nombre y ese apellido el honesto celtíbero que sabe de letras y quiere leer, que son dos cosas muy distintas, se le vuelve de espaldas y así escriba usted la Divina Comedia le importa menos que la suerte que puedan correr los calmucos. Ahora bien, tome usted a Pedro Enganchapollos, tradúzcalo al inglés y sírvase firmar Peter Hitchcock; ¿quién le tose? Como Pedro Enganchapollos es usted una aljofifa literaria, como Peter Hitchcock ya puede aspirar a la inmortalidad y si en vez de cultivar el tema vernáculo busca usted la inspiración en lo foráneo… ¡para qué seguir!
—Quizás tenga razón —le animé.
Enardeciose con mi asentimiento.
—Sí, señor, que la tengo y además como de joven hice las Américas se me acaba de ocurrir que las cosas que allí vi y aprendí me han de servir de maravilla algún día para pasar por la estrecha gatera de la fama sin dejarme muchos pelos en el viaje. ¿Goza de humor para escucharme?
—Pocas veces lo gasté mejor.
—Pues mire por donde le voy a obsequiar con las primicias de un argumento en el que toma parte principal un moreno. Lo pienso titular La vida de Toby Sparrowhead.
—¿Cómo ha dicho?
La vida de Toby Sparrowhead. Ya veo que el titulillo le ha llamado la atención. Si le hubiera dicho La vida de Tobías cabeza de gorrión habría sido lo mismo que ir de vendimia y llevar uvas de postre. La curiosidad de que acaba usted de hacer gala refuerza mi creencia en el encantamiento que lo extranjero produce en este país, porque Tobías cabeza de gorrión y Toby Sparrowhead es lo mismo sólo que en distintas lenguas.

Bañistas y veraneantes en Candás

en Candás, Asturias

06 noviembre 2022

—Que le pongan otro plato de lo mismo al amigo.

 Cuando me decidí no lo pensé dos veces, porque las cosas que se rumian mucho acaban por torcerse a fuerza de encontrarles peros. En aquellos años poco podía ganar o perder. Justamente con trabajar y ser el jifero de mis horas de ocio le sacaba el gusto a la vida. Y como, además, a puro zascandilear, no tenía ni oficio ni beneficio y los escasos dineros que guardaba para cuando vinieran mal dadas amenazaban con dar fin, acordé buscarme nuevo amo y me vino a la memoria el conocimiento que tenía de don Dimas Bardaxí.
Lo que hice antes de ir al encuentro de don Dimas y los motivos que me llevaron a colgar los hábitos a poco de ordenarme de menores, es negocio que queda para mí. La cuenta tampoco es importante y ni entran en ella cosas que pidan confesión con el Santo Padre, ni los civiles andarían desasosegados buscándome por los caminos. En lo último que trabajé fue en un circo de bastante monta. Pero el circo, aunque iba de la Ceca a la Meca y dejaba mucho tiempo para los deleites de ver, leer y escribir, que tanto pueden en mi persona, adolecía del inconveniente de echarme en cara mi poquedad. En aquella cofradía todos, menos los mozos, sabían hacer alguna gracia y a la larga acabé creyéndome una especie de inútil forragaitas. Por eso, después de dejar el circo, me oreé por los lugares que atraviesa la carretera que va de Lérida a Huesca —trecho que contando mal supone arriba de veintiuna leguas—, sin duda porque quería meter en el hondón de mi ánima un poco de serenidad, a fin de no entrar con mal temple al servicio de don Dimas.
A don Dimas le había conocido un año antes, por las ferias de San Andrés que caen en noviembre. Don Dimas solía recenar a eso de las dos de la mañana, en una casa de comidas que hay en Huesca cerca de la placeta de los Tocinos. Yo, como la bolsa no daba para más, me contentaba con un vaso palmero de clarete de Bespén y miraba engolosinado las judías estofadas que despachaba don Dimas.
Aquella noche mi atención estaba más fija que de costumbre y don Dimas se encaró con la sirvienta y ordenó:
—Que le pongan otro plato de lo mismo al amigo.
Yo no me hice rogar y tomé asiento en la mesa del convidador.
Hablamos un poco de todo y de nada pues, aunque don Dimas se manifestó de naturaleza cordial, yo tenía el reparo del hambrón que llena las tripas a cuenta de otro.
Al despedirnos me dijo en tono amistoso:
—No te apures por el convite. Cuando me conozcas más sabrás que ni soy hombre de cumplidos, ni creo en la virtud de los hombres fríos. El burro —remató muy cumplidamente— es el animal más serio de la creación y la seriedad es la dicha de los imbéciles.
En gracia a estas palabras volvimos a repetir la función durante una semana y cuando desmontamos el circo para irnos a Zaragoza, don Dimas me mostró su juego:
—Pienso que, teniendo buenas dotes, pierdes el tiempo en un trabajo de poca cosa.
—A lo mejor está en lo cierto —respondí por decir algo.
—Hijo —gruñó don Dimas—, hoy día tan mal lo pasa quien no tiene negocios como el que los tiene en demasía, pues el primero vive menguadamente y el que se ocupa en muchos no disfruta de la vida, y viene a ser como el perro del trapero que va amarrado con una cuerda debajo del carro y ve pasar los árboles sin poderlos orinar. Además, quien no se especializa está perdido. Las manos sirven para poco sin ayuda de la cabeza.
—Y ¿qué quiere que haga? —insistí.
Don Dimas se estiró el nudo de la corbata y explicó:
—Hace tiempo que busco un joven de buenas entendederas para educarlo en mis oficios. Toma mis señas. Todos los años, mientras Dios no me llame a juicio, vengo a caer por esta taberna rondando la feria de noviembre. Aquí pongo fin a una excursión que comienzo en la villa de Almudévar el 23 de abril, festividad del glorioso San Jorge, patrón de Aragón y eventualmente de los ingleses. En Almudévar, que es la primera villa a la vera de la carretera que lleva a Zaragoza, pregunta por mí en la posada de Fierro.
Recogí el cacho de cartulina sobada que me entregaba y leí:
Dimas Bardaxí Saqués
Capador (Por la Escuela de Toulouse)
Tratante en ganado
Maestro en hierbas
Aragón (España)
—Me hace mucha caridad —murmuré confuso.
—Verdad es —sentenció don Dimas— que un día resucitaremos y se sabrá todo lo que llevamos dentro, por eso quiero aclararte que lo que te propongo más tiene de conveniencia que de caridad y para que lo entiendas te lo explicaré.
Aclarose la voz y prosiguió:
—La vieja de un molino que había en el valle de Tena, cuando yo estaba en edad de ir a la escuela, daba a los pobres los pedazos de tocino fresco que antes había empleado para untarse las almorranas. A fuerza de dar tocino en vez de pan crio fama de caritativa. A lo mejor esto que hago contigo tiene semejanza con el tocino de la vieja.
Quedé pensativo y repliqué:
—Sea lo que fuere, déjeme rumiarlo unos meses. Mi empleo de ahora no es una canonjía pero tampoco puedo despedirme de la noche a la mañana sin darle tiempo al tiempo.
—Hazlo como te plazca, que, aunque yo cubra la plaza he visto tantos dones en ti que siempre te recibiré gustoso.
Sin más nos dijimos adiós y yo volví a mis trabajos menores y él a sus negocios, de los que a lo largo de este escrito daré razón.

José-Vicente Torrente

El país de García

Áncora & Delfín 

Enriketa ve un fantasma