01 noviembre 2022
31 octubre 2022
CAP. V. FLOR DE SANTIDAD
CAP. V. FLOR DE SANTIDAD |
ADEGA cuando iba al monte con las ovejas tendíase a la sombra de grandes
peñascales, y pasaba así horas enteras, la mirada sumida en las nubes y en
infantiles éxtasis el ánima. Esperaba llena de fe ingenua que la azul
inmensidad se rasgase dejándole entrever la Gloria. Sin conciencia del tiempo,
perdida en la niebla de este ensueño, sentía pasar sobre su rostro el aliento
encendido del milagro. ¡Y el milagro acaeció!… Un anochecer de verano Adega
llegó á la venta jadeante, transfigurada la faz. Misteriosa llama temblaba en
la azulada flor de sus pupilas, su boca de niña melancólica se entreabría
sonriente, y sobre su rostro derramábase, como óleo santo, mística alegría. No
acertaba con las palabras, el corazón batía en el pecho cual azorada paloma.
¡Las nubes habíanse desgarrado, y el Cielo apareciera ante sus ojos, sus
indignos ojos que la tierra había de comer! Hablaba postrada en tierra, con
trémulo labio y frases ardientes. Por sus mejillas corría el llanto. ¡Ella, tan
humilde, había gozado favor tan extremado! Abrasada por la ola de la gracia,
besaba el polvo con besos apasionados y crepitantes, como esposa enamorada que
besa al esposo.
La visión de la pastora puso pasmo en todos los corazones, y fué caso de
edificación en el lugar. Solamente el hijo de la ventera, que había andado por
luengas tierras, osó negar el milagro. Las mujerucas de la aldea augurábanle un
castigo ejemplar. Adega, cada vez más silenciosa, parecía vivir en perpetuo
ensueño. Eran muchos los que la tenían en olor de saludadora. Al verla desde
lejos, cuando iba por yerba al prado o con grano al molino, las gentes que
trabajaban los campos dejaban la labor y pausadamente venían á esperarla en el lindar
de la vereda. Las preguntas que le dirigían eran de un candor milenario. Con
los rostros resplandecientes de fe, en medio de murmullos piadosos, los
aldeanos pedían nuevas de sus difuntos: Parecíales que si gozaban de la
bienaventuranza, se habrían mostrado a la pastora, que al cabo era de la misma
feligresía. Adega bajaba los ojos vergonzosa. Ella tan sólo había visto a Dios
Nuestro Señor, con aquella su barba nevada y solemne, los ojos de dulcísimo
mirar y la frente circundada de luz. Oyendo a la pastora las mujeres se hacían
cruces y los abuelos de blancas guedejas la bendecían con amor.
Andando el tiempo la niña volvió a tener nuevas visiones. Tras aquellas
nubes de fuego que las primeras veces deslumbraron sus ojos, acabó por
distinguir tan claramente la Gloria que hasta el rostro de los santos
reconocía. Eran innumerables: Patriarcas de luenga barba, vírgenes de estática
sonrisa, doctores de calva sien, mártires de resplandeciente faz, monjes,
prelados y confesores. Vivían en capillas de plata cincelada, bordadas de
pedrería como la corona de un rey. Las procesiones se sucedían unas a otras,
envueltas en la bruma luminosa de la otra vida. Precedidas del tamboril y de la
gaita, entre pendones carmesí y cruces resplandecientes, desfilaban por fragantes
senderos alfombrados con los pétalos de las rosas litúrgicas que ante el trono
del Altísimo deshojan día y noche los serafines. Mil y mil campanas prorrumpían
en repique alegre, bautismal, campesino. Un repique de amanecer, cuando el
gallo canta y balan en el establo las ovejas. Y desde lo alto de sus andas de
marfil, Santa Baya de Cristamilde, San Berísimo de Céltigos, San Cidrán, Santa
Minia, San Clodio, San Electus, tornaban hacia la pastora el rostro pulido,
sonrosado, riente. ¡También ellos, los viejos tutelares de las iglesias y
santuarios de la montaña, reconocían a su sierva! Oíase el murmullo solemne,
misterioso y grave de las letanías, de los salmos, de las jaculatorias. Era una
agonía de rezos ardientes, y sobre ella revoloteaba el áureo campaneo de las
llaves de San Pedro. Zagales que tenían por bordones floridas varas, guardaban
en campos de lirios ovejas de nevado, virginal vellón, que acudían á beber el
agua de fuentes milagrosas cuyo murmullo semeja rezos informes. Los zagales
tocaban dulcísimamente pífanos y flautas de plata, las zagalas bailaban al son,
agitando los panderos de sonajas de oro. ¡En aquellas regiones azules no había
lobos, los que allí pacían eran los rebaños del Niño Dios!… Y tras montañas de
fantástica cumbre, que marcan el límite de la otra vida, el sol, la luna y las
estrellas se ponen en un ocaso que dura eternidades. Blancos y luengos rosarios
de ánimas en pena giran en torno, por los siglos de los siglos. Cuando el Señor
se digna mirarlas, purificadas, felices, triunfantes, ascienden a la gloria por
misteriosos rayos de luminoso, viviente polvo.
Después de estás muestras que Dios Nuestro Señor le daba de su gracia, la
pastora sentía el alma fortalecida y resignada. Se aplicaba al trabajo con
ahínco, abrazábase enternecida al cuello de las vacas, y hacía cuanto los amos
la ordenaban, sin levantar los ojos, temblando de miedo bajo sus harapos.
Título original: Flor
de santidad
Ramón
María del Valle-Inclán, 1904
30 octubre 2022
CAP. IV. FLOR DE SANTIDAD
CAP. IV. FLOR DE SANTIDAD
—¡Buenas almas del Señor, haced al pobre peregrino un bien de caridad!
Era su voz austera y plañida. Apoyó la frente contra el bordón, y la guedeja negra, polvorienta y sombría, cayó sobre su faz. Una mujeruca asomó en la puerta:
—¡Vaya con Dios, hermano!
Traía la rueca en la cintura, y sus dedos de momia daban vueltas al huso. El peregrino levantó la frente voluntariosa y ceñuda como la de un profeta:
—¿Y adónde quiere que vaya, perdido en el monte?
—Adonde le guíe Dios, hermano.
—A que me coman los lobos.
—¡Asús!… No hay lobos.
Y la mujeruca, hilando su copo, entróse nuevamente en la casa. Una ráfaga de viento cerró la puerta, y el peregrino alejóse musitando. Golpeaba las piedras con el cuento de su bordón. De pronto volvióse, y rastreando un puñado de tierra lo arrojó á la venta. Erguido en medio del sendero, con la voz apasionada y sorda de los anatemas, clamó:
—¡Permita Dios que una peste cierre para siempre esa casa sin caridad! ¡Que los brazados de ortigas crezcan en la puerta! ¡Que los lagartos anden por las ventanas a tomar el sol!…
Sobre la esclavina del peregrino temblaban las cruces, las medallas, los rosarios de Jerusalén. Sus palabras ululaban en el viento, y las greñas lacias y tristes le azotaban las mejillas. Adega le llamó en voz baja desde la cancela del aprisco:
—¡Oiga, hermano!… ¡Oiga!…
Como el peregrino no la atendía, se acercó tímidamente…
—¿Quiere dormir en el establo, señor?
El peregrino la miró con dureza. Adega, cada vez más temerosa y humilde, ensortijaba a sus dedos bermejos una hoja de juncia olorosa:
—No vaya de noche por el monte, señor. Mire, el establo de las vacas lo tenemos lleno de heno y podría descansar a gusto.
Sus ojos de violeta alzábanse en amoroso ruego, y sus labios trémulos permanecían entreabiertos con anhelo infinito. El mendicante, sin responder una sola palabra, sonrió. Después volvióse avizorando hacia la venta, que permanecía cerrada, y fué á guarecerse en el establo, andando con paso de lobo. Adega le siguió. El mastín, como en una historia de santos, vino silencioso á lamer las manos del peregrino y la pastora. Apenas se veía dentro del establo. El aire era tibio y aldeano, sentíase el aliento de las vacas. El recental, que andaba suelto, se revolvía juguetón entre las patas de la yunta, hocicaba en las ubres y erguía el picaresco testuz dando balidos. La Marela y la Bermella, graves como dos viejas abadesas, rumiaban el trébol fresco y oloroso, cabeceando sobre los pesebres. En el fondo del establo había una montaña de heno, y Adega condujo al mendicante de la mano. Los dos caminaban a tientas. El peregrino dejóse caer sobre la yerba, y sin soltar la mano de Adega pronunció a media voz:
—¡Ahora solamente falta que vengan los amos!…
—Nunca vienen.
—¿Eres tú quien acomoda el ganado?
—Sí, señor.
¿Duermes en el establo?
—Sí, señor.
El mendicante rodeóle los brazos a la cintura y Adega cayó sobre el heno. No hizo el más leve intento por huir. Temblaba agradecida al verse cerca de aquel santo que la estrechaba con amor. Suspirando cruzó las manos sobre el cándido seno como para cobijarlo y rezar. El mastín vino a posar la cabeza en su regazo. Adega, con apagada y religiosa voz preguntó al peregrino:
—¿Ya traerá mucho andado por el mundo?
—Desde la misma Jerusalén.
—¿Eso deberá ser muy desviado, muy desviado de aquí?…
—¡Más de cien leguas!
—¡Glorioso San Berísimo!… ¿Y todo por monte?
—Todo por monte y malos caminos.
—¡Ay santo!… Bien ganado tiene el Cielo.
Los rosarios del peregrino habíanse enredado en el cabello de la zagala, que para mejor desprenderlos se puso de rodillas. Las manos le temblaban, y toda confusa hubo de arrancárselos. Llena de santo respeto besó las cruces y las medallas que desbordaban entre sus dedos.
—Diga, ¿están tocados estos rosarios en el sepulcro de Nuestro Señor?
—En el sepulcro de Nuestro Señor… ¡Y además en el sepulcro de los Doce Apóstoles!
Adega volvió a besarlos. Entonces el peregrino, con ademán pontifical, le colgó un rosario al cuello:
—Guárdalo aquí, rapaza.
Y apartábala suavemente los brazos que la pastora tenía aferrados en cruz sobre el pecho. La niña murmuraba con anhelo:
—¡Déjeme, señor!… ¡Déjeme!
El mendicante sonreía y procuraba desabrocharla el justillo. Sobre sus manos velludas revoloteaban las manos de la pastora como dos palomas asustadas:
—Déjeme, señor, yo lo guardaré.
El peregrino la amenazó:
—Voy a quitártelo.
—¡Ah, señor, no haga eso!… Guárdemele aquí, donde quiera…
Y se desabrochaba el corpiño, y descubría la cándida garganta, como una virgen mártir que se dispusiese a morir decapitada.
Título original: Flor
de santidad
Ramón
María del Valle-Inclán, 1904
29 octubre 2022
CAP. III. FLOR DE SANTIDAD
CAP. III. FLOR DE SANTIDAD |
ADEGA era huérfana. Sus padres habían muerto de pesar y de fiebre aquel
malhadado Año del Hambre, cuando los antes alegres y picarescos molinos del Sil
y del Miño parecían haber enmudecido para siempre. La pastora aún rezaba muchas
noches, recordando con estremecimiento de amor y de miedo la agonía de dos
espectros amarillos y calenturientos sobre unas briznas de paja. Con el
pavoroso relieve que el silencio de las altas horas presta a este linaje de
memorias, veía otra vez aquellos pobres cuerpos que tiritaban, volvía a
encontrarse en la mirada de la madre que a todas partes la seguía, adivinaba en
la sombra la faz afilada del padre contraída con una mueca lúgubre, el reír
mudo y burlón de la fiebre que lentamente le cavaba la hoya…
¡Qué invierno aquél! El atrio de la iglesia se cubrió de sepulturas nuevas.
Un lobo rabioso bajaba todas las noches a la aldea y se le oía aullar
desesperado. Al amanecer no turbaba la paz de los corrales ningún cantar
madruguero, ni el sol calentaba los ateridos campos. Los días se sucedían
monótonos, amortajados en el sudario ceniciento de la llovizna. El viento
soplaba áspero y frío, no traía caricias, no llevaba aromas, marchitaba la
yerba, era un aliento embrujado. Algunas veces, al caer la tarde, se le oía
escondido en los pinares quejarse con voces del otro mundo. Los establos
hallábanse vacíos, el hogar sin fuego, en la chimenea el trasgo moría de tedio.
Por los resquicios de las tejas filtrábase la lluvia maligna y terca en las
cabañas llenas de humo. Aterida, mojada, tísica, temblona, una bruja hambrienta
velaba acurrucada a la puerta del horno. La bruja tosía llamando al muerto eco
del rincón calcinado, negro y frío…
¡Qué invierno aquél! Un día y otro día desfilaban por el camino real
procesiones de aldeanos hambrientos, que bajaban como lobos de los casales
escondidos en el monte. Sus madreñas producían un ruido desolador cuando al
caer de la tarde cruzaban la aldea. Pasaban silenciosos, sin detenerse, como un
rebaño descarriado. Sabían que allí también estaba el hambre. Desfilaban por el
camino real lentos, fatigados, dispersos, y sólo hacían alto cuando las viejas
campanas de alguna iglesia perdida en el fondo del valle dejaban oír sus voces
familiares anunciando aquellas rogativas que los señores abades hacían para que
se salvasen los viñedos y los maizales. Entonces, arrodillados a lo largo del
camino, rezaban con un murmullo plañidero. Después continuaban su peregrinación
hacia las villas lejanas, las antiguas villas feudales que aún conservan las
puertas de sus murallas. Los primeros aparecían cuando la mañana estaba blanca
por la nieve, y los últimos cuando huía la tarde arrebujada en los pliegues de
la ventisca. Conforme iban llegando unos en pos de otros, esperaban sentados
ante la portalada de las casas solariegas, donde los galgos flacos y cazadores,
atados en el zaguán, los acogían ladrando. Aquellos abuelos de blancas guedejas,
aquellos zagales asoleados, aquellas mujeres con niños en brazos, aquellas
viejas encorvadas, con grandes bocios colgantes y temblones, imploraban limosna
entonando una salmodia humilde. Besaban la borona, besaban la mazorca del maíz,
besaban la cecina, besaban la mano que todo aquello les ofrecía, y rezaban para
que hubiese siempre caridad sobre la tierra. Rezaban al Señor Santiago y a
Santa María.
¡Qué invierno aquél! Adega, al quedar huérfana, también pidió limosna por
villas y por caminos, hasta que un día la recogieron en la venta. La caridad no
fué grande, porque era ya entonces una zagala de doce años que cargaba mediano
haz de yerba, e iba al monte con las ovejas y con grano al molino. Los venteros
no la trataron como hija, sino como esclava: Marido y mujer eran déspotas,
blasfemos y crueles. Adega no se rebelaba nunca contra los malos tratamientos.
Las mujerucas del casal encontrábanla mansa como una paloma y humilde como la
tierra. Cuando la veían tornar de la villa chorreando agua, descalza y cargada,
solían compadecerla rezando en alta voz:
—¡Pobre rapaza, sin padres!…
Título original: Flor
de santidad
Ramón
María del Valle-Inclán, 1904