22 octubre 2022
21 octubre 2022
LA CASA DEL GATO QUE JUEGA A LA PELOTA
LA CASA DEL GATO QUE JUEGA A LA PELOTA
Cierta lluviosa mañana del mes de marzo, un joven cuidadosamente arrebujado en su abrigo permanecía de pie bajo la marquesina de una tienda, frente a la vieja casa a que nos hemos referido y que él contemplaba con el interés de un arqueólogo. A decir verdad, aquel vestigio de la burguesía del siglo XVII ofrecía al observador más de un problema a resolver. En cada piso había una singularidad: en el primero, cuatro ventanas largas, estrechas, muy juntas las unas a las otras, presentaban en su parte inferior unas piezas de madera destinadas a producir esa luz incierta, merced a la cual un hábil comerciante presta a las telas el color deseado por sus clientes. El joven parecía desdeñar profundamente esta parte esencial de la casa, y sus ojos no se habían detenido aún en ella. Las ventanas del segundo piso, cuyas abiertas celosías permitían ver, a través de grandes vidrios de Bohemia, pequeños visillos de muselina roja, tampoco le interesaban. Su atención iba dirigida particularmente al tercer piso, hacia unas humildes ventanas cuya madera, toscamente trabajada, habría merecido ser llevada al Conservatorio de Artes y Oficios para mostrar allí los primeros esfuerzos de la ebanistería francesa. Las ventanas tenían unos pequeños vidrios de color verde tan intenso que, sin su excelente vista, el joven no habría podido distinguir las cortinas a cuadros azules que ocultaban los misterios de aquel apartamento a los ojos de los profanos. De vez en cuando, cansado el observador de su contemplación infructuosa, o del silencio en que la casa se hallaba sepultada, lo mismo que el barrio entero, bajaba los ojos hacia las partes inferiores. Una involuntaria sonrisa dibujábase entonces en sus labios al volver a ver la tienda, en la que efectivamente había cosas bastante risibles. Un formidable trozo de madera, apoyada horizontalmente sobre cuatro pilares que parecían encorvados bajo el peso de aquella casa decrépita, había sido cubierta con tantas capas de pintura como el maquillaje de una anciana duquesa. En medio de esta viga ancha, lindamente esculpida, hallábase un antiguo cuadro que representaba un gato jugando a la pelota. Esta imagen le hacía mucha gracia a nuestro joven, pues debemos advertir que el más hábil de los pintores modernos no inventaría escena tan cómica. El animal sostenía con una de sus patas delanteras una raqueta tan grande como su propio cuerpo, y se levantaba sobre sus patas traseras para observar una enorme pelota que le lanzaba un gentilhombre cubierto de bordados. El dibujo, los colores, los accesorios, todo estaba tratado de suerte que hiciera creer que el artista había querido burlarse del comerciante y de los transeúntes. Al alterar esta ingenua pintura, el tiempo la había hecho todavía más grotesca merced a algunas particularidades que habían de inquietar a los paseantes curiosos. Así, el rabo moteado del gato estaba de tal modo recortado que se le podía tomar por un espectador, tan grande, alta y tupida era la cola de los gatos de nuestros antepasados. A la derecha del cuadro, sobre un campo de azur que disfrazaba de un modo imperfecto lo podrida que estaba la madera, los transeúntes leían: GUILLAUME, y a la izquierda: SUCESOR DEL SEÑOR CHEVREL. El sol y la lluvia habían corroído la mayor parte del oro triturado y parsimoniosamente aplicado sobre las letras de esta inscripción, en la cual las U sustituían a las V y viceversa, según las leyes de la antigua ortografía francesa. Con objeto de rebajar el orgullo de aquellos que creen que el mundo se vuelve cada día más inteligente, y que el moderno charlatanismo lo supera todo, conviene hacer observar aquí que estas muestras mercantiles, cuya etimología parece extraña a más de un negociante parisiense, son la imagen ya muerta de los cuadros vivos con ayuda de los cuales nuestros avispados antepasados habían logrado atraer los clientes hacia sus establecimientos. Así, la “Trucha que hila”, el “Mono verde” y otros parecidos, fueron animales enjaulados cuya habilidad maravillaba a los transeúntes y cuyo adiestramiento demostraba la paciencia de los industriales del siglo XV. Semejantes curiosidades enriquecían más de prisa a sus felices dueños que los letreros “La Providencia”, “La Honradez”, “La Gracia de Dios” o “La Degollación de San Juan Bautista” que todavía se ven en la calle de Saint-Denis. Sin embargo, el desconocido no permanecía allí para admirar el gato, que un momento de atención bastaba para grabar en la memoria. Aquel joven poseía también sus peculiaridades. Su abrigo, con pliegues a la antigua, permitía ver un elegante calzado, tanto más notable en medio del barro parisiense, cuanto que llevaba unas medias de seda blanca, cuyas salpicaduras daban fe de su impaciencia.
Dedicado a la señorita
María de Montbeau
Hacia la mitad de la calle de Saint-Denis, casi en la esquina de la del Petit Lion, existía no hace mucho tiempo una de esas preciosas casas que brindan a los historiadores la ocasión de reconstruir por analogía lo que era el viejo París. Las paredes de aquella vetusta mansión, que amenazaban con desplomarse de un momento a otro, parecían cubiertas de jeroglíficos. ¿Qué otro nombre podría darse a las X y a las V que trazaban en la fachada las piezas de madera transversales o diagonales descubiertas bajo el encalado de la pared por pequeñas grietas paralelas? Al paso del más ligero carruaje, cada una de aquellas vigas se estremecía ostensiblemente. Este venerable edificio hallábase coronado por uno de esos tejados triangulares de los que pronto no se verá ya ningún modelo en París. Dicha techumbre, retorcida por las intemperancias del clima parisiense, sobresalía unos tres pies hacia la calle, tanto para resguardar de las aguas pluviales el umbral de la puerta, como para abrigar la pared de una buhardilla y su tragaluz, carente de apoyo. Este último piso fue construido con planchas clavadas una encima de otra como pizarras, a fin, sin duda, de no cargar demasiado un edificio tan endeble.Cierta lluviosa mañana del mes de marzo, un joven cuidadosamente arrebujado en su abrigo permanecía de pie bajo la marquesina de una tienda, frente a la vieja casa a que nos hemos referido y que él contemplaba con el interés de un arqueólogo. A decir verdad, aquel vestigio de la burguesía del siglo XVII ofrecía al observador más de un problema a resolver. En cada piso había una singularidad: en el primero, cuatro ventanas largas, estrechas, muy juntas las unas a las otras, presentaban en su parte inferior unas piezas de madera destinadas a producir esa luz incierta, merced a la cual un hábil comerciante presta a las telas el color deseado por sus clientes. El joven parecía desdeñar profundamente esta parte esencial de la casa, y sus ojos no se habían detenido aún en ella. Las ventanas del segundo piso, cuyas abiertas celosías permitían ver, a través de grandes vidrios de Bohemia, pequeños visillos de muselina roja, tampoco le interesaban. Su atención iba dirigida particularmente al tercer piso, hacia unas humildes ventanas cuya madera, toscamente trabajada, habría merecido ser llevada al Conservatorio de Artes y Oficios para mostrar allí los primeros esfuerzos de la ebanistería francesa. Las ventanas tenían unos pequeños vidrios de color verde tan intenso que, sin su excelente vista, el joven no habría podido distinguir las cortinas a cuadros azules que ocultaban los misterios de aquel apartamento a los ojos de los profanos. De vez en cuando, cansado el observador de su contemplación infructuosa, o del silencio en que la casa se hallaba sepultada, lo mismo que el barrio entero, bajaba los ojos hacia las partes inferiores. Una involuntaria sonrisa dibujábase entonces en sus labios al volver a ver la tienda, en la que efectivamente había cosas bastante risibles. Un formidable trozo de madera, apoyada horizontalmente sobre cuatro pilares que parecían encorvados bajo el peso de aquella casa decrépita, había sido cubierta con tantas capas de pintura como el maquillaje de una anciana duquesa. En medio de esta viga ancha, lindamente esculpida, hallábase un antiguo cuadro que representaba un gato jugando a la pelota. Esta imagen le hacía mucha gracia a nuestro joven, pues debemos advertir que el más hábil de los pintores modernos no inventaría escena tan cómica. El animal sostenía con una de sus patas delanteras una raqueta tan grande como su propio cuerpo, y se levantaba sobre sus patas traseras para observar una enorme pelota que le lanzaba un gentilhombre cubierto de bordados. El dibujo, los colores, los accesorios, todo estaba tratado de suerte que hiciera creer que el artista había querido burlarse del comerciante y de los transeúntes. Al alterar esta ingenua pintura, el tiempo la había hecho todavía más grotesca merced a algunas particularidades que habían de inquietar a los paseantes curiosos. Así, el rabo moteado del gato estaba de tal modo recortado que se le podía tomar por un espectador, tan grande, alta y tupida era la cola de los gatos de nuestros antepasados. A la derecha del cuadro, sobre un campo de azur que disfrazaba de un modo imperfecto lo podrida que estaba la madera, los transeúntes leían: GUILLAUME, y a la izquierda: SUCESOR DEL SEÑOR CHEVREL. El sol y la lluvia habían corroído la mayor parte del oro triturado y parsimoniosamente aplicado sobre las letras de esta inscripción, en la cual las U sustituían a las V y viceversa, según las leyes de la antigua ortografía francesa. Con objeto de rebajar el orgullo de aquellos que creen que el mundo se vuelve cada día más inteligente, y que el moderno charlatanismo lo supera todo, conviene hacer observar aquí que estas muestras mercantiles, cuya etimología parece extraña a más de un negociante parisiense, son la imagen ya muerta de los cuadros vivos con ayuda de los cuales nuestros avispados antepasados habían logrado atraer los clientes hacia sus establecimientos. Así, la “Trucha que hila”, el “Mono verde” y otros parecidos, fueron animales enjaulados cuya habilidad maravillaba a los transeúntes y cuyo adiestramiento demostraba la paciencia de los industriales del siglo XV. Semejantes curiosidades enriquecían más de prisa a sus felices dueños que los letreros “La Providencia”, “La Honradez”, “La Gracia de Dios” o “La Degollación de San Juan Bautista” que todavía se ven en la calle de Saint-Denis. Sin embargo, el desconocido no permanecía allí para admirar el gato, que un momento de atención bastaba para grabar en la memoria. Aquel joven poseía también sus peculiaridades. Su abrigo, con pliegues a la antigua, permitía ver un elegante calzado, tanto más notable en medio del barro parisiense, cuanto que llevaba unas medias de seda blanca, cuyas salpicaduras daban fe de su impaciencia.
20 octubre 2022
MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?
CALISTO.- En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.
MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?
CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase y en tan conveniente lugar que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido, ni otro poder mi voluntad humana puede cumplir. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto los gloriosos santos, que se deleitan en la visión divina, no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Más ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.
MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes esto, Calisto?
CALISTO.- Téngolo por tanto en verdad que, si Dios me diese en el cielo la silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad.
MELIBEA.- Pues aun más igual galardón te daré yo, si perseveras.
CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!
MELIBEA.- Mas desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento. Y el intento de tus palabras, Calisto, ha sido de ingenio de tal hombre como tú. ¿Haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete! ¡Vete de ahí, torpe! Que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo el ilícito amor comunicar su deleite.
CALISTO.- Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.
MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?
CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase y en tan conveniente lugar que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido, ni otro poder mi voluntad humana puede cumplir. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto los gloriosos santos, que se deleitan en la visión divina, no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Más ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.
MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes esto, Calisto?
CALISTO.- Téngolo por tanto en verdad que, si Dios me diese en el cielo la silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad.
MELIBEA.- Pues aun más igual galardón te daré yo, si perseveras.
CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!
MELIBEA.- Mas desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento. Y el intento de tus palabras, Calisto, ha sido de ingenio de tal hombre como tú. ¿Haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete! ¡Vete de ahí, torpe! Que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo el ilícito amor comunicar su deleite.
CALISTO.- Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.
Fernando de Rojas
La Celestina
Tragicomedia de Calisto y Melibea
19 octubre 2022
Unas finas perlas de agua brillan en sus cejas. Ahora está perfecta. Por desgracia se me ha acabado el carrete.
A fin de cuentas, yo no soy en verdad más que un esteta. Imposible no sentirse emocionado al ver a una muchacha tan hermosa.
—¿Le puedo sacar una foto?
—¿Con mi paraguas abierto? —ha replicado ella al punto haciendo girar su pequeño paraguas rojo.
—Pero mi carrete es en blanco y negro.
No le he explicado que en realidad llevaba un carrete de profesional.
—No importa, las verdaderas fotografías artísticas se hacen siempre con carretes en blanco y negro.
Daba la impresión de saber de lo que hablaba.
Ha salido conmigo. Unos pequeños copos de nieve revoloteaban por los aires. Se protegía del viento con su paraguas de color rojo vivo.
Por más que estemos ya en el mes de mayo, la nieve de esta vertiente no se ha fundido por completo. En las zonas en que aún queda una poca, brotan por doquier las florecillas púrpura de la fritilaria, y a veces matas de telefios rojos; bajo las peñas desnudas, unas plantas de artemisia extienden sus tallos verdes vellosos en los que se abren pujantes flores amarillas.
—Póngase allí —le he ordenado.
En segundo término, las montañas nevadas que habían relumbrado por la mañana no eran más que siluetas en medio de la grisalla formada por los finos copos.
—¿Está bien así?
Ella inclina la cabeza, se pone en pose. El viento redobla su violencia y le impide mantener derecho su paraguas.
Está aún mejor así, tratando de resistir al viento.
Delante de nosotros discurre un riachuelo cuajado por el hielo. En la orilla, enormes botones de oro se abren en una extraordinaria exuberancia.
Ella ha exclamado señalando al río:
—¡Vayamos abajo!
Ella corre pugnando contra el viento con su paraguas. Yo he puesto el zoom. En contacto con su respiración, los copos se transforman en vaho. Sobre su pañuelo y su pelo resplandecen unas gotas de agua. Le he hecho una seña.
—¿Ya ha terminado? —exclama ella en medio del viento.
Unas finas perlas de agua brillan en sus cejas. Ahora está perfecta. Por desgracia se me ha acabado el carrete.
—¿Puede enviarme estas fotos? —me ha preguntado llena de esperanza.
Gao Xingjian
La montaña del alma
El protagonista de este cuento de cuentos es un escritor chino a quien el azar le muestra su destino en un vagón de tren.
A través de un desconocido descubre la existencia de la Montaña del Alma. Se propone entonces dedicar su tiempo, su aliento y su vida a encontrar esa montaña para conquistarla y desvelar sus secretos, abandonándose a los recodos del camino, al polvo de los vehículos, a las fábulas de los viejos moradores de las aldeas y a la ensoñación que preña las brumas de los altos picos.
En su largo recorrido, el autor avanzará por la geografía, la tradición y la cultura chinas en pos de un objetivo tan sublime como inalcanzable: descifrar el sentido de nuestra identidad… Gao Xingjian fue testigo y víctima de la Revolución Cultural China.
Su obra fue objeto de censura por parte del gobierno chino a mediados de la década de los ochenta y hubo de emigrar a Francia.
En el año 2000 recibió el Premio Nobel de Literatura, convirtiéndose en el primer escritor chino en conseguirlo.
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