14 octubre 2022

El Solitario de Beak Street (y 5)

 Durante mi tercer año de colegio llegó a Saint-Boniface un joven que fue uno de los pocos caballeros distinguidos que figuraban entre los pensionistas que componían nuestra sociedad. Su popularidad creció rápidamente. Cualquier muchacho amable y corriente hubiera sido bien recibido, casi puedo asegurarlo, aun sin ser más rico que el resto; pero es innegable que la adulación, la banalidad, el servilismo, son vicios que arraigan tanto en la mocedad como en la madurez; y un muchacho rico, en la escuela o en el colegio, tiene siempre sus secuaces, escuderos, lugartenientes y cortes pequeñas, como cualquier viejo millonario de Pall Mall, de esos que en su club pasean la vista por encima para elegir al convidado del día, mientras que los humildes parias esperan ansiosamente, pensando: «¡Ah! ¿Me llevará esta vez o invitará a ese abominable, reptil y empedernido gorrón de Henchman?». Lo de siempre cuando se trata de parásitos y de aduladores. No, señor mío, no es que yo vaya a decir que usted sea uno de ellos; y me atreveré a decir que sería bajo y mezquino el que dedicásemos a un hombre nuestra simpatía por la sola razón de que tiene dinero. «Sé muy bien —solía decir Federico Lovel— que muchos amigos vienen a mi habitación a causa de mi prodigalidad, porque mi vieja ama de gobierno tiene almacenado vino en abundancia y porque doy buenas comidas; no me engañan; al menos, tiene que ser más agradable acercarse a mí, disfrutar de mis convites y de mis vinos añejos, que no acudir a los malditos tés de Jack Highsons o a la desagradable cervecería de Oxbridge que tiene Ned Roper». Hay que confesar, en suma, que las reuniones de Lovel resultaban más agradables que las de cualquiera otro compañero del colegio. Tal vez la excelencia del trato y el cuidado que se ponía en atender a los invitados hacíalas más encantadoras. Una comida servida en platos de estaño está muy bien, sin duda alguna, y yo recuerdo estos banquetes con plena gratitud de mi corazón; pero un almuerzo con pescados de Londres, con el aditamento posterior del juego, amén de tres o cuatro sabrosas entrées, es mucho mejor…, y no hay que olvidar que no había en toda la Universidad un cocinero que rivalizara con el nuestro de Saint-Boniface, y, ¡oh, dulces tiempos!, el apetito y las digestiones de entonces hacían las comilonas doblemente agradables. Entre Lovel y yo nació una amistad que confío no ha de disminuir ni siquiera con la publicación de este libro. El período que sigue inmediatamente a la reválida del bachillerato suele ser crítico y embarazoso. Los proveedores acostumbran a exigir con cierta rudeza la liquidación de sus cuentas. Los impresos que encargábamos Calidi Juventa; aquellos alfileres de corbata que los joyeros prendían a la fuerza en nuestros pechos sencillos; aquellas caprichosas prendas que cambiábamos por nuestros libros, y aun por nosotros mismos, todo aquello había de ser pagado por el recién graduado. Mi padre, que entonces vivía, rehusaba satisfacer aquellas demandas, esgrimiendo el argumento justo —tengo que confesarlo— de que mi pensión era bastante considerable y de que las entenadas no era equitativo que sufriesen perjuicio por consecuencia de mis extravagancias. Todo esto hubo de colocarme en situaciones difíciles y hasta de ponerme en riesgo de ser encarcelado, si no hubiera sido por Lovel, el cual, aun bordeando el peligro de ser condenado a reclusión campestre, corrió a Londres a ver a su madre —que entonces tenía razones especialísimas para mostrarse complaciente con su hijo— y obtuvo de ella una cantidad, que se apresuró a llevarme a la horrible fonda de mister Shackell, en que yo me hospedaba. Tenía llenos de lágrimas sus ojos cariñosos; apretó mi mano entre las suyas cientos de veces, al tiempo que me iba entregando los billetes; el inspector mayor —pues Sargent era entonces simple inspector—, que llegaba en aquella ocasión dispuesto a conducir a Lovel ante el rector, a causa de una infracción de disciplina, dejó escapar una lágrima cuando yo, con elocuencia conmovedora, le expliqué lo ocurrido, y el asunto quedó zanjado con un Porto especial de 1811, del que libamos copiosamente aquella tarde en el cuarto del inspector. Cúpome la dicha de liquidar con Lovel por medio de algunos plazos trabajosos. Tomé discípulos, como he dicho; emprendí trabajos literarios; me puse en relación con una revista, y, aunque me sonroje un poco el decirlo, llegué a imponerme al público como un estudiante clásico. No desmereció mi reputación de hombre ilustrado cuando, al morir mi padre, consolidé mi modesta independencia; y mis traducciones del griego, mis poemas firmados por Beta y mis artículos publicados en el periódico del que fui copropietario durante varios años no dejaron de tener su pequeño éxito en aquellos días.
En Oxbridge, si no obtuve distinciones académicas, tuve ocasión de mostrar mi gusto literario. Logré un año en Boniface el premio de composición, y me declaro culpable de haber escrito ensayos, poemas y hasta una tragedia. Mis compañeros me hicieron objeto de chacota —una simple broma servía para divertir a aquellos borrachuelos y mantener su risa largo tiempo—…; no me hiere la alegría que gozaron a mi costa, con ocasión de cierto compromiso que adquirí a mi llegada a Londres, y en el que no hubiera dejado de caer aunque hubiera comprado las verdes antiparras de Moisés Prim Rose. Mi Jenkinson era un antiguo compañero de colegio a quien tuve la idiotez de suponer una persona decente; el amigo poseía una lengua muy pulcra y un aspecto exterior respetable y santo. Era un predicador bastante popular, y acostumbraba a gritar mucho en el púlpito; entre éste y un extraño comerciante en vinos y usurero llamado Sherrick se dieron traza para hacerme adquirir la posesión de aquel periódico literario llamado Museum, que tal vez recordaréis; ésta fue la selecta propiedad literaria que me llevó a comprar con su labia seductora mi amigo Honeyman. Soy un hombre sin malicia; el amigo de marras hállase ahora en la India, donde presumo que las estará pagando todas juntas. Atravesaba una honda penuria cuando me vendió Museum. Se puso por las nubes al decirle yo algún tiempo después que era un estafador, y escondiendo sus sollozos tras el pañuelo, me dijo entre gemidos que algún día pensaría mejor acerca de él; análogas quejas formuladas por mí frente a su cómplice Sherrick produjeron efectos contrarios, pues reventó en una carcajada en mis propias barcas y me dijo: «Tú has sido tonto». Y tenía razón mister Sherrick. Era, en efecto, un cándido el que tratase con él cuestiones de dinero; y también estaba en lo cierto el pobre Honeyman, pues no pienso ahora de él tan mal como antes. Un muchacho oprimido por la escasez de dinero no podía resistir a la tentación de explotar a un joven inexperto como yo. No tengo más remedio que confesar que aquel dichoso Museum me dio ínfulas de editor y que me sugirió el propósito de educar el gusto del público y de difundir por toda la nación la moral y la sana literatura, así como que obtuve una liberal remuneración de mis servicios. Declaro haber insertado mis propios sonetos, mi propia tragedia, mis propios versos —inspirados en un ser sin nombre, cuya conducta había hecho sangrar, y no poco, a un corazón leal—. Confieso haber escrito artículos satíricos, en los cuales campeaba la sutileza de mi ingenio, y trabajos de crítica, cuyos materiales afanaba en las enciclopedias y en los diccionarios biográficos; trabajos que denotaban una suma de conocimientos que hoy mismo me asombrarían. Declaro que entonces me ofrecí al público como un perfecto papanatas; pero, dígame usted, amigo mío, ¿no ha hecho usted nada semejante? Si no habéis sido cándidos alguna vez, es difícil que lleguéis a ser hombres avisados.
Creo que fue mi notable colega del piso primero —él también había tenido con Sherrick relaciones económicas y visitádole tres o cuatro veces en las prisiones metropolitanas— el que primeramente me hizo ver la burla sangrienta de que se me había hecho víctima con motivo del periódico. Escribía Slumley en un periódico que se imprimía en el mismo sitio que el mío. El mismo muchacho solía traer las pruebas para los dos…, una pizca de mozalbete, de ojos muy vivos, que a los diez y seis años apenas representaba doce. Hombre ya por su discreción, tenía la estatura de un niño…, caso frecuente entre la gente pobre.
Este pequeño Dick Bedford acostumbraba a pasar largas horas sentado y dormido en mi antesala o en la de Slumley, mientras que corregíamos nuestros valiosos trabajos. Slumley era un caritativo malvado, y compartía con el chico sus comestibles y bebida. Yo gustaba también de obsequiar al muchacho con algo de mi almuerzo, y disfrutaba viéndole comer. Sentado con su cartera entre las rodillas, durmiendo con la cabeza hundida entre los hombros, y con los pies que no alcanzaban al suelo, hacía Dick una figurilla conmovedora. El borrachín del capitán le concedía un gesto de bienvenida cuando bajaba las escaleras con aire retador, llevando en la mano la chaqueta y el chaleco para dirigirse a su gabinete de aseo, detrás de la cocina. Los niños y Dick eran buenos amigos: Isabel protegíale y hablaba con él de vez en cuando, siempre en tono grave. ¿Conocéis al músico Clancy?… ¿Le conocéis tal vez mejor bajo el nombre de Federico Donner? Donner solía poner música a los versos de Slumley, o viceversa, y de vez en vez venía a Beak Street, donde trabajaba en el piano del poeta. A los sones de esta música centelleaban los ojos del pequeño Dick. «¡Oh, esto es admirable!» —decía el entusiasta joven—. Debe decirse que aquel bondadoso hereje de Slumley no sólo daba al chico algunos peniques, sino que le regalaba billetes para funciones y conciertos. Dick tenía en su casa una pequeña colección de trabajos; de mi toga de estudiante le aderezó su madre un magnífico chalequillo, y tanto él como su madre, que era una excelente mujer, ataviados con sus ropas mejores, ofrecían un aspecto bastante decoroso para el gallinero de cualquier teatro de Inglaterra.
Entre los espectáculos públicos a que asistía mister Dick, solía frecuentar la academia en que bailaba miss Bellenden, y de la que la pobre Isabel Prior salía después de media noche envuelta en su raída túnica. En cierta ocasión en la que el capitán, padre y protector de Isabel, se encontraba dificultoso para emprender una marcha regular, y con el habla tan escandalosa e incoherente que comenzaba a llamar la atención de los señores de la policía, surgió Dick, colocó en un coche a Isabel y a su padre, pagó de su bolsillo el recorrido y los trajo a casa en triunfo, ocupando él mismo el pescante. Yo acertaba a llegar a casa en aquel instante —de una de aquellas elegantes soirées que daba miss Wateringham en Dorset Square—, y cuando trasponía mi puerta entraba Dick con su impedimenta. «Tome usted, cochero» —decía Dick, alargando el dinero y mirando con sus ojos brillantes—. Era mucho más agradable contemplar esta cara llena de vida que no aquélla del capitán, que entraba en su casa vacilante. Según me dijo Isabel, rompió Dick a llorar cuando una semana después intentó devolverle el dinero; era aquél, en opinión de Isabel, un muchacho excepcional. Y así era, en efecto.
Volvamos a mi amigo Lovel. Estaba yo precisamente induciéndole a que hiciera el grado —examen que, acá para entre nosotros, nunca pensé que pudiera salvar airosamente—, cuando me hizo saber de pronto desde Weymouth, donde se hallaba pasando las vacaciones, su propósito de dejar la Universidad y de hacer un viaje al extranjero. «Han ocurrido cosas, amigo querido —me escribía, que hacen la casa de mi madre un lugar de tristeza para mí —poco sospechaba yo, cuando fui a la ciudad para cuidarme de tu asunto, la verdadera causa de aquella milagrosa amabilidad para conmigo—. Mi corazón se hubiera destrozado, Carlos —mi nombre de pila es Carlos—, si las heridas no hubieran encontrado un lenitivo».
En el curso de este capítulo se habrá advertido la sombra de algunos pequeños misterios, a cuenta de los cuales, de ser yo aficionado a esta clase de artificios, podía fácilmente haber mantenido al lector intrigado por espacio de un mes:
  1. ¿Por qué insiste la señora Prior en llamar academia al teatro en que baila su hija?
  1. ¿Cuáles eran las razones especiales que movieron a la señora Lovel a mostrarse tan complaciente con su hijo y entregarle ciento cincuenta libras no bien se las pidiera?
  1. ¿Por qué estuvo a punto de destrozarse el corazón de Federico Lovel?
Y
  1. ¿Quién era el lenitivo de sus dolores?
Voy a contestar inmediatamente, sin el más leve intento de dilación o circunloquio:
  1. La señora Prior, que había recibido dinero en muchas ocasiones de su hermano, Juan Erasmo Sargent, rector de Saint-Boniface, sabía perfectamente que si el rector, a quien había ella estado atosigando toda la vida, se enteraba de que a su sobrina se la había mandado a la escena, no habría de darles un chelín más.
  1. La razón de que Emma, la viuda de Adolfo Loeffer, confitero de Whitechapel Road, hubiese acogido con tanta amabilidad a su hijo Adolfo Federico Lovel, Esq. del colegio de Saint-Boniface de Oxbridge y socio principal de la mencionada casa de Loeffel, casi un niño aún, consistía en que ella, Emma, se hallaba a punto de contraer segundas nupcias con el reverendo Samuel Bonnington.
  1. El corazón de Federico Lovel se conmovió tan profundamente al enterarse de ello, que adoptó gestos y ademanes de Hamlet; se vistió de negro; empezó a gastar melenas que llegaban hasta los ojos, y presentó mil señales exteriores de pena y desesperación, hasta que…
Y
  1. Luisa —viuda de sir Popham Baker, de Bakerstown Cº Kilkenny —baronet— indujo a mister Lovel a emprender un viaje al Rin con ella y Cecilia, cuarta y única hija soltera del difundo sir Popham Baker.
El concepto que yo formé de Cecilia ya lo he consignado con toda candidez en una de las páginas anteriores. Ahora, me ratifico en aquella opinión. No he de repetirla. Me desagrada el tema, como me desagradaba en vida aquella mujer. No sabré decir lo que Federico encontrase en ella digno de admirarse. No es poca suerte para todos nosotros la variedad de gustos que reina en hombres y mujeres. A esta mujer no la veréis viva en esta historia. Veréis, sí, su retrato pintado por el difunto mister Gandish. Aparece en la pintura pulsando un arpa, con la cual acostumbraba a volverme loco en fuerza de hacerme oír su Tara Halls y su Pobre Mariana. Solía ella zaherir a Federico y manifestarse tan impolítica con sus invitados, que, con objeto de apaciguarla, decíale a su marido. «Vamos, querida mía, haznos un poco de música»; y en seguida quitábase los guantes y empezaba con su Tara Halls, en el arpa, cuyas malditas cuerdas no sabían ninguna otra música que martirizara cien veces mis oídos con el mismo sonsonete. A poco sobrevino el período en el que, como he dicho, empezó a mirárseme por encima del hombro; y como no me gustase aquel trato, dejé de ir a Shrublands.
Una cosa parecida hizo también la señora Baker, aunque no de su grado. No abandonó ella aquella residencia porque se le antojase demasiado fría la recepción que se le dispensaba, sino porque aquella casa se había hecho demasiado caliente para ella. Recuerdo haber visto venir un día a Federico muy excitado a describirme, con bastante viveza, una gran batalla librada entre Cecilia y la señora Baker, que trajo por consecuencia le derrota y fuga de esta última. Huyó la señora; mas no pasó de la aldea de Putney, donde acampó de nuevo y se hizo fuerte en una posada. Al día siguiente inició un ataque desesperado, aunque débil, presentándose tras la verja de Shrublands y amenazando con que allí habría de permanecer, para que todo el mundo supiera el trato que una madre había merecido de su hija. La verja, sin embargo, no fue franqueada, y Barnet, el jardinero, apareció diciendo: «Puesto que usted ha venido, señora mía, será porque piensa pagar a mi ama los veinticuatro chelines que ella le ha prestado», y se quedó el jardinero mirándola a través de los barrotes, mientras que ella se marchaba con las orejas gachas. Lovel pagó la olvidada cuentecilla; eran, según él decía, los veinticuatro chelines mejor gastados en su vida.
Pasaron ocho años, durante la segunda mitad de los cuales apenas vi a mi antiguo amigo, como no fuera en los clubs y restaurants donde secretamente nos encontramos, y renovamos, si no la pasada y alegre intimidad, el antiguo afecto que nos uniera. Cierto invierno llevó a su familia al extranjero; según me dijo Lovel, la salud de Cecilia era delicada, y el médico había prescrito que pasara el invierno en el Mediodía. Mas no permaneció Lovel al lado de su mujer; urgentes negocios le reclamaban en Londres; hallábase comprometido en muchas empresas a más de la confitería paternal; pertenecía a varias compañías; dirigía un Banco y era un hombre que tenía muchos hilos en sus manos. Una fiel aya cuidaba de los niños; dos fieles criados dedicábanse a la enferma; y Lovel, que realmente adoraba a su mujer, soportaba la separación con resignada ecuanimidad. A la primavera siguiente recibí una impresión bastante fuerte al leer, entre las noticias necrológicas del periódico, este párrafo: «En Nápoles ha fallecido de fiebre malaria, el día 25 del pasado, Cecilia, esposa de Federico Lovel. Esq. e hija del difunto sir Popham Baker, baronet». Comprendí el dolor que mi amigo estaría sufriendo. Habiendo marchado inmediatamente a Italia al saber las primeras noticias de la gravedad, no llegó a Nápoles a tiempo de recibir el último adiós de su pobre Cecilia.
Algunos meses después de la desgracia recibí una esquela procedente de Shrublands. En ella me escribía Lovel en el mismo tono afectuoso de antaño. Suplicaba al antiguo amigo que fuera a verle, para consolarle en su soledad. ¿Accedería yo a comer con él aquella noche?
Claro está que acudí al llamamiento sin perder instante. Le encontré envuelto en pieles, rodeado de sus hijos en el salón, y confieso que no me produjo sorpresa alguna hallar allí una vez más a la señora Baker.
—Parece que se extraña usted de verme aquí, mister Batchelor —díjome la señora, con aquella gracia y aquella cortesanía que le eran habituales; porque es verdad que si ella estaba dispuesta a aceptar los favores que se le hicieran, tenía buen cuidado de injuriar a aquellos de quienes los había recibido.
—De ninguna manera —exclamé, mirando a Lovel, que bajó la cabeza compasivamente.
Mi amigo, con Cecilita sobre sus rodillas, se hallaba sentado bajo el retrato de la difunta artista, cuya arpa, envuelta en una funda de cuero, yacía tristemente en un rincón de la estancia.
—No estoy aquí por mi propia voluntad, sino obedeciendo a un sentimiento del deber hacia ese… ángel… que ha desaparecido —dijo la señora Baker, señalando al cuadro.
—Cuando estaba aquí mamá siempre estabais peleando —profirió el pequeño Popham, mirando con rostro ceñudo.
—Así es como se enseña a que me respeten estas criaturitas —contestó la abuela.
—¡Silencio, Pop! —dijo el padre—. No quiero que seas un niño mal educado.
—Pop es un niño mal criado, ¿verdad? —repuso Cecilia, haciendo el eco.
—¡Silencio, Pop! —repitió el padre—. Si no te callas, te mando con miss Prior.


William M. Thackeray

El viudo Lovel


Título original: Lovel The Widower

William M. Thackeray, 1860

Traducción: Manuel Ortega y Gasset

Oviedo, adornos urbanos

Oviedo, adornos urbanos

13 octubre 2022

El Solitario de Beak Street (4)

 Nada, queridos amigos, se escapa a vuestra penetración; si os hago un chiste, halláis al instante la intención, y vuestra sonrisa premia al socarrón que os divierte. Por eso comprendisteis en seguida, cuando yo os hablaba de Isabel y su academia, que se trataba de un teatro en que la pobre chica bailaba por una guinea o veinticinco chelines semanales. Bien veo que tuvo que derrochar habilidad y méritos para llegar a los veinticinco, porque no era bonita por aquel entonces; era tan sólo una basta y morenucha mujer en cierne de grandes ojos. Dolphin, el director, no reparaba mucho en ella, y así pasaba ante él en el regimiento de sirenas, de bayaderas, de hadas o de doncellas de la mazurka —con sus lanzas ondulantes y sus coturnos escarlata—, casi tan desapercibida como los dragones armados cuando su alteza real el feldmariscal galopaba frente a las filas. No hubo triunfos dramáticos para miss Bellenden. Nadie arrojó a sus pies ramos de flores. Ningún taimado Mefistófeles…, enviado de tal cual Fausto de fuera…, intentó corromper a la dueña ni traído a la señorita joyeles con brillantes. Si la Bellenden hubiera atraído a semejante admirador, Dolphin no sólo se sorprendiera, sino que probablemente hubiera elevado su salario. Pues aunque se trataba de un individuo de moral nada estricta, no dejaba de respetar ciertos principios. «Esta Bellenden es una buena chica —decía al que esto escribe—. Trabaja mucho. Entrega el dinero a su familia. El padre es una alhaja. Es una familia de cuidado, según he oído», y pasó a otro de los innumerables asuntos de los que de continuo solicitan a un empresario.
Mas ¿qué razón habría para que una pobre patrona hiciese tan gran misterio de tener una hija que se gana honradamente una guinea bailando en un teatro? ¿Por qué insistía tanto en llamar al teatro academia? ¿Por qué había la señora Prior de hablarme en esa forma a mí, que conocía la verdad, y al que nunca Isabel guardó secreto respecto a la índole de sus ocupaciones?
En la vida de la pobreza decente hay acciones y eventos que no está de más ocultar bajo tupido velo. Cualquiera de nosotros podemos, si nos viene en gana, traspasar la pantalla. A menudo no hay tras ella vergonzosos espectáculos…; sólo fuentes vacías, restos míseros y otras tristes señales que evidencian la escasez y el frío. ¿Pero a quién puede exigírsele que muestre al público sus andrajos y pregone por las calles el hambre que padece? Por aquel tiempo, la señora Prior —cuyo carácter ha variado desde entonces en el sentido de una menor amabilidad— tenía un aire respetable. Sin embargo, como ya he dicho, mis provisiones desaparecían con notable rapidez; mis botellas de vino y de aguardiente no dejaron de volar hasta que las puse al abrigo del aire y encerrádolas en una alacena…; la mermelada de frambuesa de More, golosina que me dominaba y permanecía en la mesa unas cuantas horas, siempre se la había comido el gato, cuando no aquella pequeña y maravillosa criada para todo, tan activa, tan sumisa, tan bondadosa, tan sucia, tan servicial. ¿Era realmente la muchacha la que se apoderaba de mis provisiones? Yo he visto la Gazza Ladra, y sé perfectamente que con frecuencia se acusa a estas pobres criadas, con notoria injusticia; esto, sin contar con que en mi caso confieso que me tenía completamente sin cuidado quién fuera el culpable. Al hacer el balance del año, un hombre solo y libre no es mucho más pobre porque tenga que pagar este impuesto doméstico. Un domingo, al anochecer, hallándome retenido en la cama por un catarro, y después de haber gustado el fiambre que Isabel me preparaba y me traía, yo la supliqué que sacase de la alacena, cuya llave le daba, cierta botella de aguardiente; la miré, y ella fijó sus ojos en mí. Era inequívoca la agonía que la embargaba. Apenas había quedado una gota de aguardiente; todo había volado; era domingo, y aquella tarde no había ya medio de proporcionarse aguardiente.
Isabel advirtió mi contrariedad. Dejó la botella y rompió a llorar. Al principio trató de contenerse, mas no tuvo otro remedio que dejar correr sus lágrimas.
—Hija mía… Niña querida —dije yo, tomando su mano—, no vaya usted a suponer que yo pienso que usted…
—No… —dijo, pasándose las manos por los ojos—. No…; pero la última vez que estuvo aquí mister Warrington aún quedaba algo. ¡Oh! Póngale usted en un armario seguro —díjome con prosodia harto defectuosa.
—¡Un armario de seguridad! —la observé yo—. ¡Cómo me extraña que usted, que pronuncia tan bien palabras inglesas y francesas, tenga esos tropezones en el inglés! Su madre hablaba bastante bien.
—Porque ella nació señora. A ella no la dedicaron a oficiala de sombreros, como a mí, ni se vio obligada a convivir con esa escandalosa caterva de muchachas… ¡Oh, qué atmósfera! —Lloraba Isabelita, juntando sus manos con desesperación.
En aquel momento las campanas de St. Beak empezaron a anunciar el oficio vespertino alegremente. «¡Isabel!» oí gritar desde abajo, con su voz de timbre masculino, a la señora Prior. Y a la iglesia se encaminó la muchacha, pues ni ella ni su madre perdían un solo domingo. Yo declaro que dormí tan admirablemente como si hubiera tomado el aguardiente y el agua.
Luego que nos hubo dejado Slumley, vino a mí un día la señora Prior, con aire meditabundo, a preguntarme si tenía algo que objetar a madame Bentivoglio, la cantante, como inquilina para el piso primero. ¡En verdad que esto era ya demasiado! ¿Cómo iba yo a dedicarme a mis trabajos con aquella mujer, ensayando todo el día y berreando debajo de mí? No hay para qué decir que el desahucio de esta señora, que hubiera constituido una proporción excelente, me cerró el camino para negarme a prestar a los Prior algún dinero más; Prior me encareció su propósito de tratarme en lo sucesivo en forma completamente distinta, y me extendió un recibo por una cantidad doble de la que últimamente le había prestado, asegurándome por el cielo y comprometiéndose a devolvérmelo por su honor de militar y de caballero. Vamos a ver. ¿Cuántos años hará de esto?… ¿Trece, catorce, veinte? ¿Qué más da? Me parece, linda Isabel, que si vieses ahora la firma de tu desdichado padre no vacilarías en pagar. Hace poco, precisamente, revolviendo entre los papeles de una antigua caja, que no había abierto en quince años, hallé aquel documento junto con otras cartas escritas…, no importa por quién…, un guante al que yo atribuyera en otro tiempo un valor absurdo y aquel chaleco verde esmeralda, regalo de la señora Macmanus, que lucía en el baile del Fénix Park de Dublín una vez que bailé con ella. ¡Señor, señor! No volvería el chaleco a ceñir mi talle ahora. ¡Cómo se agrandan las cosas!
Aunque no se me ocurrió jamás reclamar aquella cuenta de cuarenta y tres libras —veintitrés de las cuales hube de anticiparles en otra ocasión para evitar un desahucio…—, a mí, que nunca pensé reintegrarme de dicha cantidad, como tampoco soñé en llegar a ser lord mayor de Londres…, se me hacía un poco duro que la señora Prior escribiese a su hermano ausente —con admirable letra, por cierto—, bendiciendo a la Providencia, que se había servido concederle una saneada renta, ofreciéndole elevar sus constante plegarias para que Dios le conservase largo tiempo en el disfrute de su fortuna, e informándole de que cierto inflexible acreedor, que no quería nombrar —aludiéndome a mí—, que tenía a mister Prior bajo su garra —como si yo una vez en posesión de aquel garabato hubiera sabido qué hacer con él—, por tener en su poder un pagaré por valor de cuarenta y tres libras, catorce chelines, cuatro peniques, y que vencía en 3 de julio —mi cuenta—, estaba decidido a llevarlos a la ruina si no se le pagaba una parte antes de esa fecha. Cuando visité mi antiguo colegio y estuve en casa de Sargent, en Boniface Lodge, me trató lo mismo que si fuera aún estudiante; apenas si me habló en el comedor donde comí, en la mesa de los alumnos, y sólo me invitó a uno de aquellos inaguantables tés de la señora Sargent en todo el tiempo que duró mi estancia. Y precisamente a instancias de este hombre vine yo a dar en los Prior. Un día se acercó a hablarme de sobremesa; empezó a charlar conmigo entre carraspeos, se sonrojó y en tono pomposo se refirió a una infortunada hermana que tenía en Londres…, matrimonio desdichado y prematuro…; el marido, el capitán Prior, caballero del Cisne, con dos collares de Portugal; oficial distinguidísimo, pero especulador imprudente…; magnífico alojamiento en el centro de Londres, tranquilo, a pesar de hallarse junto a los clubs… y si caía enfermo —yo soy un inválido declarado—, la señora Prior, su hermana, me cuidaría como una madre. En una palabra: que caí en manos de los Prior; tomé las habitaciones: Amelia Juana, la sucia doncellita ya apuntada, arrastraba una carretilla en la que conducía un par de criaturas en análogo estado de presentación, y aun marchaba junto a ellos otro llevando en sus brazos a un cuarto, casi tan grande como él. La menuda gentecilla, después de pisar los inundados pavimentos de Regent Street, desembocaba en el manso arroyo de Beak Street, cuando la casualidad me llevó en su seguimiento. La pequeña caravana se detuvo junto a una puerta, la misma que yo buscaba, y que fue franqueada por Isabel, apenas salida de la niñez entonces, con sus negros cabellos que caían sobre sus ojos solemnes.
El espectáculo de aquella gente menuda, que hubiera horrorizado a otro cualquiera, acertó a atraerme. Yo soy un solitario. Alguien me maltrató una vez, no importa en qué lugar. Si yo hubiera tenido hijos, presumo que hubiera sido bueno para ellos. Juzgaba a Prior un vulgar y redomado truhán y a su esposa como una artera y hambrienta mujercita. A mí los niños me divertían, y tomé las habitaciones pensando regalarme con el placer de oír por la mañana sobre mi cabeza el taconeo de sus piececitos. La persona a que me refiero tenía varios pequeños…; el marido era juez en las Indias occidentales… Allons. Ahora ya saben ustedes cómo me fui a vivir con los Prior.
No obstante ser a la sazón un viejo célibe recalcitrante y jurado —me llamaré mister Batchelor, si os parece, en esta historia; y alguien hay lejos… muy lejos, que sabe perfectamente por qué jamás he de abrazar otro estado—, era yo un muchacho bastante alegre. No iba más allá de los placeres propios de la juventud; aprendí el rigodón con objeto de bailar con ella en aquellas largas vacaciones, cuando iba a leer con mi amigo el joven lord vizconde Poldoody en Dubl… ¡Psch! ¡Quieto, atolondrado corazón! Tal vez malgastara el tiempo durante el bachillerato. Tal vez leyera demasiadas novelas, concediendo atención excesiva a la «literatura elegante» —ésta era nuestra frase habitual— y hablaba con demasiada frecuencia en la Unión, donde disfrutaba de una reputación considerable. Mas las palabras floridas no me granjeaban los premios del colegio. Me separé de mis camaradas; caí poco después en desgracia con mis parientes; pero conquisté una modesta independencia, que afiancé tomando algunos discípulos para el repaso y el grado común. Por fin la muerte de un pariente me proporcionó una renta pequeña, con la que abandoné la Universidad y me trasladé a Londres.

William M. Thackeray

El viudo Lovel


Título original: Lovel The Widower

William M. Thackeray, 1860

Traducción: Manuel Ortega y Gasset

Esculturas en las calles de Oviedo

En Oviedo

12 octubre 2022

El Solitario de Beak Street (3)

 El capitán Prior acostumbraba a llevar a su hija a «la academia»; pero frecuentemente era Isabel la que tenía que encargarse de conducirle a su casa. Como tenía que esperar por los alrededores dos, tres o, cinco horas a veces, mientras que Isabel daba sus lecciones, era natural que sintiera deseo de guardarse del frío en algún lugar de entretenimiento de las inmediaciones de «la academia». Todos los viernes eran recompensadas la buena conducta y asiduidad de miss Bellenden y otras señoritas con un premio que consistía en una medalla de oro, y con frecuencia, hasta con veinticinco medallas de plata. Miss Bellenden entregaba a su madre la medalla de oro, guardando para sí tan solo cinco chelines, con los cuales los pobres chiquillos compraban zapatos y guantes y ella sus modestos artículos de sombrerería. Una o dos veces consiguió el capitán interceptar la mencionada pieza de oro, y creo poder decir que con ella obsequió a sus bigotudos amigos, los habituales apisonadores del pavimento del Quadrant; porque el capitán era un hombre espléndido, cuando tenía en su bolsillo dinero ajeno. Por diferencias surgidas con ocasión del arreglo de cuentas, se peleó con el comerciante de carbón, su último jefe. Isabelita, después de haberse rendido un par de veces a la importuna solicitud de su padre, haciendo todo lo posible por creer en sus promesas de reembolso, logró adquirir la entereza suficiente para negar a su padre la libra exigida. Sus cinco chelines… su pobre y flácido portamonedas, el que representaba sus caridades y humildes agasajos a sus hermanitos y hermanitas; sus pobres lujos y perfiles de aseo, hasta los detalles imprescindibles de su tocado; los guantes, cuidadosamente remendados; las medias zurcidas, el deslucido calzado, con el que había de trasponer una larga y fatigosa milla después de media noche; los mezquinos caprichos en forma de alfileres o brazaletes con que la pobre muchacha trataba de adornar las mangas o la bata casera…; sus pobres cinco chelines, de los cuales sacaba a veces María un par de zapatos, Tomasito una chaquetilla de franela y el pequeñín Bill un coche con su caballo…, esta miserable suma, esta pizca que Isabelita distribuía entre tantos pobrecillos…, mucho me temo que sufrió varias veces la confiscación paterna. Yo acusé a la muchacha del hecho, y no pudo negármelo. Formulé un voto tremebundo diciendo que si llegaba a enterarme de que daba otra vez la moneda a Prior, cambiaría de domicilio y no volvería a dar a los niños chucherías, boliches ni la monedilla de seis peniques; que tampoco volverían a gustar la picante mermelada, ni el mordiente pastel de jengibre, ni las estampas de personajes de teatro que luego iluminaba con su caja de pinturas; ni las prendas de desecho que aparecían después como pequeños trajes en las personas de Tomasito y de Bill; trajes que la señora Prior, Isabelita y la criada cortaban, recortaban, modificaban, planchaban, estiraban y zurcían con la mayor ingenuidad. He de decir que, dadas mis relaciones con los Prior…, teniendo en cuenta los préstamos que les hacía, aquellos trajes y el cariñoso trato que yo daba a los niños… se me hacía muy duro que desapareciesen mis tarros de mermelada y que volaran mis botellas de aguardiente.

¡Y que aun trataran de asustar a su hermano con el cuento del acreedor inexorable!… ¡Ah, señora Prior! ¡Vaya con la señora Prior! Así marchaba Isabelita a su escuela, envuelta en un raído chal, cubierta su cabeza con un anticuado sombrerete y con un vestidillo más corto de lo que correspondía a su estatura, salpicado de lodo y mostrando el lodo de todos los temporales, mientras que alguna de las otras señoritas, sus compañeras, sacaban de su medallas de oro mucho mayor provecho. Miss Delamere, con sus diez y ocho chelines semanales —eso de llamarles medallas de plata habéis de saber que era tan sólo una broma mía—, tenía veinte sombreros nuevos, vestidos de satín y seda para todas las estaciones, plumas en abundancia, vaporosos trajes, caprichosos pañuelos, un sinnúmero de dijes, moldes para gelatinas en forma de corona, botella de jerez, manta y cuanto pueda imaginarse por una compañera caída en la desgracia y el abatimiento; en cuanto a miss Montanville, que disfrutaba exactamente la misma sala…, bueno; que recibía exactamente de la escuela la misma cantidad, a saber, unas cincuenta libras anuales…, poseía un elegante y coquetón chalet en Regent’s Park, un milord de un caballo, que lucía brillantes arneses bronceados, y un lacayo que ostentaba en la cinta de su sombrero un prodigioso lazo de oro, lacayo al que, por cierto, se trataba en la parada de coches con espantoso desprecio; una tía o una madre, no lo sé a punto fijo —vale más que fuera sólo una tía—, siempre muy decorosamente ataviada, que escoltaba a miss Montanville, que también se adornaba con pulseras y aderezos y que usaba abrigos de terciopelo de los más rico y lujoso. Cierto que miss Montanville era una gran economista. Jamás se supo que auxiliara a una amiga desgraciada ni que diese a un semejante a punto de desfallecer un mendrugo o un vaso de vino. Ella entregaba diez chelines todas las semanas a su padre, cuyo nombre era Boskinson, que desempeñaba, según parece, el cargo de sacristán en un oratorio de Paddington; pero miss Montanville jamás le veía…, ni cuando estuvo en el hospital tan enfermo; y aunque no puede negarse que prestara trece libras a miss Wilder, tampoco debe ocultarse que llevó a la cárcel a la Wilder por un pagaré de veinticuatro, y que vendió hasta el último enser de la Wilder, con escándalo y vergüenza de toda la academia. Luego, miss Montanville fue víctima de un accidente, que deplorará todo aquel a quien le venga en gana. En la tarde del 26 de diciembre de mil ochocientos y tantos, cuando los directores de la academia obsequiaban a sus amistades en la fiesta de Pascua con la gran panto…, mejor dicho…, cuando celebraban ante sus relaciones sus exámenes las alumnas de la academia…, la Montanville, que hubo de presentarse, no en su milord esta vez, sino en una espléndida y aérea carroza tirada por palomas, cayó desde un arco iris, atravesando el baldaquino de la reina Amaranthine, a punto de herir a miss Bellenden, que ocupaba el trono, ataviada con manto celeste salpicado de lentejuelas, agitando una varita mágica y pronunciando unos versos estúpidos compuestos por el profesor de Literatura adscrito a la academia. Dejemos a la Montanville cayendo por la trampa, gritando; dejémosla que se rompa una pierna, que se la lleven a su casa y que no vuelva a figurar entre los personajes de este cuento. No podría hablar nunca. Su voz era ronca y destemplada como la de una pescadora. Será posible que esa descomunal y vieja acomodadora del… teatro, que importuna a las señoras en la primera grada del patio para ofrecerles esa abominable banqueta, cuyo único objeto parece ser el de que tropiece en ella todo el mundo, viéndose obligado a marcar una grotesca cortesía; que ésa que se manifiesta tan solícita, cual si reconociese como a una antigua amiga a la espléndida señora que llega al palco…, ¿puede esta anciana identificarse con la brillante Emilia Montanville de otro tiempo? Se me dice que no existen acomodadoras en los teatros ingleses. Esto no es sino una prueba del consumado artificio y cuidado con que yo substraigo a la curiosidad malsana las personas en que se inspiran los personajes de esta novela. La Montanville no es una acomodadora. Tal vez pueda bajo otro nombre regentar una bisutería en Burlington Arcade, por motivos fáciles de comprender; mas no habrá tormento que me induzca a divulgar el secreto. La vida tiene sus alzas y sus bajas, y usted, anciana coja, ha tenido las suyas. ¡La Montanville! ¡Sigue tu camino! ¡Toma un chelín! —Gracias, señor—. ¡Llévate esta dichosa banqueta, y que no vuelva a verte más!

En cuanto a la hechicera Amaranthine, se parecía a cierta simpática señorita de cuyos años de juventud algo hemos leído ya. Hasta las doce de la noche, envuelta en un manto chispeante, dirige la danza en compañía del príncipe Gradini —más conocido por Gradi en sus épocas de triunfos en el teatro Real de Dublín—. Durante la cena ocupa su asiento junto al real padre del príncipe —que vive todavía y aun reina de vez en cuando, por lo cual no revelaremos su venerado nombre—. Hace ademán de beber en la dorada copa y de comer del monumental pudding. Sonríe cuando el irascible viejo monarca golpea a los marmitones y al primer ministro: Irradia espléndidos fulgores; centellean las mil joyas que guarnecen su tocado, joyas ante las cuales resulta el Koh-i-noor un guijarrillo mísero y opaco. Desaparece en una carroza que para sí la quisiera el lord mayor. Y… ¿quién es esa muchacha que a media noche marcha de prisa hacia su casa con ese ajado sombrerete, ese chal de algodón y ese traje con los bajos franjeados de lodo, atravesando las calles encharcadas?

Nuestra cindarella se levanta temprano; empléase bastante en los quehaceres de la casa; viste a sus hermanos y hermanas y prepara el desayuno de su papá. En los días que no tiene que asistir a las lecciones de la mañana en la academia coadyuva a los menesteres de la comida. ¡El cielo nos asista! Ella solía traerme la comida cuando yo comía en casa, y se encargaba de confeccionar el famoso caldo de carnero cuando yo padecía de catarros. Venían a casa algunos extranjeros… profesionales para visitar a Slumley en el primer piso; eran capitanes desterrados de España y Portugal y camaradas del padre de ella en sus épocas de guerrero. Es sorprendente cómo se asimilaba el acento de todos ellos y cómo aprendía muchos términos franceses e italianos. Tocaba, como ya he dicho, el piano algunas veces en el cuarto de mister Slumley; mas hubo de privarse de semejante expansión y aun de visitarle. Se me figura que no era un hombre de principios. Su periódico contenía desenfadados ataques para muchas reputaciones, y en La Moda hallaríais los más calurosos elogios y las más crudas injurias para la gente de teatro. Recuerdo haberle encontrado algunos años después en el vestíbulo de la ópera, expresándose en forma ruidosa al oír anunciar el coche de alguna señora, y decir vociferando en tonos bastante fuertes, que no necesitan ser exactamente reproducidos: «¡Ahí tienen ustedes a esa mujer! ¡Que se vaya al…! ¡A ésa la hice yo! ¡Yo le conseguí un contrato cuando su familia estaba pereciendo, sir! ¿La ha visto usted? ¡Ni siquiera me mira!». Y la verdad es que en aquel momento no era mister S… un objeto muy digno de contemplación. Recuerdo que hubo alguna que otra gresca con este hombre cuando vivimos juntos en Beak Street. Siempre que encontraba una dificultad, resolvíala ambulando. Abandonó la casa, dejándose un costoso y magnífico piano en prenda de una crecida suma que debía a la señora Prior, y no tardaron en llegar para llevarse el instrumento los almacenistas de música, que eran sus propietarios. Por lo que hace a la edificante biografía de mister S…, no hablemos. Porque es una afrenta para la literatura decir que escriben en periódicos personas tan bajas y desacreditadas.


William M. Thackeray

El viudo Lovel


Título original: Lovel The Widower

William M. Thackeray, 1860

Traducción: Manuel Ortega y Gasset

Gorriones

Gijón, en el estanque de la plaza de Europa

11 octubre 2022

El Solitario de Beak Street (2)

Antes de entrar en materia voy a permitirme advertir a los lectores que, aunque todo lo que he de decir es verdad, no habrá en todo el cuento una sola palabra de verdad; que, aunque Lovel es un hombre de carne y hueso que nada en la abundancia, y aunque no es difícil que le topéis en vuestro camino, os desafío a que me le señaléis con el dedo; que su esposa —porque ahora no vamos a ocuparnos de Lovel viudo— no es, ni mucho menos, la señora con quien os empeñaréis en identificarla, al decir —como diréis con vano afán—: «¡Oh! Ese personaje está inspirado en Fulana o está copiado de la señora Tal». No. Os equivocáis de medio a medio. ¡Cómo! Si hasta los prospectos editoriales casi estoy por decir que han de apelar a la pícara estratagema de anunciar: «Revelaciones acerca de la alta sociedad: El beau monde se encontrará grandemente impresionado al reconocer los retratos de sus ilustres próceres en la novela de costumbres de miss Wiggin, que va a ponerse a la venta». O Sospechamos que en cierto palacio ducal ha de producir estupefacción el notar cómo el despiadado autor de Sugestivos misterios de May Fair ha sabido sorprender —y exponer con mano firme y decidida— ciertos secretos de familia, al tanto de los cuales sólo se suponía a unos pocos personajes de la más elevada aristocracia. Pero no; lejos de mi ánimo el tratar de atraer a un público inocente por medio de semejantes añagazas. Si os imponéis la prolija tarea de averiguar entre tantos miles de cabezas cuál es la que corresponde a cierto sombrero, en lo posible está que acertéis con ella; pero antes moriría el sombrerero que ayudaros a satisfacer vuestra curiosidad, a menos de que tenga alguna molestia que vengar, o tal cual bellaquería que castigar de cualquier individuo que no le sea fácil hallar a tiro en otra ocasión… entonces, sí; avanzará resueltamente y caerá sobre su víctima… —Un obispo, una mujer relamida, o, mejor aún, cualquier pariente atravesado—, y le calará el sombrero hasta las orejas, de tal manera que todo el mundo ría a carcajadas al contemplar el tembloroso rostro del miserable, rojo como una remolacha, y llorando de rabia y humillación, sufriendo la befa y el escarnio de la sociedad. Además, no puedo olvidar que soy a la sazón comensal de Lovel, cuya amistad y cocina son reputadas como las mejores de Londres. Si ellos se percataran de que yo los sacaba a relucir, tanto él como su esposa dejarían de convidarme. ¿Y qué hombre noble y generoso cambiaría por un chiste de poco más o menos a un amigo tan estimable, o cometería la estupidez de ponerle en evidencia en una novela? La persona menos conocedora del mundo rechazaría un pensamiento de tal naturaleza, tanto por bajo y canallesco como por absurdo. Precisamente estoy invitado a su casa para un día de la próxima semana: Vous concevez?, me es imposible decir el día con precisión, porque entonces me descubrirían, y se acabarían las invitaciones para el antiguo amigo. No habría de gustarle aparecer en la historia, como tendría que figurar, representando a un hombre de escasa mentalidad. Él se considera a sí mismo persona de resolución y de firmes actitudes. Habla con rapidez, usa una ostentosa barba; se dirige con aspereza a sus criados —los cuales le prefieren… a esa prenda de marta o armiño en la que se guarecen en invierno las manos de las señoras—, y se conduce con su mujer de tal manera, que yo creo que ella cree que él cree que es el amo de la casa. «Isabel, hija mía, me parece que se refiere a A., o a B., o a D.» —creo oír decir a Lovel—; y que contesta ella: «¡Oh!, sí, no hay duda de que es D…, es su retrato». «Es D. clavado» —añade Lovel.
Ella por fuerza adivina que yo me propongo dibujar a su marido en las precedentes líneas; pero no me da testimonio de haberlo advertido sino por una intencionada cortesía: por —me será lícito decirlo— unas cuantas invitaciones más; por una mirada de aquellos ojos insondables —¡Dios bendito!, pensar que usó gafas tanto tiempo y que aún los defendía a veces con una visera—, en los cuales, cuando se les mira en ciertas ocasiones, se puede bucear tan hondo, tan hondo, tan hondo, que desafío a cualquiera a penetrar hasta la mitad del misterio que encierran.
Cuando yo era muchacho tuve habitaciones en Beak Street y en Regent Street —claro que no he vivido en Beak Street, como no he vivido en Be1grave Square; pero estimo conveniente decirlo, y confío en que no habrá ningún caballero tan mal criado que se atreva a contradecirme…— viví, repito, en tiempo en Beak Street. Prior era el nombre de mi patrona. Esta señora había atravesado mejores épocas…; a muchas patronas les ha pasado lo mismo. Su marido…, no diremos el patrón, porque la señora Prior era la que gobernaba…, había sido en mejores tiempos capitán o teniente de la milicia; residió luego en Diss-Norfolk, sin oficio ni beneficio; estuvo después en Norwich Castle preso por deudas; más tarde fue escribano en Southampton Buildings —Londres—; luego teniente y pagador en los Cazadores del Bom Retiro, al servicio de su majestad la reina de Portugal; por fin, estuvo en Melina Place, St. Georg’s Field’s, etcétera. Omito la reseña circunstanciada de una existencia que ya ha trazado paso a paso un biógrafo legal y que más de una vez ha sido objeto de investigaciones judiciales, llevadas a efecto por ciertos comisarios de Lincoln’s Inn Field’s. Prior, por este tiempo, después de haber salido a flote de cien naufragios logrando encaramarse en una barquichuela salvadora, actuaba de escribiente en la casa de un comerciante de carbón de la ribera. «Ya comprenderá usted, señor —decía él—, que mi colocación es transitoria… La fortuna de la guerra, la fortuna de la guerra». Chapurraba no pocas lenguas extranjeras. Su persona exhalaba un fuerte olor a tabaco. Ciertos hombres barbudos de los que se dedican a hollar con sus cascos los alrededores de Regent Street solían llegar por la tarde a preguntar por «el capitán». Era conocido en todos los billares de las cercanías, donde, según mis noticias, se le respetaba muy poco. No podréis haceros cargo, por lo que aquí ha de hablarse del capitán Prior, de lo inaguantable que resultaban el tal sujeto y sus groseras baladronadas, ni será fácil que os representéis la molestia que ocasionaban las repetidísimas demandas de pequeños préstamos, cuya pérdida era cosa descontada, todo lo cual habéis de suponer que ha ocurrido antes de levantarse el telón para el presente drama. Sólo dos personas en el mundo creo yo que se sentían movidas por la compasión hacia él: su mujer, que aún conservaba el dulce recuerdo del guapo mozo que le ofreciera su amor y supiera conquistarla, y su hija Isabel, a la cual Prior, durante los dos últimos meses de su vida y hasta que le atacara la enfermedad que le llevó al sepulcro, había acompañado todas las tardes a lo que él llamaba «la academia». Estáis en lo cierto. Isabel es el personaje central de la historia. Cuando la conocí era una delicada y esbelta muchacha de quince años. Tenía el rostro sembrado de pecas, y era un tanto rojizo su cabello. Su vestido era bastante corto. Solía pedirme prestados algunos libros y tocar el piano del vecino del piso primero, cuyo nombre era Slumley, siempre que éste se hallaba fuera de casa. Slumley era director de La Moda, periódico que se publicaba por entonces; era además autor de muchos cantos populares y amigo de varios almacenistas de música. Y, gracias a la influencia de mister Slumley, fue Isabel admitida como discípula en lo que la familia daba en llamar «la academia».

William M. Thackeray

El viudo Lovel


Título original: Lovel The Widower

William M. Thackeray, 1860

Traducción: Manuel Ortega y Gasset

Enriketa ve un fantasma