Roma, aquel centro de corrupción y de desorden que se llamaba la capital del mundo, no tenía ya emperadores que dar que no fuesen déspotas y corrompidos. Pero había una provincia que estaba siendo nuevo plantel de grandes hombres, y allí se encontró el más digno de ceñir la diadema imperial. Esta provincia era España.
El viejo Nerva, en cuya cabeza encanecida estaban amortiguadas todas las pasiones menos el amor de la patria, había adoptado por hijo a Trajano, natural de Itálica, y quiso hacer el mayor bien posible al imperio y a la humanidad, dejándole por sucesor suyo. Así España puede blasonar de haber sido la primera que dio a Roma un emperador extranjero. Pero aún sería escasa gloria, si este emperador no hubiese sido el que mereció el dictado de óptimo príncipe; que ninguno antes que él había obtenido. Verdad es que Trajano tenía ya en su favor, más que el testamento de Nerva, sus grandes y nobles cualidades para ejercer dignamente la soberanía imperial. No es que faltaran a Trajano flaquezas y vicios como hombre privado: afeábasele su pasión al vino y a las mujeres: pero la sombra de sus malos hábitos como particular desaparecía ante el brillo de sus virtudes como hombre público: bien era menester que fuesen muchas, y lo eran realmente.
Hallábase el español ilustre en Colonia cuando fue aclamado emperador (99). Partió a Roma, donde hizo su entrada pública como un padre en medio de sus hijos. Marchaba a pie, al modo que había marchado siempre en las guerras de la Germania, confundiéndose con los simples soldados como se confundía ahora entre la muchedumbre que se aglomeraba a saludarle y bendecirle. Así continuó siempre, sin que las lanzas de su guardia tuvieran que abrirle paso por entre las masas de un pueblo que le adoraba.
Trajano no necesitaba de estatuas; su presencia reemplazaba al mármol y al bronce; más aunque las mejores inscripciones para él eran las alabanzas que salían de las bocas de sus gobernados, gustábale ver inscrito su nombre en las paredes de todos los edificios, lo que le valió el apodo de Parietario; flaquezas de que no suelen librarse los más grandes hombres. Sus liberalidades proporcionaban el sustento a dos millones y medio de personas. Cuando algunos le tachaban de pródigo en sus larguezas, en las sumas que destinaba al socorro de los pobres y a la educación de sus hijos, daba por toda respuesta: Quiero hacer lo que yo, si fuese un simple particular, querría que hiciese un emperador. Dedicóse a curar los males del despotismo y las llagas de la anarquía. Toma esa espada, le dijo al prefecto del pretorio; esgrímela en favor mío si cumplo con mi deber, en contra si a él faltase. Propendiendo siempre en la administración de justicia a la indulgencia y a los sentimientos humanitarios, Prefiero, decía, la impunidad de cien culpables a la condenación de un solo inocente.
Menos instruido que generoso y enérgico, distinguióse su reinado por un carácter belicoso que había faltado a los de sus antecesores. Triunfó en la Dacia, subyugó la Asiría, combatió a los partos, venció varios reyes, llegaron sus ejércitos hasta la India, y para monumento perpetuo de sus victorias se erigió en Roma la famosa columna Trajana, formando para ello una plaza magnífica en terreno que antes ocupaba una montaña de ciento cuarenta y cuatro pies: su inauguración se solemnizó con espectáculos que duraron ciento veinte y tres días, y en que murieron más de mil fieras. Llegó con él al apogeo de su grandeza el imperio romano.
Modesto Lafuente
Historia General de España