14 julio 2022

de Stefan Zweig: Mendel el de los libros

 Es obvio que en el café Gluck —cuya fama se unió para nosotros aún más a su cátedra imperceptible que a la figura que le daba nombre, el eminente músico Christoph Willibald Gluck, compositor de Alcestes y de Ifigenia— se le tenía en muy alta consideración. Formaba parte del inventario, igual que la vieja caja registradora de madera de cerezo, los dos billares mal remendados o la cafetera de cobre. Protegían su mesa como si fuera un santuario, pues cada vez que aparecían sus numerosos clientes e informadores eran instados amablemente por el personal a hacer alguna consumición, de modo que la mayor parte de su margen de ganancia fluía en realidad hacia la voluminosa cartera de cuero que Deubler, el jefe de camareros, llevaba en torno a las caderas. Por ello Mendel gozaba de múltiples privilegios. El teléfono para él era gratis. Le llevaban el correo y le hacían los recados. La buena mujer encargada de los aseos le cepillaba el abrigo, le cosía los botones y cada semana le llevaba un pequeño hatillo a lavar. Sólo a él le traían de la vecina casa de huéspedes el almuerzo de mediodía, y cada mañana el señor Standhartner, el propietario, venía en persona hasta su mesa y le saludaba. Por cierto que la mayoría de las veces sin que Jakob Mendel, enfrascado en sus libros, se diera cuenta. Entraba cada mañana a las siete y media en punto, y sólo abandonaba el local cuando se apagaban las luces. Jamás hablaba con los demás parroquianos. No leía periódico alguno. No reparaba en modificación alguna. Y cuando el señor Standhartner le preguntó cortésmente en una ocasión si no leía mejor con la luz eléctrica que antes bajo el pálido y vacilante resplandor de las lámparas de gas, él levantó la vista y, asombrado, contempló las bombillas. Aquel cambio, a pesar del bullicio y del martilleo de una instalación que había durado varios días, le había pasado por completo desapercibido. A través de los dos orificios redondos de las gafas, a través de aquellas lentes resplandecientes y succionantes, únicamente se filtraban en su cerebro los millares de infusorios negros de las letras. Todo lo demás que pudiera ocurrir a su alrededor fluía junto a él como un ruido sordo. En realidad, había pasado más de treinta años, es decir, toda la parte consciente de su vida, leyendo en aquella mesa cuadrada, comparando, calculando, en un estado de somnolencia constante que tan sólo interrumpía para irse a dormir.
Por eso, cuando vi la mesa de mármol de Jakob Mendel, aquella fuente de oráculos, vacía como una losa sepulcral, dormitando en aquella habitación, me sobrevino una especie de terror. Sólo entonces, al cabo de los años, comprendí cuánto es lo que desaparece con semejantes seres humanos. En primer lugar, porque todo lo que es único resulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada vez más uniforme. Y además, llevado por un hondo presentimiento, el joven inexperto que fui había sentido un gran aprecio por Jakob Mendel. Gracias a él me había acercado por vez primera al enorme misterio de que todo lo que de extraordinario y más poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo a través de la concentración interior, a través de una monomanía sublime, sagradamente emparentada con la locura. Que una vida pura en el espíritu, una abstracción completa a partir de una única idea, aún pueda producirse hoy en día, un enajenamiento no menor que el de un yogui indio o el de un monje medieval en su celda, y además en un café iluminado con luz eléctrica y junto a una cabina de teléfono… Este ejemplo me lo dio, cuando yo era joven, aquel pequeño prendero de libros por completo anónimo más que cualquiera de nuestros poetas contemporáneos. Y, sin embargo, había sido capaz de olvidarle. Por supuesto, en los años de la guerra y entregado a la propia obra de una manera similar a la suya. Pero entonces, delante de aquella mesa vacía, sentí una especie de vergüenza frente a él, y al mismo tiempo una curiosidad renovada.

Stefan Zweig
Mendel el de los libros (1929)

El hombre del saco de castañas y su terrible, horrible, espantoso episodio en una mansión donde no vio a nadie y estaba llena de entes

El hombre del saco de castañas y su terrible, horrible, espantoso episodio en una mansión donde no vio a nadie y estaba llena de entes

13 julio 2022

De Pedro Salinas. ¡Si me llamaras, si, si me llamaras!

¡Si me llamaras, sí,

si me llamaras!

Lo dejaría todo,

todo lo tiraría:

los precios, los catálogos,

el azul del océano en los mapas,

los días y sus noches,

los telegramas viejos

y un amor.

Tú, que no eres mi amor,

¡si me llamaras!

Y aún espero tu voz:

telescopios abajo,

desde la estrella,

por espejos, por túneles,

por los años bisiestos

puede venir. No sé por dónde.

Desde el prodigio, siempre.

Porque si tú me llamas

—¡si me llamaras, sí, si me llamaras!—

será desde un milagro,

incógnito, sin verlo.

Nunca desde los labios que te beso,

nunca

desde la voz que dice: «No te vayas.»


Pedro Salinas
LA VOZ A TI DEBIDA (1933)



El hombre del saco de castañas y su terrible, horrible, espantoso episodio en una mansión donde no vio a nadie y estaba llena de entes

El hombre del saco de castañas y su terrible, horrible, espantoso episodio en una mansión donde no vio a nadie y estaba llena de entes

12 julio 2022

Cuando Abraham se llamaba Abram

Térah fabricaba y vendía ídolos de barro. Una vez tuvo que salir y dejó el taller al cuidado de su hijo Abraham.

Entró un anciano y pidió un ídolo.

—¿Cuántos años tiene? —le preguntó Abraham.

—Noventa y uno —contestó el anciano.

—Entonces, ¿cómo es que puede adorar una figurilla de barro que fue hecha hace tan sólo unas horas?

El anciano se marchó sin llevarse nada. Vinieron otros clientes. A todos Abraham les preguntaba la edad que tenían y cómo podían rendir culto a algo recién fabricado. Y todos se iban con las manos vacías.

Al caer la tarde acudió al taller una viejecita con una bolsa de harina, que puso delante de una de las figuras. Era demasiado pobre para poder comprarla y venía a adorarla al taller. Entonces, Abraham tuvo una idea. Cogió un hacha y rompió en pedazos todas las figuras, dejando sólo la más grande. Luego puso el hacha en manos de ésta y colocó la harina delante de ella.

—¡Qué desastre! —exclamó Térah a su regreso—. ¿Cómo ha ocurrido?

—Los ídolos se pelearon por la comida —explicó Abraham—. Éste, que es el más fuerte, rompió a los más pequeños para quedarse con la bolsa de harina.

—¡Mientes! —dijo Térah—. Lo has hecho tú. Estos ídolos son sólo figuras de barro; no se mueven, no tienen vida.

—Es cierto —replicó Abraham—. Pero en este caso, ¿por qué los adoras sin son simples cacharros?


Miguel Ángel Moreno

Cuentos de judíos

Cuentos y leyendas populares

Serie: azulejos