11 junio 2022

DE Charles Dickens: Los papeles póstumos del Club Pickwick

—¿Qué tiempo tiene ese caballo, amigo? —preguntó Mr. Pickwick, frotándose la nariz con el chelín que había sacado para pagar el recorrido.
—Cuarenta y dos —replicó el cochero mirándole de través.
—¡Cómo! —exclamó Mr. Pickwick llevando su mano al cuaderno de apuntes.
El cochero reiteró su afirmación primera. Mr. Pickwick miró fijamente a la cara del cochero; pero en vista de que los rasgos de ésta permanecieron inmutables, se decidió a consignar el hecho.
—¿Y cuánto tiempo le tiene usted trabajando cada vez? —inquirió Mr. Pickwick, para ampliar la información.
—Dos o tres semanas —contestó el cochero.
—¡Semanas! —dijo asombrado Mr. Pickwick… y de nuevo salió el cuaderno de apuntes.
—Su casa está en Pentonwill, pero rara vez le llevamos allí, por lo flojo que está —observó el cochero con frialdad.
—¡Por lo flojo que está! —repitió vacilante Mr. Pickwick.
—En cuanto se desengancha se cae —prosiguió el cochero—; pero cuando está enganchado le tenemos bien tieso y le llevamos tan corto, que no es fácil que se caiga; y hemos puesto un par de ruedas tan anchas y hermosas, que en cuanto él se mueve echan tras él y no tiene más remedio que correr… no puede por menos.
Mr. Pickwick consignó en su cuaderno todas las palabras de esta información con propósito de comunicarlas al Club, como ejemplo singular de la tenacidad vital de los caballos bajo las más difíciles circunstancias. Apenas había terminado su anotación cuando llegaban a Golden Cross. Saltó el cochero y salió Mr. Pickwick del coche. Mr. Tupman, Mr. Snodgrass y Mr. Winkle, que se hallaban esperando impacientes la llegada de su ilustre jefe, le rodearon, dándole la bienvenida.
—Aquí tiene usted su servicio —dijo Mr. Pickwick, mostrando el chelín al cochero.
¡Cuál no sería el asombro de los doctos caballeros cuando aquel ente incomprensible arrojó la moneda al suelo y expresó con ademanes inequívocos su deseo de que se le permitiera luchar con Mr. Pickwick por la cantidad que se le adeudaba!
—Usted está loco —dijo Mr. Snodgrass.
—O borracho —añadió Mr. Winkle.
—O las dos cosas —resumió Mr. Tupman.
—¡Vamos, vamos! —gritó el cochero, haciendo ademán de combatir a puñetazos, marcando los movimientos como un péndulo—. ¡Vamos… con los cuatro!
—¡Aquí hay jarana! —gritaron media docena de cazurros—. Manos a la obra, Sam.
Y, vociferando alegremente, se agregaron al grupo.
—¿Qué es ello, Sam? —preguntó un caballerete con mangas de percal negro.
—¿Cómo que qué es ello? —replicó el cochero—. ¿Para qué quería mi número?
—Yo no quería su número —contestó Mr. Pickwick sin salir de su estupefacción.
—Entonces, ¿para qué lo ha tomado usted? —le interrogó el cochero.
—¡Pero si no lo he tomado! —gritó indignado Mr. Pickwick.
—¿Querréis creer —continuó el cochero, dirigiéndose al público—, querréis creer que un investigador va en un coche y no sólo apunta el número del cochero sino cada palabra que dice?
Un rayo de luz brilló en la mente de Mr. Pickwick: se trataba del cuaderno de notas.
—¿Pero hizo eso? —preguntó otro cochero.
—Claro que lo hizo —replicó el primero—. Y luego, a prevención de que yo le atacara, tiene tres testigos para declarar contra mí. Pero le voy a dar, aunque me cueste seis meses. ¡Vamos!
Y el cochero arrojó su sombrero al suelo, con notorio menosprecio de la prenda, arrancó los lentes a Mr. Pickwick y siguió el ataque con un puñetazo en la nariz a Mr. Pickwick, otro en un ojo a Mr. Snodgrass y, por variar, un tercero, en el vientre, a Mr. Tupman; luego empezó a maniobrar bailando en el arroyo; volvió a la acera y, por fin, extrajo del pecho de Mr. Winkle el poco aire que le quedaba; todo en media docena de segundos.


Charles Dickens
Los papeles póstumos del Club Pickwick

Jardín botánico en abril

 Jardín botánico en abril

10 junio 2022

CALABAZAS. PRIMER PREMIO, De P. G. Wodehouse: El castillo de Blandings

La custodia de la calabaza
El sol matinal descendía como una ducha dorada sobre el castillo de Blandings, iluminando con un tonificante resplandor sus muros cubiertos de hiedra, sus prados ondulantes, sus jardines, sus viviendas y sus dependencias, y aquellos de sus habitantes que en aquel momento pudieran estar tomando el aire. Bajaba sobre verdes extensiones de césped y amplias terrazas, y sobre nobles árboles y multicolores parterres. Caía sobre el desgastado asiento de los pantalones de Angus McAllister, jardinero en jefe del noveno conde de Emsworth, mientras inclinaba con recia testarudez escocesa su espalda para arrancar una babosa de sus sueños bajo la hoja de una lechuga. Caía sobre los blancos pantalones de franela del Honorable Freddie Threepwood, segundo hijo de lord Emsworth, que avanzaba a buen paso a través de los húmedos prados. Y también caía sobre el mismísimo lord Emsworth y sobre Beach, su fiel mayordomo, que se encontraban en la torrecilla que dominaba el ala oeste, el primero con un ojo aplicado a un potente telescopio y el segundo sosteniendo el sombrero que le habían enviado a buscar.
—Beach —dijo lord Emsworth.
—¿Milord?
—Me han estafado. Este maldito trasto no funciona.
—¿Su señoría no puede ver con claridad?
—No puedo ver absolutamente nada, maldita sea. Todo está negro.
El mayordomo era hombre observador.
—Acaso si yo quitase el tapón que hay en el extremo del instrumento, milord, cabría obtener unos resultados más satisfactorios.
—¿Eh? ¿Un tapón? ¿Hay un tapón? ¿O sea que es esto? Sáquelo, Beach.
—En seguida, milord.
—¡Ah!
Había satisfacción en la voz de lord Emsworth. Hizo girar y ajustó los mandos, y su satisfacción aumentó.
—Sí, esto ya está mejor. Es formidable. Beach, puedo ver una vaca.
—¿Sí, milord?
—Allá abajo, en los prados. Muy notable. Como si estuviera a un par de metros de distancia. Muy bien, Beach. Ya no le necesitaré.
—¿Y su sombrero, milord?
—Póngamelo en la cabeza.
—Muy bien, milord.

La Esfera, 1914, BNE

La Esfera, 1914, BNE,

09 junio 2022

De Walter Scott: El anticuario

Llame a un coche y permita que al coche lo llamen,
y que el hombre que lo llamó sea quien lo llame;
y que cuando lo llame, no llame sino
a un coche. ¡Coche! ¡Coche! ¡Oh, Dios, un coche!
Chrononhotonthologos

Aquella espléndida mañana de verano, a finales del siglo XVIII, un joven de aspecto gentil viajaba rumbo a Escocia nororiental; había adquirido un billete para uno de esos carruajes públicos que recorren la ruta entre Edimburgo y Queensferry, desde donde, como su propio nombre indica, y como bien saben todos mis lectores del norte, parte un ferry que cruza el estuario de Forth. Era un carruaje con cabida para seis pasajeros de corpulencia media, además de los polizones que el conductor podía recoger por el camino y que importunaban a aquellos que tenían plaza legalmente. Una anciana señora de rasgos angulosos expedía los billetes que daban derecho a un asiento en este incómodo vehículo. Llevaba los anteojos apoyados en una finísima nariz y vivía en una laigh shop, es decir, una especie de covachuela que comunicaba directamente con High Street a través de una estrecha y empinada escalera; allí vendía cinta, hilo, agujas, madejas de estambre, tejido de lino grueso y todo tipo de mercancías femeninas a quien mostrase valor y habilidad para descender a las profundidades de su morada sin darse de bruces o tropezar con alguno de los innumerables productos apilados a ambos lados de la bajada que indicaban la profesión de comerciante.

El programa manuscrito, colgado del tablón, anunciaba que la diligencia de Queensferry, o Hawes Fly, partiría a las doce en punto del martes, 15 de julio de 17…, garantizando así que los viajeros cruzarían el estuario de Forth durante la pleamar. Letra muerta, pues aunque sonaron las campanas de Saint Giles y repicaron las de Tron, ningún coche se presentó en el lugar acordado. Era cierto que solo se habían vendido dos billetes, y probablemente la señora de la mansión subterránea tuviera cierto acuerdo con su automedonte, que podría, en estos casos, contar con cierto margen para llenar los asientos vacantes; o el citado automedonte podría haber tenido que asistir a un funeral y haberse retrasado al tener que quitar los adornos fúnebres del vehículo; quizá se estuviera tomando un traguito de más con su amigo el mozo de cuadras; el caso es que no aparecía por ninguna parte.

Al joven caballero, que empezaba a sentir cierta impaciencia, se le unió un compañero en aquella insignificante miseria de la vida humana: la persona que había adquirido la otra plaza. Es fácil distinguir a un viajero de los demás ciudadanos. Las botas, el abrigo grande, el paraguas, el fardo en las manos, el sombrero que le cubre la frente resuelta, el paso firme y decidido, las respuestas parcas a los tranquilos saludos de sus conocidos son las señas que permiten al avezado viajero en correo o diligencia distinguir, de lejos, al compañero de un futuro viaje según se acerca al lugar del encuentro. Es entonces cuando, con sabiduría mundana, el primero en llegar se apresura a asegurarse el mejor asiento del coche y a hacer los arreglos más convenientes para su equipaje antes de que le alcance su competidor. Nuestro joven, dotado de poca prudencia, por no decir ninguna, y habiendo perdido además la prioridad de elección por culpa de la ausencia del carruaje, se entretuvo especulando sobre la ocupación y personalidad del individuo que acababa de llegar a la cochera.

Era un hombre de buen aspecto, de unos sesenta años, quizá mayor, pero su complexión fuerte y su paso firme indicaban que la edad no había minado su fuerza ni su salud. Tenía un semblante de auténtica casta escocesa, muy marcado, con rasgos algo duros y mirada astuta y penetrante y una expresión habituada a la gravedad, curtida, no obstante, por cierto humor irónico. Llevaba una peluca bien colocada y empolvada, coronada por un sombrero de ala ancha que le daba un aire profesional. Podría tratarse de un pastor, pero su aspecto era más el de un hombre de mundo que el de quien suele formar parte de la Iglesia de Escocia, y su primer exabrupto despejó cualquier duda.

Llegó a paso apresurado, lanzó una mirada alarmada al reloj de la iglesia, después al lugar donde debía estar el coche y exclamó:

—¡Por todos los diablos! ¡Al final llego tarde!

La Esfera, 1914, BNE

La Esfera, 1914, BNE

08 junio 2022

De François-René de Chateaubriand. Memorias

Hace cuatro años que, a mi regreso de Tierra Santa, compré cerca de la aldea de Aulnay, en las inmediaciones de Sceaux y de Châtenay, una casa de campo, oculta entre colinas cubiertas de bosques. El terreno desigual y arenoso perteneciente a esta casa no era sino un vergel salvaje en cuyo extremo había un barranco y una arboleda de castaños. Este reducido espacio me pareció adecuado para encerrar mis largas esperanzas; spatio brevi spem longam reseces. Los árboles que he plantado prosperan, son tan pequeños aún que les doy sombra cuando me interpongo entre ellos y el sol. Un día me devolverán esta sombra y protegerán los años de mi vejez como yo he protegido su juventud. Los he elegido, en lo posible, de cuantos climas he recorrido; me recuerdan mis viajes y alimentan en el fondo de mi corazón otras ilusiones.
Si alguna vez son repuestos en el trono los Borbones, lo único que les pediría, en recompensa por mi fidelidad, es que me hicieran lo bastante rico como para añadir a mi heredad la zona colindante de bosque que la rodea: ésta es mi ambición; quisiera aumentar en algunas fanegas mi paseo: aunque soy un caballero andante, tengo los gustos sedentarios de un monje: desde que vivo en este lugar de retiro, no creo haber puesto los pies más de tres veces fuera de mi recinto. Si mis pinos, mis abetos, mis alerces y mis cedros llegan alguna vez a ser lo que prometen, la Vallée-aux-Loups se convertirá en una verdadera cartuja. Cuando Voltaire nació en Châtenay, el 20 de febrero de 1694, ¿cuál era el aspecto del collado adonde había de retirarse, en 1807, el autor de El genio del Cristianismo?
Me gusta este lugar; ha reemplazado para mí los campos paternos; lo he pagado con el producto de mis sueños y desvelos; es al gran desierto de Atala al que debo el pequeño desierto de Aulnay; y para crearme este refugio, no he expoliado, como el colono americano, al indio de las Floridas. Tengo apego a mis árboles; les he dedicado elegías, sonetos, odas. No hay uno solo de ellos que yo no haya cuidado con mis propias manos, que no lo haya librado del gusano que ataca sus raíces, de la oruga adherida a su hoja; los conozco a todos por sus nombres como si fueran hijos míos: es mi familia, no tengo otra, espero morir en medio de ella.

François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...