07 mayo 2022

Comienzo de libros... Hoy de Georges Perec: La vida instrucciones de uso

 En la escalera, 1
Sí, podría empezar así, aquí, de un modo un poco pesado y lento, en ese lugar neutro que es de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de la casa. De lo que acontece detrás de las pesadas puertas de los pisos casi nunca se percibe más que esos ecos filtrados, esos fragmentos, esos esbozos, esos inicios, esos incidentes o accidentes que ocurren en las llamadas «partes comunes», esos murmullos apagados que ahoga el felpudo de lana roja descolorido, esos embriones de vida comunitaria que se detienen siempre en los rellanos. Los vecinos de una misma casa viven a pocos centímetros unos de otros; los separa un simple tabique; comparten los mismos espacios repetidos de arriba abajo del edificio; hacen los mismos gestos al mismo tiempo: abrir el grifo, tirar de la cadena del wáter, encender la luz, poner la mesa, algunas decenas de existencias simultáneas que se repiten de piso en piso, de casa en casa, de calle en calle. Se atrincheran en sus partes privadas —que así se llaman— y querrían que de ellas no saliera nada, pero lo poco que dejan salir —el perro con su correa, el niño que va por el pan, el visitante acompañado o el importuno despedido— sale por la escalera. Porque todo lo que pasa pasa por la escalera, todo lo que llega llega por la escalera: las cartas, las participaciones de bodas o defunciones, los muebles que traen o se llevan los mozos de las mudanzas, el médico avisado urgentemente y el viajero que regresa de un largo viaje. Por eso es la escalera un lugar anónimo, frío, casi hostil. En las casas antiguas había aún peldaños de piedra, barandillas de hierro forjado, esculturas, grandes hachones, a veces una banqueta entre piso y piso para que descansara la gente mayor. En las casas modernas hay ascensores con las paredes llenas de graffiti que quieren ser obscenos y escaleras llamadas «de socorro» de cemento desnudo, sucias y sonoras. En esta casa, en la que hay un ascensor viejo, casi siempre averiado, la escalera es un lugar vetusto, de una limpieza sospechosa, que se degrada de piso en piso siguiendo las convenciones de la respetabilidad burguesa: dos espesores de alfombra hasta el tercero, uno luego y ninguno en las dos plantas que están debajo del tejado.

Jardines de Aranjuez, lagerstroemia indica

Jardines de Aranjuez

06 mayo 2022

Comienzo de libros... Hoy de Georges Bernanos: Diario de un cura rural

Mi parroquia es una parroquia como las demás. Todas se parecen. Las de hoy en día, naturalmente. Ayer mismo le decía al señor cura de Norefontes que el bien y el mal deben hallarse equilibrados, o si lo prefería, superpuestos uno y otro sin mezclarse, como dos líquidos de distinta densidad. Al oír mis razones, el señor cura de Norefontes se echó a reír. Es un buen sacerdote, muy benévolo, muy paternal y que pasa en el propio arzobispado por espíritu fuerte y un tanto peligroso. Sus ocurrencias provocan la hilaridad en los presbiterios y él suele acompañarlas con una mirada que quiere ser viva y que en el fondo es tan marchita, tan fatigada, que al verla me dan ganas de llorar.

Mi parroquia se halla consumida por el aburrimiento; ésa es la palabra exacta. ¡Como tantas otras parroquias! El tedio lo devora todo ante nuestra vista y nos sentimos incapaces de hacer nada. Acaso algún día nos alcance el contagio y descubramos en nosotros mismos ese cáncer. Es posible vivir mucho tiempo teniéndolo latente en el interior.

La idea se me ocurrió ayer, en la carretera. Caía una de esas lluvias finas que cuando se respiran a pleno pulmón parecen descender hasta el vientre. Por el lado de Saint Vaast, vi aparecer bruscamente el pueblo, apilado y mísero, bajo el cielo huraño de noviembre. Bajo la llovizna, el pobre pueblo tenía aspecto de estar tendido allá, en la hierba, chorreante, como un animal agotado. ¡Qué pequeño es un pueblo! Y aquél constituía, precisamente, mi parroquia. Era mi parroquia, pero yo no podía hacer nada por ella y la contemplaba tristemente, viendo cómo se hundía en la noche, cómo desaparecía… Dentro de algunos instantes dejaría de verla. Jamás había sentido tan cruelmente su soledad y la mía propia. Sin saber por qué pensé en aquel ganado que oía mugir a veces entre la niebla y que el vaquerillo, al volver de la escuela, con el cartapacio aún debajo del brazo, conducía entre los pastos mojados, al establo caliente, oloroso… También el pueblo parecía aguardar en aquel instante —sin grandes esperanzas de que apareciera— después de tantas otras noches transcurridas entre el lodo, a alguien a quien seguir hasta algún improbable e inimaginable albergue.

Moras bajo la lluvia

Mora bajo la lluvia

05 mayo 2022

Sobre el comienzo de libros... Hoy: Maxence Van der Meersch, Cuerpos y almas

 Michel empujó suavemente la puerta de la sala de disección. Era la primera vez que volvía allí después de su regreso del regimiento.
Evidentemente, sus compañeros debían de estar al acecho. Apenas entró recibió en el pecho un hueso al que estaban adheridos jirones de carne humana.
—¡Carniza! ¡Carniza! ¡A la puerta! ¡A muerte! ¡Abajo Michel! ¡Abajo Doutreval! Muera el bisoño. ¡Muera el novato! ¡Carniza! ¡Carniza!
La carniza volaba por los aires, y una treintena de estudiantes, enfundados en batas blancas, aullaban y bombardeaban a Michel con proyectiles de carroña.
Un muchacho, con una incipiente calvicie, y un mancebo de rostro rubicundo, con enormes gafas de carey dirigía el ataque. Michel se agachó debajo de una mesa, recogió la carroña que acababa de serle disparada, y arrojándola contra sus agresores, se precipitó hacia ellos gritando:
—¡Sois un hatajo de cobardes!
Se reunió con el grupo y terminose la batalla. Y mientras Michel se enjabonaba la cara y las manos en un pequeño lavabo de porcelana, sus compañeros le rodearon estallando en estrepitosas risotadas y dándole palmadas en los hombros.
—Esto no está bien —protestó Michel—. ¡Hacerme eso a mí, un veterano! Bien sabéis que no soy un novato de primer año. ¿Y vosotros, qué? ¿Cómo van las cosas?, y tú, Seteuil, ¿siempre sin blanca?
—Siempre —respondió Seteuil, el mozarrón calvo—. Di Michel ¿irás esta noche con nosotros, después del banquete?
—Pues claro. ¿A qué hora?
—A las diez —repuso Tillery, el jovencito de las gafas—. A esta hora ya habremos terminado de comer.
—¿Estará también Santhanas?
—Seguramente vendrá a esperarnos.
—¡Nos vamos a divertir de lo lindo! —afirmó Seteuil.
Y expuso sus planes para la noche siguiente. Tillery, cuyo rostro redondo y rubicundo revelaba un aire de gravedad y de atención, escuchaba y aprobaba con gran seriedad todo cuanto se decía mientras limpiaba sus gafas con uno de los faldones de su bata blanca. Cogió el escalpelo y se acercó a un cadáver desmenuzado ya en sus tres cuartas partes, tendido delante de él sobre una mesa de mármol.
Todos los músculos habían sido disecados. Aquello no era más que un montón de carne venosa con grandes huesos amarillentos ensartados con largas y blancas hebras fibrosas, parecidas a cordeles.
Tillery, con gran minuciosidad, acababa de poner al desnudo los tendones del antebrazo y arrancaba pequeños trozos de carne medio putrefacta con los cuales hacía una bola y los tiraba, como un carnicero, en un cubo que tenía debajo de la mesa. También los otros habían reanudado su disección y, con el cigarrillo en los labios, hacían bromas subidas de tono y soltaban palabras asaz obscenas.
Reacción instintiva de una juventud humanamente sumergida en la dura verdad de la condición humana y en los cuales la grosería y el sacrilegio desparpajo no revelan sin duda más que un desesperado afán de curtirse a toda costa el corazón. Seteuil tenía entre manos un pedazo de carne que llevaba aún adheridos la epidermis y el pelo. Escarbaba el interior y lo volvía de un lado y de otro. Bruscamente, lo examinó un instante de más cerca.
—Escucha, Tillery —dijo—, ¿sabes acaso lo que estás trinchando? ¿Sabes de quién es?
Y al decirlo mostraba el pedazo de carne que sostenía con la punta de los dedos. Era una cabeza humana de la que se habían extraído los huesos, una especie de máscara amarilla, arrugada, estropeada, en la que vagamente podía apreciarse la faz de una vieja mujer.
—No —repuso Tillery.
—Es tu vieja del hospital, la que ha operado Géraudin. ¡Tu flirt, viejo sátiro! No creas que ignoramos que la obsequiabas con tabaco.
Tillery cogió la carátula de carne y la colocó en la palma de la mano.
—Pues es verdad —dijo—. Merde!
Durante breves instantes miró fijamente la encogida piel humana. Tras sus gafas de carey sus ojillos grises habían cobrado una extraña seriedad.
—¡Ah, merde! —repitió.
 
Maxence Van der Meersch
Cuerpos y almas

 
«Cuerpos y almas», publicada en 1943, alcanzó un éxito inmediato y polémico, y obtuvo el Gran Premio de la Academia Francesa. La acción se centra en la Facultad de Medicina de la ciudad de Angers, donde los personajes, médicos, ayudantes, estudiantes, enfermeros y pacientes, van hilvanando historias paralelas que exponen con toda crudeza las contradicciones humanas y profesionales de sus protagonistas, que se mueven entre la miseria moral y física, la abnegación y el desprendimiento.
La novela plantea, además, diferentes debates éticos que tratan temas como la experimentación de ciertos tratamientos con seres humanos, pasando por las dificultades en el tratamiento y diagnóstico de los enfermos mentales, todavía vigentes en pleno siglo XXI, y abordando temas como el aborto, tan rechazado entonces como en buena medida lo es hoy, pero no por eso menos practicado.
Dramática, perturbadora y contundente, se convirtió en un clásico que, a más de medio siglo de su publicación, sigue conmoviendo a miles de lectores.

 

Moras bajo la lluvia

Mora bajo la lluvia

04 mayo 2022

Sobre el comienzo de unos libros... Hoy: de Ciro Alegría, El mundo es ancho y ajeno

¡Desgracia!
Una culebra ágil y oscura cruzó el camino, dejando en el fino polvo removido por los viandantes la canaleta leve de su huella. Pasó muy rápidamente, como una negra flecha disparada por la fatalidad, sin dar tiempo para que el indio Rosendo Maqui empleara su machete. Cuando la hoja de acero fulguró en el aire, ya el largo y bruñido cuerpo de la serpiente ondulaba perdiéndose entre los arbustos de la vera.
¡Desgracia!
Rosendo guardó el machete en la vaina de cuero sujeta a un delgado cincho que negreaba sobre la coloreada faja de lana y se quedó, de pronto, sin saber qué hacer. Quiso al fin proseguir su camino, pero los pies le pesaban. Se había asustado, pues. Entonces se fijó en que los arbustos formaban un matorral donde bien podía estar la culebra. Era necesario terminar con la alimaña y su siniestra agorería. Es la forma de conjurar el presunto daño en los casos de la sierpe y el búho. Después de quitarse el poncho para maniobrar con más desenvoltura en medio de las ramas, y las ojotas para no hacer bulla, dio un táctico rodeo y penetró blandamente, machete en mano, entre los arbustos. Si alguno de los comuneros lo hubiera visto en esa hora, en mangas de camisa y husmeando con un aire de can inquieto, quizá habría dicho: «¿Qué hace ahí el anciano alcalde? No será que le falta el buen sentido». Los arbustos eran úñicos de tallos retorcidos y hojas lustrosas, rodeando las cuales se arracimaban —había llegado el tiempo— unas moras lilas. A Rosendo Maqui le placían, pero esa vez no intentó probarlas siquiera. Sus ojos de animal en acecho, brillantes de fiereza y deseo, recorrían todos los vericuetos alumbrando las secretas zonas en donde la hormiga cercena y transporta su brizna, el moscardón ronronea su amor, germina la semilla que cayó en el fruto rendido de madurez o del vientre de un pájaro, y el gorgojo labra inacabablemente su perfecto túnel.
Nada había fuera de esa existencia escondida. De súbito, un gorrión echó a volar y Rosendo vio el nido, acomodado en un horcón, donde dos polluelos mostraban sus picos triangulares y su desnudez friolenta. El reptil debía estar por allí, rondando en torno a esas inermes vidas. El gorrión fugitivo volvió con su pareja y ambos piaban saltando de rama en rama, lo más cerca del nido que les permitía su miedo al hombre. Éste hurgó con renovado celo, pero, en definitiva, no pudo encontrar a la aviesa serpiente. Salió del matorral y después de guardarse de nuevo el machete, se colocó las prendas momentáneamente abandonadas —los vivos colores del poncho solían, otras veces, ponerlo contento— y continuó la marcha.
¡Desgracia!
Tenía la boca seca, las sienes ardientes y se sentía cansado. Esa búsqueda no era tarea de fatigar y considerándolo tuvo miedo. Su corazón era el pesado, acaso. Él presentía, sabía y estaba agobiado de angustia. Encontró a poco un muriente arroyo que arrastraba una diáfana agüita silenciosa y, ahuecando la falda de su sombrero de junco, recogió la suficiente para hartarse a largos tragos. El frescor lo reanimó y reanudó su viaje con alivianado paso. Bien mirado —se decía—, la culebra oteó desde un punto elevado de la ladera el nido de gorriones y entonces bajó con la intención de comérselos. Dio la casualidad de que él pasara por el camino en el momento en que ella lo cruzaba. Nada más. O quizá, previendo el encuentro, la muy ladina dijo: «Aprovecharé para asustar a ese cristiano». Pero es verdad también que la condición del hombre es esperanzarse. Acaso únicamente la culebra sentenció: «Ahí va un cristiano desprevenido que no quiere ver la desgracia próxima y voy a anunciársela». Seguramente era esto lo cierto, ya que no la pudo encontrar. La fatalidad es incontrastable.
¡Desgracia! ¡Desgracia!
Rosendo Maqui volvía de las alturas, a donde fue con el objeto de buscar algunas yerbas que la curandera había recetado a su vieja mujer. En realidad, subió también porque le gustaba probar la gozosa fuerza de sus músculos en la lucha con las escarpadas cumbres y luego, al dominarlas, llenarse los ojos de horizontes. Amaba los amplios espacios y la magnífica grandeza de los Andes.
Gozaba viendo el nevado Urpillau, canoso y sabio como un antiguo amauta; el arisco y violento Huarca, guerrero en perenne lucha con la niebla y el viento; el aristado Huilloc, en el cual un indio dormía eternamente de cara al cielo; el agazapado Puma, justamente dispuesto como un león americano en trance de dar el salto; el rechoncho Suni, de hábitos pacíficos y un poco a disgusto entre sus vecinos; el eglógico Mamay, que prefería prodigarse en faldas coloreadas de múltiples sembríos y apenas hacía asomar una arista de piedra para atisbar las lejanías; éste y ése y aquél y esotro… El indio Rosendo los animaba de todas las formas e intenciones imaginables y se dejaba estar mucho tiempo mirándolos. En el fondo de sí mismo, creía que los Andes conocían el emocionante secreto de la vida. Él los contemplaba desde una de las lomas del Rumi, cerro rematado por una cima de roca azul que apuntaba al cielo con voluntad de lanza. No era tan alto como para coronarse de nieve ni tan bajo que se lo pudiera escalar fácilmente. Rendido por el esfuerzo ascendente de su cúspide audaz, el Rumi hacía ondular, a un lado y otro, picos romos de más fácil acceso. Rumi quiere decir piedra y sus laderas altas estaban efectivamente sembradas de piedras azules, casi negras, que eran como lunares entre los amarillos pajonales silbantes. Y así como la adustez del picacho atrevido se ablandaba en las cumbres inferiores, la inclemencia mortal del pedrerío se anulaba en las faldas. Éstas descendían vistiéndose más y más de arbustos, herbazales, árboles y tierras labrantías. Por uno de sus costados descendía una quebrada amorosa con toda la bella riqueza de su bosque colmado y sus caudalosas aguas claras. El cerro Rumi era a la vez arisco y manso, contumaz y auspicioso, lleno de gravedad y de bondad. El indio Rosendo Maqui creía entender sus secretos físicos y espirituales como los suyos propios. Quizás decir esto no es del todo justo. Digamos más bien que los conocía como a los de su propia mujer porque, dado el caso, debemos considerar el amor como acicate del conocimiento y la posesión. Sólo que la mujer se había puesto vieja y enferma y el Rumi continuaba igual que siempre, nimbado por el prestigio de la eternidad. Y Rosendo Maqui acaso pensaba o más bien sentía: «¿Es la tierra mejor que la mujer?». Nunca se había explicado nada en definitiva, pero él quería y amaba mucho a la tierra.
Volviendo, pues, de esas cumbres, la culebra le salió al paso con su mensaje de desdicha. El camino descendía prodigándose en repetidas curvas, como otra culebra que no terminara de bajar la cuesta. Rosendo Maqui, aguzando la mirada, veía ya los techos de algunas casas.

Ciro Alegría
El mundo es ancho y ajeno

Novela de dimensiones épicas que relata la resistencia heroica de una comunidad indígena ante una injusta expropiación de tierras, El mundo es ancho y ajeno es la culminación del genio narrativo de Ciro Alegría y de la literatura indigenista. Los dos alcaldes que dirigen sucesivamente la comunidad simbolizan dos posturas contrapuestas: «Entre la actitud resignadamente estoica y de alianza mística con la tierra de Rosendo Maqui —escribe Mario Vargas Llosa a propósito de la novela— y la decididamente moderna y revolucionaria de Benito Castro, parece quebrarse toda esperanza. Pero a ningún lector se le escapa que, a pesar de su aparente derrota, queda en estas páginas inconmoviblemente en pie el hombre indio».


¡A volar!