En la escalera, 1
Sí, podría empezar así, aquí, de un modo un poco pesado y lento, en ese lugar neutro que es de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de la casa. De lo que acontece detrás de las pesadas puertas de los pisos casi nunca se percibe más que esos ecos filtrados, esos fragmentos, esos esbozos, esos inicios, esos incidentes o accidentes que ocurren en las llamadas «partes comunes», esos murmullos apagados que ahoga el felpudo de lana roja descolorido, esos embriones de vida comunitaria que se detienen siempre en los rellanos. Los vecinos de una misma casa viven a pocos centímetros unos de otros; los separa un simple tabique; comparten los mismos espacios repetidos de arriba abajo del edificio; hacen los mismos gestos al mismo tiempo: abrir el grifo, tirar de la cadena del wáter, encender la luz, poner la mesa, algunas decenas de existencias simultáneas que se repiten de piso en piso, de casa en casa, de calle en calle. Se atrincheran en sus partes privadas —que así se llaman— y querrían que de ellas no saliera nada, pero lo poco que dejan salir —el perro con su correa, el niño que va por el pan, el visitante acompañado o el importuno despedido— sale por la escalera. Porque todo lo que pasa pasa por la escalera, todo lo que llega llega por la escalera: las cartas, las participaciones de bodas o defunciones, los muebles que traen o se llevan los mozos de las mudanzas, el médico avisado urgentemente y el viajero que regresa de un largo viaje. Por eso es la escalera un lugar anónimo, frío, casi hostil. En las casas antiguas había aún peldaños de piedra, barandillas de hierro forjado, esculturas, grandes hachones, a veces una banqueta entre piso y piso para que descansara la gente mayor. En las casas modernas hay ascensores con las paredes llenas de graffiti que quieren ser obscenos y escaleras llamadas «de socorro» de cemento desnudo, sucias y sonoras. En esta casa, en la que hay un ascensor viejo, casi siempre averiado, la escalera es un lugar vetusto, de una limpieza sospechosa, que se degrada de piso en piso siguiendo las convenciones de la respetabilidad burguesa: dos espesores de alfombra hasta el tercero, uno luego y ninguno en las dos plantas que están debajo del tejado.