Pero otra vez volvemos a mirar la vida desde el punto de vista del organismo individual más que desde el de sus genes. Cuando hablábamos de tremátodos y caracoles, nos acostumbramos a la idea de que los genes de un parásito podrían tener efectos fenotípicos sobre el cuerpo del huésped, exactamente de la misma manera que los genes de cualquier animal ejercen efectos fenotípicos sobre su «propio» cuerpo. Demostramos que la mera idea de un cuerpo «propio» era un supuesto intencionado. En un sentido, todos los genes de un cuerpo son genes «parásitos», los llamemos o no a todos ellos genes «propios» del cuerpo. Los cucos salieron a colación como ejemplo de parásitos que no viven en el interior del cuerpo de sus huéspedes. Manipulan a éstos en gran medida del mismo modo que los parásitos internos y, como hemos visto, dichas manipulaciones pueden ser tan poderosas e irresistibles como cualquier hormona o droga interna. Como en el caso de los endoparásitos, deberíamos repetir todo el tema en términos de genes y fenotipos extendidos.
19 marzo 2022
18 marzo 2022
Sobre el cuco - Es fácil sentir simpatía hacia los padres adoptivos, embaucados para incubar los huevos del cuco
Los parásitos tampoco necesitan vivir dentro de los huéspedes: sus genes pueden expresarse en éstos y a distancia. El polluelo de cuco no vive dentro de petirrojos u otros pájaros, no chupa su sangre ni devora sus tejidos, pero no tenemos inconveniente en clasificarlo como parásito. Las adaptaciones del cuco para manipular el comportamiento de los padres adoptivos puede considerarse una acción fenotípica extendida a distancia por parte de los genes del cuco.
Es fácil sentir simpatía hacia los padres adoptivos, embaucados para incubar los huevos del cuco. Los coleccionistas humanos de huevos también han sido engañados por el gran parecido de los huevos del cuco a los de la especie parasitada (diferentes razas de hembras de cuco se especializan en diferentes especies huéspedes). Lo que resulta difícil de entender es la conducta que, más avanzada la estación, presentan los padres adoptivos hacia los jóvenes cucos, casi ya cubiertos del todo por plumas. Estos son mucho más grandes que sus «padres»; a veces incluso de manera grotesca. Estoy viendo la fotografía de un acentor común adulto, tan pequeño en comparación con su monstruoso hijo adoptivo que tiene que subirse a su espalda para poder alimentarle. Aquí sentimos menos simpatía por el huésped. Nos maravillamos ante su estupidez, de su credulidad. Cualquier tonto sería capaz de ver que hay algo que no funciona con un hijo como este.
Claustros de la catedral de Tarragona, 1857
Érase una vez que se era y estaba quien estuviera con ganas de contar una conseja:
Hombre ilustre de la ilustre ciudad de Tarragona cuando agasajaba a un señor más importante que él y con libertad para arrugar su ceño fue en pleno convite atacado por mil ratas que parece ser que sí las hubo o había por aquél entonces en aquel lugar. De la actitud de las dueñas y damas no quisieron hablar pajes, ¡cómo sería el griterío y alboroto! El personaje principesco del arrugado ceño conminolo a librar batalla contra las ratas y hasta su total exterminio él no volvería a traspasar el umbral de su morada.
Empleó a todos los sus criados, lacayos, pobres de pedir y chicos del hospicio en el empeño y extermino de los voraces roedores. Sin resultado. ¡Un gran fracaso!
El cuñado de un primo del canónigo racionero le habló del mayor experto en el exterminio masivo de ratas. Era un gatazo enorme huido de la tierra de los francos porque estaba cansado de comer todos los días corteza de queso y que se hallaba en poder de su primo en el campo, por allá.
Hizólo venir al gato y este siendo sólo no daba abasto con tanta rata, porque como ratas corrían. El gato pensó y pensó y decidió morirse y se murió.
Muerto su enemigo mortal los ratones y ratas decidieron enterrarlo en solemne funeral y duelo y todas juntitas acudieron a comprobar el hecho y cuando todas reunidas llevaban al buen gatazo a enterrar, pidió el gato por una de sus restantes vidas y húbose de despertar y no me digáis amigos la gran matanza, la colosal matanza, la matanza ratil total.
Mas o menos el rico agradecido pidió al primo del canónigo racionero que le enviase al canónigo fabriquero para que a su cuenta ordenara la perpetuación de la memoria de los hechos del gato emigrado al que no le gustaban nada nada las cortezas del queso francés.
Parece ser que se encuentra en el cimacio. (MMV)
17 marzo 2022
Sobre el cuco - entonces el cuclillo, sobre cada árbol, se burla de los hombres casados
La Primavera
I
Cuando las margaritas multicolores y las violetas azules,
las cardaminas blancas como la plata,
y los cucos en capullo, de color amarillo,
esmaltan con delicia las praderas,
entonces el cuclillo, sobre cada árbol,
se burla de los hombres casados, pues canta:
¡Cu-cu!
¡Cu-cu! ¡Cu-cu! ¡Palabra terrible,
a los oídos de un esposo, desapacible!
II
Cuando los pastores modulan sobre una caña de avena,
y las alegres alondras despiertan a los labradores;
cuando las tórtolas, las cornejas y las grullas se aparean,
y las muchachas tienden al sol sus refajos de estío,
entonces el cuclillo, sobre cada árbol,
se burla de los hombres casados, pues canta:
¡Cu-cu!
¡Cu-cu! ¡Cu-cu! ¡Palabra terrible,
a los oídos de un esposo, desapacible!
William Shakespeare
Trabajos de amor perdidos
16 marzo 2022
Sobre el cuco - A lo lejos se oía cantar al cuco, y Néstor, tendido de espaldas bajo el árbol, contó los años que le quedaban de vida.
El sol se había elevado por encima de los árboles y bailaba con sus brillantes rayos la pradera y el río.
El rocío iba desapareciendo poco a poco; ya sólo se veían algunas notas esparcidas aquí y allá; los vapores de la mañana se desvanecían y únicamente se levantaba algún que otro jirón de niebla tenue en las orillas del río.
Ligeras nubecillas se agrupaban como nevados copos, y la calma reinaba en el espacio.
Más allá de la margen opuesta se divisaba un campo de trigo, verde y todavía fresco.
Las emanaciones de las flores y de la jugosa hierba embalsamaban la atmósfera.
A lo lejos se oía cantar al cuco, y Néstor, tendido de espaldas bajo el árbol, contó los años que le quedaban de vida.
Las alondras revoloteaban por los aires por encima del prado.
Una liebre, sorprendida por la yeguada, huyó a todo escape, se agazapó luego detrás de una mata y enderezó las orejas.
Vaska se durmió con la cabeza entre las hierbas.
Las yeguas, aprovechándose de su libertad, se desparramaron en todas direcciones. Las más viejas eligieron un sitio tranquilo dónde pacer sin que nada las molestase; pero ya no pacían: se limitaban a despuntar los tallos de la mejor hierba y a comérselos con marcada satisfacción.
Toda la yeguada fue dirigiéndose insensiblemente hacia el mismo lado.
Y volvió a encontrarse otra vez la vieja Juldiba al frente de sus compañeras, sirviéndoles de guía.
La joven Muchka, que había parido por primera vez, no cesaba de relinchar, jugando con su retoño.
La joven Atlasnaia, de piel fina como el satén, jugueteaba con la hierba bajando la cabeza de manera que el tupé le cubriese los ojos y la cara.
Arrancaba tallos de hierba, echándolos hacia arriba y golpeando el suelo con el casco.
Un potrillo de los mayores había inventado un juego nuevo para él, que consistía en correr alrededor de su madre, con la cola levantada en forma de penacho, y hacia ya su vigesimosexta vuelta sin descansar. Su madre pacía tranquilamente siguiéndole con el rabillo del ojo.
Otro de los potros más pequeños, negro y de cabeza voluminosa, con el tupé erizado entre ambas orejas y con la cola inclinada hacia el sitio donde estaba su madre, seguía con mirada entontecida las carreras de su camarada, como si tratara de explicarse a qué conducían aquellos alardes de resistencia. Otros potrillos parecían espantados.
Algunos, sordos al llamamiento de sus madres, corrían en dirección opuesta a ellas, relinchando con toda la fuerza de sus jóvenes pulmones.
Otros se divertían revolcándose en la hierba.
Los más fuertes imitaban a los caballos y pacían.
Dos yeguas preñadas se alejaron moviendo con trabajo sus patas y paciendo silenciosamente. Su estado inspiraba respeto a la yeguada; nadie se hubiera atrevido a molestarles.
Si alguna de las yeguas jóvenes, más atrevida que las demás, se les acercaba, era suficiente un movimiento de cola o de oreja para llamarlas al orden y mostrarles la inconveniencia de su conducta.
Los potrillos de un año, juzgándose ya demasiado grandes para mantenerse al nivel de los más pequeños, pacían con aire serio, encorvando sus graciosos cuellos y meneando sus nacientes colas a imitación de los mayores, y se revolcaban o se rascaban el lomo como éstos, uno contra otro.
El grupo más alegre era el de las yeguas de dos a tres años.
Éstas se paseaban todas juntas como las señoritas, y se mantenían apartadas de las demás.
Se agrupaban apoyando sus cabezas en el cuello de las otras, resoplando y saltando: de pronto empezaban a dar brincos con la cola levantada y rompían al galope unas en torno a las otras.
La más hermosa y la más traviesa del grupo era una alazana.
Todas las demás imitaban sus juegos y la seguían a todas partes.
Era la que daba el tono a la reunión.
Estaba aquel día extraordinariamente alegre y dispuesta a divertirse.
Fue la que por la mañana enturbió el agua que bebía pacíficamente el caballo pío. Luego, aparentando asustarse, partió como un rayo, seguida de todo el grupo, y no fue poco el trabajo que le costó a Vaska hacerlas volver a aquella parte del prado.
Después de pastar, una vez satisfecha, se revolcó en la hierba, y, cansada de aquel juego, se dedicó tenazmente a molestar y a provocar a las yeguas viejas, corriendo por delante de ellas.
Asustó a un potrillo que estaba mamando con gran seriedad y se divirtió persiguiéndole y haciendo como si quisiera morderle. La madre, asustada, dejó de pacer. El pequeño empezó a relinchar quejumbrosamente; pero la traviesa alazana no le hizo daño, y contenta por haber distraído a sus compañeras que la miraban con interés, se alejó como si no hubiese hecho nada.
Después se le ocurrió trastornarle el juicio a un caballo gris que se veía a lo lejos, montado por un aldeano.
Se detuvo. Dirigió en torno suyo una mirada arrogante, volvió de lado su linda cabeza, se sacudió y lanzó un relincho dulce y apasionado.
Aquel relincho tenía la expresión de la ternura y de la tristeza unidas.
En él se adivinaban promesas de amor y deseos no satisfechos.
«El cuco llama a su amada en la selva; las flores se envían el polen en alas de la brisa; las codornices se requiebran de autores al pie de los erguidos juncos, y yo, que soy joven y hermosa, no he conocido aún el amor».
Esto es lo que quería decir aquel relincho que conmovió los aires y llegó hasta el caballo gris.
Éste enderezó las orejas y se detuvo.
El jinete le dio un latigazo, pero el caballo, sugestionado y conmovido por el eco de aquella voz dulce y apasionada, no se movió y respondió al relincho de la yegua.
El jinete se enojó, y fue tan terrible el golpe que dio con ambos talones en los ijares del corcel, que éste se vio forzado a interrumpir su canción y a proseguir su camino.
Pero a la joven yegua le enterneció la canción, y estuvo escuchando durante mucho tiempo el eco de la respuesta interrumpida, los pasos del caballo y las imprecaciones del jinete.
Si sólo la voz de la joven alazana hizo que el caballo gris olvidara sus deberes, ¿Qué hubiera sucedido si éste hubiese visto lo hermosa que era ella, el fuego que centelleaba en sus ojos, la dilatación de sus narices y el estremecimiento de su cuerpo?
Pero la locuela no era amiga de preocuparse demasiado.
Cuando la voz del caballo gris se hubo extinguido a lo lejos, relinchó en tono burlón, escarbó la tierra con sus lindos cascos y al ver, no lejos de ella, al viejo caballo pío que dormía pacíficamente, corrió hacia él para despertarlo y provocarlo.
El pobre caballo era el blanco, la víctima de la juventud caballar, que le hacía sufrir más aún que los hombres; y sin embargo, ni a aquélla ni a éstos les había hecho jamás daño alguno.
Los hombres le necesitaban, pero ¿por qué los caballos no le dejaban en paz?
Eso fue algo que nunca pudo comprender.
Lev Tolstói
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