25 febrero 2022

Sobre el cuco (46) - desde el bosque, llegaba el canto intermitente del cuco. En su intento desesperado de que la noche no acabara nunca

 El amanecer se abría paso; la tenue luz que no se había apagado del todo durante la noche volvía a ser la fuerte luz del día. y, desde el bosque, llegaba el canto intermitente del cuco. En su intento desesperado de que la noche no acabara nunca, Gull fue a parar a la carpa del grupo pop, donde, pese a que la luz comenzaba a atravesar la lona, seguía reinando la oscuridad salpicada de luces parpadeantes y el ruido. El grupo ya se había ido y era un equipo de sonido el que reproducía sus canciones. Las cabriolas, más parecidas a acrobacias que a un simple baile, habían llegado a su fase más salvaje. Una suerte de desesperación se adueñó de los jóvenes cuando olfatearon el aire matutino. Los chicos se habían librado de sus chaquetas; algunos también de sus camisas. Las chicas se habían remangado los vestidos y bajado un poco las cremalleras. Tras la formalidad previa, el nuevo «atuendo» parecía de una elegancia desenfadada. Mirándose entre sí, con los ojos desorbitados y las bocas abiertas, las parejas brincaban, se agachaban, giraban, hacían muecas, meneaban los brazos, las piernas, componiendo una imagen, pensó Gulliver, más propia del Inferno de Dante que de una juventud despreocupada presa del gozo primaveral.

—¡Hola, Gull! ¡Baila conmigo! ¡Llevo bailando sola una hora por lo menos!
Era Lily Boyne.
Sus frágiles brazos lo apresaron, le rodearon la cintura, y juntos se sumergieron girando y revoloteando en el torbellino ensordecedor.

Iris Murdoch. 
El libro y la hermandad.

Calles de Ribadesella

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24 febrero 2022

Sobre el cuco (45) - ahora más potente, desde los árboles del bosque, llegaba el canto apagado y repetitivo del cuco

 Ya se había hecho completamente de día. La luz terrible, inquisitorial, había acabado inundándolo todo, haciendo desaparecer el bosque encantado y la magia nocturna y revelando un panorama más parecido a un campo de batalla, de hierba pisoteada, botellas vacías, vasos rotos, sillas volcadas, prendas perdidas y toda clase de desagradables residuos humanos. Bajo el despiadado resplandor del sol, incluso las carpas parecían sucias y desaliñadas. Los mirlos, tordos, herrerillos, golondrinas, reyezuelos, petirrojos, estorninos y demás pájaros cantaban con fuerza, las palomas zureaban y los grajos graznaban, y, ahora más potente, desde los árboles del bosque, llegaba el canto apagado y repetitivo del cuco. No obstante, la música de baile continuaba, aunque ahora al aire libre, bajo el cielo azul y despejado, pero entre el estruendo que armaban las aves sonaba mermada e irreal. Se estaba formando una cola para el desayuno, pero gran cantidad de gente parecía incapaz de dejar de bailar, como poseídas por un éxtasis o un deseo frenético de prolongar el hechizo y postergar el sufrimiento venidero: los remordimientos, el pesar, la esperanza empañada, los sueños hechos añicos y los horribles problemas cotidianos. A Gull le habría gustado desayunar algo. La idea de unos huevos con beicon parecía de pronto de lo más atractiva, pero no le apetecía hacer cola solo, y tenía la necesidad más fuerte e inmediata de sentarse, o mejor de tumbarse. Decidió descansar un rato y volver más tarde a por algo de comer, cuando la aglomeración fuera menor. El césped profanado, cubierto de basura, estaba asimismo salpicado, aquí y allí, de personas tumbadas, en su mayoría varones, algunos profundamente dormidos. Mientras los esquivaba, Gulliver pasó, aunque sin reconocerlo, junto al chal de cachemira de Tamar, ahora convertido en un guiñapo manchado después de que alguien lo hubiera usado para reparar un desastre provocado por una botella de vino tinto. Una tenue niebla pendía sobre el Cherwell. Pasó bajo la galería y salió al bosque. El bosque se había declarado, por motivos ecológicos y de seguridad, vedado a los asistentes al baile. Sin embargo, presumiblemente desde antes de que este concluyera, los guardas con sombrero hongo se habían esfumado y entonces infinidad de parejas se habían animado a dar un paseo entre los árboles. A lo lejos, en claros verdes y brumosos, vagaban los ciervos mientras los conejos corrían impetuosos en una y otra dirección. Gulliver avanzó tambaleándose un pequeño trecho, respirando el aire de primera hora de la mañana, delicioso, fresco y cargado de olores ribereños, y disfrutando de la hierba sin pisar. Se sentó debajo de un árbol y, entonces, se quedó dormido.

Tamar al fin había encontrado a Conrad. Se sentó un rato en una silla bajo una de las carpas y echó una cabezada. Cuando se despertó, había salido el sol y era un día radiante. La luz era espantosa.


Iris Murdoch. 

El libro y la hermandad.

Calles de Ribadesella

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23 febrero 2022

Sobre el cuco (44) - Bajaron las escaleras, cruzaron el claustro y caminaron bajo la cálida luz del sol, rodeados por el ensordecedor coro de aves y el fuerte canto del cuco

Gerard dijo enérgicamente:
—Hora de irse. Dejaré un sobre para el asistente de Levsquit.
A Rose le habría gustado volver a Londres con Gerard, pero había llevado su coche, en parte porque Gerard había dicho que iba a llevar a Jenkin, y en parte porque ella quería tener la opción de irse antes si se hubiera sentido cansada. Recogió el abrigo, que había dejado en el dormitorio de Levsquit. Hicieron una limpieza rápida y superficial de la estancia, sin poner verdadero empeño. Bajaron las escaleras, cruzaron el claustro y caminaron bajo la cálida luz del sol, rodeados por el ensordecedor coro de aves y el fuerte canto del cuco.
Gulliver estaba teniendo un sueño maravilloso. Una chica preciosa, de ojos negros, enormes y oscuros, pestañas largas y espesas, y boca húmeda y sensual, se inclinaba hacia él. Sintió su aliento cálido y dulce cuando los suaves labios de la chica tocaron su mejilla y su boca. Se despertó. Había una cara junto a la suya, y unos ojos negros y preciosos le devolvían la mirada. Un ciervo que se había topado con aquel bulto ovillado al pie de un árbol le había acercado su hocico negro y húmedo. Gulliver se incorporó de golpe. El ciervo retrocedió, le dedicó una última mirada y se alejó con un trote digno. Gulliver se frotó la cara, que el ciervo había humedecido con su hocico. Se puso en pie. Se encontraba fatal, y su aspecto era el fiel reflejo del malestar que sentía. Echó a caminar. Estaba tan mareado que veía luces brillantes danzando a su alrededor y una especie de jeroglíficos negros cuando miraba hacia los lados.

Iris Murdoch.
El libro y la hermandad.

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Serie: azulejos