En la muerte de un bosque
Algunos de mis lectores recordarán que más de una vez he escrito acerca del bosque de Silva. Un bosque que en mi Mondoñedo yo veía todas las mañanas al levantarme y escuchaba todas las noches, cuando el vendaval lo sobresaltaba. El bosque cubría una colina antigua. Pravias, álamos, chopos, abedules, algunos robles y castaños mezclaban sus ramas en él. Al pie de la colina, regando parvos prados, va el Sixto, un regato claro, que más abajo, antaño, será el foso junto a la cerca de la ciudad. Entre el bosque y el río sube el camino viejo a Lugo, descalzo por las torrenteras. En marzo yo escuchaba en el bosque el cuco agorero, que despertaba a un tiempo para amores y para profecías. El mirlo andaba todo el año volando desde el bosque a los huertos vecinos, donde el abrigo del norte son parras vetustas y fecundas. Los cuervos cubrían con su grave vuelo la distancia que hay entre el bosque y los agros alcantarinos del Sabelo. Al caer la tarde, palomas torcaces regresaban a sus nidos. Y en la hora vespertina, en el verano, en el enorme silencio saludé una vez respetuosamente al encantador serótino:
Quita a monteira, amigo
que xa o reiseñor
vai cantando no bosque,
ferido de amor!
Pero la hora más hermosa del bosque de Silva llegaba cuando mediaba otoño y grandes manchas rojas y doradas sustituían al verde en la espesura forestal. Una mañana cualquiera, con grandes y oscuras nubes en el cielo, aparecía el vendaval, un gran mugidor, el toro de los vientos, el «ventus validus», en la plenitud de su poder, y con sus manos abiertas se llevaba todas las hojas secas. Y quedaba en el bosque desnudo. Pero los días en que habitaba el otoño en las copas de los árboles, yo tenía vecino, visto desde mi ventana, un país profundo de Claudio de Lorena, uno de aquellos bosques en los que la imaginación europea aprendió a contemplar precisamente el otoño —invención tardía de la sensibilidad occidental.
Pues ese bosque vecino mío lo han ido talando. Descubierta queda la corona de la colina castrexa, y yacen en la ladera los troncos, que los leñadores han descortezado lentamente. Tengo la triste sensación de haber perdido un gran amigo, un compañero de ocios. Y como le imaginaba al bosque mío todos los misterios que son propios de las selvas, aprendidos en mil relatos, ¡ah, Brocelandia de Arturo y de Merlín!, he perdido también la estampa que me servía para poner de fondo en las historias que más amé, y amo todavía. Para mí el bosque de Silva lo era todo, y especialmente Sangri-la, es decir, la espesura que en su corazón ocultaba un claro con una fuente, el jardín de la Edad de Oro.
Está visto que no le dejan a uno envejecer en paz. Y he durado yo más que el bosque. Quisiera encontrar palabras para los versos de una elegía, en la que poder decirle al bosque, al oído, que existe la resurrección de las verdes ramas, allá, en el Paraíso.
Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado