RESUELTO, PERO LLENO de aprensiones, Noel se detuvo a tomar aliento en el primer rellano de la escalera. Abrió una ventana y miró hacia el mundo. Era, sin duda, un mundo familiar. Sobre ese mismo paisaje había abierto su ventana, sólo veinticuatro horas antes, pues el día anterior había madrugado para galopar hacia Horton Down.
Dos largas manchas grises se movían a lo lejos en el parque. Una era la niebla, arrastrándose, arremolinándose y dispersándose en la atmósfera; la otra, el rebaño, que empezaba a pastar en la pradera cubierta de rocío.
El día anunciaba ya su reino. El aroma de las lilas, denso como el de los azahares, se escapaba de los jardines. El coro en sordina de la aurora se aguzaba en notas ya distintas. Eran las currucas con su monótono canto descendente, y los pinzones con el suyo jubiloso. Eran los efectos de suspenso a cargo sólo de los reyezuelos, indecisos entre callar o responder. Y dominador e insistente, como si temiera ser condenado al silencio por una quincena o por una semana, la llamada del cuclillo desde los montes de robles. Para Noel, que salvo algunas pocas variedades conocidas de los brezales sólo consideraba a los pájaros como ingenuos poetas de la naturaleza y emisarios de las doncellas, estos sones llegaban confundidos. Pero esa simple sensación integral resultábale perturbadora, y miró casi con ansiedad alrededor buscando un signo cualquiera, indicador de que todo había cambiado.
Y el signo estaba allí. Estaba allí bajo la forma de un rizo de humo que se elevaba, una hora antes de lo habitual, en medio del panorama. Era Mrs. Manley, en la verja sur, sabedora de que el cielo se había desplomado, y dispuesta a afrontar lo desconocido adelantando la rutina del día. Estaba allí, más evidente aún, en la figura de los policías de guardia. Y estaba también encarnado en ese pequeño grupo que subía a la cumbre de la colina de Horton, precedido por una silueta gesticulante, y seguido por otro grupo cargado con cámaras, esta vez al parecer de tipo cinematográfico y telescópico.
Y también estaba, aunque Noel no lo supiera, en el par de automóviles que volaba por la pendiente de la carretera de Horton: era la prensa, que se bebía los vientos por llegar a Scamnum Court.
Y estaba igualmente allí, aunque lo ignorara también, en esa lejana pincelada blanca sobre el horizonte. Porque ése era el humo del expreso que llevaba las noticias de Londres hacia el sur y el oeste; y la historia de Scamnum figuraba impresa en dos pulgadas de tinta roja en todos los periódicos. Es decir, en todos excepto en el Despatch Record, cuyo redactor había contado con algunos minutos suplementarios para dedicarle una columna entera en letras llameantes, que fue el comentario de Fleet Street durante varios días.
Noel se inclinó un poco más sobre el alféizar de la ventana, calculó automáticamente la posibilidad de escupir sobre el casco de un policía apostado debajo, y luego volvió rápidamente la vista a la fachada este. En la más remota lejanía se divisaba una fugitiva línea azul.
—«El mar —cantó— yace risueño a lo lejos…».
Saludó con la mano al policía, estupefacto.
—«Y en las praderas y en los campos bajos
queda toda la dulzura de todas las auroras…».
Y luego de haberse reanimado con procedimiento tan peculiar, cerró de golpe la ventana, trepó los escalones que le faltaban y golpeó enérgicamente la puerta de Diana Sandys.
—¡Hola! —saludó Diana, que estaba sentada en la cama, con un lápiz de oro detrás de la oreja, y comiendo bombones de chocolate—. Entre.
Miró con cierta vacilación a su visitante.
—Puede usted sentarse en la cama —invitó, por último, con decisión.
Noel se sentó a los pies de la cama. Hubo una pausa que pudo resultar incómoda si tanto Noel como Diana no hubieran sabido que por lo menos uno de los dos no se sentía incómodo.
—A esto le llamo yo una nochecita —dijo Noel al cabo de un momento.
—Una noche de todos los diablos.
El lenguaje de Diana era a veces un poco efectista y las Terborgs, sin duda, lo desaprobaban.
—Sin embargo, no la ha dejado anémica —prosiguió Noel galantemente.
—¿No me ha dejado qué? Tome un bombón.
Michael Innes
¡Hamlet, venganza!
John Appleby - 2
El séptimo círculo - 34
Selecciones Séptimo Círculo - 14
En el transcurso de la representación del drama shakespeariano, Polonio, oculto tras los cortinajes, muere de un disparo de pistola. En «¡Hamlet, venganza!», así pues, la ficción se funde con la realidad y el teatro isabelino con la novela policiaca dentro de la sorprendente y original estructura que la maestría de Michael Innes logra articular.