Los niños estaban en el teatro; representaban ante las Tres Vacas todo lo que recordaban de El sueño de una noche de verano. Su padre les había preparado un pequeño resumen de la gran obra de Shakespeare, y ellos lo habían repetido, con su madre y con él, hasta aprenderlo de memoria. Comenzaban allí donde Nick Bottom, el tejedor, aparece entre los arbustos con una cabeza de asno sobre los hombros, y encuentra dormida a Titania, Reina de las Hadas. De ahí saltaban al momento en que Bottom pide a tres pequeñas hadas que le rasquen la cabeza y le lleven miel, y deteníanse cuando Bottom se duerme en los brazos de Titania. Dan hacía los papeles de Puck y Nick Bottom, y también los de las tres hadas. Llevaba un casquete de tela de orejas puntiagudas, para representar a Puck, y una cabeza de asno de papel, procedente de uno de los navideños petardos con sorpresa —pero se rompía cuando no se tenía cuidado con ella—, para representar a Bottom. Una, en el papel de Titania, llevaba una guirnalda de ancolias y una rama de digital como varita.
El teatro se hallaba en una pradera llamada el Campo Largo. Un canalillo, que alimentaba a un molino situado a dos o tres prados de allí, rodeaba una de las esquinas, y, en medio de ellas, se encontraba un viejo Ruedo de hadas de yerba oscurecida, que hacía las veces de escena. Los bordes del canalillo, cubiertos de mimbres, de avellanos y de bolas de nieve, ofrecían cómodos rincones para esperar el instante de entrar en escena; y una persona mayor que había visto el lugar decía que el mismo Shakespeare no hubiese podido imaginar mejor cuadro para su obra. Con toda seguridad no se les hubiera permitido representar en la misma noche de San Juan, pero la víspera de esta fiesta habían bajado después del té; a la hora en que las sombras crecen, y habían llevado sus cenas: huevos duros, galletas «Bath Oliver» y sal en un paquete. Las Tres Vacas habían sido ya ordeñadas y pastaban incesantemente y el sonido que producían al arrancar la yerba podía oírse hasta el límite del prado; el ruido del molino, al trabajar, imitaba el de los pasos de unos pies descalzos sobre la hierba. Un cuco, posado sobre el montante de una puerta, cantaba su entrecortada canción de junio: «cucú», mientras un martín pescador cruzaba afanoso la pradera entre el canalillo y el arroyo. El resto no era más que una especie de calma espesa y soñolienta, perfumada de ulmarias y de yerba seca.
La obra marchaba de maravilla. Dan se acordaba de todos sus papeles, —Puck, Bottom, y las tres hadas—, y Una no olvidaba una sola palabra del de Titania, incluso el difícil pasaje en que ella dice a las hadas que habrá que alimentar a Bottom con «albaricoques, higos maduros y zarzamoras», y donde todos los versos tenían la misma rima. Los dos estaban tan contentos que la representaron tres veces, de cabo a rabo, antes de sentarse en el centro del Ruedo para comerse los huevos y las galletas «Bath Oliver». Fue entonces cuando oyeron entre los chopos del ribazo un silbido que los sobresaltó bastante.
Los arbustos se abrieron. En el mismo lugar en que Dan había representado el personaje de Puck, vieron a un pequeño ser cetrino, de anchos hombros, orejas puntiagudas, nariz roma, ojos azules y separados y en cuyo conjunto una mueca sonriente hendía el rostro cubierto de manchas rojizas. Se protegió los ojos como si mirara a Quince, Snout, Bottom y los demás en trance de repetir Piramo y Tisbe, y con una voz profunda, como la de las Tres Vacas cuando pedían ser ordeñadas, comenzó:
¿Qué rústicos bribones aquí se pavonean
tan cerca de la cuna de nuestra Hada Reina?
Se detuvo y llevó una de sus manos tras su oreja, y con la mirada chispeante de malicia continuó:
¿Es esto una comedia? Yo seré espectador
y, si veo un motivo, seré también actor.
Los niños le miraron embobados. El hombrecillo —apenas llegaría al hombro de Dan— entró tranquilamente en el Ruedo.
—Ya he perdido un poco de práctica —dijo—, pero así es cómo se representa mi papel.
Los niños no habían cesado de mirarle, desde su sombrerillo azul oscuro, semejante a una flor de ancolia, hasta sus pies descalzos y velludos. Por último él se echó a reír.
—Os ruego que no me miréis así. No es ciertamente mi defecto. ¿Qué podíais esperar de otro? —dijo.
—Nosotros no esperamos nada —repuso Dan lentamente—. Este campo es nuestro.
—¿Sí? —dijo el visitante, sentándose—. Entonces, ¿por qué, gran Dios, representáis El sueño de una noche de verano tres veces seguidas en víspera de San Juan, en medio del Ruedo y al pie sí precisamente al pie de una de las más viejas colinas que poseo en la vieja Inglaterra? La colina de Pook; la colina de Puck; la colina de Puck; la colina de Pook. Está tan claro como el agua.
Rudyard Kipling
Puck de la colina de Pook