24 diciembre 2021

24 de diciembre

 Las desilusiones de Plinio.

Al gran pintor Paco Arias, que me contó parte de esta historia.
El día 17 de diciembre enterraron a Nicomedes Azpeitia, aquel vasco grandón que fue tratante de mulas y hace poco se compró un piso en Madrid. Plinio, el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso (G. M. T.) y su ayudante y concorde, don Lotario, el veterinario, estuvieron en el velatorio, aunque no tenían con él amistad mayor. Pero algunas tardes Nicomedes Azpeitia solía caer por su tertulia del San Fernando. Nicomedes Azpeitia no tenía amistad continua y precisa con casi nadie, pero todos se reían mucho con él. Siempre tenía salidas que no eran del estilo del pueblo, más bien vascas, pensaban los contertulios, y por eso hacía más gracia. Otras veces, muchas, se quedaba serio sin venir a cuento. Ya digo, era hombre que sorprendía mucho y gustaba a ratos.
El velatorio fue más bien aburrido porque no hubo grandes lloros ni se dijeron chistes. Mucho fumar y mucho bostezo, pero sin especial aquél.
Cuando a las tres de la madrugada, Plinio y don Lotario se dieron por cumplidos, ya en la calle, lo único que recordaban es que la caja del muerto era muy grandona y estaba colocada, casi empotrada, en una habitación más bien mísera. No pobre, entiéndeme, sino mísera de hechuras. Iba desde la misma puerta hasta el tabique endomingado con paños negros y un crucifijo muy resobado. No había manera de entrar al rezo del cadáver como no se saltase uno los pies del féretro. Todos los del velatorio pensaban extrañados por qué habían puesto allí al muerto, ya que la casa tenía otras habitaciones más grandes.
Otra cosa que comentó don Lotario fue que Nicomedes, así, muerto, no tenía cara de vasco. La había perdido. Podía pasar por uno de Villarrobledo, pongo por caso.
—Claro que sin la boina de tanto vuelo que siempre llevaba…
—Desengáñate, Manuel, y déjate de boinas. Es que se le ha puesto la cara muy corriente.
—Claro que tampoco estaba colorao como solía cuando vivo. Con la última pena se le fue el color.
—Tampoco es eso, Manuel. Yo creo que Nicomedes, como llevaba muchos años en el pueblo, estaba muy amanchegao por dentro y no le ha salido hasta la hora del acabóse.
Lo enterraron el día 17 de diciembre y el 22, claro, fue el sorteo de la lotería de Navidad. Y aquella noche, cuando Plinio después de cenar iba a su tertulia del Casino de San Fernando con el cuello del capote bien subido, las manos en los bolsillos y el pito en la boca, se encontró dos hombres también muy engabanados, justo en la esquina de la calle de don Evaristo.

Belén infantil

El ramo del Comercio agradece, los bienes obtenidos por, tan altruista actividad

Figuras para un Belén

Figuras para un Belén

23 diciembre 2021

23 de diciembre

 LA CRISIS DE LAS MASCOTAS

El subempleo y el hacinamiento han llegado a las roscas de Reyes, al menos yo me saqué tres muñequitos (en total había seis). Nuestra endeble democracia convive con este nuevo sistema parlamentario: ahora hay que tener mayoría de muñecos. El Día de la Candelaria haré la fiesta a la que me compromete la bancada que me tocó en el pastel.
Pero el drama de la noche de Reyes no tuvo que ver con los muñecos sino con los sucesos que lo antecedieron. Todo empezó porque nuestra hija de cinco años entró en tratos directos con Santa Claus y pidió que trajera un perro del Polo Norte.
Uno de los grandes misterios de la vida contemporánea es que no todos los perros son gratis. Tengo un amigo que duerme con un Cocker Spaniel; para permitirle subir a la cama, el perro le exige una galleta. ¿Es posible pagar por una relación social de este tipo? Los perros muerden las pantuflas, se orinan en el hielo del vendedor de raspados, ladran desde cualquier azotea, nos acompañan con absoluta ubicuidad (dos millones de ellos recorren las calles de la ciudad de México). Comprar uno debería ser tan extravagante como alquilar un hijo. Y sin embargo los perros se venden.
Mi hija Inés y yo solemos leer un libro pequeño: Canes del mundo. Por ese medio supimos que las cruzas refuerzan y el pedigrí debilita. Pero de nada me sirvió elogiar el color amarillo de los perros callejeros. La sabiduría del libro pequeño no es apreciada por una familia que cree en los regalos y distingue a la gente tacaña.

Tembleque. Toledo

Plaza de Tembleque

22 diciembre 2021

22 de diciembre

 La aventura del carbunclo azul

Dos días después de Navidad pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la intención de transmitirle las felicitaciones propias de esa época del año. Lo encontré tumbado en el sofá, con un batín rojo púrpura, el portapipas a su derecha y un montón de periódicos arrugados que evidentemente acababa de estudiar. A un lado del sofá había una silla de madera, y de una esquina de su respaldo colgaba un sombrero de fieltro raído, costroso y agrietado por varias partes. Una lupa y unas pinzas en el asiento indicaban que había colgado el sombrero de esta manera con el fin de examinarlo.

—Parece usted ocupado —dije—. No quisiera interrumpir.

—En absoluto. Me alegra tener un amigo con quien comentar mis indagaciones. El caso es de lo más trivial —explicó, señalando el sombrero con el pulgar—, pero guarda relación con algunos detalles que no carecen por completo de interés, incluso son instructivos.

Me acomodé en la butaca y calenté las manos en el fuego que chisporroteaba en la chimenea. Había helado esa mañana y una gruesa capa de escarcha cubría las ventanas.

—Supongo —señalé— que a pesar de su aspecto corriente ese sombrero está relacionado con algún suceso terrible… que es la pista que lo conducirá a la resolución de algún misterio y al castigo de algún delito.

—No. Nada de delitos —se rio Sherlock Holmes—. No es más que uno de esos incidentes caprichosos que suceden cuando cuatro millones de seres humanos viven apiñados en unos pocos kilómetros cuadrados. Entre las acciones y las reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cabe esperar cualquier combinación de acontecimientos y pueden presentarse un sinfín de problemas menores que, sin ser delictivos, resultan sorprendentes y extraños. Ya hemos tenido experiencias similares.

—Tanto es así que tres de los seis últimos casos que he añadido a mis notas estaban enteramente libres de delito.

—En efecto. Se refiere usted al intento de recuperar los documentos de Irene Adler, al extraño caso de la señorita Mary Sutherland y a la aventura del hombre del labio leporino. Es indudable que este pequeño asunto se enmarcará en la misma categoría de sucesos inocentes. ¿Conoce usted a Peterson, el conserje?

—Sí.

—Es a él a quien pertenece este trofeo.

—Es su sombrero.

—No, no es suyo. Lo encontró. No sabemos quién es su dueño. Le ruego que lo observe no como un ajado bombín, sino como un problema intelectual. Lo primero es cómo ha llegado aquí. Llegó la mañana de Navidad, en compañía de un buen ganso que en este momento seguramente se estará asando en el horno de Peterson. Los hechos son los siguientes. Alrededor de las cuatro de la madrugada del día de Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un hombre muy honrado, volvía a casa de algún jolgorio por Tottenham Court Road. A la luz de una farola vio a un hombre alto que iba delante de él, tambaleándose ligeramente, con un ganso blanco cargado al hombro. Cuando el desconocido llegó a la esquina de Goodge Street, tuvo un altercado con un grupo de maleantes. Uno de ellos le quitó el sombrero; el desconocido levantó el bastón para defenderse y, al blandirlo por encima de la cabeza, rompió el escaparate de un comercio. Peterson había echado a correr para proteger al hombre de sus agresores, pero el individuo en cuestión se asustó al romper el escaparate y, al ver que un hombre de uniforme se acercaba corriendo hacia él, soltó el ganso, puso pies en polvorosa y desapareció por el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court Road. Los maleantes habían huido al ver a Peterson, con lo que éste quedó dueño del campo y también del botín, que consistía en este maltrecho sombrero y un irreprochable ganso de Navidad.

Serie: azulejos