13 noviembre 2021
12 noviembre 2021
12 de noviembre
Y AHORA EMPRENDEREMOS juntos un viaje a unos ambientes más ligeros y llenos de fantasía. Considérense invitados al «Baile del Condado» en Sandringham, el viernes 12 de noviembre de 1886. Hagamos que tiemblen las arañas de cristal con mi baile favorito, The Triumph. Como saben, debe ser bailado con vigor, y el signor Curti y sus instrumentistas no tendrán misericordia hasta que yo les haga una señal para que se callen. Y en caso de que piensen quedarse sentados, debo advertirles de que en mi sala de baile soy un tirano. A nadie se le permite escurrir el bulto.
Tomo a lady Randolph Churchill por la mano y la conduzco a la pista. Si se me considera juez en la materia, los ánimos de Jennie necesitan remontarse. Desde su llegada, se ha mostrado inusualmente mansa, y se rumorea que antes de presentarse aquí ella y Randolph apenas se hablaban. El eterno problema. Yo no sería Randolph ni por todo el té de China cuando ella le humilla con aquellos ojos exquisitos de tonalidad violeta. Pero a través del blanco guante de encaje, la mano de Jenny me ofrece un tacto tibio, y no siento la menor tensión de sus dedos cuando Randolph se dirige a lady de Grey y la invita a bailar. Ese viejo y astuto Randolph, político en todas las cosas. Gladys de Grey es una belleza de negros cabellos que parece sacada directamente de una tela de Goya, toda ella pasión y fuego, pero el año pasado se casó por segunda vez y está tan prendada de su noble conde que Randolph no podría dejarse ver con mujer más segura en toda la sala.
Antes de que Curti alce su batuta, distingo a unos cuantos simuladores detrás de las columnas, lugar apto para ocultarse cuando se anuncie The Triumph.
—¡Los lacayos tienen instrucciones para anotar los nombres de todos los desertores! —grito, y repito la frase en francés, en beneficio del duc de la Trémouille, lo cual le aterroriza tanto que agarra el rollizo antebrazo de la esposa del virrey de Irlanda y la arrastra hasta la cuadrilla encabezada por mi querida esposa Alix y el comte de París.
Miro sonriente a Jennie.
—¿Preparada, querida?
—Cuando usted lo diga, señor.
11 noviembre 2021
11 de noviembre
¡Pobres chicos! Creyeron que habían hecho bien y tuvieron que sudar de lo lindo. Hacer esa lúgubre selección, acarrear todos esos huesos, ¡ahí es nada! Pero al final lo consiguieron. Aunque ellos solos no habrían podido, por supuesto. Pusieron sus brazos al servicio de odios implacables, inexpiables, impotentes, odios de viejo. La Francia de 1918, frenada en seco cuando más boyante estaba la producción industrial de guerra, se encontró atestada de un material inútil y con enormes reservas de odio. De 1914 a 1918, los hombres de la vanguardia experimentaron el honor, y los de la retaguardia el odio. Con pocas excepciones, todo el que no había combatido estaba podrido, podrido sin remedio al cabo de aquellos cuatro años sangrientos. ¡Todos podridos, os digo! No hablo por hablar. Hay testigos. Lanzo este desafío a cualquier chico normal: a ver si es capaz de escribir, sin caer de inmediato en la desesperación, una tesis sobre la clase de textos de donde aquellos desdichados sacaban la sustancia de su patriotismo sedentario. Mentira y odio. Odio y mentira. La opinión pública de este noble pueblo que ha batallado con distinta fortuna a lo largo de los siglos, ha caído en manos de una banda de charlatanes más o menos latinizados, hijos de esclavos griegos, judíos o genoveses, para quienes la guerra siempre fue un pillaje o una vendetta y nada más. Tan mal nacidos que el respeto al enemigo les parece un prejuicio absurdo, capaz de desmoralizar a los soldados. ¡Vosotros sí que nos habríais desmoralizado, perros!, si por lo menos nos hubiéramos dignado a leeros. ¡Más habría valido que a la vuelta os hubiéramos cerrado a estacazos esas bocas inagotables! Pero gritabais tan fuerte, echabais tantos espumarajos, que nos sentimos un poco avergonzados con nuestras muletas y nuestras cruces, tuvimos miedo de parecer menos patriotas que vosotros, impostores.
10 noviembre 2021
10 de noviembre
Transcurrió así todo el día, sin que el capitán Nemo me honrara con su visita. No se descubrieron los cristales de observación, como si se quisiera evitar que nuestros sentidos se mellaran en la costumbre de tan bello espectáculo.
La dirección del Nautilus se mantuvo al Este-Nordeste; su velocidad, en doce millas, y su profundidad, entre cincuenta y sesenta metros.
Al día siguiente, 10 de noviembre, se nos mantuvo en el mismo abandono, en la misma soledad. No vi a nadie de la tripulación. Ned y Conseil pasaron la mayor parte del día conmigo, desconcertados ante la inexplicable ausencia del capitán. ¿Se hallaría enfermo aquel hombre singular? ¿O tal vez se proponía modificar sus proyectos respecto a nosotros?
Después de todo, como observó Conseil, gozábamos de una entera libertad y se nos tenía abundante y delicadamente alimentados. Nuestro huésped se había atenido hasta entonces a los términos de lo estipulado, y no podíamos quejarnos. Además, la singularidad de nuestro destino nos reservaba tan hermosas compensaciones que no teníamos derecho a reprocharle nada.
Fue aquel mismo día cuando comencé a escribir el diario de estas aventuras. Esto es lo que me ha permitido narrarlas con una escrupulosa exactitud. Como detalle curioso, diré que escribí este diario en un papel fabricado con zostera marina.
En la madrugada del 11 de noviembre, la expansión del aire fresco por el interior del Nautilus me reveló que habíamos emergido a la superficie del océano para renovar la provisión de oxígeno. Me dirigí a la escalerilla central y subí a la plataforma.
Eran las seis de la mañana. El cielo estaba cubierto y el mar gris, pero en calma, apenas mecido por el oleaje. Tenía la esperanza de encontrarme allí con el capitán Nemo, pero ¿vendría? Vi únicamente al timonel, encerrado en su jaula de vidrio.
Sentado en el saliente que formaba el casco del bote, aspiré con delicia las emanaciones salinas. Poco a poco, la bruma iba disipándose bajo la acción de los rayos solares. El astro radiante se elevaba en el horizonte. El mar se inflamó bajo su mirada como un reguero de pólvora. Esparcidas por el cielo, las nubes se colorearon de tonos vivos y llenos de matices, y numerosas «lenguas de gato» anunciaron viento para todo el día.
Jules Verne
Veinte mil leguas de viaje submarino
Viajes extraordinarios
Obra narrada en primera persona por el profesor francés Pierre Aronnax, notable biólogo que es hecho prisionero por el Capitán Nemo y es conducido por los océanos a bordo del submarino Nautilus, en compañía de su criado Conseil y el arponero canadiense Ned Land. La historia comienza con una expedición a bordo de un buque de la marina de guerra estadounidense que busca dar caza a un extraño cetáceo que había ocasionado la desaparición misteriosa de diversas embarcaciones. Durante la expedición, los protagonistas se ven lanzados por la borda del buque como resultado de una embestida del animal, son rescatados y logran llegar a nado a un lugar seguro. Una vez a salvo, descubren que no se encuentran realmente en una isla, sino sobre una estructura metálica: un submarino. En el interior del misterioso artefacto conocen al Capitán Nemo, personaje desgraciado y brillante, con un oscuro pasado y de grandes aptitudes científicas y artísticas. Éste les muestra toda la nave, el Nautilus, y les da notables explicaciones sobre su ingeniería. El capitán les informa de que, al haber conocido su existencia, no puede dejarlos volver a la superficie. A lo largo del viaje, les son revelados muchos secretos, y recorren diversos lugares, entre los que se menciona la mítica Atlántida, las islas de la Polinesia, el Mar Rojo, las costas del Lejano Oriente, el Mediterráneo, etc. A través de su personaje Aronnax, Jules Verne señala varios posibles inventos: escafandras autónomas de buceo, fusiles de balas eléctricas, máquinas para producir aire respirable, etc.
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