04 noviembre 2021

4 de noviembre

 «Se levanta todas las mañanas a las ocho. Lo primero que hace es asomarse en pijama a la calle. Aparta unos segundos la cortina y mira primero a las ventanas de enfrente y luego a la calle. Se fija en los coches aparcados, para comprobar las matrículas. Sale hacia las ocho y media. Traje, corbata, anorak verde oscuro. Piso 3.º izquierda, calle Granados, 14, finca con cinco plantas y dos ascensores. Barrio de clase media baja, apartado del centro histórico. Mujer de la limpieza en el portal miércoles y viernes. La calle va a salir a una avenida de mucho tráfico que termina en la circunvalación, a unos 2 km del cruce para Madrid. Salida más fácil a pie hasta la avenida, y de allí 90 km de carretera mala hasta la autovía en Bailén».

Pero quién puede averiguar de verdad algo, mediante la inteligencia o la adivinación, si nadie sospecha ni descubre nada, a no ser gracias a una confesión o a una delación, cualquier rostro es una máscara perfecta y no hay ojos que no brillen emboscados tras la negrura de un antifaz. Los muertos hablan, decía Ferreras, a diferencia de los vivos ellos no esconden ningún secreto, están tan del otro lado del pudor como de la vida, muestran sin palabras todo lo que fueron, lo más íntimo y lo más miserable, lo más despojado, lo más vil, la papilla amarillenta y medio digerida de lo que comieron unas horas antes de morir, la traza de los vicios, el alquitrán en los pulmones, el hígado hinchado por el alcohol, las caries, la cera en el interior de los oídos, la irritación en los esfínteres por la falta de higiene, los efectos del trabajo en las manos, las huellas de nicotina, las quemaduras ácidas del yeso, los rastros de tinta —Fátima tenía una mancha de tinta de rotulador en la yema del dedo índice de la mano derecha, y un pequeño callo en el dedo corazón, de los que les salen a los niños de escribir apretando mucho el lápiz.
«… Tiene un Renault 18 viejo con matrícula de Bilbao, color gris metalizado, el mismo controlado otras veces. Nunca lo deja aparcado en la calle. Plaza de cochera alquilada en un garaje con vigilancia 24 h. El coche no lo usa casi nunca. Lo saca los domingos, a las diez de la mañana, sale en dirección desconocida. Vuelve a última hora de la tarde. Cambia a diario el trayecto a la comisaría. Llega siempre un poco antes de las nueve».

Cayenas

cayenas

03 noviembre 2021

3 de noviembre

 El 3 de noviembre de 1918, la jornada histórica de Trieste, realmente había de resultar bien poco idónea para burlas.

A las ocho de la tarde Mario, a instancias del hermano que tras haber oído contar del desembarco de los italianos quedaba en cama ansioso de saber más noticias, se acercó hasta el café a tomar aquel mejunje endulzado con sacarina que los triestinos se habían habituado a considerar café.
De entre sus conocidos solo encontró allí a Gaia que, sentado en un diván, descansaba del par de horas que había pasado de pie. Sintiéndolo mucho por él, hay que decir que Gaia era la viva imagen del espíritu del mal. No que por ello fuera feo. A los cincuenta y cinco años su cabellera era de un blanco reluciente que reflejaba la luz con destellos como de metal, mientras el mostacho que le tapaba los labios finos seguía siendo oscuro.
Enjuto y nada corpulento, habría dado la impresión de ser ágil si no fuera porque iba algo encorvado y porque su cuerpo menudo soportaba el peso de una barriguita que destacaba prominente y fuera de proporción, más baja que la que típicamente provoca en los hombres la falta de actividad, o simplemente el buen apetito: una barriga de esas que los alemanes —que de esto entienden— achacan a la acción de la cerveza. Sus ojillos negros ardían de alegre malicia y presunción. Tenía la voz ronca propia del bebedor y a veces la forzaba para gritar, pues se regía por la regla de que es preciso hablar algo más alto que el interlocutor. Cojeaba, como Mefistófeles, aunque a diferencia de aquel no siempre de la misma pierna, porque el reúma lo atacaba unas veces por la derecha y otras veces por la izquierda.
Mario, a pesar de ser mayor que él y de tener todo el pelo blanco —como es de rigor en las personas serias a su edad— en su rostro lozano, tranquilo y sereno, se percibía que era claramente rubio.

Hojas de liquidámbar en otoño

 liquidámbar

02 noviembre 2021

2 noviembre

2 noviembre, domingo. Las Ánimas

Por la mañana fui al camposanto a llevar al padre unas flores. He oído que en el cementerio hay una plaga de conejos. Me alegra por el padre. Así podrá entretenerse viéndoles corretear por entre las tumbas las noches de luna. Digo yo que así no se sentirá tan solo. Hace ya quince años que se marchó. ¡Cómo pasa el tiempo! A la salida del camposanto tropecé con don Florián, el cura párroco del Carmen. Me interesé por su reuma y me dijo que en los otoños secos mejora. Volvimos por el paseo de cipreses hablando del padre. Hacía una mañana templada y de no ser por lo apagado del sol y el aspecto del campo, parecería primavera. Le recordé al cura que hacía quince años de lo del padre y él dijo: «Verdaderamente no somos nadie». Él me contó algunas anécdotas de cuando cazaban juntos. Luego le recordé la tarde del entierro y le dije lealmente que su presencia me dio valor. Aquel día, quince años antes, don Florián me cogió de los brazos y me dijo: «Ya eres un hombre, Lorenzo». Lo decía porque yo tenía los ojos secos, sin darse cuenta de lo que a mí me costaba tener los ojos secos, recordando la mañana que el padre marró una liebre, tiró la escopeta y me dijo llorando: «Esto no debes hacerlo nunca, hijo». Le dije luego si recordaba que el Don pasó la noche aullando como un poseído. Don Florián dijo: «¡Qué hermoso animal aquel! ¡Sentía casi como una persona!». En seguida cambió de conversación y me mostró las casas del Secretariado. Le dije que vaya si era una gran obra. Al pasar por casa del Pepe me preguntó don Florián cómo marchaba y yo le dije que lo mismo. Él dijo que si seguía sin acercarse a la iglesia y tomando sus cosas a chacota. Le contesté lealmente que ya se sabe que el Pepe no toma nada en serio. Don Florián dijo que qué lástima de chico, que tenía buenos principios.

Hubo carta de Tino. El hombre, tan satisfecho de la vida como siempre. La madre dijo que todos los días le pide al Señor que a la Veva le nazca un crío. Le pregunté el porqué y ella dijo sólo que Tino necesita un hijo. Mi hermano dice en su carta que no podrá venir para Nochebuena.

Miguel Delibes
Diario de un cazador

Premio Nacional de Literatura 1955

Lorenzo trabaja de bedel en una escuela, mantiene a su madre, tiene las ideas muy claras sobre muchas cosas y en los ratos libres, y todos los domingos durante la temporada, va de caza. Contempla el mundo con su lúcida inteligencia de muchacho de pueblo y se cuenta a sí mismo las cosas que pasan sin pensar en la posteridad. Su existencia, aunque estrecha y humilde, está tamizada por un optimismo beligerante y una clara conciencia de su dignidad. Frente a los sinsabores cotidianos está siempre la caza, que le llena el alma de gozo —desde la elección de los cartuchos al regreso con las piezas— incluso en los días de fiasco. Delibes consigue con Diario de un cazador —Premio Nacional de Literatura 1955— una obra extraordinaria, divertida —a menudo hilarante— y conmovedora, y convierte a Lorenzo en uno de los personajes más intensos y de carne y hueso de la literatura española.

Retamas

 Valdemoro, unas vistas

Serie: azulejos