29 octubre 2021

29 de octubre

 CAPÍTULO XIV

Durante la noche del 29 de octubre.
AUNQUE nos encontramos en una situación sumamente desesperada, todos han experimentado el horror de la tragedia que acaba de desarrollarse.
Ruby no existe ya; pero sus últimas palabras van a tener consecuencias muy funestas. Los marineros, que le han oído gritar, «¡El picrato, el picrato!», han comprendido que el buque puede saltar hecho pedazos de un momento a otro, y que no es sólo un incendio, sino una explosión lo que les amenaza.
Algunos, no pudiendo ya contenerse, quieren huir a todo trance y en seguida, y gritan:
—¡La canoa, la canoa!
Sin duda no ven o no quieren ver los insensatos que el mar está alborotado y que no hay lancha que pueda arrostrar el empuje de las olas embravecidas que se elevan a una altura prodigiosa. Nada puede contenerlos y ya no oyen la voz del capitán, quien se arroja en medio de ellos inútilmente. El marinero Owen excita a sus compañeros; se largan las trapas de la lancha y la embarcación es empujada al exterior.
Balancéase un instante en el espacio y, obedeciendo al movimiento del buque, va a chocar contra la vagara. Los marineros hacen otro esfuerzo y consiguen desprenderla, y, cuando ya está a punto de llegar al mar, una ola monstruosa la toma por debajo, la aparta momentáneamente y con fuerza irresistible la estrella contra el costado del buque.
Habiendo sido destruidas la chalupa y la canoa, sólo nos quedó ya una frágil y estrecha ballenera.

Una mariposa

Valdemoro

28 octubre 2021

28 de octubre

La prensa anunciaba la desarticulación de un golpe de Estado preparado para la víspera de las elecciones del 28 de octubre. De momento se había detenido a tres jefes militares, dos coroneles y un teniente coronel, y se conocía el plan general del golpe. A juzgar por el plan, los dos coroneles y el teniente coronel debían ser los encargados de llevar los bocadillos a los golpistas, pero el gobierno se mantenía en la prudente reserva que le había caracterizado desde el día en que nació y que, sin duda, podía acompañarle hasta el día en que muriera víctima de un golpe de Estado. El milagro de haber sobrevivido a la explosión de la primera materia existente en el universo se relativizaba en el Chad por la carencia de agua y en España por la generación espontánea de salvadores de la patria. En caso de golpe de Estado, Carvalho consideraba que su negocio iría mejor. La democracia liberaliza a las gentes y cada vez eran menos los maridos que buscaban o seguían a sus mujeres y los padres que le ponían tras la pista de adolescentes fugitivos de las oligarquías familiares. Sin duda las dictaduras dan una mayor clientela a los confesionarios, a los detectives privados y a los abogados laboralistas. Las contraindicaciones estéticas y éticas no iban con él. Ni siquiera le alcanzarían las salpicaduras de sangre ni los gemidos provocados por la represión. Estaba al margen del juego, como un tendero, exactamente igual que un tendero. Anduvo hasta el portal de la casa donde tenía el despacho, levantó la cabeza para ver a través de las ventanas la luz encendida por Biscuter y dio media vuelta. Mañana sería otro día. Pero fue media vuelta tardía o insuficiente porque allí, cortándole el paso, estaba Marta Miguel, con una expresión de sorpresa desigualmente repartida por el rostro. La boca decía oh, pero los ojos estudiaban a Carvalho como si hiciera ya tiempo que le estuvieran observando.
—¡Caramba! ¡Ya es casualidad!
Carvalho asintió y quedó a la expectativa de lo que decidiera la mujer. Ni se justificó ni se despidió.
—¿Sigue husmeando lo de Celia?
—No.
—Bien. Así me gusta, hombre. Parece que ha entrado en razón. ¿Sabe que la policía ha vuelto a llamarme? Claro, no puede saberlo. Era para preguntarme sobre posibles amistades de Celia. Parece que sospechan de un medio ligue que tuvo hace unos meses. ¿Qué iba a decirles yo? Yo apenas la conocía.
Carvalho asumió con un gesto lo poco que conocía Marta a Celia.
—Pero ya se sabe cómo es esa gente. Tienen ideas fijas.
—Si tuvieran ideas sueltas se dedicarían a otra cosa.
—¿Ya se le ha quitado la perra?
—Soy un profesional. Y sólo acepto casos por encargo.
—Le invito a un café.
Era una propuesta pistoletazo para la que la mujer había reunido oscuras fuerzas internas.
—¿Un café a estas horas? Podemos tomar un gimlet o un mojito en el Boadas. Basta subir Rambla arriba. Como es un capricho mío, invito yo. —Ni hablar. Yo invito a lo que sea.

Manuel Vázquez Montalbán
Los pájaros de Bangkok
Saga Pepe Carvalho, 6

Tres historias, dos de ellas situadas en Barcelona y la tercera en Tailandia, llenan las páginas de la novela y las horas de un Carvalho que según palabras del autor «emprende un exótico viaje en un tiempo en que la aventura es casi imposible».
Tras resolver un desfalco en una pequeña empresa textil, Carvalho, sin ningún asunto a la vista, decide investigar por su cuenta la muerte de una bella mujer. El «asesinato de la botella de champán», como titulan los medios este misterio, le lleva a interrogar a los conocidos de la víctima, cuya imagen le obsesiona distrayéndole de una realidad que considera insuficiente y tediosa.
Intuyendo quién es el asesino pero sin conseguir que le contrate nadie del entorno de la víctima, decide dejar de lado este asunto cuando el hijo de una vieja amiga, Teresa Marsé, le comunica que ésta ha desaparecido durante un viaje a Tailandia.
Reacio a las peticiones de la familia finalmente decide aceptar su encargo y viaja a Tailandia. El detective desciende hasta los escenarios más sórdidos de Bangkok tras los pasos de Teresa y su amante Archit, perseguido como sospechoso del asesinato de un importante líder mafioso.
Sin embargo la resolución del caso llegará con su retorno a Barcelona.

Valdemoro, unas vistas

 Valdemoro, unas vistas

27 octubre 2021

27 de octubre

 El retorno a la tierra natal

El Capitán Agustín Prío terminaba de ajustarse la corbata de mariposa de los días festivos, que le daba un aire de referee de boxeo, cuando el treno de las sirenas que crecía hasta llenar el aposento puso una llamarada turbia en el espejo. Se asomó al balcón y un repentino soplo de aire tibio pareció empujarlo de nuevo hacia dentro. Al otro lado de la plaza, parvadas de campesinos desprevenidos huían de la embestida de las motocicletas Harley-Davidson que atronaban bajo el fuego del sol abriendo paso a la caravana que ya se detenía frente a la catedral, mientras los manifestantes seguían bajando de las jaulas de transportar algodón y de los volquetes anaranjados del Ministerio de Fomento y Obras Públicas, recibían de manos de los caporales los cartelones que chorreaban anilina, los enarbolaban o se cubrían con ellos la cabeza, detrás de sus pasos las mujeres, los críos prendidos de sus pechos magros y de la mano los grandecitos, e iban a perderse entre los demás comarcanos igualmente desorientados y la gente llegada a pie de los barrios con sus gorras rojas, y marchantas nalgonas, fresqueras ensombreradas, barrenderos municipales de zapatones, maestras de escuela bajo sus sombrillas, reclutas rapados, empleados públicos de corbatas lánguidas.
Y ahora, portazos en sucesión, carreras de los guardaespaldas vestidos de casimir negro cocinándose en la resolana, la corona de subametralladoras Thompson ya en torno a la limosina blindada, también de color negro funeral, y bajaba Somoza, traje de palm-beach blanco, el pitillo de plata prendido entre sus dientes, alzaba el sombrero panamá para saludar a los manifestantes que desperdigaban de lejos sus aplausos, un primer chillido alcanzaba su oído, ¡que viva el perromacho, jodido!, y se elevaba la respuesta en una ola cavernosa que el Capitán Prío oía estallar desde el balcón, tras Somoza la Primera Dama, vestido de seda verde botella bordado en verde más profundo, casquete verde tierno sobre su peinado de bucles, el velillo pendiente del casquete sobre el rostro maquillado, subían a prisa las gradas del atrio entre la valla de soldados y guardaespaldas, el obispo de León esperándolos en la puerta mayor de la catedral. Y lo último que el Capitán Prío vio desde su atalaya fue el relumbrar de los flashes porque ahora la comitiva avanzaba por el pasillo central de la nave desierta vigilada en cada palmo por los soldados.
La corona de lirios de papel crepé y rosas de trapo aguardaba asentada en su trípode al pie de la estatua de San Pablo, frente a la tumba custodiada por un león de cemento que lloraba, la melena abatida sobre el escudo también de cemento. La Primera Dama, atormentada por el corsé que reprimía sus carnes, se acercó al oído de su consorte que por respeto al lugar había entregado el pitillo de plata a su edecán, el coronel (GN) Abelardo Lira, el Lucky Strike aún a medio consumir. A Somoza, ralo de cabello, doble la papada, numerosas las pecas color de tabaco en la nariz y las mejillas, también lo atormentaba un corsé que reprimía sus carnes, el corsé de peso liviano tejido en hilo de acero que le había enviado Edgar J. Hoover, con su tarjeta personal, por mano de Sartorius Van Wynckle.
No se alcanzaba a oírla. Pero presumo, Capitán, que no estaría recordándole al marido que quien reposa bajo el peso del león doliente fue despojado de su cerebro la misma noche de su muerte, un enojoso asunto de familia. Por el contrario, es mucho más probable que su pensamiento volara hacia los versos que le escribiera un día en su abanico de niña:
La perla nueva, la frase escrita,
Por la celeste luz infinita,
Darán un día su resplandor;
¡ay, Salvadora, Salvadorita,
no mates nunca tu ruiseñor!

El ruiseñor, bien cebado, asintió y sonrió. El orfebre Segismundo, uno de los contertulios de la mesa maldita, que se reúnen por vieja tradición al otro lado, en la Casa Prío —desde uno de cuyos balcones el Capitán Prío se asomaba a la plaza— aunque ya lo supiera preguntaría, confianzudo, si le estuviera permitido: ¿cuándo fue eso, Salvadorita?
Ese entremetimiento es imposible. Por tanto, dejo que el rostro de la Primera Dama, maquillado sin piedad y avejentado con menos piedad, se mire por su cuenta en el veloz espejo de las aguas del tiempo; que el caer invisible de una piedra agite en ondas la transparente superficie para que ella recobre en el fondo la imagen en temblor de la niña de diez años, vestida de organdí igual que su hermana Margarita, sus sombreros de paja italiana con dos cintas bajando a sus espaldas; que se vea sentada en la barca mecida por el oleaje, donde una parte de ustedes debe apresurarse en buscar lugar.
Es la mañana del 27 de octubre de 1907 y de lejos se avizora ya el Pacific Mail, a cuya cubierta otros de ustedes harían bien en subir, pues allí llega aquel que yace bajo el león de cemento, en su retorno a la tierra natal:
El steamer pone proa hacia la bahía de Corinto cuando el cielo del amanecer finge ante los ojos del pasajero una floresta incendiada. Asido al raíl de la cubierta, se había apostado desde antes del alba en el costado de estribor, ansioso por descubrir los relieves de la costa que empezaron a iluminarse con tonalidades grises; y al palidecer las constelaciones, descubrió en la lontananza los volcanes de la cordillera de los Maribios que divisara por vez primera desde el mar al alejarse rumbo a Chile en otro amanecer ya lejano.

Sergio Ramírez
Margarita, está linda la mar


1907. León, Nicaragua. Durante un homenaje que le rinde su ciudad natal, Rubén Darío escribe en el abanico de una niña uno de sus más hermosos poemas: «Margarita, está linda la mar…».
1956. En un café de León una tertulia se reúne desde hace años, dedicada, entre otras cosas, a la rigurosa reconstrucción de la leyenda del poeta. Pero también a conspirar. Anastasio Somoza visita la ciudad en compañía de su esposa, doña Salvadorita. Está previsto un banquete de pompa y boato. Habrá un atentado contra la vida del tirano, y aquella niña del abanico, medio siglo más tarde, no será ajena a los hechos.
Sergio Ramírez logra, en Margarita, está linda la mar, que toda la historia de su país quepa en una cumplida metáfora de realidad y leyenda. En un lenguaje cuya brillantez subyuga al lector, con ráfagas de humor e ironía que asombran por su precisión poética, la acción va tramando caminos de medio siglo entre los dos niveles del relato, creando un continuo temporal entre el pasado y el presente que parece pertenecer a los mejores territorios del mito. Y dentro de este ámbito literario, con mucha más realidad que los hechos concretos, el autor nos hace conocer personajes de impecable identidad, originales, tiernos, necesarios, inscritos en la mejor tradición de las grandes personalidades de la literatura latinoamericana.
Una novela perfecta, rebosante de nobleza. Una obra excepcional.

Valdemoro, unas vistas

Valdemoro, unas vistas

Enriketa ve un fantasma