30 septiembre 2021
29 septiembre 2021
29 de septiembre
La noche era oscura y no se veía ni una estrella, el cielo cubierto por cargados nubarrones. El camino estaba bastante impracticable, con afiladas rocas que sobresalían y baches que parecían fosas. El viejo y maltrecho coche avanzaba dando brincos y sacudidas. Por si fuera poco, el hombre que iba al volante sólo encendía los faros de vez en cuando, apenas unos segundos, y después los apagaba. A aquella hora de la noche no era fácil que pasara un automóvil por aquel sendero, y por eso lo mejor era no despertar curiosidad. A ojo de buen cubero debía de faltarle muy poco para llegar. Encendió las luces largas y a unos veinte metros de distancia, a mano derecha, vio un rótulo escrito a mano y clavado en una estaca. Detuvo el coche, apagó el motor y bajó. El aire fresco y húmedo intensificaba la fragancia de la campiña. El hombre respiró hondo y echó a andar, con las manos en los bolsillos. A medio camino lo asaltó un pensamiento. Se paró. ¿Cuánto tiempo había tardado en llegar? ¿Y si fuera demasiado temprano? Había salido del pueblo pasadas las once y media, pero no había tráfico. Como no conseguía calcular cuánto rato había conducido, sacó la linterna del bolsillo y la encendió lo que dura un relámpago, suficiente para consultar su reloj de pulsera: las doce y diez. El nuevo día había empezado hacía diez minutos. Perfecto. Reanudó la marcha.
Esta vez no necesitó un silenciador para disparar. La detonación sólo la oyó algún perro lejano que se puso a ladrar sin mucha convicción, únicamente para demostrar que se ganaba el pan.
El lunes 29 de septiembre, Fazio se presentó en la comisaría hacia el mediodía con una bolsa de supermercado.
—¿Has ido a hacer la compra?
—No, señor dottore. Traigo un pollo. Cómaselo usted, que yo ya me zampé el muletto la otra semana.
—A ver si te explicas mejor.
—Dottore, al pollo que llevo aquí dentro le han pegado un tiro. En la cabeza, como al pez del lunes pasado.
—¿Dónde ha ocurrido?
—En la granja de Masino Contrera, en el campo, hacia Montereale, a una media hora por carretera desde aquí. Pero es un lugar solitario. Aquí tiene la bala. —Montalbano abrió el cajón, buscó la otra y las comparó. Idénticas—. Y también ha dejado una nota —añadió Fazio, sacándosela del bolsillo y entregándosela al comisario.
Estaba escrita en bolígrafo en un trozo de papel cuadriculado con letras mayúsculas: «Me sigo contrayendo».
—¿Y esto qué quiere decir? —preguntó Montalbano.
—¿Me permite?
—Pues claro.
—Yo he pensado que, a lo mejor, este señor se ha equivocado al escribir.
—Ah, ¿sí?
—Pues sí, dottore. Quizá quería poner: «Me sigo contrariando». A lo mejor está contrariado por algún motivo, qué sé yo, los impuestos, la mujer que le pone los cuernos, un hijo drogata, cosas por el estilo. Y entonces va y se desahoga.
—¿Disparando contra peces y pollos? No, Fazio; aquí dice exactamente «contrayendo». Pero a partir de esta nota podemos intuir el contenido de la primera, la que no pudiste leer porque se había mojado. Aquí pone «sigo».
—¿Y entonces?
—Significa que en la primera usaba un verbo del tipo «empezar» o «comenzar». «Empiezo a contraerme» o algo así.
—¿Y eso qué significa?
—Vete tú a saber.
—¿Qué hacemos, dottore? —preguntó Fazio, inquieto.
—¿Esta historia te pone nervioso?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—Porque es un asunto sin pies ni cabeza. Y a mí las cosas que no tienen explicación lógica me impresionan.
—No podemos hacer nada, Fazio. Esperaremos a que este señor termine de contraerse y entonces ya veremos. Pero ¿seguro seguro que el pollo no te apetece?
Andrea Camilleri
El primer caso de Montalbano
Relatos
Comisario Montalbano
Reflejo de tres épocas muy diferentes en la vida del comisario Salvo Montalbano, los relatos que componen esta nueva entrega del famoso personaje creado por Andrea Camilleri —uno de los autores más leídos de Italia en los últimos años— ofrecen una cara desconocida de Montalbano que deleitará a los iniciados y sorprenderá a aquellos lectores que se acerquen por primera vez al irresistible universo del seductor sabueso siciliano. Si el primer relato nos presenta un caso insólito en el que la interpretación de la Cábala resulta decisiva para esclarecer la muerte violenta de una serie de animales de todo tipo y tamaño, el tercero, un extraño secuestro exprés que no termina de convencer a Montalbano, nos plantea la nueva realidad de la mafia, moderna y actualizada, que se enfrenta a unos policías obligados a salir a fumar a la calle para cumplir con la ley antitabaco. Y entre ambos, el relato que da título al libro, un viaje al pasado para conocer al joven subcomisario Montalbano mientras espera con ansiedad un próximo ascenso. Harto de un paisaje de montaña acartonado, Salvo sueña con una casita a la orilla del mar, con el olor del salitre al amanecer y el rumor de las olas que rompen… Cuando su sueño se hace realidad, el flamante comisario se lanza a la carretera, loco de alegría, deseoso de llegar a Vigàta y conocer a sus nuevos compañeros. Y como presagio de lo que será su dilatada carrera, ya desde el primer caso se le plantea el dilema entre seguir sus corazonadas o atenerse estrictamente a las normas que marca la ley.
28 septiembre 2021
28 de septiembre
Sábado, 28 de septiembre
Hemos estado en el Círculo de Bellas Artes haciendo la foto multitudinaria para el libro Cuentos de cine, organizado todo por Juan Cruz. Se han hecho unas cuantas fotos distintas, todas multitudinarias, porque los cuentos que se publicarán en el libro son casi cuarenta. Emma está un poco decepcionada, porque pensaba verse incluida en una selección de quince o veinte. Confieso que yo también.
Después de las fotos y una copita servida en la sala de juntas —que habría valido muy bien para la de la película Pesadilla— Juan Cruz nos ha llevado a unos cuantos a comer a La Estrecha. Lo he pasado bastante bien oyendo las invenciones que ha contado Manuel Vicent.
Al volver a casa, trozos de películas y fútbol en la tele.
Lectura de El jinete polaco.
Veo dos trozos de películas, una española y otra alemana, a cuál más rara. ¿O será que estamos ya, como me dijo hace tiempo Gutiérrez Aragón, fuera de órbita?
Fernando Fernán Gómez
El tiempo amarillo
Memorias ampliadas (1921-1997)
El tiempo amarillo brinda al lector una nueva y personalísima mirada sobre varias décadas de nuestro país, y también, y sobre todo, una profunda mirada de Fernando Fernán-Gómez sobre sí mismo; una mirada distanciada y cercana a la vez, y que cristaliza en un lenguaje preciso que transmite y contagia sinceridad y emoción.
27 septiembre 2021
27 de septiembre
Borrallo de Lagóa
Creo que solamente he visto a Borrallo de Lagóa sin zamarra, una vez, en el San Bartolomé de Espasande, que es en Miranda el día más caluroso del año, que siempre andaba abrigándose con ella, con un par de chalecos y una bufanda colorada. Era albino. Por el país se cree que los albinos ven mejor que nadie, en la noche, el oro perdido en los caminos. Los albinos no pueden echar el mal de ojo, y no hay noticia de que hubiese caído el rayo en casa en la que viva mujer albina. Borrallo era pequeño y delgado, y andaba siempre como escurriéndose o agazapándose. Citaba a los enfermos en los sitios más imprevisibles, en una fuente que hay a una legua de Pacios, o al pie de un tejo que hay en Vilarin, o en el atrio de Reigosa, a la anochecida. Curaba locos, morriñosos inapetentes, y tipos con los huesos cansados, enojados de la vida, o con la paletilla caída. Lo dejaban solo en el campo o en la era, con locos iracundos, y no le hacían nada, que le obedecían y se quedaban quietos y pacíficos. Lo primero que hacía con un loco era cambiarle de nombre. Le decía al loco, que por casualidad se llamaba Secundino:
—Tú eres Pepito. ¡No contestes a nadie más que por Pepito!
Después, arrancando del Pepito, le inventaba a Secundino una vida nueva. A uno que nunca saliera de Bretoña le hacía creer que estuviera en La Habana, y que allí tomara café con sus vecinos Fulano y Mengano, y que pusiera una carbonería o una bodega, y que se retratara en Santa Clara 31, donde había un fotógrafo que era de Ribadeo, junto a un tren de lavado… Y Borrallo le enseñaba al nuevo Pepito una fotografía, y el loco se reconocía en ella. El loco dejaba de pensar en sus temas, de rascar en ellos, y se ponía en los asuntos del ficticio Pepito, que le caían algo más lejos. Todos atestiguan que Borrallo hacía calmos a los locos más furiosos, y que poco a poco a muchos los volvía a la vida cotidiana, y al oficio. Aunque a muchos, al cambiarles el nombre, también les cambiaba el trabajo.
A los que en otras partes de Galicia llaman alganados o ensumidos, por Miranda y Pastoriza les dicen afrixoados. Es gente que entristece, enflaquece, se cansa, desgana la comida, y muere aburrida y callada en un rincón, la piel color de cera, y a veces quejándose de puntos fríos que andan vagabundos por su cuerpo, cuando en el pecho, cuando en la espina. Borrallo estaba especializado, porque él mismo fuera un afrixoado, y se autocuró. Vendió una tierra y fue a pasar un mes a Orense, donde aprendió a leer. Volvió como nuevo. Contaba y no paraba de los cafés cantantes y de las Burgas, las famosas fuentes de aguas cálidas. A los afrixoados hay que convencerlos de que no lo son, de que tienen algo de estómago, o puesta la molleja, —la gente gallega cree que el hombre tiene molleja, como gallo, aunque los médicos titulados, ni aun los de Santiago, sepan de qué lado cae—, o una piedra de ijada, o un catarro de dentro, con flema. Si se logra convencerlos de que no están afrixoados, entonces se inquietan, se animan, se ponen en cura, comen algo, compran las medicinas.
A uno que le llamaban Listeiro, de los Parciales de Úbeda, que se dejaba morir, y se hiciera blasfemo, le dijo Borrallo:
—¡Aún me has de llevar en brazos al San Cosme de Galgao!
Listeiro, haciendo un esfuerzo para levantarse del escaño de la cocina, juró que no llegaba a tal fiesta, que la vida era una mierda, dispensando, y que si no se colgaba era por no darle por el gusto a una nuera que tenía, que estaba esperando a que muriese para comprar mobiliario nuevo. Borralo lograba llevar todas las tardes a Listeiro a dar paseos, que llegaron a ser de una legua, y si se les hacía noche durante el regreso, en los meses veraniegos se quedaban a dormir en una posada o en un pajar. Listeiro se fue aficionando a aquella vagancia. A la hora de la merienda bebían algo. Listeiro se animaba. Borrallo, mientras paseaban, le enseñaba a leer en Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Blasco Ibáñez, que comprara en Orense. Listeiro curó. El 27 de septiembre de 1934, Listeiro entró en el campo de la Xesta, donde se celebra la romería de San Cosme de Galgao, llevando en brazos a Borrallo, como este había profetizado. A un Borrallo con tres chalecos y dos bufandas, que en aquel alto siempre soplan fríos nordestes. La nuera se fue a servir a Barcelona y se arrimó a un dependiente que echaba discursos. Borrallo, en el verano del 36, apareció muerto en una cuneta, de un tiro en la cabeza. A Borrallo se le recuerda mucho.
—¡Valía más que Conxo!, me dice un amigo de él.
De niño enseñó a comer del mismo zatico de pan a un ratón y a un mirlo. Me parece estar viéndolo en la farmacia de mi padre, encogido, sentado en un rincón, escuchando cantar un canario, y esperando a que le despachasen pastillas de clorato de potasa, y cinco pesetas de aguardiente alemán.
Álvaro Cunqueiro
Tertulia de boticas y escuela de curanderos
Álvaro Cunqueiro, que ha estado poniendo en zapatillas de andar por casa a buena parte de la mitología clásica, empieza con este libro a mitificar personajes cotidianos.
En la primera parte, «Tertulia de boticas prodigiosas» dice aprovechar los saberes adquiridos en la rebotica de la farmacia paterna para hacer un repaso irónico y socarrón a la farmacopea tradicional, a la legendaria y a la literaria, sazonándolas —con Cunqueiro nunca se sabe hasta qué punto— con remedios salidos de su prodigiosa imaginación.
En la segunda parte, «Escuela de curanderos», hace desfilar a una serie de curanderos, cada uno con su especialidad, sus técnicas y sobre todo su humanidad y sentido común. Estos curanderos pueden parecer inventados, y puede que lo sean, pero los gallegos sabemos que existen, aunque los conozcamos con otros nombres y en otras épocas.
Un libro que se lee con una media sonrisa constante y algunas buenas carcajadas y una nueva oportunidad para disfrutar de la ironía y el delicioso castellano galleguizante de Álvaro Cunqueiro.
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