06 mayo 2021
05 mayo 2021
5 de Mayo
5 de Mayo. Esta mañana he sido causa y víctima de un accidente que me ha herido levemente una rodilla y me tiene aún enajenado. He salido de mi casa para acudir a la de uno de mis discípulos con el disgusto de que se me había hecho tarde. Al llegar a la calle las bandas vocingleras de los colegios cercanos y los grupos de obreros presurosos me han hecho más patente mi retraso. Eran dadas las doce y mi cita era a las doce en punto. Me molesta más en mí que en los demás la descortesía de la falta de puntualidad y mi malhumor ha crecido en proporción a la conciencia de mi falta irremediable. Con este ánimo he tomado puesto en la parada del tranvía. El primer coche que ha llegado venía lleno —lleno a la manera madrileña, es decir, lleno por dentro y por fuera— y no se ha detenido. Esta contrariedad ha acabado de descomponerme en tal forma que, cuando ha aparecido el siguiente y me he dado cuenta de que tampoco pensaba detenerse, sin dármela de lo que hacía, me he apercibido para engancharme en él por las buenas o las malas. La operación tiene dos partes: una, la primera, asirse t on las manos a las barras verticales mientras se corre a la velocidad del tranvía; la otra, conseguir que los pies, siquiera uno, alcance el estribo. La primera parte me ha salido bien, pero cuando he intentado poner en práctica la segunda, he tenido, después de unos tanteos desesperados, la conciencia de lo imposible. Entonces con un supremo esfuerzo de voluntad para librar a mis piernas de las ruedas o de ser arrastradas contra el pavimento, he hecho flexión con ellas y con los brazos y, de esta manera prendido, he salvado el peligro más inmediato. Le había hecho un quiebro a la muerte, entrevista clarísimamente por mí en los segundos que había durado mi salto, pe ro la muerte seguía allí, acechante, dispuesta a devorarme en cuanto flaquearan mis músculos. Porque el coche seguía corriendo vertiginoso y los viajeros de la plataforma me miraban con curiosidad sin que a ninguno se le ocurriera hacer sonar el timbre que detuviera mi martirio y mi riesgo.
04 mayo 2021
4 de mayo
En 1878, mi padre, que era el capitán más antiguo de su regimiento, consiguió un permiso de doce meses y volvió a Inglaterra. Me puso un telegrama desde Londres, diciendo que había llegado sin contratiempos y pidiéndome que fuera a verlo cuanto antes, dando como dirección el hotel Langham. Su mensaje, tal como yo lo recuerdo, rebosaba amor y cariño. En cuanto llegué a Londres me dirigí al Langham, y allí me dijeron que el capitán Morstan se alojaba allí, pero que había salido la noche anterior y no había regresado. Esperé todo el día sin tener noticias suyas. Aquella noche, por consejo del director del hotel, me puse en contacto con la policía, y al día siguiente pusimos anuncios en todos los periódicos. Nuestras investigaciones no dieron ningún resultado. Y desde entonces hasta hoy no hemos vuelto a saber nacía de mi pobre padre. Llegó a su país con el corazón lleno de esperanza, buscando paz y reposo, y en lugar de eso… Se llevó la mano a la garganta y un sollozo ahogado interrumpió sus palabras. —¿Fecha? —preguntó Holmes, abriendo su cuaderno de notas. —Desapareció el 3 de diciembre de 1878…, hace casi diez años. —¿Y su equipaje? —Se quedó en el hotel. No encontramos nada que nos diera una pista. Algo de ropa, unos cuantos libros y gran cantidad de curiosidades de las islas Andaman. Estuvo allí como oficial de la guardia del presidio. —¿Tenía amigos en Londres? —Sólo sabemos de uno: el mayor Sholto, de su mismo regimiento, el trigésimo cuarto de Infantería de Bombay. El mayor se había retirado algún tiempo antes, y vivía en Upper Norwood. Como es natural, nos pusimos en contacto con él, pero ni siquiera sabía que su camarada hubiera regresado a Inglaterra. —Curioso caso —comentó Holmes. —Aún no le he contado la parte más extraña. Hace unos seis años…, para ser más exactos, el 4 de mayo de 1882, apareció un anuncio en el Times, interesándose por la dirección de la señorita Mary Morstan y asegurando que le convenía mucho presentarse. No se incluía ningún nombre ni dirección. Por aquel entonces, yo acababa de entrar al servicio de la señora de Cecil Forrester como institutriz. Siguiendo su consejo, publiqué mi dirección en la columna de anuncios personales. Aquel mismo día, me llegó por correo una cajita de cartón, que resultó contener una perla muy grande y brillante. Nada más, ni una palabra escrita. Y desde entonces, cada año, por la misma fecha, siempre me llega una caja similar, conteniendo una perla similar, sin el menor dato de quien las envía. Un experto ha dictaminado que son de una variedad rara y tienen un gran valor. Vean por sí mismos que son bellísimas. Diciendo esto, abrió una caja plana y me mostró seis de las perlas más hermosas que he visto en mi vida. —Su historia es la mar de interesante —dijo Sherlock Holmes—. ¿Le ha ocurrido algo más? —Pues sí, y precisamente hoy. Por eso he acudido a usted. Esta mañana he recibido esta carta; tal vez prefiera leerla usted mismo. —Gracias —dijo Holmes—. El sobre también, por favor. Matasellos de Londres, Sudoeste… Fecha, 7 de julio. ¡Hum! Huella de un pulgar de hombre en la esquina…, probablemente, del cartero. Papel de la mejor calidad. Sobre de los de seis peniques el paquete. Curiosos gustos los de este hombre en cuestión de papelería. No hay dirección. «Acuda esta noche, a las siete, a la puerta del teatro Lyceum, tercera columna de la izquierda. Si no se fía, traiga un par de amigos. Ha sido usted perjudicada y se le hará justicia. No avise a la policía. Si lo hace, todo será en vano. Su amigo desconocido.» Vaya, vaya. Pues sí que tenemos un pequeño misterio. ¿Qué se propone hacer, señorita Morstan? —Eso es precisamente lo que he venido a consultarle.
Arthur Conan Doyle
El signo de los cuatro
La segunda aparición de Sherlock Holmes en las prensas ocurrió poco después de que el doctor Watson hubiera publicado «un pequeño folleto, con el título algo fantástico de Estudio en Escarlata», que por cierto no mereció los elogios del detective. Y, aunque el contumaz narrador empleara en El signo de los cuatro la misma reprobada técnica que en la primera, gracias a «la prueba del reloj» supimos que el doctor Watson tuvo un hermano, pudimos gozar una vez más del envidiable ingenio de Holmes, y atisbamos algunas de las complejas características de su cerebro: encaminado a combatir el crimen, también en él «había material para un buen hombre y un rufián».
03 mayo 2021
3 de mayo
Miércoles, 3 de mayo
Mi primera visión de la ciudad fue en solitario. Carriscant dijo que no se encontraba bien y se quedó abajo mientras el SS Herzog subía lentamente por el Tajo hacia los muelles. Caía una fina llovizna y el cielo estaba lleno de pesadas nubes gris ratón. Los edificios de la ciudad se elevaban por encima del brillo mate del estuario, apilados sobre las ondulantes colinas, corcovados e indefinidos bajo la sombría luz crepuscular, las fachadas y los tejados escalonados puntuados aquí y allá por una aguja o cúpula, el barroco domo de una iglesia o los dientes cuadrados de una muralla almenada.
Atracamos frente a un edificio en el que ponía Posta do Desinfaccao y bajaron la pasarela. Vi los cobertizos de las aduanas y los almacenes, vías de ferrocarril y a lo largo de la orilla norte una gran variedad de barcos. Luego la vasta extensión de agua y las borrosas lomas verdes elevándose en el sur. Un plácido tráfico de barcos —transbordadores y remolcadores, lanchas y barcos de pesca— entrecruzaban la escena. En el aire la periódica maldición de las gaviotas y los gritos de los estibadores. Un olor a aceite, a humo, y por debajo de eso algo fresco y salobre, la presencia del gran océano que se hallaba más allá de este círculo de colinas.
Carriscant se reunió conmigo en cubierta. Estaba bastante pálido, tenía que reconocerlo, y se había afeitado mal, dejándose un puñado de cerdas grises debajo de la oreja izquierda.
—Me alegro de que esté lloviendo —dijo pensativo, después de haber mirado fijamente la vista durante un rato.
—¿Por qué? Estamos en mayo y esto es Europa.
—Le va bien a mi estado de ánimo. Sol y un cielo azul habrían sido inadecuados, me habría molestado mucho.
No protesté. Nos quedamos apoyados en la barandilla esperando a que nos llamaran para pasar la aduana, mirando los húmedos cremas y ocres, rosas y amarillos pálidos de los edificios escalonados, sus tejados de terracota malvas y marrones a causa de la lluvia.
—Pensar que ella está ahí, en alguna parte —dijo él, sin mirarme.
—Espero que tengas razón. Hemos venido desde muy lejos. —Tienes que ayudarme, Kay —dijo, petulante—. No necesito sarcasmos, necesito ayuda —me dio unas palmaditas en la mano apoyada sobre la barandilla—. Tu ayuda.
William Boyd
La tarde azul
Los Ángeles, 1936. Kay Fischer vive en una ciudad norteamericana y se dedica a la arquitectura, tras la muerte de su hijo y la ruptura de su matrimonio. Está en un momento malo de su vida cuando se presenta ante ella Salvador Carriscant, un anciano que dice ser su padre y que reclama la ayuda de la joven para desenmarañar unos hechos que llevan enterrados más de un cuarto de siglo.
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