03 mayo 2021

3 de mayo

Miércoles, 3 de mayo

Mi primera visión de la ciudad fue en solitario. Carriscant dijo que no se encontraba bien y se quedó abajo mientras el SS Herzog subía lentamente por el Tajo hacia los muelles. Caía una fina llovizna y el cielo estaba lleno de pesadas nubes gris ratón. Los edificios de la ciudad se elevaban por encima del brillo mate del estuario, apilados sobre las ondulantes colinas, corcovados e indefinidos bajo la sombría luz crepuscular, las fachadas y los tejados escalonados puntuados aquí y allá por una aguja o cúpula, el barroco domo de una iglesia o los dientes cuadrados de una muralla almenada.

Atracamos frente a un edificio en el que ponía Posta do Desinfaccao y bajaron la pasarela. Vi los cobertizos de las aduanas y los almacenes, vías de ferrocarril y a lo largo de la orilla norte una gran variedad de barcos. Luego la vasta extensión de agua y las borrosas lomas verdes elevándose en el sur. Un plácido tráfico de barcos —transbordadores y remolcadores, lanchas y barcos de pesca— entrecruzaban la escena. En el aire la periódica maldición de las gaviotas y los gritos de los estibadores. Un olor a aceite, a humo, y por debajo de eso algo fresco y salobre, la presencia del gran océano que se hallaba más allá de este círculo de colinas.

Carriscant se reunió conmigo en cubierta. Estaba bastante pálido, tenía que reconocerlo, y se había afeitado mal, dejándose un puñado de cerdas grises debajo de la oreja izquierda.

—Me alegro de que esté lloviendo —dijo pensativo, después de haber mirado fijamente la vista durante un rato.

—¿Por qué? Estamos en mayo y esto es Europa.

—Le va bien a mi estado de ánimo. Sol y un cielo azul habrían sido inadecuados, me habría molestado mucho.

No protesté. Nos quedamos apoyados en la barandilla esperando a que nos llamaran para pasar la aduana, mirando los húmedos cremas y ocres, rosas y amarillos pálidos de los edificios escalonados, sus tejados de terracota malvas y marrones a causa de la lluvia.

—Pensar que ella está ahí, en alguna parte —dijo él, sin mirarme.

—Espero que tengas razón. Hemos venido desde muy lejos. —Tienes que ayudarme, Kay —dijo, petulante—. No necesito sarcasmos, necesito ayuda —me dio unas palmaditas en la mano apoyada sobre la barandilla—. Tu ayuda.

William Boyd
La tarde azul

Los Ángeles, 1936. Kay Fischer vive en una ciudad norteamericana y se dedica a la arquitectura, tras la muerte de su hijo y la ruptura de su matrimonio. Está en un momento malo de su vida cuando se presenta ante ella Salvador Carriscant, un anciano que dice ser su padre y que reclama la ayuda de la joven para desenmarañar unos hechos que llevan enterrados más de un cuarto de siglo.

Tradescantia

Tradescantia

02 mayo 2021

2 de mayo

El año de la novia
914 de la hégira
(2 de mayo de 1508-20 de abril de 1509)

Aquel año se celebró mi primera boda, querida por mi tío moribundo así como por mi madre, deseosa de separarme de Hiba que seguía siendo el objeto de mis mejores caricias aunque no me había dado ni hijo ni hija en tres años de amores. Y, siguiendo la costumbre, tuve que poner solemnemente el pie sobre el de Fátima, mi prima, mi esposa, en el momento en que entraba en la cámara nupcial, mientras que, en la puerta, una mujer del vecindario esperaba el lienzo empapado en sangre que iría a exhibir, jocosa y triunfante, en las narices de los invitados, señal de que la novia era virgen, de que el marido es potente, de que los festejos podían dar comienzo.

El ritual me pareció interminable. Desde por la mañana, vestidoras, peinadoras y depiladoras, entre las que se hallaba la insustituible Sara, se habían afanado en torno a Fátima, pintándola las mejillas de rojo, las manos y los pies de negro, entre las cejas, un bonito dibujo en forma de triángulo y otro, alargado como una hoja de olivo bajo el labio inferior. Así pintada, la habían instalado en un estrado para que todo el mundo pudiera admirarla, mientras se ofrecían alimentos a las matronas que la habían engalanado. Desde la caída de la tarde, amigos y parientes se habían reunido ante la casa de Jali. Al fin había salido la novia, más turbada que turbadora, a punto de tropezar con sus vestidos a cada paso, luego, se había subido en una especie de arcón de madera de ocho caras cubierto de seda y de brocado que cuatro jóvenes mozos de cuerda, amigos de Harún, habían levantado por encima de sus cabezas. Arrancó entonces el cortejo, precedido por flautas, trompas y panderetas, así como por gran número de antorchas que enarbolaban los empleados del maristán y mis antiguos compañeros del colegio. Éstos caminaban a mi lado delante del arcón de la novia; tras ella venían los maridos de sus cuatro hermanas.

Habíamos desfilado primero ruidosamente por los zocos —ya estaban cerrando los puestos y vaciándose las calles— antes de pararnos en la Mezquita Mayor, donde unos cuantos amigos nos rociaron con agua de rosas. Al llegar a este punto del trayecto, el mayor de mis cuñados, que sustituía a mi tío durante la ceremonia, me susurró que había llegado para mí el momento de irme. Lo abracé antes de correr a casa de mi padre donde había una habitación adornada para la noche de la entrega. Allí tenía que esperar.

El cortejo llegó una hora después. A Fátima se la entregaron a mi madre y fue ella quien la llevó de la mano hasta el umbral de la habitación donde, antes de dejarnos, Salma me recordó con un guiño lo que se suponía que tenía que hacer antes que nada si quería afirmar de entrada mi autoridad de varón. Pisé, pues, con fuerza, el pie de mi mujer, protegido, bien es verdad, por un zueco; luego, la puerta se cerró. Fuera, gritos, risas, algunos muy cerca, así como el entrechocar de los pucheros, pues el primer banquete de bodas debía prepararse mientras se consumaba el matrimonio.

Amin Maalouf
León el Africano

Durante la época de crisis en que dos grandes imperios pugnan por la supremacía en el Mediterráneo, un hombre nacido en Granada poco antes de la caída de la ciudad en manos cristianas vive una aventura extraordinaria, uniendo en su experiencia Oriente y Occidente, el mundo cristiano y el Islam. La fecunda imaginación de Amin Maalouf nos guía a través del portentoso periplo que entonces inicia quien acabará siendo conocido como LEÓN EL AFRICANO: exiliado en Fez, como tantos árabes andaluces, Hasan, hijo de Mohamed el alamín, conocerá la misteriosa ciudad de Tombuctú y los quince reinos negros que separan el Níger y el Nilo, El Cairo y Constantinopla, y, finalmente, la fascinante Roma del Renacimiento, antes de encontrar sosiego, después de numerosos avatares, de regreso en su continente natal.


Zarcillo de enredadera

Zarcillo de enredadera

01 mayo 2021

1 de mayo (Primero de Mayo)

Los viernes por la tarde el taller de repente se quedaba solo, porque todos se iban de prisa a su casa. Las autoridades soviéticas por aquel entonces todavía respetaban las tradiciones locales y los sindicatos no impedían que los judíos celebráramos el sabbat como Dios manda. Mi madre y Sara cubrían con un mantel de lino blanco la mesa que nos hizo el carpintero Goldstein, mientras mi padre, aunque le era difícil dar con el pábilo, encendía las velas con mano temblorosa. Luego, como en un rápido trabalenguas, leía mecánicamente la oración. Nuestros dos flamantes militantes del Komsomol, con las manos en postura de oración, trataban de intercambiar risitas y guiños de ojo, pero la severa mirada de su madre les disuadía de sus actitudes ateas.

Puede que te parezca rara esta mezcolanza entre hasidismo y poder soviético, sin embargo, no descarto la posibilidad de que el viernes anterior el propio Karl Marx —a quien Kaplán encontró en Berdichev— hubiera encendido personalmente la menorá para la cena en compañía de Jenny. La neblina místico-religiosa en torno a la tarde sagrada del sabbat hacía tiempo que se había disipado, pero permanecía el rito popular, semejante al de los huevos pintados de Pascua en las viejas familias de comunistas, cuyos miembros seguro albergaban dudas con respecto a la Resurrección, similar también a las borracheras colectivas con motivo del Primero de Mayo —otra entrañable tradición soviética— en las que tampoco quedaba un gramo de religiosidad. Todas las tardes del sabbat nos visitaba mi querido cuñado trayendo una gran carpa que solo Dios sabía de dónde había sacado, o una bolsa de mandarinas georgianas que escaseaban por nuestras tierras. Por razones desconocidas ahora Samuel Bendavid figuraba en el censo como Samuel Davídovich Zwaßmann. Quizá se debiera a la patética aspiración de los antiguos desterrados en Siberia a que sus nombres dejaran de sonar tan judíos y aparentaran ser algo más rusos y revolucionarios. Razón por la que Leib Bronstein llegó a llamarse León Trotski. O tal vez fuera una estrategia propia de la clandestinidad, cosa que difícilmente explicaría la transformación de mi cuñado Bendavid en Davídovich, ni la de Weiß en Belov, de Silberstein en Serebrov, ni mucho menos la de Moisés Perlmann en Iván Ivánich. Por lo visto debe de haber otra explicación, pero no me concierne a mí buscarla. Y si me dejas continuar con mi relato, te diré que el exrabino venía muy a menudo acompañado por la camarada Ester Katz, que tímidamente pedía disculpas por no haber anunciado su visita. Yo veía con gran cariño a estas dos personas ya maduras, que habían dedicado sus mejores años y lo mejor de sí mismos a los demás, que desperdiciaron su juventud buscando con abnegación mesiánica las grandes verdades por los caminos laberínticos de los cielos y de la tierra, cuando estas verdades eran, en la mayoría de los casos, espejismos efímeros en el desierto o falsas monedas de oro que precisaban un solo invierno húmedo para oxidarse.

Angel Wagenstein
El Pentateuco de Isaac
Sobre la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias

Sobre la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias, así reza el subtítulo de esta novela en la que Wagenstein relata el periplo de un sastre judío de Galitzia (antiguo territorio del Imperio Austrohúngaro, actualmente dividido entre Polonia y Ucrania) durante la primera mitad del siglo XX.

Debido a los avatares políticos acaecidos en la Europa de la época, Blumenfeld, que nace siendo súbdito del Imperio Austrohúngaro, termina siendo austriaco no sin antes haber sido ciudadano de Polonia, la URSS y el Tercer Reich. Protegido de los caprichos de la historia por su humor, Isaac cuenta su paso por el ejército imperial y distintos campos de concentración con humor e ironía, diluyendo el evidente fondo trágico de su historia y convirtiéndola en un relato divertido y lúcido de las convulsiones que sacudieron Europa durante el siglo XX.

Tras una prestigiosa trayectoria como cineasta, Angel Wagenstein inició su carrera literaria a los setenta años con esta novela; desde entonces ha afianzado su prestigio en buena parte de Europa con numerosos galardones.

Plantas y flores

flores

30 abril 2021

30 de abril (El treinta de abril).

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón… No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.

Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.

Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. «Es el Príncipe de los poetas de Francia», repetía con fatuidad. «En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas».

El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno.

—Lo evoco —dijo con una animación algo inexplicable— en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines…

Jorge Luis Borges
El Aleph

El Aleph narra el descubrimiento del personaje Borges de un objeto de objetos en la casa de su antigua amada Beatriz Viterbo. Esta esfera de dos a tres centímetros de diámetro en el sótano de una vieja casa en la calle Garay, Buenos Aires, es el espejo y centro de todas las cosas, en el cual todo confluye y se refleja, a la vez y sin sobreposición. La cantidad de alusiones es innumerable; bien podría ser el propio universo, como dice el narrador, pero también alude a la biblioteca, y, se dice, de forma irónica al Canto general de Neruda. Además recuerda, tanto en Carlos Argentino Daneri y en Beatriz Viterbo como en el descenso al sótano, a la Divina Comedia de Dante. (WIKIPEDIA)

Serie: azulejos