Los viernes por la tarde el taller de repente se quedaba solo, porque todos se iban de prisa a su casa. Las autoridades soviéticas por aquel entonces todavía respetaban las tradiciones locales y los sindicatos no impedían que los judíos celebráramos el sabbat como Dios manda. Mi madre y Sara cubrían con un mantel de lino blanco la mesa que nos hizo el carpintero Goldstein, mientras mi padre, aunque le era difícil dar con el pábilo, encendía las velas con mano temblorosa. Luego, como en un rápido trabalenguas, leía mecánicamente la oración. Nuestros dos flamantes militantes del Komsomol, con las manos en postura de oración, trataban de intercambiar risitas y guiños de ojo, pero la severa mirada de su madre les disuadía de sus actitudes ateas.
Puede que te parezca rara esta mezcolanza entre hasidismo y poder soviético, sin embargo, no descarto la posibilidad de que el viernes anterior el propio Karl Marx —a quien Kaplán encontró en Berdichev— hubiera encendido personalmente la menorá para la cena en compañía de Jenny. La neblina místico-religiosa en torno a la tarde sagrada del sabbat hacía tiempo que se había disipado, pero permanecía el rito popular, semejante al de los huevos pintados de Pascua en las viejas familias de comunistas, cuyos miembros seguro albergaban dudas con respecto a la Resurrección, similar también a las borracheras colectivas con motivo del Primero de Mayo —otra entrañable tradición soviética— en las que tampoco quedaba un gramo de religiosidad. Todas las tardes del sabbat nos visitaba mi querido cuñado trayendo una gran carpa que solo Dios sabía de dónde había sacado, o una bolsa de mandarinas georgianas que escaseaban por nuestras tierras. Por razones desconocidas ahora Samuel Bendavid figuraba en el censo como Samuel Davídovich Zwaßmann. Quizá se debiera a la patética aspiración de los antiguos desterrados en Siberia a que sus nombres dejaran de sonar tan judíos y aparentaran ser algo más rusos y revolucionarios. Razón por la que Leib Bronstein llegó a llamarse León Trotski. O tal vez fuera una estrategia propia de la clandestinidad, cosa que difícilmente explicaría la transformación de mi cuñado Bendavid en Davídovich, ni la de Weiß en Belov, de Silberstein en Serebrov, ni mucho menos la de Moisés Perlmann en Iván Ivánich. Por lo visto debe de haber otra explicación, pero no me concierne a mí buscarla. Y si me dejas continuar con mi relato, te diré que el exrabino venía muy a menudo acompañado por la camarada Ester Katz, que tímidamente pedía disculpas por no haber anunciado su visita. Yo veía con gran cariño a estas dos personas ya maduras, que habían dedicado sus mejores años y lo mejor de sí mismos a los demás, que desperdiciaron su juventud buscando con abnegación mesiánica las grandes verdades por los caminos laberínticos de los cielos y de la tierra, cuando estas verdades eran, en la mayoría de los casos, espejismos efímeros en el desierto o falsas monedas de oro que precisaban un solo invierno húmedo para oxidarse.
Angel Wagenstein
El Pentateuco de Isaac
Sobre la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias
Sobre la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias, así reza el subtítulo de esta novela en la que Wagenstein relata el periplo de un sastre judío de Galitzia (antiguo territorio del Imperio Austrohúngaro, actualmente dividido entre Polonia y Ucrania) durante la primera mitad del siglo XX.
Debido a los avatares políticos acaecidos en la Europa de la época, Blumenfeld, que nace siendo súbdito del Imperio Austrohúngaro, termina siendo austriaco no sin antes haber sido ciudadano de Polonia, la URSS y el Tercer Reich. Protegido de los caprichos de la historia por su humor, Isaac cuenta su paso por el ejército imperial y distintos campos de concentración con humor e ironía, diluyendo el evidente fondo trágico de su historia y convirtiéndola en un relato divertido y lúcido de las convulsiones que sacudieron Europa durante el siglo XX.
Tras una prestigiosa trayectoria como cineasta, Angel Wagenstein inició su carrera literaria a los setenta años con esta novela; desde entonces ha afianzado su prestigio en buena parte de Europa con numerosos galardones.