11 abril 2021
10 abril 2021
10 de abril
Es difícil encontrar un cementerio pequeño en Los Ángeles. Y yo estaba decidida a que mi hijo fuese enterrado en algún lugar pequeño e íntimo, un lugar donde hubiera pocos transeúntes, donde hubiera menos miradas indiferentes que en algunas de las necrópolis de gran extensión o los vastos parques de la muerte embellecidos que constituyen la norma.
Encontré una vieja misión parcialmente reconstruida en el extremo norte del valle de San Fernando donde, gracias a un fuerte donativo para el fondo de restauración, me proporcionaron una sepultura en un rincón, a la sombra de un bosquecillo de eucaliptos. Voy allí de vez en cuando, aproximadamente una vez al mes, tratando de no hacer de las visitas un ritual, en estados de ánimo buenos y malos, pero inevitablemente el lugar ha forjado sus propias asociaciones (después de todo, yo no tengo ningún verdadero recuerdo de él) y ahora es el crujir de las hojas secas, el olor a gato macho de los eucaliptos, incluso las sombras de filigrana del sol a través de las hojas, lo que conspira para recordarme a mi hijo muerto.
También dediqué algún tiempo a la lápida. ¿Qué inscripción pone uno cuando una vida ha durado solamente dieciséis días? ¿«Aquellos a quienes los dioses aman…»? ¿«Vanidad de vanidades, dijo el predicador, todo es vanidad»? Al final elegí mármol blanco, muy sencillo, y mandé poner el nombre y la fecha incrustados en bronce. COLEMAN BROCKWAY, 10 de abril de 1930 - 26 de abril de 1930. En los años transcurridos desde su muerte el verdín de las letras de bronce se ha corrido y ha manchado el mármol, como lágrimas verdes. Lágrimas verdes para mi bebé azul. Coleman Brockway vino al mundo con una baraja marcada en su contra desde el primer día: tenía un agujero en el corazón.
William Boyd
La tarde azul
Los Ángeles, 1936. Kay Fischer vive en una ciudad norteamericana y se dedica a la arquitectura, tras la muerte de su hijo y la ruptura de su matrimonio. Está en un momento malo de su vida cuando se presenta ante ella Salvador Carriscant, un anciano que dice ser su padre y que reclama la ayuda de la joven para desenmarañar unos hechos que llevan enterrados más de un cuarto de siglo.
09 abril 2021
9 de abril
Cuando la enfermedad empeora, cuando los médicos confiesan que renuncian, Guillermo hace venir a todos los que le escoltaban desde que salía de sus lugares privados. Naturalmente. Necesariamente… ¿Cuándo estuvo alguna vez solo? ¿Quién se presenta solo al principio del siglo XIII, más que los insensatos, los posesos, los marginales a los que se acorrala? El orden del mundo requiere que cada uno permanezca encerrado en un tejido de solidaridades, de amistades, en un cuerpo. Guillermo convoca a aquellos que constituyen el cuerpo del que él es la cabeza. Un grupo de hombres. Sus hombres: los caballeros de su casa; y después el mayor de sus hijos. Es preciso este numeroso entorno para el gran espectáculo que va a comenzar, el de la muerte principesca. Desde el momento en que están allí para formar el cortejo, ordena que se le lleve. En su casa, dice, sufrirá más a gusto. Más vale morir en la propia casa que fuera. Que se le conduzca a Caversham, a su propia mansión. Tiene muchas, pero es ésta la que escoge porque es, del lado del país natal, la más próxima, la más accesible. No hay que cabalgar: está el Támesis, que conduce hasta ella. Así, el 16 de marzo, el conde Guillermo es «engalanado» por los suyos en una barca, su mujer en otra que sigue, y se empieza a remar, dulcemente, sin jadeos, en caravana.
Desde la llegada, su primera preocupación es liberarse de la carga que le pesa. El hombre cuya muerte se acerca debe, en efecto, deshacerse poco a poco de todo, y abandonar en primer lugar los honores del siglo. Primer acto, primera ceremonia de renuncia. Ostentatoria, como van a serlo los actos que seguirán; pero las bellas muertes en este tiempo son fiestas, se despliegan como sobre un teatro ante gran número de espectadores, ante gran número de oyentes atentos a todas las posturas, a todas las palabras, esperando del moribundo que manifieste lo que vale, que hable, que actúe según su rango, que deje un último ejemplo de virtud a los que le seguirán. Cada uno, de este modo, al dejar el mundo, tiene el deber de ayudar por última vez a afirmar esta moral que hace mantenerse en pie al cuerpo social, y sucederse las generaciones en la regularidad que complace a Dios. Y nosotros, que ya no sabemos lo que es la muerte suntuosa; nosotros, que escondemos la muerte, que la callamos, la evacuamos lo más rápidamente posible como un asunto molesto; nosotros, para quienes la buena muerte debe ser solitaria, rápida, discreta, aprovechemos que la grandeza a que el Mariscal ha llegado le coloca ante nosotros con una luz excepcionalmente viva, y sigamos paso a paso, en los detalles de su desarrollo, el ritual de la muerte a la antigua, que no era una escapada, una salida furtiva, sino una lenta aproximación, reglamentada, gobernada, un preludio, una transferencia solemne de un estado a otro estado superior, una transición tan pública como lo eran las bodas, tan majestuosa como la entrada de los reyes en sus villas. La muerte que hemos perdido y que, muy posiblemente, nos falte.
La función con la que el Mariscal moribundo se encuentra todavía investido es de tal peso que todos los que cuentan en el Estado deben ver con sus ojos cómo la abandona, lo que hace de ella. El rey, por supuesto, el legado del papa también —ya que Roma, en este primer cuarto del siglo XIII, considera que el reino de Inglaterra está bajo su protección, su control—, el gran justicia de Inglaterra; pero también toda la alta baronía. Una muchedumbre, que se ha reunido para eso. No cabría dentro del interior de la mansión de Caversham. Acampa en la otra orilla, en Reading, en el gran monasterio real y en sus alrededores. Guillermo no puede moverse de su cama. Es preciso, por tanto, que los más importantes del reino atraviesen el río, vayan a la cabecera de su lecho. El 8 ó el 9 de abril entran en la habitación, acompañando a un muchacho de doce años, Enrique, el pequeño rey. Es a este niño al que, desde su cama, el Mariscal comienza a sermonear, excusándose de no poderle tener más tiempo bajo su custodia, desarrollando un discurso moral, este discuso que, según los ritos, deben tener los padres en su lecho de muerte para con su hijo mayor, el heredero. Guillermo amonesta al niño, le compromete a bien vivir, piendo a Dios —dice— que le haga desaparecer pronto si por desgracia se convirtiera en un traidor como lo fueron, ¡ay!, algunos de sus abuelos. Y toda la compañía contesta amén. El Mariscal la despacha entonces. Aún no está dispuesto. Tiene necesidad de la noche para elegir quién le ha de suceder como tutor. Quiere descartar al obispo de Winchester, ardiente, que hacía un momento se enganchaba al adolescente, que se imagina tenerle firmemente en sus manos porque, en 1216, el Mariscal le había confiado, como en subcontrato, al muchacho demasiado débil entonces como para seguir al regente en las cabalgadas incesantes, y que ahora le querría para él solo por completo. Guillermo quiere reflexionar, tomar consejo de su hijo, de su gente, de sus más íntimos. En familia, en privado, decide: hay demasiadas rivalidades ahora en el país. Si dejara a Enrique, tercero del nombre, al uno, los otros estarían despechados, y sería de nuevo la guerra. Sólo él, de entre todos los barones, tenía la autoridad que se precisaba. ¿Quién podría ocupar su sitio? Dios, simplemente. Dios y el papa. A ellos, por tanto, dejaría al rey: es decir, al legado que ocupa el lugar de éste y de aquél en Inglaterra.
Georges Duby
Guillermo el Mariscal
Nacido de un modesto linaje a mediados del siglo XII, GUILLERMO EL MARISCAL (1145?-1219) —el caballero más leal, sabio y valeroso del mundo— fue ascendido en rango y honores a lo largo de los tres cuartos de siglo de vinculación con Inglaterra de la aristocracia anglonormanda. Este héroe a la vez histórico y legendario alcanzó la fama como campeón de los torneos y sirvió fielmente a los Plantagenêt (Enrique II, Enrique el Joven, Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra) en las guerras contra la nobleza y en sus enfrentamientos con la monarquía francesa de los Capetos. Regente del reino durante la minoría de edad de Enrique III, combate a sus setenta y tres años contra Felipe Augusto y vence al futuro Luis VIII en la batalla de Lincoln en 1217.
Siguiendo el poema compuesto a la muerte de Guillermo el Mariscal por encargo de su primogénito, esta prodigiosa monografía de GEORGES DUBY —uno de los grandes medievalistas contemporáneos y profesor del Colegio de Francia— logra una brillante y rigurosa reconstrucción del mundo de la caballería, del ritual medieval de la guerra y del sistema de valores de una sociedad que rindió especial culto a la lealtad y el heroísmo de sus hombres de armas.
08 abril 2021
8 de abril
En Nujá asignaron a Jadzhi Murat una pequeña casa de cinco habitaciones, no lejos de la mezquita y del palacio del jan. En ella se alojaron los oficiales que le habían asignado, el truchimán y sus nukeres. A lo largo del día Jadzhi Murat no hacía otra cosa que esperar, recibir emisarios de las montañas y pasear a caballo por los alrededores de Nujá, actividad esta última para la que había recibido permiso.
El 8 de abril, al regresar de uno de esos paseos, Jadzhi Murat se enteró de que en su ausencia había llegado un funcionario de Tiflis. A pesar de su impaciencia por conocer el mensaje que le traía, antes de dirigirse a la habitación en la que le esperaba el funcionario, acompañado de un policía, pasó a su dormitorio y recitó sus oraciones. A continuación entró en la sala en la que recibía a los invitados, que hacía también las veces de cuarto de estar. El funcionario llegado de Tiflis, un orondo consejero de Estado llamado Kirílov, comunicó a Jadzhi Murat el deseo de Vorontsov de que regresara a Tiflis el día doce para entrevistarse con Argutinski.
—Yakshi —dijo Jadzhi Murat con enfado.
El funcionario Kirílov no le había gustado.
—¿Me has traído dinero?
—Sí —respondió Kirílov.
—Llevo esperando dos semanas —dijo Jadzhi Murat, mostrando los diez dedos de la mano y luego cuatro más—. Dámelo.
—Ahora mismo —replicó el funcionario, buscando un portamonedas en su bolsa de viaje—. ¿Para qué lo necesita? —preguntó en ruso al oficial, suponiendo que Jadzhi Murat no le entendería, pero este le entendió y le dirigió una mirada furibunda. Mientras sacaba el dinero, Kirílov, que deseaba entablar conversación con Jadzhi Murat, para tener algo que contarle al príncipe Vorontsov cuando regresara, le preguntó por medio del truchimán si se aburría en Nujá. Jadzhi Murat dirigió una despectiva mirada de soslayo al diminuto y gordinflón funcionario, vestido de paisano y sin armas, y no le contestó. El truchimán repitió la pregunta.
—Dile que no quiero hablar con él. Que me dé de una vez el dinero.
Y, tras pronunciar esas palabras, se sentó de nuevo a la mesa, dispuesto a contar las monedas.
Después de sacar las piezas de oro y disponerlas en siete columnas de diez (Jadzhi Murat recibía una asignación de cinco monedas de oro al día), las empujó hacia él. Jadzhi Murat se las metió en la manga de la cherkeska, se levantó, dio inesperadamente un golpecito en la calva al consejero y se dirigió a la puerta. Kirílov se puso en pie de un salto y ordenó al truchimán que le dijera a Jadzhi Murat que no se le ocurriera volver a tratarlo así, porque su grado equivalía al de un coronel. El policía corroboró sus palabras. Pero Jadzhi Murat hizo un gesto con la cabeza para dar a entender que ya lo sabía y salió de la habitación.
—¿Qué puede hacerse con él? —dijo el policía—. Es capaz de darte una puñalada y asunto arreglado. Con estos diablos no hay modo de entenderse. Y cada día está más irascible.
En cuanto oscureció, bajaron de las montañas dos emisarios con los rostros tapados hasta los ojos. El policía los condujo a la habitación de Jadzhi Murat. Uno de ellos era un muchacho moreno y corpulento de Tavla; el otro, un anciano delgado. No traían buenas noticias. Los amigos de Jadzhi Murat que habían prometido rescatar a su familia se negaban a actuar por temor a Shamil, que había amenazado con infligir los más terribles castigos a quienes ayudaran a su enemigo. Tras escuchar a los emisarios, Jadzhi Murat apoyó los codos en las piernas cruzadas, inclinó la cabeza cubierta con el gorro y guardó silencio unos minutos. Pensaba en alguna solución definitiva. Sabía que estaba considerando el asunto por última vez y que era necesario tomar una decisión. Al cabo de unos momentos levantó la cabeza, cogió dos monedas de oro, entregó una a cada emisario y dijo:
—Podéis iros.
—¿Cuál es la respuesta?
—La respuesta será la que Dios quiera. Idos.
Lev Nikoláievich Tolstói
El cupón falso / Jadzhi Murat
Publicamos en este libro dos novelas cortas del gran escritor ruso Lev Tolstói. En El cupón falso, una de sus obras menos conocidas en España, Tolstói narra la historia de una estafa y de cómo el dinero conseguido a través de un cupón falso cambia la vida de todas las personas por las que va pasando.
En segundo lugar presentamos una nueva traducción de una de sus grandes obras: Jadzhi Murat. En ella nos muestra el conflicto entre la vida sencilla de los habitantes del Cáucaso, regida por la tradición y la costumbre, personificada en el atractivo protagonista que da nombre al título, y la vida «moderna» y «civilizada» representada por los rusos. Tolstói vivió la situación en primera persona, pues estuvo en esa zona durante su etapa en el ejército, por lo que es el mejor guía para adentrarnos en los orígenes de una guerra que perdura hasta nuestros días en Chechenia.
Las dos obras que componen este libro se encuentran entre las mejores que escribió el genio ruso y son, por tanto, dos obras fundamentales de la literatura universal.
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