18 marzo 2021
17 marzo 2021
17 de marzo. Día de San Patricio
Una tarde fue Carol a jugar al bridge en Las Alegres Diecisiete. Había adquirido las primeras nociones del juego en casa de los Clark, y jugó tranquila y bastante mal.
No expresó su opinión acerca de una cosa tan interesante como los trajes interiores de lana, tema sobre el que disertó durante cinco minutos la señora de Howland. Sonreía con frecuencia y gorjeó como un canario dirigiendo cumplidos a la señora de la casa, que era la de Dave Dyer.
Solamente sintió cierta inquietud cuando la conversación recayó sobre los maridos.
Aquellas jóvenes amas de casa discutieron las intimidades domésticas con una franqueza y una minuciosidad que aterró a Carol. Juanita Haydock explicó el modo de afeitarse de Harry y su afición por la caza de ciervos. La señora de Gougerling informó a la concurrencia del disgusto que le producía el hecho de que a su marido no le agradase el hígado ni el tocino. Maud Dyer relató los trastornos digestivos de Dave; citó una discusión que había tenido con su marido en la cama hacía poco tiempo acerca de la ciencia cristiana, los calcetines y el modo de coser los botones del chaleco; anunció que no pensaba tolerarle más tiempo que acariciase a las muchachas y que luego se pusiera hecho una furia de celos cuando ella bailaba; y, por último, no hizo más que insinuar los diferentes modos de besar de Dave.
Tan dulcemente escuchaba Carol y tan palpable era, por fin, su deseo de ser una de ellas, que todas la miraron afectuosamente, instándole a que contase los detalles más interesantes de su luna de miel. Carol se sintió azorada más que ofendida, e intencionadamente tergiversó las cosas. Habló hasta aburrirlas de los chalecos de Kennicott y de sus ideales médicos. A todas les pareció agradable, pero inocente.
Hasta el fin se esforzó en tenerlas contentas. Dijo a Juanita, la presidenta del club, que quería invitarlas una tarde. «Sólo que —añadió— no sé si podré ofrecerles un refrigerio tan delicado como la ensaladilla de la señora Dyer o aquel dulce tan exquisito que tomamos en su casa, amiga mía».
—¡Espléndido! Precisamente necesitábamos alguna que diese alguna fiesta el 17 de marzo. ¿Verdad que sería muy original que celebráramos el día de San Patricio jugando al bridge? Me gustaría mucho ayudarla a usted. Me alegro de que haya aprendido usted a jugar al bridge. Al principio, yo no estaba muy segura de que le fuera a gustar Gopher Prairie, pero ahora es encantador ver lo bien que se encuentra usted con nosotras. Quizá no seamos tan distinguidas como las de las ciudades, pero nos divertimos mucho, y vamos a nadar en el verano, y a bailar, y lo pasamos muy bien. Somos un grupo muy simpático, siempre que se nos tome tal y como somos.
—Estoy convencida de eso. Le agradezco muchísimo la idea que me ha dado de celebrar el día de San Patricio jugando al bridge.
—¡Oh! ¡No tiene importancia! Siempre he creído que en nuestro club nos sobran las ideas originales. Si conociera usted otras ciudades como Wakamin, Joralemon y otras por el estilo, se convencería de que Gopher Prairie es la más animada y más distinguida de todo el Estado. ¿Sabía usted que Percy Bresnahan, el famoso fabricante de automóviles, es de aquí? Sí; me parece que una fiesta el día de San Patricio será una cosa muy original y muy divertida, sin que le tenga que chocar a nadie, ni mucho menos.
Sinclair Lewis
Calle Mayor
«Calle Mayor» (1920) es la novela de Lewis donde se condensan con mayor brillantez los múltiples elementos de interés que dotan a toda su obra de una altura literaria poco habitual. Se narran las desventuras de Carlo Kennicott, una joven rebelde, casada con el médico de una pequeña ciudad estadounidense, que verá cómo todos sus intentos de convertir esa inhóspita aldea en una agradable ciudad se ven truncados por la cerrazón de los caciques locales y la envidia de sus mujeres, llegando a contagiarse ella misma de esa manera de pensar. La lucha de la protagonista contra el resto de la ciudad adquiere unas dimensiones épicas en esta deslumbrante novela de corte clásico que nos trae a la memoria aquellas grandes narraciones donde el individuo en solitario emprende la lucha más sincera posible: la reivindicación de su identidad a través de la defensa de aquello que considera justo y necesario.
16 marzo 2021
16 de marzo
Llegóse al mes de septiembre, y asistí a los tres únicos acontecimientos importantes que pudieron verse en la villa de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa durante el transcurso de todo un año: el día 8, fiesta de la Caridad, salió paseada en angarillas, bajo palio y en procesión, la Virgen Catalana de la parroquia; siete días después salió, también en procesión, la Virgen de los Frómeta, y, a la siguiente semana, la Virgen de los César, con sus charangas y coheterías. Luego, se volvió a lo de siempre, con algún regocijo familiar traído por un bautizo, o un largo doble de campana traído por una muerte… Después de haberme abierto el universo de Martí, en el cual penetraba yo con creciente admiración por quien había entendido su época como nadie, en la Europa de su tiempo, habría sido capaz de hacerlo por confinarse entre horizontes demasiado inmediatos, mi médico, más requerido por mi amistad que por mis muy escasos achaques, seguía divirtiéndome prodigiosamente en su continuo hallazgo de textos singulares, que me llevaba con el orgullo del cazador ufano de haber derribado una liebre con certera puntería. Esta vez, se trataba de un texto bastante inesperado, en realidad, agarrado al vuelo en uno de los muchos tomos de las Memorias de Saint-Simon: “El día 16 de marzo (1717), día de Pentecostés, Pedro Primero, Czar de Rusia, fue a los Inválidos, donde quiso verlo todo. En el refectorio probó la sopa de los soldados y también su vino, dándoles el trato de… camaradas—“¡Ya entonces! ¡Como hoy!…A usted, que es de allá, debe interesarle mucho esto…” Confieso que tuve un reflejo de defensa. El doctor nunca me hablaba de política. Escaldada como lo estaba por los acontecimientos que había padecido en carne propia, reaccioné con forajida suspicacia, oliéndome la trampa, donde acaso no había ninguna: —“No veo por qué esto tiene que interesarme muy especialmente.” —“Bueno… Por lo de Pedro el Grande.” Y ahora, yendo en pos de su idea: “La palabra está en Moliére… Y resulta que su origen es español… Siglo xvi… De “camada”, camarada: compañero de una misma camada… También la encontré en Quevedo…” De súbito, unos telones que tenía obstinadamente corridos en tomo a mi existencia presente, se rasgaron. Y volvieron a rodearme algunas sombras ya remotas, puestas en su ambiente primero: “Camarada es palabra que se encuentra en Quevedo.” Esto —lo recuerdo claramente— me lo dijo Enrique, la primera vez que hablamos —largamente hablamos— en aquella taberna de Valencia donde premonitoriamente se me pintó un mundo al cual él mismo habría de llevarme… Me esfuerzo en zafarme de lo vivido, en borrar mis propias huellas, en olvidar los caminos recorridos. Pero esos caminos me siguen los pasos, se me alargan como los tiros de un arreo, enganchándome finalmente a un carro de vivencias, cuya carga de rostros, trajes, máscaras, disfraces y telones, se me acrece con los años. “Aunque encubras estas cosas en tu corazón, yo sé que de todas te has acordado ” —léese en el Libro de Job. Job eres ahora, en comparación con lo que quisiste ser. Pero, aunque hayas querido abdicar de ti misma, no puedes hacerlo. Y ahora, por exorcizar tus propios fantasmas, les sales al paso, les abres las puertas, y los invitas cada día a que hablen por tu mano en unas notas que vas acumulando, con creciente placer, en un gran Libro de caja, de hojas cuadriculadas, con tapas de cartón amarillo que, a falta de algo más elegante, has podido conseguir en una tienda mixta de aquí. Escribes unas memorias que a nadie se destinan y que, por la imposibilidad de decirlo todo a partir de ciertas experiencias compartidas, se detendrán en el umbral de los actos más significantes de tu intimidad de mujer, que precisarían de palabras mayores para explicar lo que a menudo dimana de lo irracional. Y, llevada por tu trabajo sin más objeto que el grato cumplimiento de una tarea sin objeto (“encanto siempre renovado de una ocupación inútil”, escribió Ravel bajo el título de sus Valses nobles y sentimentales) te dejas arrastrar —tú eres quien ya no ofreces resistencia— por los recuerdos más ordenados y coherentes que logras hacer bajar al papel gradualmente obscurecido por la tinta de tu pluma… Y si toda práctica iniciaca implica la prueba de un Viaje, diremos que tu primer viaje se acompañó, para ti, aunque no tuvieses conciencia de ello, de un primer encuentro con la Historia. Recuerdas, sí, recuerdas…
Alejo Carpentier
La consagración de la primavera
Su acción comienza a finales de la década del treinta del siglo XX, en uno de los hospitales de descanso de los heridos de las Brigadas Internacionales y culmina en la Batalla de Playa Girón, hecho histórico que mucho conmoviera a su autor. Es esta una novela –clasificada por el propio Alejo como “la más ambiciosa y larga, a la vez que la más política, resuelta y decididamente revolucionaria”– que entrecruza disímiles espacios y tiempos, a partir de la intensa vida de sus personajes protagónicos, Vera y Enrique, relatores, ambos, de sus respectivas historias, las que convergen, al final, en el triunfo de un nuevo mito en Cuba. Obra que deslumbra, de modo especial, por la simpática erudición de que hace gala Carpentier, de su dominio del lenguaje y de su indiscutible madurez narrativa.
15 marzo 2021
15 de marzo
Allí, en el edificio donde ahora está el salón de lavandería, encontré para la hija de Muller una habitación que casi correspondía a las condiciones exigidas: era espaciosa, no mal amueblada, y tenía una gran ventana que daba a uno de los viejos jardines patricios. En pleno centro urbano, reinaba la calma y la tranquilidad después de las cinco de la tarde.
Alquilé la habitación para el 1 de febrero. Después tuve complicaciones, porque, a fines de enero, Muller me escribió que su hija se había puesto enferma y no podía venir hasta el 15 de marzo; me preguntaba si yo podía conseguir que la habitación continuara libre, sin pagar el alquiler. Le escribí una carta furiosa y le expliqué los problemas de la vivienda en la ciudad. Después quedé avergonzado al ver con qué humildad me contestaba y se declaraba dispuesto a pagar seis semanas de alquiler.
Apenas si volví a pensar en la muchacha. Sólo me aseguré de que Muller había ido pagando el alquiler. Lo había enviado, y al informarme, la patrona me preguntó lo mismo que me había preguntado cuando fui a ver la habitación:
—¿Es su amiga, verdad? ¿Seguro que no es su amiga?
—¡Dios mío! —dije malhumorado—, le aseguro que no conozco a la muchacha.
—No tolero —continuó— que…
—Sé lo que usted no tolera —dije—. Pero le repito que no conozco a la muchacha.
—Bien —dijo, y yo la odié por su sonrisa de conejo—, sólo lo pregunto porque con los novios, hago a veces una excepción.
—¡Dios mío! —dije—, ¡novios encima! Tranquilícese, por favor.
Pero no pareció tranquilizarse.
Llegué a la estación con unos minutos de retraso y, mientras echaba las monedas en la máquina de los billetes de andén, intenté recordar a la muchacha que cantaba «Suweija» cuando yo llevaba los cuadernos de lenguas modernas a través del pasillo oscuro, hacia la habitación de Muller. Me situé en la escalera que bajaba al andén y pensé: rubia, veinte años, viene a la ciudad para ser maestra. Al mirar a la gente que pasaba por mi lado me pareció que el mundo estaba lleno de chicas rubias de veinte años, tantas eran las que llegaban en aquel tren. Todas llevaban, maletas en la mano y parecían venir a la ciudad para ser maestras. Estaba demasiado cansado para dirigirme a una de ellas, encendí un cigarrillo y me fui al otro lado de la puerta de acceso, y vi que tras la barandilla había una chica sentada en una maleta, que había estado todo el tiempo detrás de mí: tenía el pelo oscuro y su abrigo era verde como la hierba crecida durante una cálida noche lluviosa, tan verde que me pareció que debía de oler a hierba. Tenía el pelo oscuro, como los tejados de pizarra después de llover, el rostro blanco, de un blanco casi tan deslumbrante como una capa de revoque fresco, a través de la cual brillan tonos ocres. Pensé que era maquillaje, pero no lo era. Así que vi aquel abrigo de color verde brillante, y aquel rostro, me entró miedo de pronto, el mismo miedo que sienten los descubridores al pisar la tierra desconocida, sabiendo que otra expedición sigue el mismo camino y que quizá ha plantado ya la bandera y tomado posesión del territorio; como los descubridores, obligados a temer que sean en vano las penalidades del largo viaje, todas las fatigas, el jugar a vida o muerte.
Aquella cara se metió muy dentro de mí, me penetró, me pasó de parte a parte como un cuño que, en lugar de hacer presión sobre barras de plata, se encontrase con cera. Era como si me hubiesen atravesado sin sacarme sangre. Durante un momento de locura, sentí el deseo de destruir aquel rostro, como el pintor destruye la piedra litográfica de la que no ha sacado más que una copia.
Heinrich Böll
El pan de los años mozos
Son los tiempos de postguerra en Alemania. El joven protagonista inicia precisamente en esos duros y difíciles días su vida de trabajo.
En ésta, como en otras de sus obras, Heinrich Böll —Premio Nobel de Literatura 1972— denuncia el vacío escalofriante del que padece la humanidad. Su crítica social va dirigida hacia la hambruna, la escasez, el mercado negro, y además fustiga sin piedad antivalores como el consumismo de una sociedad que califica como «americanizada».
Pero El pan de los años mozos es también una historia de amor que, como señala el crítico Ignacio Valente, se mueve en el plano de las relaciones profundas que se crean entre un hombre y una mujer bajo la superficie de los ademanes y palabras más simples, esta carga secreta y subterránea de miedo, ternura, asombro, deseo, torpeza, veneración, que se encierra en los pocos minutos del primer encuentro.
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