10 marzo 2021

10 de marzo

La hora del cuco

El café Fuchs, «nuestro zorrito», como preferían llamarlo amorosamente sus clientes fijos, era un establecimiento que mantenía sus puertas abiertas toda la noche. Allí solían citarse los jóvenes enamorados del barrio durante los entreactos, unos entreactos que solían durar lo suficiente como para poder tomar cómodamente una taza de café y comer un trozo de tarta, especialidad de la casa. El café estaba exactamente enfrente de la habitación amueblada que yo ocupaba en Berggasse 16, y la primera noche que pasé con Gretl decidimos ir allí a pasar un rato. Era una noche fría y como nos habíamos dejado los abrigos, el calor con que se nos recibió allí, un calor provocado por el ardor de los amores consumidos y vueltos a recargar, nos pareció de lo más sólido y reconfortante.

Tomamos asiento, encargamos una taza de café y un trozo de pastel. El inquilino de un reloj de cuco era el encargado de señalar la hora. De repente sentimos una corriente de aire frío. Un camisa parda, vecino del lugar, entró en el café tambaleándose y con una muchacha a su lado, y se plantó debajo del reloj de cuco. Cuando el pajarito salió de la casucha y empezó a abrir el pico, el hombre lo saludó exclamando Heil Hitler! y acto seguido lo derribó de su ramita. Así fue cómo se hizo callar al cuco del café Fuchs.

El hecho de que del cinturón que sujetaba la camisa parda colgaran dos nudilleras fue probablemente la causa de que ninguno de los asistentes pareciese haber visto u oído nada. La pareja tomó asiento. Miraron a su alrededor, y después el hombre cogió la mano de la muchacha, pidió café y tarta y se esforzó por susurrar unas palabras de amor. Nosotros ocupábamos una mesa vecina, y existe una foto en color de los cuatro, en la que se ven dos parejas enamoradas que sólo se distinguen por el color de las camisas de los hombres. La mía era de un azul eléctrico.

—Erik y Fritz han ido a la manifestación por la independencia, con antorchas y todo. ¿Por qué no has ido con ellos? —preguntó Gretl, poniendo un énfasis especial en la palabra «independencia» mientras mantenía la mirada fija en la mesa vecina.

—Porque aquí van a ocurrir grandes cosas aunque yo no vaya a ninguna manifestación.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Gretl, amable.

—El cuco… —le contesté.

No hubo ninguna reacción en la mesa vecina. Tal vez el camisa parda fuese duro de oído, o tal vez sólo odiase los relojes de cuco.

Dimos un rodeo y pasamos por delante del edificio de Berggasse 19. En una de las ventanas del piso de Freud, en la segunda planta, vimos la luz encendida y nos detuvimos unos instantes.

—A lo mejor se ha olvidado de apagar la luz —dije, sintiendo un escalofrío.

—Te quiero —dijo Gretl y metió una mano en el bolsillo de mi chaqueta. Tenía la mano helada, pero su tacto era adorable.

Mientras abría la puerta del apartamento de mi casera, recogí un número de la primera edición del Telegramm. Desde la ventana de mi habitación veíamos oscilar las antorchas en la bruma gris de la madrugada. Miles de imbéciles habían reaccionado como robots a la llamada desesperada de Kurt von Schuschnigg, el canciller clerical fascista de Austria, que creía poder mantener alejado de las fronteras del país al Gran Hermano por medio de un referéndum que le permitiría «conocer la voluntad del pueblo». Eché un vistazo al periódico del 10 de marzo de 1938.

—Ja, ja —dije yo.

—¿De qué te ríes? —preguntó Gretl.

Le mostré el titular: «Austria libre, independiente, social, cristiana y unida: ¿SÍ O NO?». Tan llamativa pregunta ocupaba toda la primera plana y condenaba a la invisibilidad al reportaje más reciente de Piet Erikson «Desde el frente», un frente que prácticamente ya había dejado de existir.

—«¿Sí o no?» —repetí, mientras intentaba sincronizar mi grado de desnudez al que presentaba Gretl—. Tanto da, por mucho que lo escribas de manera diferente…

Cuando desperté, pocas horas después, Gretl parecía haber desaparecido. Pero al poco tiempo salió de debajo de las mantas, se inclinó sobre mí y derramó sobre ambos su cabello oscuro.

—Has hablado en sueños —dijo.

—¿Y qué he dicho?

—Has dicho: ¡No, mi general!

Me eché a reír y la abracé.

—He estado soñando con el teléfono de juguete que tenemos en la redacción. De repente empezó a sonar, como ha predicho Erik. Cogí el auricular y oí una voz profunda que protestaba por el hecho de que Das Telegramm achacara la victoria al bando perdedor. «¿Quién habla?», pregunté yo. La voz se presentó como la del general Franco. «Señor Erikson», dijo, «¿acaso pretende usted que sus reportajes sean un fiel reflejo de la realidad?». ¡No, mi general! le contesté. —«Eso es lo que me has oído decir».

—Es decir, ¿que el general tiene razón?

Gretl había recogido la pelota y yo se la devolví al vuelo.

—Desde luego. No hay más que ver a Erik tecleando en la máquina de escribir. Cada vez que da una patada en el suelo significa que ha derribado a un Stuka. Cuando le sugiero que GÖring y la legión Cóndor deben de haber sufrido una grave derrota, Erik se apresura a incorporarla al reportaje. No cabe duda alguna de que el Telegramm está ganando la guerra para los republicanos, o que la ha ganado ya, a pesar de que éstos huyen en desbandada a través de los Pirineos. Habrá que decirle a Erik que sea más moderado. ¿No podría hundir, para variar un poco, a unas cuantas cañoneras rebeldes en el Tajo, o hacer que sus tropas caigan en una emboscada de los nacionales en la sierra de Guadarrama? Pero Erik no ceja. «¡Cómo que rebeldes…!» se burla de mí. «¿Quiénes son los rebeldes, Piet? ¡Dímelo…!». Y sin torcer el gesto añade que, en el peor de los casos, el periódico tiene una salida muy simple: «Si llega a perder nuestro bando, siempre habrá tiempo para rectificar…».

—¡Divino! —exclamó Gretl.

—Sí —dije yo—, y envidiable también. Todo es posible cuando tú mismo eres tu único punto de referencia…

Alguien tocó a la puerta.

—Le llaman al teléfono —dijo mi casera. Corrí hacia el teléfono que colgaba de la pared del pasillo y que tenía exactamente el mismo aspecto que los teléfonos de las películas americanas.

Era Erik.

—Te hablo desde el Telegramm— dijo. —La última noticia que hemos recibido es que Hitler está marchando sobre Linz. Lo mejor será que cojas a Gretl y salgáis corriendo, pero en seguida…

—¿Crees que el periódico renovará contrato con Knickerbocker?

—Lo dudo mucho. No tiene crédito en el Arkaden.

—¿Y qué pasa contigo? —pregunté.

—No hay problema —dijo Erik—, tengo un pasaporte yugoslavo. Mi viejo era yugoslavo, y en Praga hay más periódicos que en Viena. Como mínimo uno de ellos tendrá el privilegio de imprimir el reportaje directo de Piet Erikson acerca de la conquista del Hofburg por Adolf. Cualquier café me servirá para escribirlo. No perdamos tiempo…

Y nos pusimos en marcha.

Peter Fürst
Don Quijote en el exilio

«Fui “concebido” en el Café Románico de Berlín, y luego me criaron en sus mesas de mármol, donde tras cada café se le servía un aguardiente a Pegaso y un joven periodista de nombre Joseph Goebbels se postraba a los pies de la elite intelectual berlinesa, memorizando chistes judíos para poder contárselos un día a otros intelectuales», dice un párrafo del libro.

En ese mismo café se sentó a menudo Peter Fürst, cuando era un joven reportero deportivo del Berliner Tageblatt. Hasta que, durante los horribles meses del año 1934, un caballero le rogó que abandonara Alemania.

El «exitoso periodista deportivo con dos abuelas judías», como él mismo se llamaba, trabaja en España como profesor de tenis en un club alemán, hasta que lo insultan tachándolo de nazi y le arrojan piedras; luego escribe en el Café Arkaden, de Viena, «reportajes en vivo y en directo» sobre el frente español durante la Guerra civil. Finalmente termina huyendo a París, tras un accidentado viaje por toda Europa.

En la capital francesa se casa con su amiga vienesa y en 1939 entra, con visado falso, en la República Dominicana («donde aún admiten a los judíos»), a donde llega a bordo del Bretagne, no sin antes ser paseado por todo el Caribe. Allí, Peter Fürst, que pasa a llamarse don Pedro, trabaja durante siete años en los arrozales, armado y a caballo, antes de recibir la noticia, en 1946, de que se le concede el visado para entrar en Estados Unidos.

En la gran enciclopedia de aquellos que «fueron honrosamente expulsados de Alemania» figurarán sin duda las ilustrativas memorias de don Pedro. Dotado de una profunda vena humorística, este periodista deportivo nacido en Berlín en 1910 escribe un libro de memorias, provisto del más punzante humor berlinés, sobre un tiempo que no se destacó precisamente por los blancos tonos del atuendo del tenista.

Calles de Gijón

calles de Gijón

09 marzo 2021

9 de marzo

Te duelen los ojos. Notas unas agujetas espirituales, las agujetas de las grandes derrotas de la inteligencia. El señor embajador contribuye a que Trujillo disponga de la complicidad aterrorizada de la familia De la Maza y a cambio se garantiza, todo lo que puede garantizar un tirano vesánico, la seguridad de algunos ciudadanos españoles. El señor embajador sabe quién es el Cojo, pero no hila fino, no se ha dado cuenta de que la supuesta esposa del Cojo, muerta en un accidente de tráfico, es Gloria Viera, muerta sola, dentro de un coche, no sabiendo conducir. Es lógico, aquél que no sabe conducir un día u otro se estrella. Tampoco sabe que el hijo de Gloria Viera será presentado como hijo de Galíndez, aún ejerce como hijo de Galíndez, como lo único que ha sobrevivido a Galíndez. De toda la historia, carpetas cerradas, sólo te balsamiza el hervor de los ojos la piedad diplomática que el cónsul Presillas dedicó al viejo Galíndez, a ese anciano alto para su tiempo y para la estatura media de los españoles de la mitad de siglo, al que conservas en la retina de un recorte del Diario de Nueva York, domingo 9 de marzo de 1958. Dos años después de la pérdida de su hijo, los padres de Galíndez guardan luto riguroso. ¿Padres de Galíndez? La anciana que camina por la calle de su casa a la compra es la madrastra de Galíndez y ni ella ni su marido han querido declarar nada en directo, porque el corresponsal supone lo que piensan, lo que sienten, lo que callan. Pero ahí está el Dr. Galíndez, delgado como un chopo, estilizado por un largo gabán negro y un sombrero igualmente negro, a punto de subirse a un taxi negro que reproduce en el ángulo del guardabarros que muestra la fotografía una gigantesca «E» de España. ¿Cómo es el Dr. Galíndez? Se pregunta el corresponsal. Alto, delgado, de pocas carnes y pellejo flácido, que se le arruga en la cara y en las manos. Tiene una mirada penetrante y un diálogo a veces suave, a veces duro. Va siempre vestido de negro por la muerte de su hijo y estamos seguros morirá vestido de negro. A pesar de su edad, representa unos setenta y cinco años, trabaja intensamente, quizá para embotarse el cerebro de quehaceres y evitar pensar, que para él no es sino recordar. «Fue horrible —nos dice el buen anciano—, ha sido el golpe más doloroso de mi vida. Aún no me he repuesto. ¿Cómo puede comprenderlo? Y lo peor es que siempre me vuelven los recuerdos. Es una pesadilla que nunca desaparece. Fue hace dos años y lo tengo presente como si hubiera sucedido ayer, hoy mismo incluso. Le ruego por favor que no ahonde más en la herida». Número 10 de la calle Cava Baja, donde vas en cuanto sales de este Ministerio herreriano, aquí estuvo la clínica de los doctores Galíndez, padre e hijo, el hijo hermanastro de Jesús, el muchacho que fue a verle a Nueva York a recibir una lección de exilio que nunca olvidaría. Clientela humilde, de pueblerinos, describe el corresponsal del diario, cincuenta pesetas la visita, la primera, veinticinco las sucesivas. La familia Galíndez no vivía allí, sino en Villanueva 29, una de las casas más antiguas del barrio de Salamanca y allí están los balcones regulares fotografiados, cerrados a cal y canto, sólo una vez el fotógrafo sorprendió a la criada de los Galíndez, asomada a la calle, sobre la baranda, una palma seca de Domingo de Ramos atravesando la herrería del balcón. «Los inquilinos del inmueble —dos ilustres familias de marinos, el padre del actual ministro de Educación Nacional, dos pintores y algunas familias acomodadas— aprecian y respetan la caballerosidad y cordialidad del Dr. Galíndez. Todas las mañanas, hacia las nueve, sale de su domicilio. En la puerta le espera su hijo, don Fermín, con su Seat negro y le conduce a la clínica. Sobre la una y media hace el recorrido inverso, come y pasa luego a la consulta particular. Ésta se compone de visitantes distinguidos que pagan también unos honorarios más altos. Muchas tardes los doctores Galíndez van al Asilo de San Rafael, del que don Jesús es oculista honorario y don Fermín, oculista de número». Sales del Ministerio por la puerta que da a la calle del Salvador, Atocha arriba hasta encontrar otra vez la plaza de la Provincia, la fachada de este palacio de 1636, construido bajo el reinado de Felipe IV, el ritmo de pórticos de plaza de pueblo anclado en el centro del Madrid de los Austrias, pórticos que se prolongan o reaparecen cuando se abre la perspectiva de la plaza Mayor. ¿Dónde empieza la plaza de la Provincia y termina la de Santa Cruz? Al comienzo de tu estancia en Madrid eras una esclava del mapa, sobre todo cuando te orientabas dentro de esta elipse, de este balón de rugby del Madrid viejo, como un quiste de historia dentro de la ciudad hinchada. En cinco centímetros de mapa el consultorio del padre de Galíndez, el Ministerio donde Galíndez descansa en la paz de las carpetas y la casa de Ricardo en la plaza Mayor, su «picadero de soltero», dicen todos tus amigos, hasta que se «casó» contigo. Tal vez estuviste casada con el reverendo O’Higgins, hasta que el reverendo O’Higgins te encontró en la cama con un reverendo más prometedor, que sin duda hubiera llegado a obispo de la Iglesia mormona de no haber sucumbido a los pecados de tu carne, tan joven era tu carne, tan adolescente que sólo la recuerdas como una pobre carne sometida a toda la vergüenza de la secta y sobre todo a la vergüenza «… de tu anciano padre» como le llamaban todos los que recriminaban, para envejecer aún más tu vergüenza. Conseguiste que te alejaran de aquella caverna poblada por desterrados de la ciudad de los santos, Salt Lake City, en un viaje desmitificador, a la inversa del que emprendiera Richard F. Burton en 1860. Tu amante gimoteaba por teléfono y acabó colgando los hábitos y dedicándose a vender bungalovs en California. Luego el encuentro con Norman, primero en Nueva York, luego en Yale cuando te colocó bajo su protección y lejos de la desesperación de aquel fotógrafo chileno e inmaduro, fugitivo del terror de Pinochet. No te afectaba el sufrimiento ajeno, tal vez porque toda tu sensibilidad para el sufrimiento la había ocupado «… tu anciano padre» que, según los cronistas, había envejecido treinta años en pocas horas cuando tú diste el escándalo del que aún se habla en todo Utah. Apenas un cordón umbilical con tu hermana Dorothy a la que primero pedías perdón carta tras carta y a la que acabaste por sólo pedirle los documentos que necesitabas para tus estudios y tus becas y una correcta administración de la soledad profunda de tu cuerpo y tu inteligencia. Hasta que encontraste a Galíndez, bajo las aguas del Caribe y de la memoria, como si te llamara a ti, a su madre, a Euzkadi, a una patria vaginal, una patria, un valle. ¿Qué te liga a Ricardo? Te lo preguntas cuando ya casi tienes la mano en el pomo de la puerta de la agencia de viajes de la calle Mayor, por si la pregunta va a impedir tu decisión, pero no la impide porque ya has obedecido la orden de empujar y te has sentado ante un muchacho convencional.

Manuel Vázquez Montalbán
Galíndez

A caballo entre el reportaje y la ficción, Galíndez narra un suceso histórico: la desaparición y ulterior asesinato del abogado y combatiente vasco en la Guerra Civil española Jesús de Galíndez. Nueva York, 1956: Jesús de Galíndez, representante del PNV en Estados Unidos, trabaja en una tesis doctoral sobre las dictaduras latinoamericanas centrada en la figura de Trujillo y su sanguinario régimen. Poco después de presentar su tesis, Galíndez es secuestrado y conducido a la República Dominicana, donde se le pierde el rastro para siempre. A partir de este hecho, Manuel Vázquez Montalbán crea un relato imaginario: la investigación que, treinta y dos años más tarde, lleva a cabo una universitaria americana, Muriel Colbert, a la que pondrán en peligro las mismas fuerzas oscuras que acabaron con Galíndez. Sobre el misterio, las verdades a medias y las especulaciones se construye esta novela apasionante que en 1991 fue galardonada con el Premio Nacional de Narrativa.

Iglesia de san Pedro de Gijón

Iglesia de san Pedro de Gijón

08 marzo 2021

8 de marzo

8 de marzo de 1938. Por la noche, en el refectorio, podíamos hablar libremente. A pesar de que sólo éramos ciento cincuenta, el ruido crecía progresivamente y proprio motu según una ley constante, puesto que cada cual se veía obligado a alzar cada vez más la voz para hacerse oír. Cuando el estruendo había alcanzado su cenit, formaba una especie de edificio sonoro, que llenaba con toda exactitud la gran habitación y que un vigilante destruía con un único toque de silbato. El silencio que seguía tenía algo de vertiginoso. Luego, un murmullo corría de mesa en mesa, un tenedor chocaba contra un plato, estallaba la risa, la red de ruidos y sonidos tejía otra vez su tela, y el ciclo volvía a empezar.

A mediodía, los mediopensionistas se unían a los internos: éramos cerca de doscientos cincuenta, y el silencio era obligatorio. Las horas de pelotón llovían sobre los charlatanes, reforzadas, en caso de reincidencia, por el erectum. De pie ante un pupitre colocado en una tarima, un alumno leía en voz alta páginas edificantes, generalmente sacadas de una vida de santo. Para hacerse oír en aquella enorme sala, en medio de los ruidos de vajilla y de las conversaciones ahogadas, había que gritar el texto recto tono, es decir, con una sola nota, sin ninguna entonación; extraña salmodia, que suprimía implacablemente cualquier matiz —interrogativo, irónico, conminatorio o divertido— y confería a cada frase un tono uniformemente patético, quejumbroso, de una agresiva vehemencia.

La función de recitator era altamente apreciada entre los alumnos, y recompensaba a los más sobresalientes en la medida en que eran capaces de cumplirla. Pues, para un niño no era sencillo declamar durante cuarenta y cinco minutos, sin pausas ni desmayos, un texto que no se había escrito para un trato tan poco civilizado. Así pues, el recitator del momento se veía rodeado de un cierto prestigio, al que se sumaban las ventajas de la comida, que tomaba solo y antes que los demás, y que tradicionalmente era más delicada y copiosa que de costumbre.

Desde luego, yo no había hecho nada para ser recitator, y una mañana, con gran estupor e incluso con temblores, me enteré de que desde ese mismo mediodía iba a sustituir al titular del momento, indigno de semejante honor después de un colaphus que, para sorpresa general, acababa de serle infligido. Al mismo tiempo, me dieron el texto que tenía que leer: era la vida de San Cristóbal, sacada de la Leyenda dorada, de Jacques de Vorágine.

No me cabía duda de que Néstor era la causa de aquel honor excesivo. Ahora, sabiendo lo que sé y después de releer las páginas que entonces tuve que declamar frente a todo el colegio reunido, reconozco su firma en la filigrana del asombroso texto. Pero ¿me bastará toda la vida para dilucidar la relación profunda que une la leyenda de San Cristóbal y el destino de Néstor, ese destino del que soy depositario y ejecutor?

Cristóbal, cuenta Jacques de Vorágine, era cananeo. Tenía un aspecto terrible y una estatura gigantesca. Quería ser útil, pero sólo al servicio del príncipe más grande del mundo. Así pues, se presentó ante un rey muy poderoso, del que se decía que en grandeza no tenía igual. Este rey, al verlo, le acogió con bondad e hizo que se quedara en su corte. Sin embargo, Cristóbal le sorprendió un día haciendo el signo de la cruz, después de que alguien invocase al diablo en su presencia. Cuando Cristóbal le preguntó la razón de su gesto, le contestó: «Este signo es el arma que empuño cuando oigo nombrar al diablo, por temor a que adquiera poder sobre mí y me haga daño». Cristóbal comprendió entonces que el príncipe a quien servía no era ni el más grande ni el más poderoso, puesto que temía al diablo. Por lo tanto, se despidió del primero y fue en busca del segundo. Ahora bien, mientras caminaba por un desierto, vio una gran multitud de soldados. Uno de ellos, de aspecto feroz y terrible, se acercó a él y le preguntó a dónde iba. Cristóbal le contestó: «Busco al señor diablo para que sea mi amo». El soldado le dijo: «Soy el que estás buscando». Cristóbal se alegró mucho, se comprometió a servirle para siempre y le reconoció como señor. Caminaban juntos, y encontraron una cruz, que se alzaba al borde del camino. El diablo se espantó de inmediato, se dio a la fuga y, abandonando el camino, condujo a Cristóbal a través de un terreno escabroso. Luego le llevó de nuevo al camino. Cristóbal, maravillado al ver lo sucedido, le preguntó por qué se había asustado tanto. «Un hombre llamado Cristo —le contestó el diablo— fue clavado en una cruz; en cuanto veo la imagen de la cruz, un gran temor me invade y huyo espantado». Cristóbal le dijo: «Entonces he trabajado en vano y todavía no he encontrado al príncipe más grande del mundo. Adiós, te dejo para buscar a ese Cristo que es más grande y poderoso que tú».

Durante mucho tiempo buscó a alguien que le diera noticias de Cristo. Al fin encontró a un ermitaño, que le predicó a Jesucristo y le instruyó en la fe. El ermitaño le dijo a Cristóbal: «El rey a quien deseas servir reclama esta sumisión: tendrás que ayunar a menudo». Cristóbal le contestó: «Soy un gigante y tengo un hambre imperiosa. Que me pida otra cosa porque ayunar me resulta absolutamente imposible». El ermitaño le dijo: «¿Conoces un río donde muchos caminantes corren peligro de perder la vida?». «Sí», dijo Cristóbal. Y continuó el ermitaño: «Como eres tan alto y robusto, podrías quedarte junto a ese río y pasar de un lado a otro a cuantos lleguen allí, y así harías algo que agradaría al rey Jesucristo a quien deseas servir». Cristóbal dijo: «Sí, puedo desempeñar ese oficio, y prometo que lo haré muy bien».

Así pues, se dirigió al río en cuestión y construyó una pequeña cabaña en la ribera. En lugar de cayado, llevaba en la mano una pértiga, con la que se mantenía de pie entre las aguas, y transportaba sin descanso a todos los viajeros. Habían pasado muchos días cuando, una vez que descansaba en su casita, oyó la voz de un niño que le llamaba diciendo: «Cristóbal, ven y llévame a la otra orilla». Cristóbal se levantó en seguida y no encontró a nadie. Al volver a su casa oyó la misma voz que le llamaba. Otra vez corrió afuera, mas no encontró a nadie. La voz le llamó por tercera vez; salió y encontró a la orilla del río a un niño, que le rogó que le llevara. Cristóbal sentó al niño en sus hombros, cogió la pértiga y entró en el río para atravesarlo. Y el agua del río empezó a crecer poco a poco, y el niño pesaba como una masa de plomo; él avanzaba y el agua seguía subiendo, y el niño le aplastaba con un peso cada vez más intolerable, de forma que Cristóbal se hallaba en grandes apuros y temía perecer…

Se salvó con un terrible esfuerzo. Cuando llegó a la otra orilla, depositó al niño en la ribera y le dijo: «Me has expuesto a un gran peligro. Pesabas tanto que, de haber tenido que sostener el mundo sobre mis hombros, no sé si el peso habría sido mayor». El niño le contestó: «No te sorprendas, Cristóbal, no solamente has sostenido el mundo entero sino que has llevado a hombros a quien creó ese mundo; pues yo soy Cristo, tu rey, al que acabas de prestar servicio; y para probarte que digo la verdad, cuando vuelvas a cruzar el río, hunde tu pértiga en la tierra, delante de tu casa, y por la mañana habrá florecido y dado fruto». E, inmediatamente, desapareció. Al llegar, Cristóbal plantó su pértiga en la tierra y cuando se levantó por la mañana vio que de ella habían brotado hojas y dátiles, como de una palmera…

No poco orgulloso estaba yo de haber salmodiado toda esta historia sin vacilar ni una sola vez, y cuando me senté junto a Néstor en el estudio de las dos de la tarde, esperaba sus felicitaciones. Él estaba absorto en uno de esos dibujos recargados de colores y florituras que a veces le tenían horas y horas con la cara casi pegada a la hoja de papel. Cuando se enderezó, vi que había dibujado un San Cristóbal. Pero, sobre sus hombros, el gigante llevaba todos los edificios del colegio, a cuyas ventanas se asomaba una multitud de alumnos. Néstor se pasó el pañuelo por la frente con un gesto familiar y murmuró: «Cristóbal, que iba en busca del señor absoluto, lo encontró en la persona de un niño. Pero lo que habría que saber es la relación exacta que existe entre el peso del niño sobre sus hombros y la floración de la pértiga».

Entonces, inclinándome, vi que había prestado sus rasgos al rostro del gigante portador de Cristo.

Michel Tournier
El rey de los alisos

El rey de los alisos, la novela con la que Michel Tournier obtuvo el Premio Goncourt, narra la historia de Abel Tiffauges, un extraño prisionero francés en la Alemania del III Reich, mezcla de ogro depredador y adolescente perverso, que se siente predestinado para llevar a cabo una misión en Prusia, cuna legendaria de la nación alemana.

El celebrado autor de Medianoche de amor nos muestra aquí lo más oculto, tierno y enfermizo del ser humano, siempre en busca de significados, ritos y señales que le guíen y rediman de su condición de ser para la muerte.

Fantasía insólita sobre los tiempos tenebrosos de la última guerra mundial, este libro constituye un extraordinario viaje hacia la infancia y un inquietante ensayo sobre el amor.

Calles de Gijón

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¡A volar!