Te duelen los ojos. Notas unas agujetas espirituales, las agujetas de las grandes derrotas de la inteligencia. El señor embajador contribuye a que Trujillo disponga de la complicidad aterrorizada de la familia De la Maza y a cambio se garantiza, todo lo que puede garantizar un tirano vesánico, la seguridad de algunos ciudadanos españoles. El señor embajador sabe quién es el Cojo, pero no hila fino, no se ha dado cuenta de que la supuesta esposa del Cojo, muerta en un accidente de tráfico, es Gloria Viera, muerta sola, dentro de un coche, no sabiendo conducir. Es lógico, aquél que no sabe conducir un día u otro se estrella. Tampoco sabe que el hijo de Gloria Viera será presentado como hijo de Galíndez, aún ejerce como hijo de Galíndez, como lo único que ha sobrevivido a Galíndez. De toda la historia, carpetas cerradas, sólo te balsamiza el hervor de los ojos la piedad diplomática que el cónsul Presillas dedicó al viejo Galíndez, a ese anciano alto para su tiempo y para la estatura media de los españoles de la mitad de siglo, al que conservas en la retina de un recorte del Diario de Nueva York, domingo 9 de marzo de 1958. Dos años después de la pérdida de su hijo, los padres de Galíndez guardan luto riguroso. ¿Padres de Galíndez? La anciana que camina por la calle de su casa a la compra es la madrastra de Galíndez y ni ella ni su marido han querido declarar nada en directo, porque el corresponsal supone lo que piensan, lo que sienten, lo que callan. Pero ahí está el Dr. Galíndez, delgado como un chopo, estilizado por un largo gabán negro y un sombrero igualmente negro, a punto de subirse a un taxi negro que reproduce en el ángulo del guardabarros que muestra la fotografía una gigantesca «E» de España. ¿Cómo es el Dr. Galíndez? Se pregunta el corresponsal. Alto, delgado, de pocas carnes y pellejo flácido, que se le arruga en la cara y en las manos. Tiene una mirada penetrante y un diálogo a veces suave, a veces duro. Va siempre vestido de negro por la muerte de su hijo y estamos seguros morirá vestido de negro. A pesar de su edad, representa unos setenta y cinco años, trabaja intensamente, quizá para embotarse el cerebro de quehaceres y evitar pensar, que para él no es sino recordar. «Fue horrible —nos dice el buen anciano—, ha sido el golpe más doloroso de mi vida. Aún no me he repuesto. ¿Cómo puede comprenderlo? Y lo peor es que siempre me vuelven los recuerdos. Es una pesadilla que nunca desaparece. Fue hace dos años y lo tengo presente como si hubiera sucedido ayer, hoy mismo incluso. Le ruego por favor que no ahonde más en la herida». Número 10 de la calle Cava Baja, donde vas en cuanto sales de este Ministerio herreriano, aquí estuvo la clínica de los doctores Galíndez, padre e hijo, el hijo hermanastro de Jesús, el muchacho que fue a verle a Nueva York a recibir una lección de exilio que nunca olvidaría. Clientela humilde, de pueblerinos, describe el corresponsal del diario, cincuenta pesetas la visita, la primera, veinticinco las sucesivas. La familia Galíndez no vivía allí, sino en Villanueva 29, una de las casas más antiguas del barrio de Salamanca y allí están los balcones regulares fotografiados, cerrados a cal y canto, sólo una vez el fotógrafo sorprendió a la criada de los Galíndez, asomada a la calle, sobre la baranda, una palma seca de Domingo de Ramos atravesando la herrería del balcón. «Los inquilinos del inmueble —dos ilustres familias de marinos, el padre del actual ministro de Educación Nacional, dos pintores y algunas familias acomodadas— aprecian y respetan la caballerosidad y cordialidad del Dr. Galíndez. Todas las mañanas, hacia las nueve, sale de su domicilio. En la puerta le espera su hijo, don Fermín, con su Seat negro y le conduce a la clínica. Sobre la una y media hace el recorrido inverso, come y pasa luego a la consulta particular. Ésta se compone de visitantes distinguidos que pagan también unos honorarios más altos. Muchas tardes los doctores Galíndez van al Asilo de San Rafael, del que don Jesús es oculista honorario y don Fermín, oculista de número». Sales del Ministerio por la puerta que da a la calle del Salvador, Atocha arriba hasta encontrar otra vez la plaza de la Provincia, la fachada de este palacio de 1636, construido bajo el reinado de Felipe IV, el ritmo de pórticos de plaza de pueblo anclado en el centro del Madrid de los Austrias, pórticos que se prolongan o reaparecen cuando se abre la perspectiva de la plaza Mayor. ¿Dónde empieza la plaza de la Provincia y termina la de Santa Cruz? Al comienzo de tu estancia en Madrid eras una esclava del mapa, sobre todo cuando te orientabas dentro de esta elipse, de este balón de rugby del Madrid viejo, como un quiste de historia dentro de la ciudad hinchada. En cinco centímetros de mapa el consultorio del padre de Galíndez, el Ministerio donde Galíndez descansa en la paz de las carpetas y la casa de Ricardo en la plaza Mayor, su «picadero de soltero», dicen todos tus amigos, hasta que se «casó» contigo. Tal vez estuviste casada con el reverendo O’Higgins, hasta que el reverendo O’Higgins te encontró en la cama con un reverendo más prometedor, que sin duda hubiera llegado a obispo de la Iglesia mormona de no haber sucumbido a los pecados de tu carne, tan joven era tu carne, tan adolescente que sólo la recuerdas como una pobre carne sometida a toda la vergüenza de la secta y sobre todo a la vergüenza «… de tu anciano padre» como le llamaban todos los que recriminaban, para envejecer aún más tu vergüenza. Conseguiste que te alejaran de aquella caverna poblada por desterrados de la ciudad de los santos, Salt Lake City, en un viaje desmitificador, a la inversa del que emprendiera Richard F. Burton en 1860. Tu amante gimoteaba por teléfono y acabó colgando los hábitos y dedicándose a vender bungalovs en California. Luego el encuentro con Norman, primero en Nueva York, luego en Yale cuando te colocó bajo su protección y lejos de la desesperación de aquel fotógrafo chileno e inmaduro, fugitivo del terror de Pinochet. No te afectaba el sufrimiento ajeno, tal vez porque toda tu sensibilidad para el sufrimiento la había ocupado «… tu anciano padre» que, según los cronistas, había envejecido treinta años en pocas horas cuando tú diste el escándalo del que aún se habla en todo Utah. Apenas un cordón umbilical con tu hermana Dorothy a la que primero pedías perdón carta tras carta y a la que acabaste por sólo pedirle los documentos que necesitabas para tus estudios y tus becas y una correcta administración de la soledad profunda de tu cuerpo y tu inteligencia. Hasta que encontraste a Galíndez, bajo las aguas del Caribe y de la memoria, como si te llamara a ti, a su madre, a Euzkadi, a una patria vaginal, una patria, un valle. ¿Qué te liga a Ricardo? Te lo preguntas cuando ya casi tienes la mano en el pomo de la puerta de la agencia de viajes de la calle Mayor, por si la pregunta va a impedir tu decisión, pero no la impide porque ya has obedecido la orden de empujar y te has sentado ante un muchacho convencional.
Manuel Vázquez Montalbán
Galíndez
A caballo entre el reportaje y la ficción, Galíndez narra un suceso histórico: la desaparición y ulterior asesinato del abogado y combatiente vasco en la Guerra Civil española Jesús de Galíndez. Nueva York, 1956: Jesús de Galíndez, representante del PNV en Estados Unidos, trabaja en una tesis doctoral sobre las dictaduras latinoamericanas centrada en la figura de Trujillo y su sanguinario régimen. Poco después de presentar su tesis, Galíndez es secuestrado y conducido a la República Dominicana, donde se le pierde el rastro para siempre. A partir de este hecho, Manuel Vázquez Montalbán crea un relato imaginario: la investigación que, treinta y dos años más tarde, lleva a cabo una universitaria americana, Muriel Colbert, a la que pondrán en peligro las mismas fuerzas oscuras que acabaron con Galíndez. Sobre el misterio, las verdades a medias y las especulaciones se construye esta novela apasionante que en 1991 fue galardonada con el Premio Nacional de Narrativa.