18 febrero 2021
17 febrero 2021
17 de Febrero
Pocos días para Ávila más tristes que aquel lunes, 17 de Febrero de 1592. La ciudad despertó en una expectativa siniestra. El horror del suplicio inminente parecía flotar por todas partes mezclado á la niebla de la mañana.
En medio del Mercado Chico se levantaba un gran cubo negro, un cadalso; y las ráfagas del norte sacudían contra el esqueleto de pino la bayeta patibularia. Fúnebres ministros de justicia se agitaban en derredor. A eso de las diez trajeron el bufete, los candelabros, el crucifijo. Más tarde los mozos del verdugo vinieron con el tajo y las dos negras almohadas para el reo. La llovizna caía por momentos, polvorosa, glacial.
El tráfago de todos los días comenzaba; pero los vecinos iban y venían más graves que de costumbre, coceando la nieve de la víspera. Algunos hablaban misteriosamente al encontrarse; otros discutían en los mesones con insólita nerviosidad sin alzar demasiado la voz, pero arrufando el hocico y tomándose á veces las partes viriles con toda la mano, para dar más vigor á sus bravatas y juramentos.
Con sus puertas y ventanas sin abrir, los caserones de la nobleza tenían el aspecto de rostros graves y enmudecidos. Aspirábase en el aire ese espanto, ese asco de muerte judicial que anonada la razón; y una sombra de infamia envolvía á Ávila entera. El más altivo de sus caballeros iba á ser ajusticiado en nombre del Rey. No hubiera sido mengua mayor arrasar las ochenta y ocho torres, que esperaban ahora, con extraña lividez, la rotura de aquella cerviz, donde parecía haberse encarnado la fiereza de la muralla.
Corrió la voz de que, á las dos de la tarde, don Diego sería sacado de la Albóndiga. Aquel edificio correspondía como prisión á los nobles, y se levantaba entre la torre del Homenaje y la del Alcázar, por la parte de afuera, frente al Mercado Grande. Guando Ramiro llegó ante el blasonado frontis, los empleados de la justicia regia y comunal se aglomeraban y zumbaban como moscas á uno y otro lado del portalón y en torno de la fuente; mientras las cofradías y las órdenes esperaban, en larga hilera, desde la plaza del Mercado hasta más allá del convento de Santa María de Gracia. Los monjes rezaban. No se llegaba á distinguir sino sus rapados mentones, por debajo de las capillas echadas al rostro; sus manos cruzadas por dentro de las mangas, dejaban colgar los rosarios. Todas las voces, todos los balbuceos de los franciscanos, dominicos, agustinos, jerónimos, teatinos, carmelitas, se reunían en un coro uniforme, que aumentaba la pavura, cual dolorosa prez de otro mundo. La persistente llovizna escarchaba los hábitos y parecía embeber todas las cosas en su tristeza. Algunas mujeres plañían.
Más de una hora pasó Ramiro codeándose con el vulgacho. No había sino gente baja, curiosos de la ciudad, mujeres del mercado con los brazos desnudos, muchachos arrabaleros, algunos gañanes de la dehesa, harto morisco, y una que otra ramera de manto amarillo y medias coloradas.
Por fin un portero sacó del zaguán de la Albóndiga una mula cubierta de fúnebre gualdrapa con dos redondos agujeros ribeteados de blanco á la altura de los ojos. Se produjo un movimiento general. Tres alguaciles montaron en sus caballos.
Ramiro, miraba hacia uno y otro lado por ver si se encontraba con algún conocido, cuando una brusca exclamación brotó de la multitud y fué á rebotar contra la inmensa muralla. Don Diego de Bracamonte acababa de aparecer en la puerta de la prisión. Caminaba á su izquierda el Guardián de los descalzos, fray Antonio de Ulloa.
Lo primero que hería la mirada era la palidez plomiza de su semblante, acentuada por la negrura del capuz que le habían echado sobre los hombros. El bigote y la barba habían encanecido del todo. Avanzaba tieso, indómito, solemne, mirando hacia las nubes y pisando con fuerza, como el que marcha entero en la honra.
Ramiro experimentó un rápido calofrío, y cuando, al verle montar en la infamante cabalgadura, advirtió que sus manos estaban ligadas por un negro listón y que de su pie derecho pendía una cadena, sintió que hubiera dado allí mismo la vida por libertar á aquel hombre magnífico, víctima de su rancia altivez castellana. Era el último Cid, el último reptador, llevado al suplicio por viles sayones asalariados. Cerró entonces los ojos un momento para contener su emoción, y parecióle oir de nuevo los discursos del hidalgo en la asamblea, aquellos discursos que salían de su boca como los hierros de la hornalla, chisporroteantes y temibles. Ya no volvería á perorar con el pie derecho en la tarima del brasero y el estoque bajo el sobaco. ¡Iba á morir!
El cortejo penetró en la ciudad por la puerta del Mercado Grande, tomó la calle de San Jerónimo y luego la de Andrín. Caminaban por delante las cofradías de la Caridad y la Misericordia tañendo sus plañideras campanillas. Una voz áspera y poderosa gritaba, de trecho en trecho, el pregón de muerte.
«Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor á ese hombre, por culpable en haberse puesto en partes públicas unos papeles desvergonzados contra su majestad real. Manda muera por ello.»
Ramiro caminaba á la par del alguacil Pedro Ronco, que iba montado en su famoso rocín todo negro.
Los religiosos entonaban una salmodia lúgubre que daba terror. Detrás de ellos venía Bracamonte en la mula, cual si fuera el espectro del orgullo. Su lúgubre continente hacía estallar, en las puertas y ventanas, el sollozo de las mujeres, que invocaban á Santa Catalina, á los Santos Mártires y á la Santísima Virgen. Las ropas negras de los alguaciles y corchetes despedían, con la humedad, un tufo de orines trasnochados. Doce pobres, con sendas hachas encendidas, esperaban á la puerta de San Juan, y su oración temblaba á la par de las llamas humosas que el viento doblaba y estremecía.
Una vez en la plaza, al llegar al pie del cadalso, don Diego se apeó de la mula y subió serenamente las gradas. Incóse, y pidió un libro de horas para confesarse con fray Antonio. Ramiro, colocado muy cerca, escuchó las palabras del Miserere, del Credo, de las Letanías.
Lloviznaba. La plaza estaba repleta de muchedumbre. Algunos curiosos habían logrado encaramarse á los tejados, hacia la parte del poniente. Por fin el verdugo se acercó á decir que ya era tiempo. El escribano de la comisión requirió por tres veces á Bracamente que hiciera confesión abierta del crimen. Ramiro oyóle decir que don Enrique Dávila y el licenciado Daza eran inocentes y que sólo él era culpable. El escribano exigió que lo jurase. Entonces escuchóse una voz entera que repuso:
—No me sigáis predicando, que no diré más.
Enrique Larreta
La gloria de Don Ramiro
Una vida en tiempos de Felipe Segundo
En 1908, tras cuatro años de intensa labor, se publicó La gloria de don Ramiro, reconstrucción histórica y literaria de la España del siglo XVI. La traducción francesa de la novela, editada en 1910, que convirtió a Larreta en una suerte de best seller internacional, uno de los mayores éxitos editoriales de comienzos del siglo XX, un ejemplo de texto que recreaba con gran exactitud el ambiente, personajes y lenguaje del siglo XVI y la ciudad de Ávila.
Unamuno ve en esta novela «un generoso y feliz esfuerzo por penetrar en el alma de la España del siglo XVI y por lo tanto en el alma de la España de todos los tiempos y lugares».
La obra es una auténtica delicia tanto por su argumento como por su prosa. Se desarrolla casi al completo en Avila, de la que constituye un verdadero canto (a sus piedras, sus murallas, sus palacios, sus iglesias, su río Adaja). Centrada en el Torreón de los Guzmanes (actual sede de la Diputación Provincial, y domicilio de la familia De La Hoz en la obra), a lo largo de sus páginas desfilan apellidos y personajes tan célebres como los Águila, los Velada, los Valderrábano, los Bracamonte o los Dávila (sus mansiones y/o palacios siguen en pie en la ciudad amurallada, algunas transformadas en buenos hoteles), figuras con nombres tan sugerentes como doña Guiomar, madre ascética y perennemente enlutada de Ramiro, o tan conocidas como Teresa de Cepeda, cuyo fallecimiento coincide con el inicio de la novela, Antonio Pérez, el célebre y proscrito secretario de Felipe II o el Greco. Larreta maneja a la perfección el ambiente en que se mezclan los diarios milagros de los conventos abulenses en aquella época, la convivencia con los sospechosos y perseguidos moriscos, la hechicería, los pícaros, los genoveses (judíos prestamistas), el ojo siempre vigilante de la Inquisición, y esa mano, temible, poderosa, insomne, obsesiva y omnipresente de Felipe II desde El Escorial. La limpieza de sangre, la desconfianza hacia los conversos, una conspiración contra el rey, y en especial, el auto de fe en la plaza de Zocodover de Toledo, meticulosamente detallado, son asuntos que Larreta afronta descarnadamente, sin bálsamos ni emplastes.
Su prosa es un verdadero lujo. Riquísima, florida, penetrante, cautivadora, de arcaicas connotaciones en sus diálogos, salpicada de casticismos que la enriquecen, y cuyos recovecos hacen olvidar a veces la historia, para disfrutar de su modo de contarla.
En la presente edición se han mantenido las normas ortográficas de la edición de 1908, a partir de la cual se ha realizado esta.
16 febrero 2021
16 de febrero
Había un gran señor en la corte, muy cercano al rey y, por ese solo motivo, tratado con respeto. Se le consideraba de manera general como la persona más ignorante y estúpida de todos ellos. Había prestado muchos y destacados servicios a la corona, tenía grandes cualidades naturales y adquiridas, y lo adornaban la integridad y el sentido del honor; pero tenía tan mal oído para la música que sus detractores contaban que a menudo marcaba el compás donde no correspondía. Los profesores no habían conseguido sino con mucha dificultad enseñarle a demostrar la más sencilla proposición matemática. Y se dignaba tener multitud de atenciones conmigo; a menudo me honraba con su visita, me pedía que le hablase de las cosas de Europa, de las leyes y las costumbres, de los hábitos y educación de los diversos países que yo había visitado. Y me escuchaba con gran atención, y hacía muy atinados comentarios sobre cuanto yo decía. Le tenían asignados dos zurradores, pero nunca hacía uso de ellos, salvo en la corte y en las visitas de ceremonia; y cuando estábamos a solas los dos les mandaba siempre que se retirasen.
A este ilustre personaje le rogué que intercediera por mí ante su majestad para que me concediese licencia para irme, cosa que hizo con pesar, como tuvo a bien contarme; porque, efectivamente, me había hecho muchos y muy ventajosos ofrecimientos que, no obstante, rechacé manifestándole todo mi agradecimiento.
El día 16 de febrero me despedí de su majestad y de la corte. El rey me hizo un regalo por valor de unas doscientas libras inglesas, y mi protector, pariente suyo, otro igual, junto con una carta de recomendación para un amigo suyo de Lagado, la metrópoli; dado que la isla se hallaba sobre una montaña a unas dos millas de ella, me bajaron de la galería inferior de la misma manera que habían subido.
El continente, la parte sometida al monarca de la Isla Volante, recibe el nombre general de Balnibarbi; y la metrópoli, como ya he dicho, se llama Lagado. Sentí cierta satisfacción al encontrarme en suelo firme. Me dirigí a la ciudad sin preocupación, vestido como los del país, y suficientemente preparado para entenderme con ellos. No tardé en dar con el domicilio de la persona a la que iba recomendado; presenté la carta de su amigo el grande de la isla, y fui recibido con toda amabilidad. Este gran señor, llamado Munodi, ordenó que preparasen para mí un aposento en su propia casa, donde seguí alojado durante mi estancia, y fui acogido de la manera más hospitalaria.
A la mañana siguiente de mi llegada me llevó en su faetón a ver la ciudad, que es como la mitad de Londres, aunque los edificios son de una construcción muy rara, y la mayoría no tienen arreglo. La gente de las calles caminaba deprisa, con expresión extraviada, la mirada fija y las ropas harapientas por lo general. Cruzamos una de las puertas de la ciudad y salimos unas tres millas hacia el campo, donde vi muchos campesinos trabajando la tierra con varias clases de aperos; pero no conseguía adivinar qué hacían exactamente; tampoco notaba que hubiese vestigios de cereal o de hierba, aunque el suelo parecía excelente. No podía por menos de admirar el singular aspecto de la ciudad y el campo; y armándome de osadía, pedí a mi guía que me explicase qué significaba tanto afán como denotaban las cabezas, las manos y los rostros en las calles y en el campo, porque no veía que produjesen ningún buen efecto, sino al contrario, nunca había visto una tierra tan mal cultivada, ni unas casas tan mal diseñadas y ruinosas, ni una gente cuyos semblantes e indumentaria reflejaran tanta necesidad y miseria.
Este lord Munodi era una persona de primera categoría, y hacía unos años que era gobernador de Lagado; pero una camarilla de ministros lo había destituido por incompetente. No obstante, el rey lo trataba con afecto, como a una persona honesta, aunque de escasa y desdeñable inteligencia.
Cuando le hice esa franca censura del país y sus habitantes, me dijo por toda respuesta que no llevaba viviendo entre ellos el tiempo suficiente para formarme un juicio, y que las diferentes naciones del mundo tenían diferentes costumbres, con algún otro tópico del mismo tenor. Pero cuando regresamos a su palacio me preguntó qué me parecía el edificio, qué absurdos observaba, y qué pegas encontraba a la indumentaria y aspecto de la servidumbre. Podía preguntar sin temor, porque todo a su alrededor era magnífico, ordenado y distinguido. Contesté que la prudencia, la calidad y la fortuna de su excelencia le habían evitado caer en los defectos que la insensatez y la miseria habían producido en otros. Entonces me dijo que si lo acompañaba a su casa de campo, a unas veinte millas, donde tenía su alquería estaríamos más a gusto para esta clase de conversación. Dije a su excelencia que me considerase a su entera disposición; y allí nos dirigimos a la mañana siguiente.
Durante el trayecto me hizo observar los diversos métodos que los labradores utilizaban para trabajar su tierra, para mí totalmente inexplicables; porque, salvo en poquísimos lugares, no descubrí una sola espiga de trigo ni hoja de hierba. Pero cuando ya llevábamos tres horas de viaje, el paisaje cambió por completo; entramos en una comarca de lo más hermosa; con casas de agricultores a poca distancia unas de otras, esmeradamente construidas, los campos cercados con viñedos, trigales y pastos. No recuerdo haber visto un escenario más encantador. Su excelencia observó que se me iluminaba el semblante; y me dijo, con un suspiro, que aquí empezaba su propiedad, y que continuaría igual hasta que llegáramos a la casa. Que sus compatriotas lo ridiculizaban y menospreciaban porque no llevaba mejor sus intereses, y por dar tan mal ejemplo al reino, el cual seguían muy pocos, sólo los viejos, los tercos y los débiles como él.
Jonathan Swift
Los viajes de Gulliver
Los viajes de Gulliver, aparecido como obra anónima siete años después del Robinson Crusoe de Defoe, cuenta los fantásticos viajes del cirujano y capitán de barco Lemuel Gulliver tras su naufragio en una isla perdida. Pronto Gulliver descubrirá que la isla está habitada por una increíble sociedad de seres humanos de tan solo seis pulgadas de estatura, los liliputienses, engreídos y vanidosos ciudadanos de Liliput. En un segundo viaje Gulliver descubre Brobdingnag, una tierra poblada por hombres gigantes, de gran capacidad práctica, pero incapaces de pensamientos abstractos. En su tercer viaje va a parar a la isla volante de Laputa, cuyos habitantes son científicos e intelectuales, ciertamente pedantes, obsesionados con su particular campo de investigación pero totalmente ignorantes del resto de la realidad. A este insólito viaje siguen otros cinco llenos de aventuras, que sirven a Swift, como los anteriores, para fustigar con su lúcida ironía la ridícula prepotencia y vanidad de políticos, científicos y seres humanos en general.
15 febrero 2021
15 de febrero
Daría un millón de dólares (si lo tuviera, naturalmente) por tocar como usted.
—No puedo tocar más —dijo Andrews en tono desabrido.
—Claro que sí, muchacho. ¿Dónde aprendió? Daría un millón de dólares (si lo tuviera, naturalmente) por tocar como usted. —Andrews le miró en silencio—. Supongo que es usted uno de los que acaban de llegar del hospital, ¿no es cierto?
—Sí, por desgracia.
—¡No! No le reprocho cuanto pueda decir. Estos pueblos franceses son tan aburridos… A pesar de todo, adoro a Francia. ¿Y usted? —su voz tenía un ligero acento plañidero.
—Todos los lugares son aburridos cuando se está en el Ejército.
—Escuche. Me interesa mucho que trabemos amistad. Mi nombre es Spencer Sheffield. Spencer B. Sheffield. Aquí, entre nosotros, le confieso que no hay en toda la división nadie con quien valga la pena conversar. Es terrible no pode hablar con nadie culto e inteligente. Supongo que es usted de Nueva York. —Andrews asintió— ¡Hum! Yo también. Tal vez haya usted leído algún artículo mío en Vain Endeavor. ¿Cómo? ¿Que nunca ha leído el Vain Endeavor? Supongo que será porque no frecuenta los grupos intelectuales. Eso suele sucederle a muchos músicos. No me refiero a los del pueblo, naturalmente. Entre ellos sólo hay anarquistas y damas de alta sociedad.
—No frecuento ninguna clase de grupos. Y tampoco…
—Bueno, bueno, no importa. Remediaremos eso cuando volvamos a Nueva York. Siéntese ahora al piano y toque Arabesque, de Debussy. Sé que lo adora tanto como yo. Pero, dígame, ¿cómo se llama usted?
—Andrews.
—¿Oriundo de Virginia?
—Sí —dijo Andrews levantándose.
—Entonces es usted pariente de los Pennelton.
—Lo mismo que puedo serlo del Káiser.
—Los Pennelton. Eso es. Mi madre era una Spencer, de Spencer Falls, Virginia. Y su madre era una Pennelton. De modo que usted y yo somos primos. ¿No es una casualidad?
—Primos lejanos… Pero, en fin, ahora he de volver al cuartel.
—Venga a verme siempre que lo desee —dijo Spencer B. Sheffield—. Ya sabe por dónde entrar. Por la puerta trasera. Y llame dos veces para que yo sepa de quién se trata.
Antes de entrar en la casa donde le alojaron, Andrews tropezó con el nuevo sargento, un individuo delgado con gafas y un bigotillo que por su color y su aspecto parecía un estropajo.
—Carta para ti —dijo—. Será mejor que mires la lista de K. P.
La carta era de Henslowe. Andrews la leyó sonriente, a la luz incierta del atardecer, recordando la constante manía de Henslowe de hablar de lugares lejanos en los que nunca había estado, al hombre que masticaba vidrio y aquel día y medio de paso en París. La carta decía:
Andy:
Hallé la solución. El 15 de febrero se abre el curso en París. Solicité permiso para estudiar algo, no importa qué, en una universidad parisiense. Presenta tu solicitud al comandante. Recurre a cuantas mentiras quieras, pues todas son válidas. Busca todas las influencias que puedas. De sargentos y de tenientes, de sus amantes o de sus lavanderas. Tuyo.
HENSLOWE
Su corazón latió fuertemente. Andrews corrió tras el sargento. Tan distraído iba, que no saludó a un teniente que pasaba por su lado.
—Oye, oye, ¿qué es eso? —gritó el oficial. Andrews se cuadró—. ¿Por qué no me saludaste?
—Tenía prisa, mi teniente, y no le vi. Llevaba un recado urgente para la compañía.
—Recuerda que aunque se haya firmado el armisticio estamos todavía en el Ejército. Puedes retirarte.
Andrews saludó. El teniente saludó también, giró sobre sus talones y se alejó.
Andrews corrió hasta alcanzar al sargento.
—Mi sargento, ¿puedo hablarle un instante?
—Tengo mucha prisa.
—¿Ha oído hablar de un cuerpo de estudiantes del Ejército que serán enviados a las universidades francesas? La iniciativa se daba a la Y. M. C. A.
—No creo que comprenda a los reclutas. No he oído hablar de eso. ¿Es que quieres volver al colegio?
—Si fuese posible me gustaría terminar mi carrera.
—Estudiante, ¿eh? Yo también lo soy. En fin, te diré algo si se reciben órdenes a tal efecto. No puedo hacer nada sin la disposición oficial, Aunque me parece que todo esto es sólo un rumor.
—Creo que tiene razón, mi sargento.
La calle estaba oscura. Vencido por una sensación de total impotencia y por unas desesperadas ansias de rebelión, Andrews apresuró el paso hacia los edificios en donde se alojaba su compañía. Llegaría tarde para el rancho. La calleja gris estaba desierta. Aquí y allá, un rayo de luz que surgía desde una ventana proyecta en la pared de enfrente un brillante espacio rectangular.
John Dos Passos
Tres soldados
Vehemente alegato antibélico, Tres soldados narra con intenso verismo las vicisitudes de un grupo de reclutas norteamericanos que libran en Francia la primera gran guerra europea. Una de las primeras obras del autor, a pesar del subjetivo patetismo que tiñe aquí su prosa, y de que la temática se centra todavía en el artista abrumado por el choque con un mundo feroz, esta novela ya anuncia la agudeza crítica y la dimensión épica que habría de caracterizar toda la escritura de Dos Passos.
Sus dos grandes trilogías, USA y Distrito de Columbia, dejarían después la honda huella de esta gran figura de la Generación Perdida.
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