12 enero 2021
11 enero 2021
11 de enero
Ahora bien, entre los extremos está la verdad; el término medio de los inquisidores lo constituyeron hombres que aceptaron las cosas como se les presentaron y que ejercieron aquel cargo como otros ejercieron el de corregidor, o el de maestre de campo, o el de almirante, y que lo desempeñaron mejor o peor, hasta que el mismo cargo vino a resultar imposible de mantener, dígase lo que se diga. Adviértase también que cuando los liberales de la época constitucional, con el general Riego a la cabeza, hablaron del Santo Oficio, hablaron de algo que poco tenía que ver con el de la época de Carlos IV o Carlos III. Una de las coplas del Trágala, canción hostilísima a los absolutistas y que cantaba aquel desgraciado general con sus amigos, dice:
Se acabó el tiempoen que se asaba,cual salmonete,la carne humana.
Este tiempo se había acabado al momento de nacer los ardientes patriotas, poco más o menos; y desde los años de Felipe V no se hacían espectaculares autos de fe, con asistencia de reyes… Pero los coletazos del monstruo moribundo aún salpicaron sangre hasta muy tarde.
En el discurso que pronunció en las Cortes de Cádiz a 11 de enero de 1813 el jovencísimo entonces conde de Toreno, que es uno de los mejores de la discusión sobre la supresión del Santo Oficio, indica que en 1768 aún fueron quemadas en Llerena algunas personas de extracción humilde y una bruja, en Sevilla, en 1780. Esto, al parecer, lo tomó de un autor extranjero y que lo da al lado de testificación menos espeluznante.
El cuadro de la Inquisición a fines del siglo XVIII que da J. F. Bourgoing en su conocido libro, que es el autor seguido por Toreno, es de los más justos que ha podido formar un hombre «desde fuera». Aparte de detalles sobre la vida y proceso de Olavide y de alguna nota horrible, como ésta de la ejecución de varios pertinaces en Llerena el año de 1763, o de la quema de una sortílega y maléfica, que padeció aquella pena en Sevilla aún en 1780, viene a decir que, según su experiencia, el tribunal había perdido gran parte de su antiguo rigor.
Y en abono de esto cuenta un hecho del que fue testigo en 1784, en Madrid, donde había cierto mendigo que pedía a la puerta de una iglesia y que se hizo famoso porque dijo haber compuesto unos polvos que, administrados a la vez que se pronunciaban unas fórmulas y tomando posturas adecuadas, atraían a los amantes hastiados o a las mujeres insensibles. El mendigo tuvo una clientela ansiosa, y los engañados guardaron silencio en su mayoría; pero alguno denunció el hecho, y el mendigo, con ciertas mujeres asociadas a él como propagandistas, dio con sus huesos en la cárcel. Tras el proceso, llegó el día de la sentencia condenatoria, que hubo de leerse en la iglesia de los dominicos de Madrid, pese a los detalles obscenos que contenía. El mendigo fue declarado convicto de maleficio, profanación e impostura, y se le condenaba a prisión perpetua tras los azotes de rigor, dados en los lugares más conocidos de la corte. Las mujeres, que eran dos, fueron condenadas a pena menos rigurosa. Y luego salieron los tres culpables caballeros en asnos, con sus sambenitos cubiertos de diablos y otras figuras simbólicas y con la coroza en la cabeza. El hombre era grueso. La comitiva llevaba en vanguardia al marqués de Cogolludo, el mayor de los hijos del duque de Medinaceli, que presidía en calidad de alguacil mayor. Seguían otros grandes y títulos, familiares del Santo Oficio y oficiales del tribunal. La gente esperaba curiosa el castigo que «n’eut au reste, rien d’affligeant pour la sensibilité. Jamais sentence méritée ne fut exécutée avec plus de douceur», dice Bourgoing. De vez en cuando se hacía parar al mendigo montado en el asno, el verdugo apenas tocaba sus espaldas con el azote o vergajo y al punto una mano caritativa le daba a la víctima un vaso de vino para que reavivara sus fuerzas. «Il est á désirer —concluía Bourgoing— que le Saint Office n’ait jamais á exercer d’autres rigueurs». En realidad, parece, por otros testimonios, que el Santo Oficio, en materia semejante, fue casi siempre de gran benignidad. Los herejes castigados con fiereza fueron los protestantes convictos y los pertinaces en mantenerse en la ley de Moisés después de bautizados. De todas maneras, el siglo XIX entero vivió maldiciéndole. Fuera de España y en España. Tuvo que llegar la reacción conservadora alfonsina y canovista, tras los desbarajustes de la revolución del 68, para que surgieran sus apologistas decididos…, que no han faltado hasta nuestros días.
Julio Caro Baroja
El señor inquisidor
El señor inquisidor examina el estilo de vida de los funcionarios permanentes de la Inquisición, los criterios seguidos para su incorporación y promoción y las formas de actuación del Santo Oficio.
Este ensayo fue escrito por Julio Caro Baroja después de una ardua tarea de investigación y en él sostiene que se ha escrito mucho sobre la Inquisición, pero de manera abstracta y que, sin prescindir de tantas interpretaciones, proclamadas por diferentes escuelas y pensadores y realizadas en distintos momentos históricos sobre las actuaciones de la Inquisición, el Santo Oficio debería ser juzgado a partir de las actuaciones de sus verdaderos protagonistas, es decir los señores inquisidores.
La obra constituye el primer capítulo de la recopilación de trabajos El Señor Inquisidor y otras vidas por oficio publicado por Caro Baroja en 1994.
10 enero 2021
10 de enero
«Como el código de los libros de bigramas», pensó, intentando descifrar las palabras emborronadas.
Encontró notas para un artículo de prensa acerca de un nido de ametralladoras del que se ocupaban exclusivamente mujeres, la lista de nombres que ella misma le había dado antes de que se fuera a Bletchley Park, en la que constaban Alan Turing, Gordon Welchman y Dilly Knox, y lo que parecía una lista de ideas para futuros artículos: «Bodas en tiempo de guerra», «Verdaderamente, ¿le hace falta viajar?», «El invierno y la guerra: diez estrategias para la supervivencia».
«Estrategias para la supervivencia», pensó Polly, sintiendo que el dolor la permeaba como la sangre empapa una falda.
Habían arrancado varias páginas de la libreta.
«La lista de los futuros bombardeos», pensó Polly.
Las páginas restantes contenían notas para un artículo titulado «Aportando nuestro granito de arena: héroes enfrente de casa» y una lista de nombres, direcciones y horas. «Cantinera, Edna Bell, Cuttlebone 4, Southwark, 10 de enero a las 10.10 de la noche» y, debajo «Avistador de aviones», un apellido que podía ser tanto «Woodruff» como «Walton» y «11 de enero a las 11 de la noche, Houndsditch 9, esquina de H y Stoney Lane».
No seguía a Eileen ni buscaba el equipo de recuperación, por tanto. Había ido a Houndsditch a entrevistar a un avistador de aviones para un artículo que estaba escribiendo acerca de los héroes que no estaban en el frente para el Daily Express. No había muerto por su culpa. No había muerto intentando salvarlas.
Había creído que saberlo la aliviaría, pero no sentía consuelo. Se dio cuenta de que había esperado tanto como Eileen que hubiera algún error o alguna explicación, que Mike no estuviera verdaderamente muerto. Pero lo estaba y, si así era, nadie acudiría a rescatarlas. Podía llegar a aceptar que el señor Dunworthy hubiera permitido que Mike se quedara allí con un pie herido y que ella se quedara a pesar de tener una fecha límite, pero no podía aceptar de ninguna manera que hubiera permitido que uno de ellos perdiera la vida si podía ayudarlo. Por tanto, no podía. No podía sacarlas de allí. Poco importaba si debido al desfase o a que hubieran alterado los acontecimientos o a alguna catástrofe habida en Oxford.
Se llevó las cosas de Mike a casa de la señora Rickett y las metió en un cajón del escritorio. Luego cogió la lámina chamuscada de La luz del mundo que había recogido del suelo de San Pablo, la desdobló y se sentó en la cama a mirar la mano de Cristo, todavía levantada en el gesto de llamar a una puerta que el fuego había convertido en cenizas, y su rostro, completamente inexpresivo.
—¿Quiere que me ocupe de los preparativos para el funeral de su amigo, señorita Sebastian? —le preguntó el viernes el rector—. Estaré encantado de oficiarlo. He acordado con el rector de St. Bidulphus celebrar allí el funeral del señor Simms y puedo proponerle también la celebración del señor Davis.
Eileen, sin embargo, no quiso ni oír hablar de ello.
—No está muerto —insistió, y cuando Polly le enseñó la anotación de su libreta, dijo—: ahí no pone once sino diecisiete, o siete. Mira: el agua ha emborronado los números. Además, aunque pusiera once, pudo haber cancelado la cita.
Connie Willis
Cese de alerta
Saga de Oxford - 4
En El apagón, la gran dama de la ciencia ficción, Connie Willis, envió a tres historiadores de Oxford en el año 2060 a la Segunda Guerra Mundial.
En este trepidante viaje en el tiempo, Michael Davies, Merope Ward y Churchill Polly quedan atrapados en 1940, intentando sobrevivir a los bombardeos de Hitler y liberar Londres de su yugo mientras hacen lo posible por encontrar de nuevo el camino de regreso a casa.
En Cese de alerta, la situación se ha hecho aún más grave, y viviremos las consecuencias de aquel periplo en que nuestros protagonistas se vieron atrapados, ya que parece que todos ellos afectaron, de algún modo, el pasado, cambiando el resultado de la guerra y, en consecuencia, el curso de la historia.
El emocionante tiempo que se inició en El apagón se precipita, en Cese de alerta, hacia una resolución impresionante que sorprenderá incluso al más avezado de los lectores.
09 enero 2021
9 de enero
Y de ese modo Cass, dueño de una plantación y sin nadie que en ella trabajase, fue a Jackson, capital del Estado, y se dedicó al Derecho. Antes de su partida, Gilbert vino a visitarlo y se ofreció para hacerse cargo de la plantación y trabajarla con su gente, mediante una participación en la cosecha. Pero Cass rehusó y Gilbert dijo:
—Pones reparos a que la trabaje con esclavos, ¿verdad? Permíteme decirte esto: si la vendes será trabajada por ellos. Es tierra negra y será regada con sudor negro. ¿Hay alguna diferencia, pues, según el sudor negro que caiga sobre ella?
Cass contestó que no la vendería, ante lo cual vociferó Gilbert, rojo de ira:
—¡Dios mío, es tierra, tierra! ¿Comprendes? Y la tierra clama por el brazo del hombre.
Pero Cass no vendió. Instaló un cuidador en la casa y arrendó una parcela de terreno a un vecino, para pastoreo.
Fue a Jackson, estudió hasta hora avanzada de la noche y vio cómo las dificultades se cernían sobre el país. Porque fue durante el otoño de 1858 cuando se dirigió a la capital. El 9 de enero de 1861 Mississippi votó la ley de secesión. Gilbert era contrario a la misma y escribió así a Cass: «¡Qué necios, no existe ninguna fábrica de armas en el Estado! ¡Son unos tontos al no haberse preparado para la defensa, si es que han previsto las dificultades! Y si no las han previsto, son más que necios al conducirse de ese modo frente a los hechos. Es una majadería no contemporizar y, si es preciso, irse preparando para la defensa. ¡Todos son unos idiotas!». A lo que Cass respondió: «Ruego mucho por la paz». Pero algo más tarde escribió: «He conversado con el señor French, que como sabes es el jefe de armamentos, y dice que no dispone sino de algunos mosquetes antiguos para la tropa; y esos, de pedernal. Los agentes han registrado el Estado en busca de escopetas, a petición del gobernador Pettus. ¿Escopetas?, exclamó el señor French, que hizo un mohín de desprecio con los labios. ¡Y qué escopetas! —agregó—. Luego me habló de un arma con la cual se había contribuido para la causa, un viejo cañón de mosquete sujeto con correas a un trozo de madera de ciprés, doblado a un extremo. Un esclavo viejo lo donó para la causa y uno no sabe si reír o llorar». Cuando Jefferson Davis hubo regresado a Mississippi, después de su renuncia al Senado, y tomado el mando de las tropas con el rango de Mayor General, Cass le hizo una visita, a petición de Gilbert. Luego escribió a su hermano lo que sigue: «El general dice que se han puesto a su disposición diez mil hombres, pero que ni siquiera un puñado de rifles modernos. Pero también agregó el jefe que le había sido entregada una hermosa casaca con catorce botones de bronce al frente y un cuello de terciopelo negro. Quizás utilizaremos los botones en nuestras escopetas —dijo—, y sonrió».
Cass vio una vez más al señor Davis, pues se hallaba con Gilbert en el vapor Natchez, que condujo al nuevo presidente de la Confederación durante la primera etapa de su viaje desde su plantación, Brierfield, hasta Montgomery. «Estábamos en el viejo barco del señor Tom Leather —expresa el Diario—, que se supuso recogía al presidente algunas millas más allá de Brierfield. Pero el señor Davis demoró la partida de su casa y fue llevado a remo hasta nosotros. Inclinado sobre la barandilla observé al pequeño esquife oscuro que avanzaba hacia nosotros en medio de las aguas coloradas. Un hombre nos saludó con el brazo, desde la embarcación. El capitán del Natchez observó la señal e hizo sonar estrepitosamente la sirena de su nave, que sacudió nuestros oídos y se esparció sobre la superficie de las aguas. El buque detuvo su marcha y el esquife se acercó. El señor Davis fue recibido a bordo. Mientras el buque de vapor avanzaba, el señor Davis miró hacia atrás y levantó la mano a guisa de saludo al criado negro (Isaías Montgomery, a quien yo había conocido en Brierfield) que se hallaba de pie en el esquife, mecido por la estela de la embarcación mayor, y le decía adiós con la mano. Más tarde, mientras íbamos río arriba en busca de los acantilados de Vicksburg, se aproximó a mi hermano, que se hallaba de pie conmigo en cubierta. Una vez más, y ahora de manera más íntima, mi hermano felicitó al señor Davis, quien contestó que no podía derivar ningún placer de ese honor, y dijo:
»—Siempre he considerado la Unión con supersticiosa reverencia y he arriesgado voluntariamente la vida por su querida bandera en más de un campo de batalla y ustedes, caballeros, podrán concebir mi manera actual de sentir, pues el objeto de mi devoción durante tantos años me ha sido arrebatado de las manos. —Y prosiguió—: Por el momento no cuento sino con el placer melancólico de una conciencia tranquila. Dicho lo cual sonrió, cosa que hacía con poca frecuencia, solicitó nuestra venia y se retiró al interior.
»Había observado la expresión de fatiga de su rostro, a causa de la enfermedad y de las preocupaciones, y lo delgado de la piel sobre sus huesos…
»Al hacer notar a mi hermano que el señor Davis no parecía hallarse muy bien, contestó:
»—Es un problema tener a un hombre enfermo como presidente.
»Alegué que a lo mejor no habría guerra, que el señor Davis confiaba en la paz, pero mi hermano dijo:
»—No te llames a engaño. Los yanquis pelearán con denuedo y el señor Davis es tonto si cree en la paz.
»—Todos los hombres buenos confían en la paz —contesté.
»Mi hermano profirió una exclamación inaudible y prosiguió:
»—Lo que deseamos, ahora que nos hemos embarcado en este asunto, es un hombre capaz de ganar, no solamente que sea bueno. Y no me interesa la tranquilidad de conciencia del señor Davis.
Robert Penn Warren
Todos los hombres del rey
Premio Pulitzer 1947
Todos los hombres del rey, la obra cumbre de Robert Penn Warren, está inspirada en una figura histórica: Huey Long, el que fuera autócrata gobernador de Louisiana.
El protagonista de la novela, Willie Stark, al igual que Huey Long, es un personaje de poderosa y compleja personalidad, bigger than life: orador adorado por las masas, dictador sin escrúpulos que se mantiene en el poder gracias a la corrupción y el chantaje, defensor de oprimidos, demagogo. Aunque, de hecho, la vida de Huey Long no es más que un pretexto para una obra enteramente original centrada en el tema inagotable del conocimiento de uno mismo.
En una historia de creciente intensidad se entrelazan los destinos de tres hombres y una mujer. En el centro, Willie Stark, un joven abogado de origen humilde, apasionado por la política, que llega a gobernador del estado: un hombre atrapado entre sus sueños de justicia social y su despiadado afán de poder. Su poderosa vitalidad arrastra hacia él a Anne Stanton, a su hermano Adam y a Jack Burden, vástagos insatisfechos de familias aristócratas. En contraste con Stark, Adam Stanton es el idealista puro para quien la idea, el verbo, debe quedar fuera de todo contacto con los hechos; Jack Burden, testigo y narrador, es un espectador desarraigado en búsqueda de una fe, que al final de la historia se verá obligado a adentrarse en la hoguera de la historia y afrontar el veredicto inexorable del tiempo.
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