EN EL OTRO MUSEO. LA HORA DE TODOS Y LA FORTUNA CON SESO
Ayer, de diez a doce de su mañana, en la vieja capital de las viejas Españas, se ha visto un espectáculo estupendo, formidable. Don Juan, don Pedro, don Luis, don Joaquín y don José se han levantado con el cerebro lleno de ideas. Asombraos más: llenaos de espanto, de confusión, de asombro: don Juan, don Pedro, don Luis, don Joaquín, don José, viejos hidalgos de las viejas Españas, forman parte de una Comisión. Y ¿queréis más milagro que este? ¿Queréis cosa más insólita, más sorprendente, más desconcertadora que un individuo de una Comisión que sienta en su cerebro, de pronto, el rebullicio de una idea? Don Juan, don Pedro, don Luis, don Joaquín y don José se han dado una palmada en la frente —como en las comedias—, han cogido su bastón, se han encasquetado su sombrero, han tosido —un español tose siempre en los momentos solemnes—, han pasado la mano por todos los botones de sus levitas, se han mirado de reojo al espejo, han erguido el busto, se han pasado la mano por el mostacho gris, retorcido… y, paso tras paso, gravemente —como debe caminar un español—, se han dirigido por Recoletos hacia arriba, bañados por las ondas cálidas y radiantes de un sol de invierno, entre los árboles desnudos, entre el ir y venir de las lindas muchachas nerviosas y gentiles. ¿He de deciros, para que comprendáis la alta misión que estos graves hidalgos van a realizar, que don Juan, don Pedro, don Luis, don Joaquín y don José fueron nombrados hace tres años para que expurgasen nuestro Museo Moderno de obras abominables? El tiempo ha ido pasando, han transcurrido los meses, los años; una primavera ha sucedido a un invierno, un otoño a un verano. Don Juan, don Pedro, don Luis, don Joaquín y don José estaban mano sobre mano; acaso pasaba por sus cerebros, de tarde en tarde, el lejano rezago de una idea; quizá, de raro en raro, sentían el noble y plausible impulso de hacer algo; pero bien pronto la idea y el impulso esfumaban con suavidad en el amable ambiente de inercia de que gozamos en la vetusta España. Además, ¿no hubiera sido absurdo, escandaloso, que los individuos de una Junta, Comisión o Comité hiciesen algo, se moviesen, fuesen de una parte a otra, volvieran, tornaran, trabajaran, resolvieran sus ideas en cosas prácticas, fecundas y bienhechoras? Y, sin embargo, este espectáculo, antitradicional, antipatriótico, anticastizo, antiespañol, se ha dado ayer, día 10 de enero, de diez a doce de su mañana, en nuestra pinacoteca moderna. ¿Es que había llegado la hora de todos, conforme imaginara el gran Quevedo? ¿Es que la loca Fortuna había, al fin, tras tantos desenfrenados devaneos, cobrado el seso?