El 28 de noviembre, tras varios días de temporal, llegamos ante mi vieja amiga la isla de Madagascar y anclamos en la bahía de San Agustín, situada a su extremo sudoeste. Desembarcamos y entramos en tratos con los nativos, para obtener provisiones, especialmente bueyes. Los queríamos vivos, pues hacía un calor terrible; pero nos pareció mejor adobarlos, para ahorrar espacio, y lo hicimos según el sistema que había utilizado yo en aquel primer viaje mío a lo largo de la isla, o sea salando la carne con salitre, curándola al sol y comiéndola hervida. A nuestros hombres no les entusiasmó el sabor de aquella carne, que a mí, en otros tiempos, me había parecido deliciosa.
Nos desquitamos de ello comiendo buey fresco a todas horas, mientras estuvimos allí. Pronto notamos que aquel lugar no era nada a propósito para nuestro negocio, y yo, que conocía la isla, les dije que la época tampoco era la más favorable para hacer presas; pero, en cambio, había dos lugares particularmente apropiados para nuestros proyectos. Uno, en la parte Este, era la bahía, frente a la cual estaba la isla Mauricio, por donde pasaban todos los buques que hacían la ruta de las Indias, a su regreso a Europa, es decir, cuando iban cargados con materiales más preciosos, viniendo de la costa Malabar, Coromandel, Fuerte San Jorge u otros sitios no menos ricos. Si queríamos dar caza a aquellos navíos, el lugar más apropiado era el que yo proponía.
Daniel Defoe
Vida, aventuras y peripecias del famoso capitán Singleton