16 julio 2008
15 julio 2008
14 julio 2008
13 julio 2008
Volando con el trueno de Álvaro Cunqueiro
Hace exactamente dos años que me senté a esta misma máquina, en la redacción de «Faro de Vigo», a escribir mi primer artículo de esta ya quizás excesiva serie de «El envés». Y lo titulaba así: «Volando con el trueno». No lo quiero releer.
Supongo que hablaría de Cuchulain, y del arcángel Izrail, y del enano secreto del Basileo, y del mago Virgilio, tan famoso en la Edad Media romana, leyenda del Virgilio latino de la melancolía geórgica y de los viajes de Eneas, el último nostos de la diáspora troyana. Escribí aquel artículo porque aquel día abría sus rayos una tormenta en el fondo de saco de la ría, sobre la isla de San Simón y el Berdugo, bajo la puente militar de Sampaio -escribíamos Berdugo con B, que es lo propio-, y sonaba el trueno solemnemente, lo mismo que hoy, en que me cogió la tronada en las afueras, sentado entre boticarios, comiendo honestamente en honor de su presidente provincial, Domingo Fernández del Riego, bajo una parra de alicante morisco, que por cierto abre muy bellamente y es la tal para una sombra de mayo. Estábamos en la segunda queimada cuando comenzaron a caer sobre nuestras cabezas, deslizadas de las amplias hojas de la parra, gruesas gotas. Esto le hubiera gustado a esos eruditos y poetas chinos que yo cito tantas veces, los cuales consideraban que unas gotas caídas de las ramas de los árboles, en verano, tras la tormenta, eran una caricia perfecta para la cabeza de un hombre feliz.
Cuchulain mandaba con su dedo índice de la mano derecha los rayos a ahogarse en el océano. Era el príncipe de los nubeiros entre los gaélicos, de esos humanos que arriendan el rayo, o como Emil, el sobrino de Diterico de Berna, lo saben transformar en rutilante espada o en larga lanza. No sé dónde leí -que ya van olvidados los más de los libros, compañeros de mocedad- que en Zelanda, en las aldeas, los labriegos y pescadores cebaban a una mujer, la cual, engordando, con sus mantecas ahuyentaba la chispa. He sido una vez, en el País Vascongado, dueño de una piedra serpentina, de una ofita, que procedía de cabaña de pastor pirenaico, en la cual hacía oficio de espantarrayos en los días tormentosos, y en las horas calmas servía para, calentada en las brasas y metida luego en la olla de barro, ayudar a hervir presto a la leche, a la que daba un sabor peculiar. Los vascones le llaman a la piedra serpentina cincunegui, que vale por «piedra de la cigüeña». También la Ciconia alba, en las altas torres donde anida, preserva del rayo...
Digo todo esto para que se vea que soy el ser menos imaginativo que ande por ahí, y que lo más propio mío es sumar noticias que muestren lo vario que es el mundo, y lo ricamente, y con cuántas sorpresas, se puede almacenar la memoria humana. Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que llaman la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero ayudar, en lo que me sea posible y aún bastante más, al hombre de estos días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los profesionales de la angustia, y busco en la gran peripecia humana, tantas veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, la razón de continuar.
De continuar contra la miseria, contra la violencia, contra el terror, contra la mentira. Es el hombre el animal más extraño, que decía el Estagirita, pero también la hierba más débil.
Resiste porque sueña, y porque el amor hace olvidar el hambre. Yo no me evado ni ayudo a nadie a evadirse: me enfrento, simplemente, con los tristes, porque creo que la tristeza traiciona la condición humana. Dante encontró a los tristes en el Infierno. Le decían al gibelino: «Tristes fuimos en el dulce aire que del sol se alegra...». El gibelino y yo vamos, al borde la tiniebla, creyendo que toda hora es alba.
“Viajes Imaginarios y Reales” de Álvaro Cunqueiro
Supongo que hablaría de Cuchulain, y del arcángel Izrail, y del enano secreto del Basileo, y del mago Virgilio, tan famoso en la Edad Media romana, leyenda del Virgilio latino de la melancolía geórgica y de los viajes de Eneas, el último nostos de la diáspora troyana. Escribí aquel artículo porque aquel día abría sus rayos una tormenta en el fondo de saco de la ría, sobre la isla de San Simón y el Berdugo, bajo la puente militar de Sampaio -escribíamos Berdugo con B, que es lo propio-, y sonaba el trueno solemnemente, lo mismo que hoy, en que me cogió la tronada en las afueras, sentado entre boticarios, comiendo honestamente en honor de su presidente provincial, Domingo Fernández del Riego, bajo una parra de alicante morisco, que por cierto abre muy bellamente y es la tal para una sombra de mayo. Estábamos en la segunda queimada cuando comenzaron a caer sobre nuestras cabezas, deslizadas de las amplias hojas de la parra, gruesas gotas. Esto le hubiera gustado a esos eruditos y poetas chinos que yo cito tantas veces, los cuales consideraban que unas gotas caídas de las ramas de los árboles, en verano, tras la tormenta, eran una caricia perfecta para la cabeza de un hombre feliz.
Cuchulain mandaba con su dedo índice de la mano derecha los rayos a ahogarse en el océano. Era el príncipe de los nubeiros entre los gaélicos, de esos humanos que arriendan el rayo, o como Emil, el sobrino de Diterico de Berna, lo saben transformar en rutilante espada o en larga lanza. No sé dónde leí -que ya van olvidados los más de los libros, compañeros de mocedad- que en Zelanda, en las aldeas, los labriegos y pescadores cebaban a una mujer, la cual, engordando, con sus mantecas ahuyentaba la chispa. He sido una vez, en el País Vascongado, dueño de una piedra serpentina, de una ofita, que procedía de cabaña de pastor pirenaico, en la cual hacía oficio de espantarrayos en los días tormentosos, y en las horas calmas servía para, calentada en las brasas y metida luego en la olla de barro, ayudar a hervir presto a la leche, a la que daba un sabor peculiar. Los vascones le llaman a la piedra serpentina cincunegui, que vale por «piedra de la cigüeña». También la Ciconia alba, en las altas torres donde anida, preserva del rayo...
Digo todo esto para que se vea que soy el ser menos imaginativo que ande por ahí, y que lo más propio mío es sumar noticias que muestren lo vario que es el mundo, y lo ricamente, y con cuántas sorpresas, se puede almacenar la memoria humana. Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que llaman la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero ayudar, en lo que me sea posible y aún bastante más, al hombre de estos días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los profesionales de la angustia, y busco en la gran peripecia humana, tantas veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, la razón de continuar.
De continuar contra la miseria, contra la violencia, contra el terror, contra la mentira. Es el hombre el animal más extraño, que decía el Estagirita, pero también la hierba más débil.
Resiste porque sueña, y porque el amor hace olvidar el hambre. Yo no me evado ni ayudo a nadie a evadirse: me enfrento, simplemente, con los tristes, porque creo que la tristeza traiciona la condición humana. Dante encontró a los tristes en el Infierno. Le decían al gibelino: «Tristes fuimos en el dulce aire que del sol se alegra...». El gibelino y yo vamos, al borde la tiniebla, creyendo que toda hora es alba.
“Viajes Imaginarios y Reales” de Álvaro Cunqueiro
12 julio 2008
La Risa de Pán Mraz de Rainer Maria Rilke (1875-1926)
La historia de Pán Václav Mráz exige este complemento:
No ha sido posible establecer a qué ocupación se dedicó el señor Mráz hasta sus cuarenta años de edad. Por otra parte es indiferente. En todo caso no había derrochado el dinero, porque a dicha edad había comprado el castillo y la propiedad de Vesin con todas sus dependencias a su propietario, el conde de BubnaBubna, que estaba endeudado hasta el pescuezo.
Las viejas doncellas que acogieron al nuevo castellano con blancos vestidos de muchacha ante la portada del castillo, no os dirán que esto ocurrió hace veinte años. Pero ellas recuerdan, como si el acontecimiento fuera ayer, que Pán Mráz escupió delante de él cuando se le tendió una gran garba de rosas cortadas en el jardín del presbiterio. Por otra parte fue por casualidad y sin malicia.
Al día siguiente, el nuevo amo recorrió todas las piezas del antiguo castillo. No se detuvo en ninguna parte. Sólo una vez se quedó parado durante algunos momentos ante un rígido y solemne sillón imperio y se echó a reír. Esos pequeños veladores de patas retorcidas, esas presumidas chimeneas con sus relojes detenidos y esos cuadros llenos de sombras, todo aquello parecía divertir mucho al señor Mráz, en tanto alargaba el paso delante del sofocado intendente.
Pero el salón gris de plata, bañado de una luz descolorida, alteró su humor. Los ávidos espejos que aguardaban desde hacía tiempo un visitante se arrojaron el uno al otro la cabeza roja del señor Mráz, como una manzana gigantesca y excesivamente madura, hasta que Pán Václav salió golpeando la puerta de cólera y dio orden de clausurar para siempre ese edificio con sus muebles ridículos y sus habitaciones.
Así se hizo.
El señor Mráz ocupó el antiguo departamento del intendente, amueblado con sillas macizas y anchas mesas lisas. Allí se le puso asimismo el lecho doble de encina. Durante algún tiempo Pán Mráz se acostó solo entre las grandes sábanas; pero una noche se movió hacia la derecha del lecho e hizo sitio a la honorable Aloïsa Mráz, Hanus por nacimiento.
He aquí como sucedió la cosa: Todo el mundo sabe que las amas os roban; es por esto que es bueno tener una esposa valiente y vigilante. Y Aloïsa Hanus poseía, al parecer, las cualidades necesarias. Además, un castillo necesita un heredero. Ahora bien, el inventario no lo incluía. Por consiguiente era necesario producirlo. Pán Václav pensó entonces que lo mejor sería pedírselo a Aloïsa; porque era rubia, vigorosa como una campesina y de buena salud. Y era justamente lo que deseaba el señor Mráz.
Pero la excelente Aloïsa desempeñó muy mal su tarea. Comenzó por dar a luz una criatura tan pequeña que Pán Mráz la perdía de vista continuamente, como si hubiera caído a través de un cedazo, y cuando aún se asombraban de que ese pequeño ser fuera verdaderamente vivo, él mismo se murió sin decir oxte ni moxte. Y de nuevo fue el reino de las amas.
Pán Mráz no ha olvidado esa doble decepción. Se recuesta en los anchos sillones y no se levanta sino cuando llegan visitas. Lo que es bastante raro. Hace subir vino y habla de política, con su manera melancólica y lasa, como de un asunto profundamente entristecedor. No concluye ninguna frase, pero se enfada cada vez que su interlocutor la completa mal. A veces se levanta y llama:
"¡Václav!"
Después de algunos instantes se ve entrar a un joven alto y delgado.
-Ven aquí, hazle una reverencia al señor -vocifera Pán Mráz. Y luego dice a su visitante-: Excusadme, es mi hijo. Sí, no debiera confesarlo. ¿Creeríais que tiene diez y ocho años? Me oís bien: ¡diez y ocho años!
¡Hablad sin ceremonia! Vais a decirme que aparenta a lo sumo quince. ¿No tienes vergüenza? Después despide a su hijo.
-Me causa preocupaciones-dijo-. No es bueno para nada. Y si mañana yo cerrara los ojos...
Un visitante respondió un día:
-Pero veamos, querido señor Mráz, si el porvenir os inquieta verdaderamente... Dios mío, sois joven... Haced una nueva tentativa, casaos...
-¿Cómo?-vociferó el señor Mráz, y el forastero se apresuró a despedirse.
Pero apenas quince días más tarde, Pán Václav se pone su levita negra, y se va a Skrben. Los Skrbensky son de muy antigua nobleza y se mueren de hambre en silencio en su último dominio de familia. Es allí que el señor Mráz va a buscar a la menor, la condesa Sita. Sus hermanas la envidian, porque Mráz es muy rico. Las bodas tienen lugar casi de inmediato, sin ningún fasto.
De regreso a su casa, el señor Mráz descubre cuán delicada y pálida es Sita. Comienza por tener miedo de quebrar "esa pequeña condesa". Enseguida se dice: "Si hay justicia, ella debe darme un verdadero gigante". Y espera.
Pero no hay justicia, aparentemente.
La señora Sita continúa semejante a una criatura. Solamente sus ojos asumen una expresión de asombro. No sucede nada. Se pasea incesantemente a través del parque, el patio o la casa. A cada momento hay que ponerse en su búsqueda. Hasta que un día no fue a comer.
"Es como si no tuviera mujer de ninguna manera", exclama el señor Mráz jurando. En aquel tiempo sus cabellos albearon rápidamente y comenzó a caminar con esfuerzo.
Sin embargo, una tarde él mismo se puso a buscar a la señora Sita. Un doméstico le señaló el ala habitualmente cerrada del castillo. Deslizándose en sus pantuflas de fieltro, el señor Václav atraviesa el semi-día perfumado de esas habitaciones descaecidas. Refunfuñando pasa delante de aquellas chimeneas suntuosas y aquellos sillones solemnes. No está de humor para reír.
Al fin llega al dintel del salón gris de plata, donde están los innumerables espejos, y se queda herido de asombro. A pesar del crepúsculo que cae ve reflejarse en esos espejos a la señora Sita y a su hijo, el pálido Václav. Están sentados muy lejos el uno del otro, inmóviles, en las sillas de seda clara, y se miran. No se hablan. Podría creerse que nada se han dicho aún. ¡Extraño! "¿Y?", piensa el señor Mráz, con un punto de interrogación detrás de cada palabra. "¿Y?" Hasta que pierde la paciencia. "¿En qué puedo serviros?", vocifera, "¡Os lo suplico, señoras y señores, no os molestéis!" Su hijo se sobresalta y se vuelve hacia la puerta, pero Pán Mráz le ordena estarse. Desde entonces, tiene un entretenimiento, durante las tardes demasiado largas. Cada vez que se siente muy disgustado, recorre con su silencioso calzado la sarta de habitaciones dormidas hasta el pequeño salón de los espejos.
Ocurre que los dos jóvenes no estén todavía allí. En ese caso los hace buscar.
-"Mi mujer y el joven señor",-vocifera al doméstico.
Y he aquí que ellos deben sentarse frente a frente, en las mismas sillas de costumbre. "No os aflijáis por mí", exclama el señor Václav con una voz lánguida, y se instala cómodamente en el gran sillón central. A veces parece dormir, o por lo menos respira como si durmiera. Pero tiene, sin embargo, los ojos entreabiertos y observa a los dos jóvenes. Se ha habituado poco a poco a la penumbra. Ve mucho mejor que la primera vez.
Ve los ojos del joven y de la joven huirse mutuamente y encontrarse, no obstante, sin cesar en todos los espejos. No se le escapa que temen caer el uno en los ojos del otro, como en un abismo sin fondo. Y que, a pesar de todo, se arriesgan hasta el borde de la sima. De pronto los posee un vértigo; y ambos cierran los ojos al mismo tiempo como si fueran a saltar juntos desde lo alto de una torre.
Entonces Pán Mráz ríe y ríe. Después de un largo intervalo ha recobrado su risa. Es buena señal: ciertamente, se hará muy viejo.
F I N
No ha sido posible establecer a qué ocupación se dedicó el señor Mráz hasta sus cuarenta años de edad. Por otra parte es indiferente. En todo caso no había derrochado el dinero, porque a dicha edad había comprado el castillo y la propiedad de Vesin con todas sus dependencias a su propietario, el conde de BubnaBubna, que estaba endeudado hasta el pescuezo.
Las viejas doncellas que acogieron al nuevo castellano con blancos vestidos de muchacha ante la portada del castillo, no os dirán que esto ocurrió hace veinte años. Pero ellas recuerdan, como si el acontecimiento fuera ayer, que Pán Mráz escupió delante de él cuando se le tendió una gran garba de rosas cortadas en el jardín del presbiterio. Por otra parte fue por casualidad y sin malicia.
Al día siguiente, el nuevo amo recorrió todas las piezas del antiguo castillo. No se detuvo en ninguna parte. Sólo una vez se quedó parado durante algunos momentos ante un rígido y solemne sillón imperio y se echó a reír. Esos pequeños veladores de patas retorcidas, esas presumidas chimeneas con sus relojes detenidos y esos cuadros llenos de sombras, todo aquello parecía divertir mucho al señor Mráz, en tanto alargaba el paso delante del sofocado intendente.
Pero el salón gris de plata, bañado de una luz descolorida, alteró su humor. Los ávidos espejos que aguardaban desde hacía tiempo un visitante se arrojaron el uno al otro la cabeza roja del señor Mráz, como una manzana gigantesca y excesivamente madura, hasta que Pán Václav salió golpeando la puerta de cólera y dio orden de clausurar para siempre ese edificio con sus muebles ridículos y sus habitaciones.
Así se hizo.
El señor Mráz ocupó el antiguo departamento del intendente, amueblado con sillas macizas y anchas mesas lisas. Allí se le puso asimismo el lecho doble de encina. Durante algún tiempo Pán Mráz se acostó solo entre las grandes sábanas; pero una noche se movió hacia la derecha del lecho e hizo sitio a la honorable Aloïsa Mráz, Hanus por nacimiento.
He aquí como sucedió la cosa: Todo el mundo sabe que las amas os roban; es por esto que es bueno tener una esposa valiente y vigilante. Y Aloïsa Hanus poseía, al parecer, las cualidades necesarias. Además, un castillo necesita un heredero. Ahora bien, el inventario no lo incluía. Por consiguiente era necesario producirlo. Pán Václav pensó entonces que lo mejor sería pedírselo a Aloïsa; porque era rubia, vigorosa como una campesina y de buena salud. Y era justamente lo que deseaba el señor Mráz.
Pero la excelente Aloïsa desempeñó muy mal su tarea. Comenzó por dar a luz una criatura tan pequeña que Pán Mráz la perdía de vista continuamente, como si hubiera caído a través de un cedazo, y cuando aún se asombraban de que ese pequeño ser fuera verdaderamente vivo, él mismo se murió sin decir oxte ni moxte. Y de nuevo fue el reino de las amas.
Pán Mráz no ha olvidado esa doble decepción. Se recuesta en los anchos sillones y no se levanta sino cuando llegan visitas. Lo que es bastante raro. Hace subir vino y habla de política, con su manera melancólica y lasa, como de un asunto profundamente entristecedor. No concluye ninguna frase, pero se enfada cada vez que su interlocutor la completa mal. A veces se levanta y llama:
"¡Václav!"
Después de algunos instantes se ve entrar a un joven alto y delgado.
-Ven aquí, hazle una reverencia al señor -vocifera Pán Mráz. Y luego dice a su visitante-: Excusadme, es mi hijo. Sí, no debiera confesarlo. ¿Creeríais que tiene diez y ocho años? Me oís bien: ¡diez y ocho años!
¡Hablad sin ceremonia! Vais a decirme que aparenta a lo sumo quince. ¿No tienes vergüenza? Después despide a su hijo.
-Me causa preocupaciones-dijo-. No es bueno para nada. Y si mañana yo cerrara los ojos...
Un visitante respondió un día:
-Pero veamos, querido señor Mráz, si el porvenir os inquieta verdaderamente... Dios mío, sois joven... Haced una nueva tentativa, casaos...
-¿Cómo?-vociferó el señor Mráz, y el forastero se apresuró a despedirse.
Pero apenas quince días más tarde, Pán Václav se pone su levita negra, y se va a Skrben. Los Skrbensky son de muy antigua nobleza y se mueren de hambre en silencio en su último dominio de familia. Es allí que el señor Mráz va a buscar a la menor, la condesa Sita. Sus hermanas la envidian, porque Mráz es muy rico. Las bodas tienen lugar casi de inmediato, sin ningún fasto.
De regreso a su casa, el señor Mráz descubre cuán delicada y pálida es Sita. Comienza por tener miedo de quebrar "esa pequeña condesa". Enseguida se dice: "Si hay justicia, ella debe darme un verdadero gigante". Y espera.
Pero no hay justicia, aparentemente.
La señora Sita continúa semejante a una criatura. Solamente sus ojos asumen una expresión de asombro. No sucede nada. Se pasea incesantemente a través del parque, el patio o la casa. A cada momento hay que ponerse en su búsqueda. Hasta que un día no fue a comer.
"Es como si no tuviera mujer de ninguna manera", exclama el señor Mráz jurando. En aquel tiempo sus cabellos albearon rápidamente y comenzó a caminar con esfuerzo.
Sin embargo, una tarde él mismo se puso a buscar a la señora Sita. Un doméstico le señaló el ala habitualmente cerrada del castillo. Deslizándose en sus pantuflas de fieltro, el señor Václav atraviesa el semi-día perfumado de esas habitaciones descaecidas. Refunfuñando pasa delante de aquellas chimeneas suntuosas y aquellos sillones solemnes. No está de humor para reír.
Al fin llega al dintel del salón gris de plata, donde están los innumerables espejos, y se queda herido de asombro. A pesar del crepúsculo que cae ve reflejarse en esos espejos a la señora Sita y a su hijo, el pálido Václav. Están sentados muy lejos el uno del otro, inmóviles, en las sillas de seda clara, y se miran. No se hablan. Podría creerse que nada se han dicho aún. ¡Extraño! "¿Y?", piensa el señor Mráz, con un punto de interrogación detrás de cada palabra. "¿Y?" Hasta que pierde la paciencia. "¿En qué puedo serviros?", vocifera, "¡Os lo suplico, señoras y señores, no os molestéis!" Su hijo se sobresalta y se vuelve hacia la puerta, pero Pán Mráz le ordena estarse. Desde entonces, tiene un entretenimiento, durante las tardes demasiado largas. Cada vez que se siente muy disgustado, recorre con su silencioso calzado la sarta de habitaciones dormidas hasta el pequeño salón de los espejos.
Ocurre que los dos jóvenes no estén todavía allí. En ese caso los hace buscar.
-"Mi mujer y el joven señor",-vocifera al doméstico.
Y he aquí que ellos deben sentarse frente a frente, en las mismas sillas de costumbre. "No os aflijáis por mí", exclama el señor Václav con una voz lánguida, y se instala cómodamente en el gran sillón central. A veces parece dormir, o por lo menos respira como si durmiera. Pero tiene, sin embargo, los ojos entreabiertos y observa a los dos jóvenes. Se ha habituado poco a poco a la penumbra. Ve mucho mejor que la primera vez.
Ve los ojos del joven y de la joven huirse mutuamente y encontrarse, no obstante, sin cesar en todos los espejos. No se le escapa que temen caer el uno en los ojos del otro, como en un abismo sin fondo. Y que, a pesar de todo, se arriesgan hasta el borde de la sima. De pronto los posee un vértigo; y ambos cierran los ojos al mismo tiempo como si fueran a saltar juntos desde lo alto de una torre.
Entonces Pán Mráz ríe y ríe. Después de un largo intervalo ha recobrado su risa. Es buena señal: ciertamente, se hará muy viejo.
F I N
Rainer Maria Rilke (1875-1926)
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