13 julio 2008

Volando con el trueno de Álvaro Cunqueiro

Hace exactamente dos años que me senté a esta misma máquina, en la redacción de «Faro de Vigo», a escribir mi primer artículo de esta ya quizás excesiva serie de «El envés». Y lo titulaba así: «Volando con el trueno». No lo quiero releer.
Supongo que hablaría de Cuchulain, y del arcángel Izrail, y del enano secreto del Basileo, y del mago Virgilio, tan famoso en la Edad Media romana, leyenda del Virgilio latino de la melancolía geórgica y de los viajes de Eneas, el último nostos de la diáspora troyana. Escribí aquel artículo porque aquel día abría sus rayos una tormenta en el fondo de saco de la ría, sobre la isla de San Simón y el Berdugo, bajo la puente militar de Sampaio -escribíamos Berdugo con B, que es lo propio-, y sonaba el trueno solemnemente, lo mismo que hoy, en que me cogió la tronada en las afueras, sentado entre boticarios, comiendo honestamente en honor de su presidente provincial, Domingo Fernández del Riego, bajo una parra de alicante morisco, que por cierto abre muy bellamente y es la tal para una sombra de mayo. Estábamos en la segunda queimada cuando comenzaron a caer sobre nuestras cabezas, deslizadas de las amplias hojas de la parra, gruesas gotas. Esto le hubiera gustado a esos eruditos y poetas chinos que yo cito tantas veces, los cuales consideraban que unas gotas caídas de las ramas de los árboles, en verano, tras la tormenta, eran una caricia perfecta para la cabeza de un hombre feliz.
Cuchulain mandaba con su dedo índice de la mano derecha los rayos a ahogarse en el océano. Era el príncipe de los nubeiros entre los gaélicos, de esos humanos que arriendan el rayo, o como Emil, el sobrino de Diterico de Berna, lo saben transformar en rutilante espada o en larga lanza. No sé dónde leí -que ya van olvidados los más de los libros, compañeros de mocedad- que en Zelanda, en las aldeas, los labriegos y pescadores cebaban a una mujer, la cual, engordando, con sus mantecas ahuyentaba la chispa. He sido una vez, en el País Vascongado, dueño de una piedra serpentina, de una ofita, que procedía de cabaña de pastor pirenaico, en la cual hacía oficio de espantarrayos en los días tormentosos, y en las horas calmas servía para, calentada en las brasas y metida luego en la olla de barro, ayudar a hervir presto a la leche, a la que daba un sabor peculiar. Los vascones le llaman a la piedra serpentina cincunegui, que vale por «piedra de la cigüeña». También la Ciconia alba, en las altas torres donde anida, preserva del rayo...
Digo todo esto para que se vea que soy el ser menos imaginativo que ande por ahí, y que lo más propio mío es sumar noticias que muestren lo vario que es el mundo, y lo ricamente, y con cuántas sorpresas, se puede almacenar la memoria humana. Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que llaman la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero ayudar, en lo que me sea posible y aún bastante más, al hombre de estos días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los profesionales de la angustia, y busco en la gran peripecia humana, tantas veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, la razón de continuar.
De continuar contra la miseria, contra la violencia, contra el terror, contra la mentira. Es el hombre el animal más extraño, que decía el Estagirita, pero también la hierba más débil.
Resiste porque sueña, y porque el amor hace olvidar el hambre. Yo no me evado ni ayudo a nadie a evadirse: me enfrento, simplemente, con los tristes, porque creo que la tristeza traiciona la condición humana. Dante encontró a los tristes en el Infierno. Le decían al gibelino: «Tristes fuimos en el dulce aire que del sol se alegra...». El gibelino y yo vamos, al borde la tiniebla, creyendo que toda hora es alba.
“Viajes Imaginarios y Reales” de Álvaro Cunqueiro

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