21 marzo 2008

Procesión de Jueves Santo en Valdemoro

Jueves Santo 2008. Valdemoro

Procesión de Jueves Santo. Valdemoro

Jueves Santo, procesión en Valdemoro

JS2008VALD4

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (8)

Los nativos de la Tierra del Fuego habían soportado muy bien en general el año de viaje que llevaba el Beagle desde que salieron de Inglaterra. Habían aprendido a hablar inglés con bastante soltura, habían asimilado o parecían haber asi­milado las enseñanzas religiosas de FitzRoy y parecían darse cuenta de qué era lo que se esperaba de ellos. York Minster anunció que al descender a tierra en su país nativo pensaba casarse con Fuegia Basket. Después de esto se había mostrado muy celoso y tenía motivos, porque Fuegia era la única mujer del barco. La muchacha, si hemos de creer en los dibujos que FitzRoy hizo de ella —el capitán era un aficionado bastante bueno—, tenía una carita muy linda e incluso entre los nativos de la Tierra del Fuego, que eran notables por su buena presen­cia, hubiera podido pasar por una belleza. En Río vivió en tierra varios meses a cargo de un inglés que prosiguió instru­yéndola en los encantos del mundo civilizado. Jemmy Button tenía tan buen humor como siempre y parecía ilusionado con la idea de volver a su casa. Hasta Matthews, el misionero, daba la impresión de tomar las cosas con calma y hallarse resuelto a llevar la vida solitaria y devota de un exilado.
Sí, todo aquello estaba muy bien. Pero no había que perder de vista que la empresa era realmente pintoresca, aunque muy propia, si se piensa bien, de un hombre como FitzRoy. El capitán, por propia iniciativa, y sin que nadie le aconsejara nada, había atrapado a aquellos seres errantes, tres años antes, los había llevado a Inglaterra y los había domesticado como se puede domesticar un animal salvaje. Y ahora, sin más guía que un joven misionero inexperto, que no había estado nunca fuera de su país, pensaba soltarlos, y no en una comunidad sedentaria, sino en una región inexplorada de te­rribles tormentas y de un frío inaguantable, en donde unas cuantas tribus nómadas procuraban vivir como podían de una manera tan primitiva como en los tiempos neolíticos. Había una arrogancia conmovedora en todo esto. Pero tal era la fe de FitzRoy, que realmente, el capitán creía que aquella pobre Fuegia Basket y sus compañeros serían capaces de impartir la divina luz a los salvajes habitantes de la Tierra del Fuego. El capitán tenía la idea de que no había razas separadas en el mundo, que todos descendíamos de Adán y Eva, los cuales, por supuesto, empezaron a vivir un buen día completamente crecidos y enteramente civilizados; ¿de qué otra forma hubiesen podido mantenerse vivos? Pero los descendientes de Adán y Eva se habían estropeado, y cuanto más se alejaron de la Tierra Santa hacia las partes más primitivas del mundo, más fueron perdiendo el contacto con la civilización. Esto explicaba el estado de aquellos pobres fueguinos. No obstante, podían ser salvados. Todo lo que había que hacer con ellos era devol­verles la civilización y el conocimiento de Dios, de que sus antecesores habían disfrutado en el Jardín del Edén. Para añadir un toque más de irrealidad a este proceso, los fueguinos fueron provistos por la Sociedad Misionera de Londres de un equipo completo compuesto de un conjunto de cosas que hu­bieran sido muy útiles en un pueblo de las islas británicas, pero que, probablemente, no servirían de mucho en aquellos desiertos helados. Entre otros elementos igualmente sensatos les habían dado telas, bandejas, loza, vasos, soperas, capotas y ropa interior, y sabe Dios qué otra serie de objetos igualmente sor­prendentes para los hombres de una tribu salvaje, aunque muy apropiados para mostrarles lo mucho que la civilización había adelantado en la otra parte del mundo.
La Tierra del Fuego tenía un clima imposible, uno de los peores del mundo. Aunque el Beagle llegó a mediados del verano, tuvo que luchar durante un mes con montañas de olas al tratar de doblar el Cabo de Hornos. Una vez lo atrapó una ola, llevándose uno de los botes y el barco se hubiera ido a pique si la tripulación no hubiese abierto los portillos, dejando que el agua saliera de nuevo rápidamente, y si no lo hubiese hecho todo en un abrir y cerrar de ojos. FitzRoy, que era un gran marino, corrió el temporal y logró anclar felizmente en Goree Roads, en la parte occidental de la entrada del canal que había sido bautizado en el viaje anterior precisamente con el nombre del Beagle. Los glaciares llegaban hasta el mar y en el interior enormes montañas cubiertas de bosques de hayas y nieves perpetuas desaparecían entre los furores de las tormentas.
La primera impresión que a Darwin le causaron los nativos de aquella tierra fue la de que resultaban más semejantes a los animales salvajes que a los seres humanos civilizados. Esto le hizo luego pensar de manera profunda cuando se puso a escribir sobre la evolución del hombre. Eran altos, inmensos, de cabellos largos, foscos y caras cadavéricas que se pintaban a rayas rojas y negras con círculos blancos alrededor de los ojos. Se afeitaban las cejas y la barba con conchas puntiagudas. El color de la piel era cobrizo y la cubrían con una capa de grasa. A excepción de un pequeño manto de guanaco sobre sus hombros, iban desnudos. Era asombroso cómo podían aguantar el frío. Una mujer que, mientras amamantaba a su niño, había llegado a ver el Beagle en una canoa, permaneció tranquila­mente sentada en medio de las olas con su niño al pecho, mientras el aguanieve caía y se congelaba en su pecho desnudo. En tierra, esta gente dormía sobre el suelo húmedo mientras la lluvia caía a raudales de los techos de sus cabañas, hechos de piel sin curtir. No cultivaban nada. Su comida era un ban­quete variado de pescado, mariscos, pájaros, focas, delfines, pingüinos, setas y, algunas veces, nutrias. Su lenguaje parecía hecho de una serie de toses guturales. Sin embargo, no eran hostiles y no sentían miedo. Cuando Darwin descendió a tierra con los marinos se agruparon a su alrededor, acariciándole el rostro y el cuerpo con gran curiosidad. Eran unos imitadores extraordinarios, y cada gesto que Darwin hacía, así como cada palabra que decía era imitada a la perfección. Cuando les hizo muecas, ellos le contestaron con las mismas muecas inme­diatamente.
Jemmy Button, desde su posición un poco más alta en la esca­la de la civilización, se encontraba un tanto cohibido con aque­llos tipos y Fuegia Basket se escapó. Aquellas tribus —explicó Jemmy-— no eran las suyas; eran tribus muy malas, muy primiti­vas. FitzRoy espiaba a Matthews con fijeza para ver sus reaccio­nes. El misionero estaba un tanto lacio, pero dijo que los salvajes «no eran peores de lo que había esperado». Para llegar hasta el pueblo de Jemmy cuatro botes del Beagle, cargados con los regalos de la Sociedad Misionera de Londres, avanzaron por las tranquilas aguas del canal del Beagle hasta la bahía de Ponsonby. Milagrosamente, el tiempo mejoró y apareció un sol brillante que lanzaba destellos cristalinos sobre aquellos campos y bosques sembrados de nieve. Al acercarse a la bahía fueron recibidos con gritos de júbilo desde la orilla y una flota de canoas salió a recibirles. Llegaron a una especie de abrigo, donde una deliciosa pradera sembrada de flores corría hasta el bosque y decidieron plantar allí la instalación del campa­mento. Debió de haber sido una escena curiosa y divertida: los nativos salvajes en número aproximado de un centenar, rodeándoles y observándoles cuando las tiendas fueron levan­tadas para albergar la impedimenta y los marineros entregados a la tarea de levantar tres wigwams, una para el misionero, que parece que tomó parte en todo ello de una manera cavilosa y no muy entusiasta; sin duda alguna, sus aprensiones iban creciendo; otra para Jemmy y una tercera para York Minster y Fuegia Basket, que se habían unido al grupo. Las mujeres de la tribu se mostraban particularmente cariñosas con Fuegia. El trabajo siguiente consistió en excavar y plantar un verdadero huerto, y por la noche, cuando los marineros se quedaron desnudos hasta la cintura para lavarse, los nativos estuvieron rodeándoles, atónitos, no sabiendo de qué mara­villarse más: si del acto de lavarse o de la blancura de su piel. Luego se sentaron todos alrededor de los fuegos del campa­mento, los marinos temblando de frío y los fueguinos sudando de calor. Hubo un momento emocionante cuando la madre de Jemmy, dos hermanas suyas y cuatro hermanos más llegaron a visitarle; las mujeres huyeron y se escondieron al ver a Jemmy con sus botas y su indumentaria británica. Jemmy había olvidado casi por completo su lengua: «era cosa de risa pero casi produ­cía compasión oírle hablar a su hermano salvaje en inglés y luego preguntarle en español si le había entendido o no» —escribe Darwin—. Sus hermanos no decían nada; daban vueltas alrede­dor de él, como perros que se encuentran por vez primera. Al día siguiente Jemmy consiguió vestirlos a todos, y las cosas marcharon en forma más amistosa.
Al cabo de cinco días FitzRoy decidió dejar a Matthews y a sus pupilos que se las arreglasen por su cuenta durante unos días, mientras él, con cuatro botes, exploraba el Canal del Beagle. Darwin no creyó nunca que el experimento de los fueguinos tuviera la más mínima posibilidad de éxito. No le gustaban y no tenía confianza en ellos. Después del primer contacto se habían hecho cada vez más pedigüeños y Bynoe fue testigo de un acto de crueldad que le horrorizó: un niño que había robado un cesto de huevos de gaviota, fue golpeado por su padre contra las piedras, hasta que, deshecho y sangriento, le dejaron abandonado para que se muriera. Jemmy Button le contó a Darwin que los fueguinos eran caníbales; en un invierno especialmente duro, mataron y se comieron a sus mujeres, y Darwin repite en su diario la conversación que el capitán de un barco cazador de focas había mantenido con un chico de la Tierra del Fuego. ¿Por qué no se comían a los perros?, le preguntó el capitán. «Perros cazar nutrias» -—con­testó el niño—. «Mujeres no servir de nada; hombres muy hambrientos.» Así pues eran verdaderos y atroces caníbales. «Experimento —escribió Darwin a su hermana Carolina— un verdadero desagrado sólo con oír las voces de estos desgra­ciados salvajes.»
Así es que no fue del todo una sorpresa cuando la expedición volvió al campamento y encontró que durante los diez días transcurridos, los nativos habían desbaratado enteramente la instalación. Matthews salió a su encuentro en estado de gran agitación. Tenía algo terrible que contar. En cuanto se fue la gente del Beagle los nativos habían empezado a robar sus cosas, y cuando él trató de defenderlas le atraparon, le golpearon y golpearon y le amenazaron de muerte. El huerto fue arrasado. Los nativos se rieron cuando Jemmy y él trataron de impedirlo, y cada día la situación se fue haciendo más amenazadora. Jemmy también fue molestado, pero el taciturno York Minster se puso del lado de los nativos y los había dejado solos. En cuanto a Fuegia Basket, se negaba a salir de su cabaña y a saludar a sus amigos del Beagle. No quería en adelante nada con los hombres blancos.
FitzRoy se encontró sorprendido, dolido y asombrado. No se había propuesto hacer nada malo a esta gente; solo había querido ayudarles. ¿Por qué tenían que comportarse así? Pero no estaba resuelto a perder del todo la esperanza. A Matthews, desde luego, volvería a subirle a bordo, pero los otros te­nían que quedarse y tratar de extender la luz entre sus salvajes paisanos. Distribuyó hachas entre los grupos de atónitos fue­guinos que había alrededor, recomendó a Jemmy y a Minster a Dios y a todos los santos y se hizo a la vela, prometiendo volver.
En realidad pasó un año antes de que volviera, pero la historia de los fueguinos es tan extraordinaria, que conviene relatarla aquí. A la siguiente visita del Beagle el campamento estaba abandonado. York Minster y Fuegia se habían marchado con las cosas pertenecientes a Jemmy y se habían unido a los salvajes. Jemmy se quedó algún tiempo más, pero había dejado el estilo de vida civilizada como si no lo hubiese conocido nunca; sus vestidos habían sido reemplazados por una indu­mentaria rústica, estaba terriblemente delgado y sus cabellos, tan pulidos en otros tiempos, caían en greñas desagradables sobre su rostro pintado. «Apenas pudimos reconocer al pobre Jemmy —escribe Darwin—. En lugar del mozo bien vestido y elegante que dejamos, encontramos un salvaje escuálido y desnudo.» No obstante, se mostraba amistoso. Fue hasta el Beagle con una canoa a llevar varias pieles de nutria como regalo a FitzRoy y a Bynoe, y dos lanzas para Darwin.
«Comió a bordo con la misma exquisitez y limpieza que antes» —observa Darwin—■. Pero dijo que no quería unirse a ellos. De ninguna manera. Había encontrado una mujer; ella se quedó en la canoa llamándole pero no quiso subir a bordo; esta gente era su gente, aquella era su casa y había acabado con la civilización para siempre. Con todos sus planes por tierra, FitzRoy hizo lo que pudo para salvar al menos este alma. Rogó a Jemmy que siguiera por el buen camino e hizo llegar chales y una capa de encaje dorado a su pequeña y extraña mujer de la canoa, pero Jemmy se mantuvo inflexible. Remó hasta la orilla y lo último que vieron de él los del Beagle fue una figura oscura de pie, junto al fuego, haciendo ademanes de adiós, como observa Darwin, «para toda la vida».
Cualquiera que fuese la consecuencia que sacara FitzRoy, para Darwin, al menos, los hechos estaban claros. Llevando a los nativos a Inglaterra no se les podía hacer más que daño; su breve vistazo de la civilización les había hecho más difícil el vivir en su país nativo; no podía interrumpirse de este modo el curso de la naturaleza esperando tener éxito. Lo más im­portante de las razas primitivas era que podían sobrevivir solo si se les dejaba a su aire, y libres para ajustar sus movimientos a su propio medio; si se interponía uno en su vida, estas gentes se morían. Los indios de América estaban muriendo, lo mismo que los aborígenes de Australia; a los de la Tierra del Fuego les llegaría pronto su hora. Y, en efecto, a finales del siglo XIX las tres tribus fueguinas que existían estaban al borde de la extinción. Los alacalufes, un pueblo pescador de los canales occidentales, se contaban por miles en la época de la visita de Darwin; hacia 1960 apenas si quedaban unos centenares.

20 marzo 2008

Aranjuez, palacio con obras

Aranjuez: el palacio con obras

dependencias anejas al Palacio de Aranjuez

Palacio y antiguas caballerizas anejas con su galería

otra de fuga

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (7)

El día 7 de septiembre llegó el barco a la pequeña ciudadela de Bahía Blanca, a unas cuatrocientas millas al sur de Buenos Aires y desde aquí empezó FitzRoy su reconocimiento y medi­ciones de la costa de Patagonia, todavía no llevada a los mapas con cálculos exactos. Era un lugar desolado. La amplia y desierta bahía estaba llena de bancos de barro, cubiertos de tristes cañas y de ejércitos de cangrejos. En el interior no crecían árboles —apenas llovía nunca— y un viento desolado barría las chatas llanuras de las pampas. La guarnición argentina consistía en un pequeño grupo de gauchos haraposos que hacían el papel de soldados y que vivían como eremitas en un fuerte rodeado de un foso y un muro. Indios bravos, muy distintos de aquellos que habían sido «domesticados», iban y venían por el interior y no era seguro alejarse mucho del fuerte. Los sol­dados se mostraron recelosos a la vista del Beagle, porque podía suceder que estuviera llevando armas a las tribus o quizá que espiase para algunas potencias extranjeras, y en particular no les gustó nada el aspecto del naturalista Don Carlos Darwin. ¿Qué estaba haciendo en tierra con sus dos pistolas bien ajustadas en el cinturón, y su martillo geológico en la mano? Le siguieron por la playa y le observaron con desconfianza cuando empezó a desenterrar algunos viejos huesos incrustados en la escollera.
En Punta Alta, en las afueras de Bahía Blanca, que fue el lugar de sus mayores descubrimientos, Darwin tropezó con un banco de guijarros cerca de la orilla, a unos veinte pies de altura, con estratos de greda rojiza, alternando con los gui­jarros. Huesos fosilizados salieron entre la grava y el barro, al pie del banco, extendidos en un área de unas doscientas yardas cuadradas. Al principio Darwin no pudo imaginarse qué era lo que estaba desenterrando: un colmillo, un par de grandes garras, un cráneo parecido al del hipopótamo, un gran caparazón con escamas, que se había petrificado... Lo único que tenían en común los restos, aparte su extravagan­cia, era su enorme tamaño, mucho mayor que el de cualquier animal conocido, vivo en aquella época. Por entonces, 1832, se habían hecho muy pocos trabajos de investigación sobre la paleontología de la América del Sur; medio siglo antes, el esqueleto de un megaterio o calípedes gigante se encontró en la Argentina y fue enviado a Madrid, y Humboldt y algunos otros viajeros habían desenterrado algunos dientes de masto­donte, pero poco más se conocía; así es que es fácil imaginar la excitación de Darwin al empezar a tomar forma ante sus ojos estos viejos animales prehistóricos, casi legendarios. «El gran tamaño de los huesos de los megaterios es extraordi­nario», escribió en su Diario. Por entonces Darwin tomó un ayudante llamado Sims Covington, que antes había formado parte de la dotación del Beagle, y que había sido inscrito en libros como «violinista y chico del camarote de popa». Darwin le enseñó a preparar pájaros y animales y a ayudarle en ge­neral en sus trabajos. Covington no era, sin embargo, al pa­recer, muy simpático. «Mi criado es un tipo extraño —escribía Darwin—. No me resulta muy simpático, pero quizá sea su rareza lo que le hace perfectamente apto para mis propósitos.» No obstante, parece que se entendían bien, ya que Covington estuvo al servicio de Darwin muchos años después de que el Beagle volviese a Inglaterra. Darwin y Covington se entregaban al trabajo con hachas puntiagudas. El tiempo corría y Darwin estaba metido de cabeza en su investigación: «He estado por la noche en Punta Alta trabajando durante veinticuatro horas en búsqueda de huesos. Hemos tenido mucho éxito y la noche se ha pasado agradablemente.» Más esqueletos fosilizados salieron a la luz y fueron dispuestos en la playa. Darwin em­pezó a darse cuenta de que estaba bregando con criaturas que virtualmente eran desconocidas de la zoología moderna y que habían desaparecido de la tierra hacía milenios. Eran partes del calípedes gigante, el monstruo que usaba de sus garras para encaramarse a las cimas de los árboles, ya que solo se alimentaba de vegetales, y de dos o tres animales, igualmente enormes e íntimamente relacionados: el megalonix y el scelidoterio. Consiguió casi un esqueleto completo de este último. Luego estaban el toxodón, «uno de los animales más extraños que se han descubierto»; el armadillo gigante; el colmillo de un milodonte, un elefante extinguido; una macrauchenia, «cuadrúpe­do singular» y una especie de llama salvaje tan grande como un camello. Todos estos huesos se hallaban encamados en una gruesa matriz de conchas de mar, «una catacumba perfecta para monstruos de razas extinguidas».
Lo más importante de estos animales para Darwin era que se asemejaban estrechamente a las contrafiguras más pequeñas, vivas en el mundo de hoy: los pequeños perezosos que viven en los árboles, el pequeño armadillo excavador, el delicado gua­naco. «Esta maravillosa relación en el mismo continente entre los muertos y los vivos arrojará, no me cabe duda, mucha luz sobre la aparición de los seres orgánicos en nuestro planeta y sobre su desaparición» «—escribió—. ¿Dónde habían estado estas grandes bestias en la época del diluvio? Quizá lo más misterioso de todo fuese el descubrimiento de los huesos de una especie de caballo. Cuando los conquistadores españoles llegaron a la América del Sur en el siglo XVI, el caballo era desconocido. Sin embargo, aquí tenía Darwin la prueba defini­tiva de que esta clase de animales habían existido en un pasado remoto. ¿Podría significar esto que las varias especies estaban cambiando sin cesar y desarrollándose y que las que no lograron adaptarse al medio que les rodeaba se habían extinguido? Si era así, entonces los habitantes actuales del mundo eran muy distintos de los que Dios creó originalmente. Aún más: había que plantearse algunas preguntas sobre si la creación pudo haberse llevado a cabo en una sola semana. La creación era un proceso continuo que había estado en marcha durante mucho tiempo. ¿Qué era lo que había exterminado a tantas especies? «Ciertamente, no hay un hecho en la larga historia del mundo tan asombroso, tan extendido ni tan repetido como la exter­minación de sus habitantes» —escribió Darwin—. Acarició la idea de que los cambios de clima explicasen la exterminación y, después de considerar muchas teorías, llegó a la conclusión de que el istmo de Panamá pudo, en otro tiempo, haberse hallado sumergido. Esto era exacto: durante setenta millones de años no hubo istmo de Panamá; la América del Sur era una isla y estos grandes animales vivieron en un aislamiento absoluto. Cuando el istmo se elevó y América del Norte quedó unida a América del Sur, permitiendo la entrada de nuevos animales de presa y nuevos rivales, el destino de la mayoría de estos curiosos e indefensos animales quedó sellado.
Cuando Darwin llevó sus ejemplares a bordo del Beagle Wickham se disgustó por «el barullo» que organizaba en sus limpias cubiertas y gruñó contra «aquel condenado material». FitzRoy recordaba más tarde «cómo nos reíamos ante la aparente basura que llevaba a bordo con frecuencia». Pero para Darwin era aquello cuestión importante, y debió de ser por entonces cuando empezó a discutir con FitzRoy sobre la autenticidad de la historia del diluvio. ¿Cómo habían podido entrar estas enormes criaturas en el arca? FitzRoy tenía la respuesta: no todos los animales habían logrado entrar en el arca, explicó; por alguna divina razón, algunos habían quedado fuera y se habían ahogado. Pero Darwin protestaba: ¿se habían ahogado? Había pruebas, las conchas de mar, por ejemplo, de que aquí la costa se había levantado por encima del mar y que estos animales corrieron por las pampas de la misma manera que los guanacos en la época actual. La tierra no se había elevado, dijo FitzRoy; había sido el mar el que se elevó y de ahí los huesos de los animales, que eran una prueba adi­cional del diluvio.
En aquella primera etapa del viaje, Darwin no estaba preparado para exponer sus teorías de manera convincente; él mismo se veía desorientado, necesitaba más pruebas, le hacía falta más tiempo para pensar en lo que le habían propor­cionado sus hallazgos, y hasta se mostraba inclinado a creer que aquellas ideas nuevas y perturbadoras que poblaban su mente eran erróneas. Desde luego, no tenía ningún deseo de negar la verdad de la Biblia; era sencillamente cuestión de interpretación, la manera de interpretar sus palabras a la luz de la ciencia moderna. En este aspecto FitzRoy se mostraba muy deseoso de echarle una mano. Y casi nos parece ver a los dos hombres en el pequeño camarote, con la lámpara moviéndose sobre sus cabezas y los veintidós cronómetros marcando el tic-tac, y los libros abiertos esparcidos ante ellos: la Biblia de pá­ginas sobadas de FitzRoy y el segundo volumen de Lyell sobre geología, que acababa de llegar a las manos de Darwin... Sin embargo, de alguna manera, entre una y otra cosa, pen­saban los dos hombres, se podría llegar a la verdad. Por último, a finales de noviembre de 1832 se encaminaron hacia el Sur para llevar a cabo el experimento en el que el propio FitzRoy había puesto grandes ilusiones: el desembarco de Jemmy Button y sus amigos en las costas occidentales de la Tierra del Fuego, donde habían vivido anteriormente, y el enclave de un puesto avanzado de la cristiandad en aquella costa remota y so­litaria.

19 marzo 2008

Las afueras: Valdemoro

las afueras: alameda

las afueras: jaramagos, olivos y chopos

las afueras: jaramagos y olivos

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (6)

La pelea se había olvidado a la mañana siguiente, pero el hecho de que la venta hubiera podido tener lugar, el hecho de que Lennon hubiera podido separar aquellas familias que habían estado viviendo juntas durante tantos años y de que pocos hubieran pensado que era una cosa cruel e inhumana fue para Darwin algo monstruoso y desagradable. No se sintió tranquilo ni cuando, a la mañana siguiente, toda la comunidad se reunió en el cuadrángulo para rezar las oraciones y el cántico de los himnos. Las voces de los negros se elevaron dulcemente en el aire mati­nal y Lennon bendijo a todos antes de que salieran para el trabajo.
Darwin había sentido siempre un profundo aborrecimiento por la esclavitud; en Inglaterra sus parientes, los Wedgwood, se contaron entre los primeros que lanzaron una campaña contra ella, y estaba todavía cavilando sobre lo que había visto y sobre la crueldad y la hipocresía con que se cubría todo aquello, cuando volvió a Río de Janeiro. Le hervía la sangre y hacía temblar su corazón la idea de que ingleses y norte­americanos se vieran envueltos en el tráfico de esclavos. Le habló de ello a FitzRoy un día, cuando estuvieron a bordo del Beagle. Los puntos de vista de FitzRoy sobre la esclavitud eran los que podían haberse esperado de él; sin aprobarla de manera explícita, pensaba que había muchas cosas que hablaban en su favor. Era un sistema antiguo, tan viejo incluso como la Biblia, y no podía desmontarse rápidamente y sobre todo por gentes idealistas de mente liberal que nunca habían tenido la respon­sabilidad de hallarse al frente de una gran plantación. Cuando Darwin comenzó a contar sus aventuras, FitzRoy le escuchó al principio con calma. Le dijo que también él había hecho una visita a una plantación mientras Darwin había estado ausente y que había encontrado esclavos viviendo en condiciones tan buenas como las de los campesinos de Inglaterra. El dueño de la plantación había llamado incluso a algunos de los hombres y FitzRoy personalmente les había preguntado si se sentían des­dichados por ser esclavos y querían emanciparse. Todos ha­bían contestado que no.
Darwin estaba demasiado enfadado para ser prudente. ¿Qué otra respuesta podían haber dado delante de su amo? El tono de su voz y su sonrisa de desprecio enfurecieron a Fitz­Roy. Si Darwin dudaba de sus palabras, dijo, sería preferible que saliera del camarote; era imposible que siguieran convi­viendo ni un momento más. Darwin dijo que aún haría algo por su cuenta: se marcharía del barco inmediatamente. Y con estas palabras se fue del camarote.
Nadie se mostró dispuesto a ponerse al lado de FitzRoy en este asunto. En cuanto oyeron hablar de la pelea, los otros oficiales fueron a ver a Darwin y le dijeron que si quería trasla­dar sus bártulos a los camarotes de ellos, sería recibido con los brazos abiertos. Mientras tanto, FitzRoy había enviado en busca de Wickham y estuvo desahogándose hablando mal de Darwin y de todo lo que Darwin representaba. Pero poco a poco se fue calmando, y como sucedía siempre con aquella naturaleza tensa y demasiado exigente consigo misma, empezó a asediarle el remordimiento. Había ido demasiado lejos. Tal vez se había equivocado. Posiblemente había herido los senti­mientos de Darwin. Deseaba que Darwin volviera con él. Al oír decir esto, Wickham subió a cubierta: El capitán deseaba ofrecer sus excusas al señor Darwin y le rogaba que volviera a su camarote. Darwin se mostró propicio. Después de todo, lo importante de aquel viaje era la gran aventura. Para entonces había conseguido ya montar un trabajo ente­ramente por su cuenta y aquello era más importante que cual­quier pelea personal. Quizá fuera una suerte, después de todo, que en los próximos meses tuvieran que separarse; mientras FitzRoy iba al Norte hacia Bahía con el Beagle para proseguir sus mediciones de la costa, Darwin seguiría en tierra en Río de Janeiro con Augustus Earle y el guardiamarina King.
Darwin disfrutó muchísimo durante su estancia. «Nunca he creído tener más suerte que con el retorno del Beagle a Bahía», escribió a su hermana Catherine. Los tres hombres compartían un hotelito muy agradable que solo les costaba, incluidos el alquiler y la comida, veintidós chelines a la semana, añadía Darwin con satisfacción, y estaba aumentando su colección de ejemplares, de arañas, mariposas, pájaros y conchas marinas, con el propósito de enviárselo todo a Henslow. Se puede tener una ligera idea de la meticulosa labor que requería aquel envío por una carta que Henslow escribió a Darwin al recibir en Cambridge la primera caja, unos seis meses más tarde. «Creo que ha hecho usted maravillas», decía; pero le animaba a usar más papel y menos relleno. Un magnífico cangrejo había per­dido todas las patas, un pájaro había llegado con las plumas de la cola dobladas, dos ratones habían llegado pulverizados... Los pequeños insectos eran los que llegaron en mejores condi­ciones, pero quizá fuese peligroso para sus antenas y sus patas envolverlos en algodón. Debió de ser una verdadera prueba para Darwin tener que aguardar tanto tiempo para recibir noticias de sus preciosas cajas. En una ocasión la carta de acuse de recibo tardó en llegar siete meses, con lo que hacía ya un año o más desde que el paquete fue enviado.
Cuando el Beagle volvió, trajo la triste noticia de que Charles Munsters, que era hijo de un amigo de FitzRoy y una de las personas más queridas a bordo, había muerto a causa de las fiebres. El ánimo de todos estaba muy bajo y deseaban salir cuanto antes hacia la nueva etapa del viaje, aunque Darwin no estaba ya muy entusiasmado con las largas estancias en el mar. No obstante, muy pronto se lanzaron otra vez al océano, hacia el sur del continente, hacia las regiones virtualmente desconocidas por la Patagonia y la Tierra del Fuego. «Deseo ardientemente poner el pie allí en donde ningún hombre lo ha puesto antes», escribía Darwin.
Darwin se mareó en cuanto salieron a mar abierto. Hay una breve nota en su cuaderno del 16 de julio de 1832 que suena a triste: «Fuerte mareo... Peces voladores... Marsopas...» No era de la clase de personas que acaban por acostumbrarse al mar, y al final de la travesía era tan mal marino como cuando salieron de Plymouth. A finales del viaje, en marzo de 1835, escribía a su casa: «Continúo padeciendo tanto del mareo, que nada, ni siquiera la misma geología, podría compensarme del sufrimiento y la falta de ánimo que me acomete.» Pero, a menos que físicamente le fuera imposible, nunca estaba ocioso en el barco. Iba y venía con su telescopio siempre que hubiese algo que ver; se pasaba los días observando y meditando sobre el vasto número de pájaros que veía y llegó a la conclusión de que el instinto migratorio tiene preferencia sobre cualquier otro: «Todo el mundo sabe cuan fuerte es el instinto maternal; sin embargo, el instinto migratorio es tan poderoso, que a fines del otoño algunos pájaros abandonan sus crías, dejándolas que perezcan en sus nidos.» Se refería también a una gansa hembra que, según habían contado, cuando llegó el momento de emi­grar tenía las alas rotas y emigró a pie.
En Río de Janeiro, Robert MacCormick, el cirujano, se fue del barco. Parece que nadie le tenía simpatía y hasta Darwin observa: «No ha sido pérdida alguna.» El hombre que ocupó su puesto, el joven Benjamín Bynoe, era, en cambio, persona muy agradable que por entonces se había hecho ya excelente amigo de Darwin. Compartía con Darwin el entusiasmo por la histo­ria natural, había hecho excursiones con él en tierra siempre que podía e hizo lo que pudo por aliviar el mareo de Darwin. Había tomado parte en el viaje anterior y era capaz de hacer muchas cosas útiles; también era el hombre con quien Darwin se desahogaba cuando tenía dificultades con FitzRoy. Una de las cosas más halagüeñas que pueden contarse de Bynoe fue que se ocupó con mucho interés de los nativos de la Tierra del Fuego, y Jemmy Button sentía gran afecto por él.
El Beagle navegaba ahora desde los trópicos hacia la zona templada y en estas aguas más frescas y más azules los hombres tuvieron que empezar a ponerse ropas de más abrigo. Darwin, como los oficiales, empezó a dejarse crecer la barba, lo que le daba, según dice él mismo, «el aspecto de un deshollinador mal lavado». Los domingos por la mañana, FitzRoy dirigía el servicio divino y debía de ser un espectáculo interesante verle en la cubierta de popa con los hombres a su alrededor y las velas flotando en lo alto. La pequeña Fuegia Basket y sus dos com­pañeros se ponían su mejor ropa. En torno estaba aquel deco­rado, tan familiar a la gente del barco que apenas si nadie reparaba en él: los mosquetes, las pistolas y los machetes colgando de la pared, detrás del timón, y el timón con su leyenda: «Inglaterra espera que cada cual cumpla con su deber», grabada en el borde, y, en el centro, un grabado de Augustus Earle representando a Neptuno con su tridente. El mar infinito como fondo... FitzRoy con su apasionado fundamentalismo, no podía dejar de leer de vez en cuando la lección del libro del Génesis: «Y Dios dijo: Hagamos a un hombre a nuestra imagen y seme­janza, y hagámosle dueño de los peces del mar y de las aves del aire y de las bestias de toda la tierra...» Casi nos parece oír aquella clara y autoritaria voz explicando a continuación: «Pero este hombre, a quien Dios había creado, se corrompió y llenó la tierra de violencia. Y así Dios inundó la tierra con las aguas durante ciento cincuenta días, y pensó en destruirle. Pero en su gran misericordia, Dios permitió a Noé construir un arca y tomar a bordo a su familia y a dos animales, macho y hembra, de cada especie, y todos ellos fueron salvados. Y así, el mundo que Dios creó en los comienzos fue preservado hasta el presente día. Recordemos todos los que estamos en este barco su divina providencia y pidámosle humildemente que bendiga este viaje nuestro hasta los mares inexplorados hacia los que nos dirigimos...» La escena es evocada por el cuadro de Earle titulado «Servicio divino, como se acostumbra hacer a bordo de una fragata británica en el mar», cuadro que más tarde expuso en la Real Academia de Londres.
FitzRoy se encontraba a sus anchas en el mar. En el breve espacio de su barco, las complicaciones y los fastidios de la vida en tierra no se encontraban, y las cosas podían ser de manera adecuada dominadas y organizadas; no había más que tener el cañón de bronce bien pulido y las velas bien tensas. La lucha con el mar era un asunto decoroso y decente, y no había por qué sentirse atemorizado. Se pensara lo que se pensara del capitán del Beagle, nadie podía poner en duda su valor. «Iría antes con FitzRoy y un grupo de diez hombre, que con cualquier otro con el doble número de dotación», escribía Darwin a su hermana Susana. «Es tan prudente y tan vigilante como resuelto y valiente cuando las cosas lo exigen así.» De manera que no se sintieron en manera alguna intimidados cuando las cosas se pusieron feas en el río de la Plata. Un crucero de veintiocho días desde Río de Janeiro les llevó hasta la rada de Buenos Aires; pero cuando estaban a punto de entrar en el puerto, el barco guardacostas abrió fuego sobre ellos. El primer disparo fue de pólvora, pero el segundo estaba cargado y pasó silbando sobre el aparejo del Beagle. FitzRoy echó anclas y en seguida envío dos botes a la orilla a pedir explicaciones. Antes de que los hombres pudieran poner pie en tierra, un funcionario de Aduanas salió, ordenándoles que volvieran atrás, y diciendo que tenían que someterse a una inspección de cuarentena. Pero Fitz­Roy no consentía en someterse a nada. Ordenó al Beagle ponerse en posición, sacó sus cañones y se acercó al guardacostas. Le hizo señales, diciéndole que si se atrevía a disparar otra vez enviaría una andanada a aquel podrido mamotreto. Con esto salió de la fangosa marea del río de la Plata hacia Montevideo, en donde la fragata británica Druid estaba anclada. Pronto se pusieron de acuerdo para que la Druid con sus cañones se diri­giese a Buenos Aires a exigir una explicación del Gobernador. Como todas las personas de a bordo, Darwin estaba furioso: «Espero que el guardacostas dispare un cañonazo a la fragata —escribió en su Diario— Si lo hace, va a ser su último día sobre el agua.»
Mientras tanto las cosas se habían puesto como si, efec­tivamente fuera a desencadenarse todo el escándalo que él deseaba. Un ministro del gobierno, en estado de agitación, apareció en el Beagle con la noticia de que las tropas negras de Montevideo se habían rebelado. ¿Querría FitzRoy enviar a tierra a un grupo de hombres, aunque solo fuera para proteger las propiedades de los mercaderes británicos? Sí, respondió FitzRoy, lo enviaría. El mismo se puso a la cabeza para hacer el primer reconocimiento e inmediatamente, en cuanto llegó al dique, envió una señal a los hombres del Beagle para que bajaran a tierra. Cincuenta y dos hombres, armados con mosquetes y machetes, saltaron a los botes y desfilaron marcialmente por la calle principal para tomar posesión del fuerte central. Darwin iba con sus dos pistolas en el cinturón y una espada en la mano. Pero, ¡oh! desencanto, no sucedió nada. Los rebeldes se dispersaron y al cabo de una noche, pasada asando chuletas en el fuerte, la tropa de asalto del Beagle volvió pacíficamente al barco. Poco después el Druid volvió de Buenos Aires con las más corteses excusas y la noticia de que el capitán del guardacostas había sido detenido. No fue una victoria extraordinaria, ciertamente, pero habían tenido ocasión de mostrar a los argentinos quién eran quién y los acontecimientos tuvieron la virtud de estrechar los lazos entre la gente del Beagle y unirlos a todos más con su capitán. Se encontraban todos del mejor humor, cuando salieron hacia la árida costa del Sur.

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