Uno de los grandes descubrimientos del tiempo presente, e hilo del laberinto de los días en que vivimos, es el haber llegado a saber el hombre que todas las utopías son realizables y posibles. En el corazón del pensamiento político del siglo este hecho fructifica, y desde él se construye, para bien o para mal. La nostalgia de la Edad de Oro la desvanece en el hombre la posibilidad de la utopía, que llena el vaso que bebemos de sedes de futuro, y fuera de la romántica existencialista, en las entretelas de los días que pasan, está viviendo otra vez Cándido optimista: surge de nuevo el optimismo de la máquina, ahora más cierto porque el hombre, a poco que se le repare, será asimismo máquina. En las islas Sevarambas, ingenua utopía de un abate francés del XVIII, lo que en última instancia se pretendía hacer del hombre era un niño. Novalis veía la salvación del mundo en una alegre puericia, y así escribía que donde haya niños habrá siempre una Edad de Oro. Pero en las utopías, en los mundos felices de la imaginación de este siglo, desde Rusell y Huxley a Werfel y mi amigo Agustín de Foxá, del hombre se hace un «robot», y no deja de ser significativo que en cualquiera de esos mundos, sus creadores hayan de admitir el salvaje insurrecto, lámpara que arde con el alcohol de las pasiones antiguas, o el «robot» infeliz al que el amor estremece y despierta. Falta por escribir la utopía del «robot» feliz; yo he pensado que solamente un «robot» sería feliz si pudiese soñar. Aunque quizás soñando dejase de ser precioso artilugio automático para convertirse en inquieta pesadumbre humana. El «robot» total no sueña. En un estudio sobre ciertas escuelas hindúes, leía yo que lo primero que se hacía con los discípulos era enseñarles a no soñar durmiendo, y en vez de viajar los mudables países de los sueños, fugitivos rostros, deseos y pensamientos que un viento silencioso lleva y trae, los discípulos sonámbulos repetían en el sueño nocturno trozos de la gramática de Panini. Medio hombre muere privado de sus sueños. La libertad del hombre podía medirse por lo que se sueña.
Mi pereza y yo escribíamos hace algún tiempo la introducción a un mundo feliz en una isla: es decir, imaginaba una utopía a lo antiguo, limitando a una breve tierra la experiencia. Lo típico de las utopías contemporáneas es su carácter de universalidad. El orden de mi isla, como la república romana según Cicerón, descansaba en los augurios y el Senado: una pequeña ermita de Nuestra Señora en un alto cabe la mar, milagrosa la imagen que vino por las ondas al arenal con un cortejo de delfines, y el consejo de los ancianos, que solamente podían hablar por parábolas y ejemplos; patricia luna llamaba yo al Senado como los romanos al suyo, por la C de cien, siendo cien los senadores. Todo el gobierno de mi isla Sevaramba pendía del milagro que obrase la Virgen y de la fábula en los labios de los ancianos; era, pues, un gobierno a la vez imprevisible y previsor, y la coacción, moral: una sociedad cristiana, en el sentido de que la bastaba el tribunal de la penitencia. En mi ingenua utopía, un mundo, franciscano modo, vivía. La prohibición del milagro parece ser otro de los tópicos de las modernas utopías y los felices mundos futuros, y sólo en las reservas de los salvajes o cuando el «robot» quiebra con la ira de su carne y el apetito de su alma el cálculo cibernético, el nombre de Dios es pronunciado, y si de este nombre se ha perdido la memoria, el hombre lo halla de nuevo en la boca suya como agua fresca o como fuego.
Finalmente, en todos los mundos felices del futuro, padece la cocina. La tableta vitamínica se opone a aquella invención del espíritu humano, quizás la más rica en fantasía y en sutileza que yo acostumbro a llamar la cocina critiana occidental: utopía he leído en la que el «robot» se embriaga -¿Y para qué, si nada recuerda, si nada olvida?-, con píldoras. Y su embriaguez consiste en una especie de retroceso, en la vuelta, durante el período de borrachera, a movimientos simples, al balbuceo automático... En «La estrella de los nonnatos» de Werfel, el único vino y el único pan están en la mesa del Gran Arzobispo, y en la mesa del Gran Rabino hay leche, miel y dátiles. El Gran Arzobispo ha cogido el pan de la mesa, una hogaza de dorada corteza, y con el cuchillo ha cortado una rebanada, que ofrece al visitante. El Gran Rabino le acerca al viajero un plato de dátiles: con los largos dedos de sus pálidas manos ha tomado uno y lo lleva a la boca, como un patriarca antiguo del desierto acerca un oasis a su corazón. Alguien ha sido salvado. Forzando el argumento, recuerdo aquello que me decía don Pedro Mourlane Michelena: «Sin vino no hay cocina, y sin cocina no hay salvación, ni en este mundo ni en el otro».
Un artículo de Álvaro Cunqueiro
Mi pereza y yo escribíamos hace algún tiempo la introducción a un mundo feliz en una isla: es decir, imaginaba una utopía a lo antiguo, limitando a una breve tierra la experiencia. Lo típico de las utopías contemporáneas es su carácter de universalidad. El orden de mi isla, como la república romana según Cicerón, descansaba en los augurios y el Senado: una pequeña ermita de Nuestra Señora en un alto cabe la mar, milagrosa la imagen que vino por las ondas al arenal con un cortejo de delfines, y el consejo de los ancianos, que solamente podían hablar por parábolas y ejemplos; patricia luna llamaba yo al Senado como los romanos al suyo, por la C de cien, siendo cien los senadores. Todo el gobierno de mi isla Sevaramba pendía del milagro que obrase la Virgen y de la fábula en los labios de los ancianos; era, pues, un gobierno a la vez imprevisible y previsor, y la coacción, moral: una sociedad cristiana, en el sentido de que la bastaba el tribunal de la penitencia. En mi ingenua utopía, un mundo, franciscano modo, vivía. La prohibición del milagro parece ser otro de los tópicos de las modernas utopías y los felices mundos futuros, y sólo en las reservas de los salvajes o cuando el «robot» quiebra con la ira de su carne y el apetito de su alma el cálculo cibernético, el nombre de Dios es pronunciado, y si de este nombre se ha perdido la memoria, el hombre lo halla de nuevo en la boca suya como agua fresca o como fuego.
Finalmente, en todos los mundos felices del futuro, padece la cocina. La tableta vitamínica se opone a aquella invención del espíritu humano, quizás la más rica en fantasía y en sutileza que yo acostumbro a llamar la cocina critiana occidental: utopía he leído en la que el «robot» se embriaga -¿Y para qué, si nada recuerda, si nada olvida?-, con píldoras. Y su embriaguez consiste en una especie de retroceso, en la vuelta, durante el período de borrachera, a movimientos simples, al balbuceo automático... En «La estrella de los nonnatos» de Werfel, el único vino y el único pan están en la mesa del Gran Arzobispo, y en la mesa del Gran Rabino hay leche, miel y dátiles. El Gran Arzobispo ha cogido el pan de la mesa, una hogaza de dorada corteza, y con el cuchillo ha cortado una rebanada, que ofrece al visitante. El Gran Rabino le acerca al viajero un plato de dátiles: con los largos dedos de sus pálidas manos ha tomado uno y lo lleva a la boca, como un patriarca antiguo del desierto acerca un oasis a su corazón. Alguien ha sido salvado. Forzando el argumento, recuerdo aquello que me decía don Pedro Mourlane Michelena: «Sin vino no hay cocina, y sin cocina no hay salvación, ni en este mundo ni en el otro».
Un artículo de Álvaro Cunqueiro