03 diciembre 2007

Los diciembre en otras historias inventadas








Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad. Repudiado por su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su fidelidad a la vida, decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la muerte, dedicado a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia. José Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a sí mismo y a toda su familia plasmados en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol, se quedó mudo de estupor. De esa época databa el oxidado daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo erizado y ceniciento, el acartonado cuello de la camisa prendido con un botón de cobre, y una expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía muerta de risa como «un general asustado. En verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado la diáfana mañana de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba que la gente se iba gastando poco a poco a medida que su imagen pasaba a las placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre, fue Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien olvidó sus antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa, aunque nunca permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según sus propias palabras textuales) no quería quedar para burla de sus nietos. Aquella mañana vistió a los niños con sus ropas mejores, les empolvó la cara y les dio una cucharada de jarabe de tuétano a cada uno para que pudieran permanecer absolutamente inmóviles durante casi dos minutos frente a la aparatosa cámara de Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que existió jamás, Aureliano apareció vestido de terciopelo negro, entre Amaranta y Rebeca. Tenía la misma languidez y la misma mirada clarividente que había de tener años más tarde frente al pelotón de fusilamiento. Pero aún no había sentido la premonición de su destino. Era un orfebre experto, estimado en toda la ciénaga por el preciosismo de su trabajo. En el taller que compartía con el disparatado laboratorio de Melquíades, apenas si se le oía respirar. Parecía refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el gitano interpretaban a gritos las predicciones de Nostradamus, entre un estrépito de frascos y cubetas, y el desastre de los ácidos derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos y traspiés que daban a cada instante. Aquella consagración al trabajo, el buen juicio con que administraba sus intereses, le habían permitido a Aureliano ganar en poco tiempo más dinero que Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el mundo se extrañaba de que fuera ya un hombre hecho y derecho y no se le hubiera conocido mujer. En realidad no la había tenido.

En "Cien años de soledad" de Gabriel García Márquez

02 diciembre 2007

Magosto o para decir en Navidad

(Celébrase la fiesta algún día del primer tercio del mes de noviembre.) En la expectación de los días y al amor de las fiestas de la Navidad –al amor de las fiestas como al amor de un fuego de dulces y lentas llamas–, la idea sentimental de que alguna vez hubo una paz, de que hubo un mundo antiguo que conoció una paz humana, una paz de corazón y de mente –enraizada en razones del corazón, y en caritativos y emocionados movimientos de la inteligencia–, parece apoderarse de nosotros. Dos cosas hay, sin duda, que no se le pueden confiscar al hombre: la sombra y la nostalgia; la nostalgia de la Edad de Oro, tiempo en que el amor era la ley vivaz que regía el Cosmos. Don Quijote, con un puñado de bellotas en la mano, y hablando para pastores, lo dijo levantando la voz en la manchega noche: «¡Dichosa edad y siglos dichosos!»... Una ley vivaz, sí, y siempre de la parte de la humana soledad. Esa edad, sólo podría tener nostalgia del Paraíso. El pasado jueves, viniendo de Vigo a La Coruña, viajaba en el mismo vagón que yo una señora joven y hermosa, madre de seis hijos, que con el marido la acompañaban. El mayor, varón, de unos diez años; dos niñas, que me parecieron gemelas, de unos ocho; otras dos menores, también gemelas, como de cinco años, y finalmente un mamoncillo gracioso, de grandes ojos y rosado rostro, sobre año y medio de feliz edad. Gobernaba la madre aquel rebaño con tanta serena y gentil autoridad que pasmaba. Estaba atenta, lúcida, sonriente y fatigada por amor. El amor, ya lo dijo Shakespeare, se huele como un perfume; si los poetas tuvieran algún crédito en este tiempo, yo me hubiese acercado a aquella señora y le dijera que a mí también, como un regalo feliz de Pascuas, me había tocado algo del aroma de la rosa. Pero lo que me hubiese gustado decirle es de la lección de su autoridad, de esa humilde caricia con que ella a sí misma se perdonaba el ejercicio del materno mando... Quizás eran así los reyes paladines y mágicos, puros como fuente en que beban a la par el ciervo y la paloma, de la Edad de Oro.Quizás su diestra heroica, al regreso de la batalla –sólo hay dos guerras justas, en defensa de la pila bautismal, y por aguardar que el trigo sea segado en paz–, o viniendo de deshacer un entuerto, fuese así de liviana... Pero, ¿hubo alguna vez una paz? Añorarla, será como vivir del aroma de un vaso vacío. Yo, a aquella paz antigua, había pensado ponerle estas Navidades o unas canciones o la estampa de unas historias. Pero, sin duda, por caridad hacia mí mismo soledad primero. Las historias para decir por Navidad deben de ser historias por las que pase un ángel. O un ángel o una estrella. Y los versos como villancicos o lenta «quaderna vía», que son versos que andan los caminos como el hombre, con el andar del hombre. Podía contar la historia de aquel ángel que era menudico como una paloma, que se quedó así pasando por una corriente de aire frío, y tenía las alas azules y muy abiertas, como cola de paloma colipava, y viéndole tan menudo, lo puso Dios por custodio de los mirlos en las viñas de un príncipe iracundo que odiaba los negros cantores, y en ese quehacer estaba cuando nació en Belén el Niño, y no lo pudo resistir y allá se fue a adorarle, y se estuvo toda la noche diciendo aleluyas y subiendo y bajando por los ríos del aire, y cuando regresó a la guarda que le estaba encomendada, halló a todos mirlos degollados por el príncipe, tal y como Herodes degollaría poco después a los inocentes. (Ernesto Hello recordaba, aterrándose, que hubo un precio para la venida del Mesías: la degollación de los inocentes, y que hubo un precio para su muerte: treinta dineros, y añadía que en este misterio está la llave del rostro de este mundo, es decir, de la Historia). O también podía contarles de aquella estrella que el Señor mandó moler y luego entregó la harina a las gentes, y aquella harina era el primer fuego, que desde entonces habitó entre los hombres, y Dios se quedó con un puñadito de aquella harina para hacer, en día, la estrella que guiase a los Reyes Magos. Son historias que yo me cuento a mí mismo, y las parrafeo mucho, y aun invento palabras para que tengan, por el medio, como algo de música. Algo de música quisiera que tuviera también este decir, con el que quiero felicitaros las Pascuas: Primeiro foi o Anxo que falóu a María: nove meses de sono ata que véu o día. Pasóu a primaveira, e que ben frolecía. Pasóu tamén a sega, que moito pan había. Logo véu a vendima –i-o magosto dourado. I-o viño novo nas cuncas na adega foi catado. I-estando o outo cume de outo neve nevado, en Belem o noveno mese lle foi contado: nascéu dom Xesucristo, de todos é loubado. Música de la zanfoña para este decir, que como a maestro Gonzalo de Berceo el suyo, me valga, en esta Navidad, «el vaso de bom viño». En estos días se celebra la fiesta del magosto
Para decir en Navidad" por Álvaro Cunqueiro

01 diciembre 2007

La tarde amansa el día y serena la luz va cediendo

la tarde se amansa y serena la luz va cediendo

-Govinda -dijo Siddharta a su amigo-, Govinda, ven conmigo a la higuera de los banianos.
Tenemos que practicar el arte de la meditación.
Se fueron a la higuera de los banianos. Se sentaron. Aquí Siddharta y veinte pasos más allá Govinda. Acomodado y dispuesto a decir el Om, Siddharta repitió el verso murmurando:


Om es el arco, la flecha, es el alma,
la meta de la flecha es el brahmán,
al que sin cesar se debe alcanzar.


Cuando había pasado el tiempo acostumbrado para el ejercicio del arte de ensimismarse, Govinda se levantó. Se había hecho tarde; ya era la hora de efectuar la ablución de la noche. Llamó a Siddharta por su nombre. Siddharta no contestó. Siddharta se hallaba sentado, con la mirada fija en una meta lejana, con la punta de la lengua saliendo un poco entre los dientes; parecía que no respiraba. Así sentado, logrado el arte de ensimismarse, pensaba en el Om, enviaba su alma como una flecha hacia el brahmán.


Hermann Hesse en Siddharta

30 noviembre 2007

Lo que dicen las golondrinas. CANCIÓN DE OTOÑO

Aquí y allá se ven las secas hojas
sobre campos de hierba amarillenta;
desde el alba a la noche el viento es fresco,
éste es el fin del tiempo de verano.
Veo abrirse las flores que conserva
el jardín como un último tesoro:
quiere lucir la dalia su divisa,
la maravilla su dorada toca.
La lluvia en el estanque hace burbujas;
y tienen conciliábulos extraños
las golondrinas sobre los tejados:
¡Ya ha llegado el invierno con sus fríos!
Se reúnen por cientos con el fin
de llegar a un acuerdo sobre su éxodo.
Una dice: «Qué bien se está en Atenas,
viéndolo todo desde la muralla.
Todos los años voy allí y anido en
metopas del mismo Partenón.
En los frisos mi nido disimula
el hueco de una bala de cañón.»
Otra dice: «Yo tengo mi cuartito
en Esmirna, en el techo de un café;
sus granos de ámbar cuentan los hayíes
en el umbral que recalienta el sol.
Entro y salgo, avezada como estoy
a los rubios vapores de las pipas,
y entre mares humosos rozo siempre
los turbanes y feces al pasar.»
Ésta dice: «Yo habito en un triglifo,
en el frontón de un templo, allá en Baalbek;
allí me poso y me sujeto, encima
de mis crías de pico puntiagudo.»
Otra dice: «Sabed mi dirección:
Rodas, palacio de los caballeros;
cada invierno mi tienda se alza allí
en capiteles de negros pilares.»
Y la quinta: «Yo voy a descansar,
pues la edad no permite largos vuelos,
en las blancas terrazas que hay en Malta,
entre el azul del agua y el del cielo.»
La sexta: «¡Hay que ver qué bien se está
en El Cairo y sus altos minaretes!
Recubro con el barro un ornamento
y mi cuartel de invierno ya está listo.»
«Pues yo tengo mi nido», dice la última
«donde está la segunda catarata;
el exacto lugar está indicado
en el psen de un monarca de granito».
«Mañana cuántas leguas», dicen todas,
«nuestra bandada habrá dejado atrás,
pardas llanuras, picos blancos, mares
azules con bordados espumosos».
Entre tanto chillido y aleteo,
sobre estrechas cornisas de la altura,
conversan entre sí las golondrinas
viendo cómo la herrumbre invade el bosque.
Comprendo las palabras que se dicen
porque al fin el poeta es como un pájaro;
pero, ay, está cautivo, y sus impulsos
se rompen contra redes invisibles.
¡Alas quiero tener, dadme unas alas!,
como dice aquel cántico de Rückert,
para volar con ellas hacia el oro
del sol, hacia la primavera verde.


poema de Théophile Gautier

29 noviembre 2007

Difícil

¿Lo sabes? Todo es difícil. Difícil es el amor. Más difícil su ausencia. Más difícil su presencia o estancia.
Todo es difícil... Parece fácil y qué difícil es repasar el cabello de nuestra amada con estas manos materiales que lo estrujan y obtienen.
Difícil, poner en su boca carnosa el beso estrellado que nunca se apura.
Difícil, mirar los hondos ojos donde boga la vida, y allí navegar, y allí remar, y allí esforzarse, y allí acaso hundirse sintiendo la palpitación en la boca, el hálito en esta boca donde la última precipitación diera un nombre o la vida.
Todo es difícil. El silencio. La majestad. El coraje: el supremo valor de la vida continua.
Este saber que cada minuto sigue a cada minuto, y así hasta lo eterno.
Difícil, no creer en la muerte; porque nadie cree en la muerte.
Hablamos de que morimos, pero no lo creemos.
Vemos muertos, pisamos muertos: separamos los muertos. ¡Sí, nosotros vivimos!
Muchas veces he visto esas hormigas, las bestezuelas tenaces viviendo, y he visto una gran bota caer y salvarse muy pocas.
Y he visto y he contado las que seguían, y su divina indiferencia, y las he mirado apartar a las muertas y seguir afanosas, y he comprendido que separaban a sus muertos como a las demás sobrevenidas piedrecillas del campo.
Y así los hombres cuando ven a sus muertos y los entierran, y sin conocer a los muertos viven, aman, se obstinan.
Todo es difícil. El amor. La sonrisa. Los besos de los inocentes que se enlazan y funden.
Los cuerpos, los ascendimientos del amor, los castigos.
Las flores sobre su pelo. Su luto otros días.
El llanto que a veces sacude sus hombros. Su risa o su pena.
Todo: desde la cintura hasta su fe en la divinidad; desde su compasión hasta esa gran mano enorme y extensa donde los dos nos amamos.
Ah, rayo súbito y detenido que arriba no veo. Luz difícil que ignoro, mientras ciego te escucho.
A ti, amada mía difícil que cruelmente, verdaderamente me apartarás con seguridad del camino cuando yo haya caído en los bordes, y en verdad no lo creas.

En Historia del corazón de Vicente Aleixandre.

También las palabras caen al suelo

También las palabras caen al suelo,
como pájaros repentinamente enloquecidos
por sus propios movimientos,
como objetos que pierden de pronto su equilibrio,
como hombres que tropiezan sin que existan obstáculos,
como muñecos enajenados por su rigidez.

Entonces, desde el suelo,
las propias palabras construyen una escala,
para ascender de nuevo al discurso del hombre,
a su balbuceo
o a su frase final.

pero hay algunas que permanecen caídas,
y a veces uno las encuentra
en un casi larvado mimetismo,
como si supiesen que alguien va a ir a recogerlas
para construir con ellas un nuevo lenguaje,
un lenguaje hecho solamente con palabras caídas.

Roberto Juarroz (Argentina, 1925-1995)

Enriketa ve un fantasma