30 noviembre 2025

La capilla del bosque. (2 de varios) / Romanticismo alemán - 1890

 El profundo silencio que reinaba en aquel lugar consagrado a Dios, convidaba al recogimiento. Conrado se arrodilló junto a la puerta, y dirigió a Dios una oración fervorosa. Antes de cargar otra vez con su maleta, se acercó al altar a fin de contemplar cómodamente un retablo que le había llamado la atención y al levantarse, observó en un banco un libro pequeñito de oración, muy bello, encuadernado en chagrín encarnado y broches dorados. Lo cogió, lo abrió, y, cual fue su admiración al encontrar en la primera página su nombre ¡escrito de su propio puño! Le parecía soñar, y no podía dar crédito a sus ojos.

Recorrió el libro. La primera lámina representaba el Salvador, bendiciendo a los niños; algunas oraciones y sentencias que leyó rápidamente, le parecieron cosas conocidas; y vinieron juntas a renovar sus memorias. «Ya lo veo —exclamó profundamente conmovido—; este libro en otro tiempo me perteneció; yo mismo escribí este nombre: es el mismo carácter de letra que tuve yo en mi infancia. Pero ¿cómo ha venido a parar a esta capilla aislada, y en medio de este espeso bosque? Esto es lo que no concibo».

Mil recuerdos de su infancia se despertaron en su alma; un ardiente deseo de ver a su familia, o a lo menos saber noticias de aquellos que le son queridos, se apoderó de su corazón y rodaron por sus mejillas una abundancia de abrasadoras lágrimas.

«Dios mío —dijo finalmente—, ¡y qué buenos padres me habéis dado!, ¡qué hermosos días habíamos antes pasado, mi hermana y yo, en la casa paterna! ¡Cuán dichoso era yo junto a mi buena y tierna madre cuando sentada junto a su velador nos llamaba a su lado y nos hablaba de vos y de vuestro amado Hijo; cuando nuestro excelente padre, después de haber consagrado el día a sus deberes, descansaba por la noche refiriéndonos historias agradables e instructivas; cuando mi hermanita y yo nos reuníamos en el precioso jardín de nuestra casa, o nos divertíamos en cultivarlo en presencia de nuestros padres, que se creían dichosos con nuestra alegría infantil! Pero ¡ay!, hace mucho tiempo, que una malhadada guerra nos ha arrancado de nuestra querida patria, y nos ha puesto a larga distancia los unos de los otros. Tiempo hace ya que nuestra buena madre murió sumergida en la miseria, y sus benditas manos que me entregaron un día este librito, están secas ahora en el sepulcro. Una porción de años ha que no tengo noticias de mi padre; y quizás el dolor le ha conducido a una muerte prematura.

»Y mi pobre hermanita, ¿dónde estará vagando en este instante? ¿Es o no es feliz? ¿Vive todavía? Todo absolutamente lo ignoro. Apartado de aquellos que están en mi corazón, ando aislado y errante por el mundo. Sólo vos, ¡oh Dios omnipotente!, conocéis la suerte de aquellos que aún viven. ¡Ay de mí!, si a lo menos uno de ellos existe todavía, conducidlo a mis brazos. Tened piedad de mí, oh Dios de misericordia; atended a los ruegos que os dirigió mi padre el día que le vi por la postrera vez, y realizad la bendición que, lleno de confianza en vos, invocó sobre mi cabeza en el momento en que me dejó».

De esta suerte continuó Conrado rogando largo tiempo. Por último, levantándose añadió: «No me atrevo a marchar con este libro; no sé si puedo considerarlo ahora como mío. Probablemente se lo habrá olvidado alguien en este sitio, y de seguro vendrá a buscarlo antes que llegue la noche. Mejor será que aguarde aquí; por este medio, podré tal vez adquirir conocimientos que me serán de provecho».

Ocupado en estos pensamientos, sentóse en un extremo de la capilla, y se entretuvo en hojear el libro. Pocos instantes se habrían pasado cuando entró una joven como de unos diez y seis años de edad, de aspecto fino, y porte decente y modesto. Acercándose al altar se inclinó respetuosamente, y exhalando un profundo suspiro dijo en alta voz: «¡Cuánta pena me causa, Dios mío, el haberlo perdido! Era lo que yo más amaba, y nada más me queda para consolarme».

Ya estaba disponiéndose a salir de la capilla, cuando Conrado, en quien no había advertido, se le acercó impetuosamente con el devocionario entre sus manos, y le dijo:

—¿Ha perdido usted este libro, señorita?

—Sí —le contestó con alegría—, en la primera, hoja están escritas estas dos palabras: Conrado Erliebe.

—Parece que tiene para V. mucho valor —dijo Conrado—. ¿Tendría V. inconveniente en decirme el por qué? Conozco el nombre de Conrado Erliebe, y podré darle a V. noticias suyas.

—¡Oh! Si pudiera V. hacerlo —contestó la joven—, me haría un grande beneficio. Me intereso en extremo por Conrado Erliebe: muchos pasajeros me han asegurado haberle visto en tal o cual parte; pero por desgracia nunca he podido ver confirmadas sus noticias. No obstante, bueno será que le refiera a V. una parte de mi historia; tal vez por este medio comprenderá V. si es el mismo Erliebe de que hablamos.

»Mi padre estaba empleado en el otro lado del Rhin. Vino la guerra; el país quedó al dominio de los enemigos, y tuvimos que abandonar nuestra patria. Su principal, que había perdido también todo cuanto poseía, estaba muy distante de poder hacer cosa alguna en su favor. Nuestra posición se fue haciendo cada día más penosa. Figúrese V. ¡cuánto afligió esta pérdida a mi padre! Solo con dos niños, mi hermano y yo, le había de ser muy difícil continuar su viaje en busca de un nuevo empleo. Un vecino del pueblo en que murió mi madre, de oficio calderero y que no tenía hijos, le ofreció encargarse de mi hermano hasta que fuera de edad correspondiente para que pudiese buscarse lo necesario para la vida. Mi padre y yo continuamos nuestro camino. Fuimos lejos, muy lejos; mas de repente cae mi padre enfermo, y muere a los pocos días. Tenía yo entonces únicamente seis años, y no podía conocer toda la gravedad de esta pérdida. Una buena y caritativa mujer, viuda de un honrado menestral, se compadeció de mí y quiso admitirme en su casa. Diez años hace ya que murió mi padre, y todavía nada he podido saber de mi hermano. La misma noche que murió mi padre, suplicó al mesonero que nos tenía alojados, que diese a conocer su muerte a su hijo; que le enviara su bendición, y suplicase al bondadoso calderero que se dignara ser el apoyo del pobre huérfano. A pesar de su extremada flaqueza, este buen padre quiso escribir por sí mismo el nombre de la población y el del calderero que se había encargado de su hijo. Pero por desgracia ese papel se perdió, por culpa de una imprudente criada, que no sabiendo la importancia que tenía, lo tiró al fuego como una cosa inútil. ¡Dios mío! ¡Cuántas veces he soñado yo con mi hermano! Nos informamos inútilmente por todas partes, y nunca produjeron fruto alguno las investigaciones que practicamos. Todo lo que tengo de él, consiste en este libro que V. ve; que aunque no lo he recibido de su mano, lo conservo no obstante como un recuerdo precioso y estimable».

Conrado, arrasados en lágrimas sus ojos y manifiestamente conmovido, exclamó:

—¡Dios mío!, ¡y cuán admirables son vuestros caminos! Amable joven, ¿no te llamas Luisa?

—Sí —contestó la joven admirada—: me llamo Luisa Erliebe.

—Pues bien —dijo Conrado—: mírame y déjame estrechar tu mano. Estas dos palabras fueron escritas por mí: éste es mi nombre: yo soy Conrado, tu hermano.

Luisa escuchaba fuera de sí misma. Este encuentro inesperado la conmovió fuertemente, y Conrado experimentó una sensación igual a la de su hermana. Finalmente, derramando los dos una abundancia de lágrimas de gozo, y penetrados de un sentimiento religioso, bendijeron a la Providencia que les había reunido cuando menos lo esperaban.



CRISTÓBAL SCHMID
Cuentos Nuevos

Gota de agua

gotas de agua

29 noviembre 2025

LA CAPILLA DEL BOSQUE. (Parte 1 de varias.)

 LA CAPILLA DEL BOSQUE

Habiendo terminado su aprendizaje de calderero un joven sano y vigoroso, llamado Conrado Erliebe, tomó el partido de viajar por espacio de tres años, a fin de perfeccionarse en su profesión.

Vestía sencillo, pero decentemente; y echada a las espaldas su maleta, y apoyándose en su palo a modo de peregrino, emprendió alegremente su viaje. Hacía ya algunas horas qué estaba caminando, a pesar de ser un día caluroso de verano, cuando se encontró de repente en el corazón de un espeso bosque.

En vano procuró dejarlo; bien pronto quedó perdido enteramente; vagó por largo tiempo a la ventura, sin que pudiese encontrar el menor rastro de camino. El sol iba a ocultarse en las próximas montañas, e iba ya Conrado a entregarse a la inquietud y la tristeza, cuando advirtió a lo lejos el campanario de una capillita que se levantaba por sobre de unos melancólicos abetos, y al cual tocaban todavía los últimos rayos del sol. Tomó aquella dirección y en breve dio con un camino que le condujo al pie de la capilla, situada sobre una eminencia coronada de fresco verdor.

A su vista, recordó Conrado los consejos de su padre, que acostumbraba decirle: «Hijo mío; si está en tu mano, jamás pases por una capilla abierta, sin entrar y orar en ella. Piensa que ha sido construida para servir la adoración de Dios; y que su elevado campanario es para nosotros a la manera de un dedo que nos muestra el cielo. ¿Cómo podrías, pues, pasar por alto ninguna ocasión de levantar tu alma a Dios y arrodillarte en la presencia de nuestro bienhechor supremo? Un cuadro que llame tu atención; una sentencia que leas por curiosidad, pueden inspirarte, sin que tú lo adviertas, valor y una santa confianza, y hacer que nazcan en ti las más santas resoluciones».

Recorriendo en su memoria estas palabras de un padre respetado y tiernamente amado, entró Conrado en la capilla cuya puerta encontró abierta. Al aspecto de aquella bóveda sombría, de aquellas paredes ennegrecidas por el tiempo, de aquellas ventanas estrechas y adornadas de cristales redondeados, y de aquel antiquísimo altar, el joven se creyó por un instante transportado a una multitud de siglos de distancia.


CRISTÓBAL SCHMID

Cuentos Nuevos

Telas de araña

Otoño

28 noviembre 2025

Una buena comida o aperitivo auguran buenas cosas en términos de comunidad y comprensión

¿Qué pasa si la cena sale mal o no sucede en absoluto?

Habrá un desenlace diferente, pero creo que se respetará la misma lógica. Si una buena comida o aperitivo auguran buenas cosas en términos de comunidad y comprensión, una mala comida es de mal agüero. Ocurre todo el tiempo en los programas de televisión. Hay dos personas cenando, llega una tercera sin que nadie la llame, y una de las primeras, o las dos, se niegan a seguir comiendo. Dejan caer la servilleta en el regazo, o dicen algo sobre haber perdido el apetito, o simplemente se levantan y se marchan. De inmediato sabemos qué opinan del intruso. Pensemos en todas las películas en las que un soldado comparte sus raciones con un camarada, o un niño su bocadillo con un perro callejero; ese abrumador mensaje de lealtad, afinidad y generosidad nos transmite la certeza de que consideramos muy importante la camaradería en la mesa. ¿Qué pasa si vemos a dos personas cenando y una de ellas planea, o ha organizado, la muerte de la otra? En ese caso, nuestra repugnancia ante el asesinato se acentúa por la sensación de que se vulnera una cortesía importante, la de no hacer daño a nuestros compañeros de mesa.

O tomemos Reunión en el restaurante nostalgia (1982), de Anne Tyler. La madre intenta una y otra vez cenar con toda su familia, sin lograrlo nunca. Uno no llega, otro tiene que marcharse, a la mesa le ocurre un pequeño desastre. Sólo después de su muerte consiguen sus hijos reunirse en torno a una mesa de restaurante y cenar juntos; a esas alturas, por supuesto, el cuerpo y la sangre que comparten simbólicamente son los de su madre. Su vida —su muerte— se convierte en parte de la experiencia común.

Para ver el pleno efecto de la comida compartida con otros, pensemos en «Los muertos» (1914), de James Joyce. Este maravilloso relato se centra en una cena celebrada durante la noche de Reyes, doce días después de la navidad. Todo tipo de impulsos y deseos diversos se manifiestan mientras se baila, se come y se revelan alianzas y hostilidades. El personaje principal, Gabriel Conroy, debe darse cuenta de que no es superior a los demás; durante la velada recibe una serie de pequeños golpes al ego que, en su conjunto, le demuestran que forma parte del tejido social general. La mesa y los platos de comida se describen suntuosamente, mientras Joyce nos hace entrar en la atmósfera:

Un ganso gordo y pardo descansaba a un extremo de la mesa y al otro extremo, sobre un lecho de papel plegado adornado con ramitas de perejil, reposaba un jamón grande, despellejado y rociado de migajas, las canillas guarnecidas con primorosos flecos de papel, y justo al lado rodajas de carne condimentada. Entre estos extremos rivales corrían hileras paralelas de entremeses: dos seos de gelatina, roja y amarilla; un plato llano lleno de bloques de manjar blanco y jalea roja; un largo plato en forma de hoja con su tallo como mango, donde había montones de pasas moradas y de almendras peladas; un plato gemelo con un rectángulo de higos de Esmirna encima; un plato de natilla rebozada con polvo de nuez-moscada; un pequeño bol lleno de chocolates y caramelos envueltos en papel dorado y plateado; y un búcaro del que salían tallos de apio. En el centro de la mesa, como centinelas del frutero que tenía una pirámide de naranjas y manzanas americanas, había dos garrafas achatadas, antiguas, de cristal tallado, una con oporto y la otra con jerez abocado. Sobre el piano cerrado aguardaba un pudín en un enorme plato amarillo y detrás había tres pelotones de botellas de stout, de ale y de agua mineral, alineadas de acuerdo con el color de su uniforme: los primeros dos pelotones negros, con etiquetas rojas y marrón, el tercero, el más pequeño, todo de blanco con vírgulas verdes.

Pocos escritores se han tomado tanto trabajo en describir la comida y la bebida, han ordenado de tal manera sus fuerzas para crear un efecto militar de ejércitos reunidos antes de la batalla: tropas, filas, «extremos rivales», centinelas, pelotones, uniformes. Nadie escribiría un párrafo así sin objetivo alguno, sin un motivo oculto. Por supuesto, Joyce tiene al menos cinco motivos diferentes, porque al genio no le basta con uno. Su motivo principal, con todo, es que entremos en ese momento, que arrimemos las sillas a la mesa para convencernos por completo de la realidad de la cena. Al mismo tiempo, quiere transmitir la sensación de tensión y conflicto que ha recorrido la velada —hay gran cantidad de momentos en que los unos discuten con los otros antes e incluso durante la cena— y esta tensión no cuadra con la idea de compartir la comida suntuosa y, dado el día festivo, unificadora. Joyce lo hace por una razón muy simple y muy profunda: tenemos que formar parte de esa comunión. Sería fácil burlarnos sin más de Freddy Malins, el perpetuo borracho, y de su madre chiflada; hacer caso omiso de la charla de sobremesa sobre óperas y cantantes de los que nunca hemos oído hablar; soltar risitas sobre el tonteo entre los más jóvenes; rechazar la inquietud que siente Gabriel por el discurso de agradecimiento que debe pronunciar al final de la comida. Pero no podemos guardar la distancia porque la elaborada preparación de la escena nos hace sentir sentados a la mesa. Así que notamos, un poco antes que Gabriel, pues él está absorto en su propia realidad, que estamos todos juntos en esto, que de hecho compartimos algo.

Eso que compartimos es la muerte. Todos los que se hallan en el comedor, desde la enclenque y vieja tía Julia hasta el jovencísimo estudiante de música, morirán. No esa noche, pero algún día. Una vez que reconocemos ese hecho (y se nos ha dado ventaja con el título, mientras que Gabriel ignora que la velada lleva título), el relato avanza sobre ruedas. Ante la mortalidad, que acosa por igual a grandes y pequeños, las diferencias de nuestras vidas son detalles superfluos. Cuando cae la nieve al final del cuento, en un pasaje hermoso y conmovedor, cubre por igual «a los vivos y a los muertos». Claro que sí, pensamos, pues en ello la nieve es idéntica a la muerte. Ya estamos preparados: hemos compartido la comida de comunión que Joyce nos ha servido, una comunión que no celebra la muerte, sino aquello que la precede. La vida. 

 


Thomas C. Foster

Leer como un profesor