¿Qué pasa si la cena sale mal o no sucede en absoluto?
Habrá un desenlace diferente, pero creo que se respetará la
misma lógica. Si una buena comida o aperitivo auguran buenas cosas en términos
de comunidad y comprensión, una mala comida es de mal agüero. Ocurre todo el
tiempo en los programas de televisión. Hay dos personas cenando, llega una
tercera sin que nadie la llame, y una de las primeras, o las dos, se niegan a
seguir comiendo. Dejan caer la servilleta en el regazo, o dicen algo sobre
haber perdido el apetito, o simplemente se levantan y se marchan. De inmediato
sabemos qué opinan del intruso. Pensemos en todas las películas en las que un
soldado comparte sus raciones con un camarada, o un niño su bocadillo con un
perro callejero; ese abrumador mensaje de lealtad, afinidad y generosidad nos
transmite la certeza de que consideramos muy importante la camaradería en la
mesa. ¿Qué pasa si vemos a dos personas cenando y una de ellas planea, o ha
organizado, la muerte de la otra? En ese caso, nuestra repugnancia ante el
asesinato se acentúa por la sensación de que se vulnera una cortesía
importante, la de no hacer daño a nuestros compañeros de mesa.
O tomemos Reunión en el restaurante nostalgia (1982),
de Anne Tyler. La madre intenta una y otra vez cenar con toda su familia, sin
lograrlo nunca. Uno no llega, otro tiene que marcharse, a la mesa le ocurre un
pequeño desastre. Sólo después de su muerte consiguen sus hijos reunirse en
torno a una mesa de restaurante y cenar juntos; a esas alturas, por supuesto,
el cuerpo y la sangre que comparten simbólicamente son los de su madre. Su vida
—su muerte— se convierte en parte de la experiencia común.
Para ver el pleno efecto de la comida compartida con otros,
pensemos en «Los muertos» (1914), de James Joyce. Este maravilloso relato se
centra en una cena celebrada durante la noche de Reyes, doce días después de la
navidad. Todo tipo de impulsos y deseos diversos se manifiestan mientras se
baila, se come y se revelan alianzas y hostilidades. El personaje principal,
Gabriel Conroy, debe darse cuenta de que no es superior a los demás; durante la
velada recibe una serie de pequeños golpes al ego que, en su conjunto, le
demuestran que forma parte del tejido social general. La mesa y los platos de
comida se describen suntuosamente, mientras Joyce nos hace entrar en la
atmósfera:
Un ganso gordo y pardo descansaba a
un extremo de la mesa y al otro extremo, sobre un lecho de papel plegado
adornado con ramitas de perejil, reposaba un jamón grande, despellejado y
rociado de migajas, las canillas guarnecidas con primorosos flecos de papel, y
justo al lado rodajas de carne condimentada. Entre estos extremos rivales
corrían hileras paralelas de entremeses: dos seos de gelatina, roja y amarilla;
un plato llano lleno de bloques de manjar blanco y jalea roja; un largo plato
en forma de hoja con su tallo como mango, donde había montones de pasas moradas
y de almendras peladas; un plato gemelo con un rectángulo de higos de Esmirna
encima; un plato de natilla rebozada con polvo de nuez-moscada; un pequeño bol
lleno de chocolates y caramelos envueltos en papel dorado y plateado; y un
búcaro del que salían tallos de apio. En el centro de la mesa, como centinelas
del frutero que tenía una pirámide de naranjas y manzanas americanas, había dos
garrafas achatadas, antiguas, de cristal tallado, una con oporto y la otra con
jerez abocado. Sobre el piano cerrado aguardaba un pudín en un enorme plato
amarillo y detrás había tres pelotones de botellas de stout, de ale y de agua
mineral, alineadas de acuerdo con el color de su uniforme: los primeros dos
pelotones negros, con etiquetas rojas y marrón, el tercero, el más pequeño,
todo de blanco con vírgulas verdes.
Pocos escritores se han tomado tanto trabajo en describir la
comida y la bebida, han ordenado de tal manera sus fuerzas para crear un efecto
militar de ejércitos reunidos antes de la batalla: tropas, filas, «extremos
rivales», centinelas, pelotones, uniformes. Nadie escribiría un párrafo así sin
objetivo alguno, sin un motivo oculto. Por supuesto, Joyce tiene al menos cinco
motivos diferentes, porque al genio no le basta con uno. Su motivo principal,
con todo, es que entremos en ese momento, que arrimemos las sillas a la mesa
para convencernos por completo de la realidad de la cena. Al mismo tiempo,
quiere transmitir la sensación de tensión y conflicto que ha recorrido la
velada —hay gran cantidad de momentos en que los unos discuten con los otros
antes e incluso durante la cena— y esta tensión no cuadra con la idea de
compartir la comida suntuosa y, dado el día festivo, unificadora. Joyce lo hace
por una razón muy simple y muy profunda: tenemos que formar parte de esa
comunión. Sería fácil burlarnos sin más de Freddy Malins, el perpetuo borracho,
y de su madre chiflada; hacer caso omiso de la charla de sobremesa sobre óperas
y cantantes de los que nunca hemos oído hablar; soltar risitas sobre el tonteo
entre los más jóvenes; rechazar la inquietud que siente Gabriel por el discurso
de agradecimiento que debe pronunciar al final de la comida. Pero no podemos
guardar la distancia porque la elaborada preparación de la escena nos hace
sentir sentados a la mesa. Así que notamos, un poco antes que Gabriel, pues él
está absorto en su propia realidad, que estamos todos juntos en esto, que de
hecho compartimos algo.
Eso que compartimos es la muerte. Todos los que se hallan en
el comedor, desde la enclenque y vieja tía Julia hasta el jovencísimo
estudiante de música, morirán. No esa noche, pero algún día. Una vez que
reconocemos ese hecho (y se nos ha dado ventaja con el título, mientras que
Gabriel ignora que la velada lleva título), el relato avanza sobre ruedas. Ante
la mortalidad, que acosa por igual a grandes y pequeños, las diferencias de
nuestras vidas son detalles superfluos. Cuando cae la nieve al final del cuento,
en un pasaje hermoso y conmovedor, cubre por igual «a los vivos y a los
muertos». Claro que sí, pensamos, pues en ello la nieve es idéntica a la
muerte. Ya estamos preparados: hemos compartido la comida de comunión que Joyce
nos ha servido, una comunión que no celebra la muerte, sino aquello que la
precede. La vida.
Thomas C. Foster
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