15 enero 2021

15 de enero

Pero llega un día en el devenir de la Revolución, uno solo, que no tolera vacilación alguna, un día en el que todo el mundo tiene que emitir su voto con «Sí» o «No», par o impar, el 16 de enero de 1793. El reloj de la Revolución señala el mediodía, la mitad del camino ha quedado atrás, la realeza ha sido privada, pulgada a pulgada, de su poder. Pero aún vive el rey Luis XVI, sin duda prisionero en el Temple, pero vive. Ni se ha conseguido (como esperaban los moderados) hacerle huir ni se ha conseguido (como deseaban secretamente los radicales) matarlo a manos del furor popular en aquel asalto a palacio. Se le ha humillado, se le ha quitado la libertad, su nombre y rango; pero todavía, por su mero aliento, por su sangre heredada, es un rey, un nieto de Luis XV; aunque ahora sólo se le llame despreciativamente Luis Capeto, sigue siendo un peligro para una República joven. Así que tras la condena de la Convención, el 15 de enero se plantea la cuestión del castigo, la cuestión de si vida o muerte. En vano los indecisos, los cobardes, los cautelosos, la gente del tipo de Joseph Fouché, esperaban poder escapar a una toma de posición pública y vinculante por medio de una votación secreta; implacable, Robespierre insiste en que cada representante de la Nación francesa emita su «Sí» o su «No», su «Vida» o «Muerte» en mitad de la Asamblea, para que el pueblo y la posteridad sepan de cada uno a quién pertenece, si a la derecha o a la izquierda, a la marea alta o a la marea baja de la Revolución. 

El 15 de enero la posición de Fouché aún está completamente clara. La pertenencia a los girondinos, el deseo de sus moderados electores, le obliga a pedir clemencia para el rey. Pregunta a sus amigos, Condorcet sobre todo, y ve que se muestran unánimemente inclinados a eludir una medida tan irrevocable como la ejecución del rey. Y como la mayoría está básicamente en contra de la sentencia de muerte, naturalmente Fouché se pone de su lado; la noche antes, el 15 de enero, lee a un amigo el discurso que va a pronunciar con ese motivo, y en el que fundamenta su deseo de clemencia. Cuando uno se sienta en los bancos de los moderados está obligado a la moderación y, como la mayoría se opone a todo radicalismo, también Joseph Fouché, que no está lastrado por las convicciones, abomina de él.

Pero entre esa noche del 15 de enero y la mañana del 16 hay una madrugada inquieta y agitada. Los radicales no han estado ociosos, han puesto en marcha la poderosa máquina de la revuelta popular, que tan magníficamente saben manejar. En los suburbios atruena el cañón de los ruidos, las secciones convocan a golpe de tambor amplias masas, a todos los desordenados batallones del motín, a los que siempre acuden los terroristas, que se mantienen invisibles, para arrancar decisiones políticas por la fuerza, y que el cervecero Santerre pone en movimiento en pocas horas con sólo mover un dedo. Estos batallones de agitadores suburbiales, de pescateras y aventureros, son conocidos desde el glorioso asalto a la Bastilla, se les conoce desde la hora miserable de los crímenes de septiembre. Siempre que hay que romper los diques de la Ley, esa gigantesca ola popular se revuelve con violencia, y siempre arrastra todo irresistiblemente, y por último a aquellos que sacó de sus propias profundidades. 

Las masas se apretujan ya a mediodía en torno a la escuela de equitación y a las Tullerías, hombres en mangas de camisa, desnudo el pecho, amenazantes las picas en las manos, mujeres burlonas que gritan con carmagnoles de un rojo ardiente, guardias cívicos y gente de la calle. Entre ellos se multiplican los promotores de los motines: Fourier el americano, Guzmán el español, Theroigne de Mericour, esa histérica caricatura de Juana de Arco. Si pasan diputados sospechosos de ir a votar por la clemencia, una oleada de insultos cae sobre ellos como si les lanzaran cubos de inmundicia, se alzan puños, se lanzan amenazas contra los representantes del pueblo; los intimidadores trabajan con todos los recursos del terror y de la fuerza bruta para poner bajo la cuchilla la cabeza del rey. 

Y esta intimidación hace efecto en todas las almas débiles. Los girondinos se reúnen atemorizados a la luz temblorosa de las velas en esta tarde gris del primer invierno. Los que ayer aún estaban decididos a votar en contra de la muerte del rey para evitar la guerra a cuchillo con toda Europa, están en su mayoría inquietos y desunidos bajo la enorme presión de la sublevación popular. Por fin, ya entrada la noche, se produce el llamamiento nominal, y uno de los primeros nombres es, qué ironía, precisamente el líder de los girondinos, Vergniaud, ese orador normalmente tan meridional, cuya voz siempre golpea como un martillo la madera vibrante de las paredes. Pero ahora teme no parecer ya lo bastante republicano como para ser el caudillo de la República si deja al rey con vida. Así que el que siempre fuera tan furibundo e impetuoso sube lenta, pesadamente a la tribuna, con la cabeza baja por la vergüenza, y dice en voz baja: «La mort». 

La palabra resuena como un diapasón por toda la sala. El primero de los girondinos se ha rendido. La mayoría de los otros se mantienen firmes, trescientos votos de setecientos están por la clemencia, aunque saben que ahora la moderación política exige mil veces más osadía que la aparente decisión. Durante mucho tiempo, la balanza oscila: unos cuantos votos pueden ser decisivos. Por fin se llama al diputado Joseph Fouché, de Nantes, el mismo que aún ayer aseguraba confiado a sus amigos que defendería con un discurso arrebatado la vida del rey, que hace aún diez horas jugaba a ser el más decidido de los decididos. Pero, entretanto, el antiguo profesor de matemáticas, el buen calculador Fouché, ha contado los votos y ha visto que de ese modo iría a parar al partido equivocado, al único al que nunca reconocerá pertenecer: el de la minoría. Así que sube apresuradamente a la tribuna, con sus pasos sin ruido, y de sus pálidos labios huyen sigilosas las dos palabras: «La mort».

Stefan Zweig
Fouché
Retrato de un hombre político

La ambición y la intriga son las únicas pasiones de este hombre político, carente de escrúpulos y moral, que navega a través de las convulsiones sociales y políticas de la Francia revolucionaria y del imperio sin mudar el gesto. Como muy bien dice Zweig: «Los gobiernos, las formas de Estado, las opiniones, los hombres cambian, todo se precipita y desaparece en ese furioso torbellino del cambio de siglo, sólo uno se queda siempre en el mismo sitio, al servicio de todos y de todas las ideas: Joseph Fouché».

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14 enero 2021

14 de enero

El teléfono

El día 14 de enero de 1876, dos hombres, Alexander Graham Bell, y Elías Gray, se presentaron en la Oficina de Patentes de Nueva York para registrar un invento totalmente nuevo, inaudito e insólito: el teléfono. Bell llegó a las doce del mediodía, y Gray, dos horas después. Esa diferencia consagró al joven escocés como padre del invento más importante de su tiempo. 

A.G. Bell era hijo de una sorda y de un especialista en la recuperación de estos enfermos. Toda su vida había mostrado un interés grande por el mundo de la audición. De hecho, cuando llegó a los Estados Unidos se aficionó a la telegrafía, afición que le llevó al descubrimiento del teléfono, de forma casual. Una tarde, su ayudante Watson tuvo un pequeño accidente mientras manipulaba con él un aparato telegráfico que trataba de perfeccionar. Era el día 2 de junio de 1875; Watson hizo un movimiento en falso y contactó mal un tornillo, con lo que transformó en corriente continua lo que debía haber sido corriente alterna. Al otro extremo del hilo Bell pudo oír todo aquel ruido. Sin embargo, aún tardó cerca de un año en sacar partido de tan prometedor accidente. Bell patentó su invento antes de que realmente lo hubiera podido comprobar él mismo, ya que fue después de su inscripción en la Oficina de Patentes, cuando logró transmitir un mensaje telefónicamente, la oración gramatical: Come here, Watson, I want you: «Watson, ven: te necesito». Era el día seis de marzo de 1876. 

Bell presentó su invento en la exposición celebrada en Filadelfia con motivo del primer centenario de la independencia de su país. Allí se convirtió en una gran atracción. Estaba invitado el emperador del Brasil, Pedro II, a quien pusieron en la mano el aparato de Bell; el emperador lo examinaba atentamente, y cuando comprobó que salían voces de él, lo soltó alarmado, y exclamó desconcertado: «¡Pero esto…, habla!». En menos de veinticinco años una de cada cincuenta personas tenía ya teléfono en los Estados Unidos. No había cumplido todavía treinta años cuando Bell contaba con una inmensa fortuna. 

La primera central telefónica se instaló en New Haven, en el estado norteamericano de Connecticut. Contaba con 21 abonados, entre ellos el novelista M. Twain. Las centrales automáticas nacerían más tarde, en 1891, ideadas por un curioso personaje de Kansas City, dueño de una funeraria: Almon S. Strowger. El avispado inventor estaba preocupado porque todos los pedidos de servicios fúnebres iban a parar a su competidor, cuya esposa era nada menos que la telefonista local. No tardó en comprobar, Strowger, que era la telefonista quien desviaba los pedidos hacia el teléfono de su propio marido, ya que era ella la primera en enterarse de los fallecimientos habidos en la localidad. 

En cuanto a España, fue una de las primeras naciones del mundo en beneficiarse de tan extraordinario avance: el día 16 de diciembre de 1877 se efectuaba la primera comunicación, en Barcelona, mediante el artilugio de moda. A Madrid llegaría un año después. 

Desde entonces hasta hoy, han sido legión el número de innovaciones y mejoras habido en el mundo de la telefonía. Entre otras la del teléfono público por monedas, inventado ya en 1889, por el norteamericano William Gray. El primer aparato que funcionó como tal estuvo a disposición del público en un banco de la ciudad de Hartford, estado de Connecticut. Y en 1891, el mismo inventor, asociado con otros, instaló teléfonos de monedas en una cadena de grandes almacenes. Luego vendría el teléfono portátil, el de bolsillo, el teléfono de mando vocal, e incluso el teléfono para sordos, pequeño aparato que se incorpora al auricular y posibilita la reproducción de los mensajes en una pantalla de cristal líquido.

Pancracio Celdrán
Historia de las cosas

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